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Róża camina arriba y abajo por el altillo, mordiéndose la lengua para no ponerse a gemir. Le pidió a Henryk que le trajera semillas de zanahoria silvestre como precaución porque, además de que se le interrumpió la menstruación, se notó los pechos muy sensibles. Ahora está sangrando mucho y el dolor es atroz. Mira por una grieta en la pared, evaluando la cantidad de luz de la luna.

—¿Mamá?

—Estoy bien. Solo… me duele la tripa.

Róża se inclina hacia un lado y luego al otro. Intenta sentarse, pero los calambres del vientre hacen que tenga que volver a levantarse. Aunque se ha colocado en los pantalones un trapo extra de refuerzo, este también se le ha empapado.

—¿Te pasa algo malo, mamá?

Se ve preocupación en la cara de Shira.

Un fugaz deseo cruza la mente de Róża (que Shira no estuviera, que no necesitara consuelo y que no tuviera que verla así), antes de que logre componer una expresión tranquila para mirar a su hija.

—Necesito un poco de aire fresco. Es tarde, así que tienes que quedarte muy calladita. Silenciosa como un ratón bajo el heno, ¿me has oído?

—Sí, mamusia.

—No te muevas. Y no me llames, por favor.

Róża inspira hondo, baja un pie y después el otro por la escalera y por fin abre la puerta y sale.


Allí, en medio de la nieve, la sangre de Róża, que es de un color negro rojizo, mancha la capa blanca que cubre la tierra. Caen pegotes y coágulos y, cada vez que empuja, sale más; huele a óxido, a metal y a podredumbre. Se marea y siente calor a pesar del aire gélido. Coge un puñado de nieve limpia para aplicárselo sobre la frente y la nuca.

Róża sabe que necesita sacarse eso para volver a ser ella por dentro. Pero, a pesar del dolor, se pregunta: «¿De cuánto estaba?» y «¿Era un niño o una niña?». Dirige la vista a los lejanos árboles mientras le tiemblan las piernas que la sostienen. Con cada chorro que sale, produciéndole calambres, siente una profunda tristeza mezclada con alivio.

Cuando el sangrado se reduce, Róża se sienta, con el culo al aire, agotada, y mira las estrellas. Un minuto. Dos. Momentos fugaces en los que se pregunta si estarían mejor en Gracja. Ahora los judíos que quedaban vivían en un gueto, se lo había dicho Henryk. Si su tío Jakob todavía estaba allí, él tendría influencia, y su tía Syl haría pan para que todos ellos pudieran comer, si lograba conseguir los ingredientes. Lo que es seguro es que Róża no estaría teniendo un aborto sola, a la intemperie y en pleno invierno. Pero entonces piensa en lo que los soldados le hicieron a Natan en los campos de trabajo y en cómo fueron después a llevarse a sus padres; los golpes y los gritos que oyeron a través de la puerta del armario…

Róża se estremece cuando un poco de nieve cae desde el tejado del pajar. A la luz de la luna los campos helados se han convertido en una lámina plateada y ondulante. Róża se levanta con esfuerzo y se ata los pantalones después de ponerse otro trapo, no muy limpio, entre las piernas.

Tiene que ocultar la sangre para que no la descubran. Lo mejor sería enterrarla fuera de la vista de los humanos y del olfato de los animales, pero la tierra está helada y, además, ella no tiene tiempo para cavar un agujero. Si al menos hubiera sangrado en un cubo, podría haber encontrado una forma de esconderlo en el pajar.

Va tambaleándose hasta el pajar y, cuando llega, ve uno de los conejos en un rincón. Con un movimiento rápido lo atrapa y lo sujeta con fuerza bajo el brazo. Siente el latido rápido de su frenético corazón aprisionado. Con la mano libre coge un desplantador que hay colgado de una pared. Teme que Shira empiece a hacer preguntas, pero por suerte sigue bajo el heno, callada. Róża vuelve a salir afuera y le asesta un solo golpe al conejo con el que le clava profundamente la hoja del desplantador. El animal se queda quieto, inerte. Róża utiliza la hoja para reventar al conejo como lo habría hecho un lobo. El fuerte olor, a carne cruda y a óxido, le provoca una arcada. Temblando, deja el conejo destrozado tirado sobre su sangre. Como medida adicional, clava el desplantador en la tierra un par de veces, con la esperanza de que se suelte un poco para que le sirva de camuflaje, pero la tierra no cede y su esfuerzo es en vano. Pronuncia una oración mientras se limpia las manos en la nieve para quitarse la sangre (la del conejo y la suya), vuelve al pajar y sube al altillo, con Shira.


Al día siguiente, por una grieta en el extremo más alejado del altillo, Róża ve que Jurek pincha el conejo destripado con un palo. Al verlo ahora, un amasijo sucio y congelado, Róża vomita bilis sobre el heno. Empieza a sudar y siente nuevas contracciones en el vientre. Pero no aparta los ojos de lo que pasa afuera. Jurek ha cogido el conejo y llama a su padre.

Henryk llega al momento.

—Si hay un zorro por aquí, deberíamos reforzar el gallinero —comenta Jurek, inspeccionando el animal muerto—. Pero no tiene sentido que un zorro deje aquí toda esta carne. ¿Qué otra cosa puede haberlo matado?

—No lo sé.

—¿Crees que mamá lo querrá para echarlo en la sopa?

Se oye claramente el pánico en el «no» que pronuncia Henryk.

Si Krystyna va allí, tan cerca del pajar, a inspeccionar esa escena, lo sabrá. Cuando Henryk vuelve a hablar, ya ha conseguido recuperar un tono tranquilo.

—No sabemos cuánto tiempo lleva muerto. No es seguro comérselo.

Jurek deja caer al conejo y se pone a revolver con el palo los pegotes de nieve enrojecida y viscosa.

—Aquí hay más sangre de la que puede haber soltado un solo conejo.

Shira, que estaba apoyada en la pared, tejiendo heno en forma de cuadraditos, se incorpora al oír a Jurek mencionar la palabra «conejo» y se pone a examinar el altillo y la parte de abajo del pajar. Róża se pone un dedo sobre los labios, que conservan el sabor a bilis.

—Hemos comido tan poca carne últimamente que seguro que mamá…

—Seguro que tu madre querrá que termines de limpiar el gallinero. Inmediatamente. Voy a enterrar esto para que no atraiga a otros animales.

Henryk entra en el pajar para coger una pala, sin mirar hacia arriba, y se pone a abrir un agujero en la tierra congelada.


Cuando Henryk sube al altillo esa noche, Róża está hecha un ovillo en un rincón, con las rodillas contra el pecho, como si todavía hubiera algo dentro de ella que pudiera proteger.

—Krystyna notará que falta un conejo. Se supone que son para comérnoslos.

—Dile que se escapó. No se me ocurrió otra cosa…

Henryk le toca la pierna a Róża. Ella se estremece.

—No me toques ahora. Por favor…

Los ojos de él se oscurecen. Da un golpe con la mano en el suelo y sale como una tromba del pajar, dejando a Shira despierta tras el sobresalto y a Róża todavía encogida.