Róża se despierta con el cuerpo frío y rígido. Desde que ha cambiado el tiempo, duerme entre Shira y la pared, de forma que puede protegerla de la corriente que se cuela por las grietas cuando cae la helada a primera hora de la mañana. Pero ahora Shira la tiene atrapada entre su cuerpo y las tablas; un leve movimiento para estirar una pierna hace que se le agarroten los músculos de la pantorrilla. Ni siquiera puede sacar un brazo para rascarse la cabeza (infestada de piojos, a pesar de que está constantemente haciéndose trenzas) sin despertar a Shira, lo que provocaría que empezara, aún más temprano de lo habitual, el reto de mantenerla en silencio un día más. «¿Cuándo va a terminar esto?» Los concursos de contar mentalmente y los juegos de quedarse como estatuas solo la entretienen un rato y Shira al poco está dando golpecitos con el pie al ritmo de su música, que ya parece que se ha convertido en sinfonías completas que no puede mantener contenidas más tiempo.
Pegada a las tablas, con el heno ya aplastado, a Róża le duele la parte de atrás de la cabeza. Cuando ya no puede soportar más la postura, mueve la cadera muy poquito a poco y nota el reloj de Natan, que ya no funciona, clavándosele en el muslo. Shira no se despierta. Agradecida, Róża vuelve a dormirse.
Krystyna viene esa mañana, pero no para sacar a Shira, sino para traerles algo con lo que distraerse. Debe de haberle leído la mente, porque en un cubo ha ocultado una aguja de croché, hilo, lápices, papel, un atlas y la novela infantil polaca A través del desierto y de la selva, escondida bajo las tapas de otro libro: Emil und die Detektive.
—Se supone que ahora solo podemos leer libros en alemán —explica Krystyna, señalando la tapa—. Pero a mis hijos les gustó mucho este.
Róża quiere darle las gracias a Krystyna por no echarlas (hoy cumplen cincuenta y seis días en el pajar) y decirle que ella nunca dirá ni una palabra sobre lo de Piotr, pero duda; teme ofenderla o que eso suene a chantaje por su parte para poder seguir en el altillo. Krystyna ya se ve obligada a aguantar los gruñidos de Henryk porque los niños deben hacer las tareas más rápido desde que ella decidió que Piotr tiene que ir a misa todas las mañanas.
—Estamos muy agradecidas por tu amabilidad. Gracias —es lo que dice Róża.
Lo más cercano a un libro que han tenido hasta entonces es la tarjeta con las fotos. Ahora Róża le lee a Shira en susurros las primeras páginas de A través del desierto y de la selva y se detiene en cierto momento para abrir el atlas y enseñarle Puerto Said, en el extremo norte del Canal de Suez, el lugar donde se desarrolla esa historia de intriga y aventuras. Shira suelta una exclamación de placer al oír que se describe a los flamencos como «flores rojas y moradas suspendidas en el cielo», e inmediatamente se tapa la boca con la mano.
—Perdón —se disculpa—. Sigue leyendo, por favor.
—Shira, ahora que tenemos papel —susurra Róża—, quiero enseñarte las letras. Así puedes aprender a escribir tu nombre.
Róża escribe las letras del alfabeto en una hoja de papel y rodea las letras del nombre de Shira, pero la niña insiste en darle la vuelta al papel, para que esté en blanco, y en ponerlo en horizontal.
—Quiero un papel de música.
—¿Un qué?
—Un papel de música, con las rayas de lado a lado, como el tuyo y el de tata…
Shira se queda callada. Fuera, el cielo se ve blanco. No hay pájaros en las ramas ahora.
—Vamos a aprender las letras primero.
Róża sabe lo que va a pasar: un papel de música las llevará a hacer música o, como mínimo, a dar más golpecitos con el pie. Pero si Shira acaba enfurruñándose (que es lo que parece que está a punto de pasar), eso puede desembocar en una pataleta, que resultará incluso más difícil de contener.
—Te voy a proponer algo: ¿qué te parece si te cuento la historia de la vida de algunos músicos famosos?
—Me parece bien.
—Ven a sentarte en mi regazo para que pueda contártela muy bajito. Esta es la historia de un violinista, uno con mucho talento que se llamaba Joachim. Él estaba dedicado a la música en cuerpo y alma, hasta tal punto que creía que ni sus amigos músicos ni él deberían casarse nunca.
—¿Por qué?
—Porque pensaba que eso solo servía para distraerlos. Quería que todos le fueran fieles únicamente a su vocación como músicos. Incluso tenía un lema personal: «Frei aber einsam». Libre aunque solitario.
—¿Quería que fueran todos solitarios?
—No es que quisiera eso. Es que creía que la música era la mejor compañía que podían tener.
—A Dora le regalaron un perro por su cumpleaños.
—Ah.
Róża presenció, desde la ventana de un vecino, la redada que acabó con la captura de su amiga Dora y su familia… justo el día antes de que Natan no volviera a casa. Ahora mira fijamente a Shira y se obliga a sonreír un poco.
—Pues como regalo para Joachim, sus amigos compusieron una sonata basada en las notas musicales F(fa), A(la) y E(mi), las iniciales de «Frei aber einsam». Dietrich escribió el primer movimiento, Schumann el segundo y Brahms el tercero. Un scherzo.
—Ojalá pudiera oírla.
Ella no menciona que Shira ya ha oído el Scherzo de Brahms. Natan lo ensayaba de forma repetitiva y meticulosa.
—Si me prometes que vas a estar muy callada, te puedo tararear los primeros compases. Está en modo menor, que es muy difícil, y empieza de una forma muy dramática.
Aunque tiene los ojos cerrados, Róża siente que los de Shira no se apartan de su cara mientras tararea el principio de la melodía del violín. Róża se pregunta si Shira compondrá música así de excepcional en su cabeza.
—Mamá, ¿me la escribes en el papel? Prometo que la tendré guardada en el bolsillo y no haré el menor ruido.