Antes de que Róża y Krystyna tengan tiempo de organizar un plan, los alemanes irrumpen en el pueblo. Algunos van a caballo. Otros en coche. Entre todos abarrotan la zona. Durante tres días ni Krystyna ni Henryk entran en el pajar. Róża y Shira permanecen bien enterradas en el heno, aturdidas por el hambre, el silencio y la inmovilidad. Desde la taberna llega un gran escándalo que dura hasta altas horas de la noche. Shira duerme a ratos, pero Róża permanece despierta, alerta. Tiene la garganta seca y le pica por el polvo del heno y nota la piel pegajosa por el sudor, que se le va enfriando para después secarse.
Cuando oye que alguien se acerca a la granja, Róża obliga a Shira a bajar corriendo la escalera. La niña está aterrorizada por tener que meterse en el angosto agujero que hizo Henryk en el suelo del granero, pero no tienen elección. Róża mueve la bala de heno que lo cubre y las dos se meten apresuradamente. Con cada movimiento que hacen, se desprende un poco de tierra, que cae sobre ellas. Allí hace frío, se nota humedad y, cuando Róża tira de la bala para cubrir con ella la abertura, se quedan completamente a oscuras.
Las dos se estremecen y parpadean. De repente se le ocurre a Róża que en el altillo hay cosas que no han escondido y que podrían delatarlas. El atlas. La novela. Si le cuestionan, Henryk puede decir que a sus hijos les gusta subir ahí a leer. Pero ¿y las otras cosas? El hilo y la aguja. Los folios con el abecedario (Jurek y Piotr son mayores para eso y Łukasz demasiado pequeño). Y las hojas con la música (nadie de la familia toca ningún instrumento). ¿Cómo podría Henryk explicar esas cosas? Y lo peor de todo es el cubo que utilizan a modo de baño, que seguro que huele fatal después de tantos días. Ni Krystyna ni él han pasado por allí para llevárselo y, con las prisas, Róża no se ha acordado de taparlo. Y Henryk ya no tiene al ganado como excusa; han tenido que matar a todos los animales que tenían para comérselos. El cerdo que se escapó y se comió sus reservas fue el último.
Pero ya no puede hacer nada. Róża se esfuerza por oír algo por encima del ruido de la sangre que le atruena en los oídos. Oye a un alemán decir:
—Voy a revisar los cobertizos y el pajar.
Róża inspira hondo, preparándose, sujetando la muñeca de Shira. Un terrón de tierra húmeda le resbala por el cuello, se cuela bajo la blusa y al final se queda en la parte baja de su espalda. Pasan los minutos. Henryk debe haberlos llevado a los cobertizos más alejados primero, para darles a ellas tiempo para esconderse en el agujero.
Cuando la puerta del pajar araña el suelo de tierra y se oyen los pesados pasos de botas a la izquierda de sus cabezas, se oye la voz de Henryk, bastante alta (tal vez demasiado) pero firme.
—No es más que un pajar, como ven.
—Tiene usted mucho espacio aquí. Los cobertizos, el pajar. ¿Sí?
—Tengo que atender varios campos grandes. Hace falta mucho equipamiento.
—Podría alojar a una segunda familia aquí. O esconder un enjambre de judíos…
A Róża le da la sensación de que se le van a vaciar los intestinos allí mismo, en cualquier momento. Pero Henryk no se queda callado.
—Oh, tal vez mejor una chica guapa con la que entretenerme por las noches. Pero tendría que matar al resto de su familia, claro…
El soldado ríe. Ahora su tono es más amistoso.
La conversación le llega amortiguada un momento, pero después Róża oye:
—Necesitamos su pajar para guardar suministros. Le doy cuatro días para vaciarlo.
Así que se acabó.
—Por supuesto —contesta Henryk, con aire despreocupado—. Limpiaré el espacio y, claro, sacaré a la chica antes de que mi mujer la vea…
El retumbar de botas se aleja. La puerta del pajar vuelve a arañar el suelo al cerrarse. Durante unos minutos Róża se queda petrificada. ¿Qué pasará con ellas?
Espera mucho rato antes de llevar a Shira al altillo otra vez. Una vez allí insiste en que las dos se queden escondidas bajo el heno. Sopesa sus opciones: ¿el gueto de Gracja? ¿Los bosques? ¿La casa del comerciante?
Al caer la noche, llega Krystyna y trae comida.
—Róża.
Róża intenta desenredarse del heno para levantarse, pero le tiemblan mucho las piernas.
—Lo sé.
En el cubo de Krystyna hay el doble de lo habitual: sopa de cebada y ensalada de rábano. Habla en el polaco más formal y en clave para que Shira no pueda comprender la conversación. Los preparativos para Shira están prácticamente hechos: papeles falsos, un plan de transporte y una plaza en un orfanato de monjas.
—¿Dónde? —pregunta Róża.
—En Celestyny.
—¿A qué distancia está eso de aquí?
—Los otros se negaron, Róża. Este es el único que aceptó.
—¿A qué distancia?
—A casi trescientos kilómetros hacia el sur.
¡Trescientos kilómetros! Róża se deja caer hasta quedarse sentada y abraza a Shira.
Pero ¿qué otra alternativa tiene?
No sabe qué seguridad le podrá proporcionar a Shira, ni quedándose con ella ni dejándola ir. La abraza aún más fuerte, mientras mueve los labios para rezar una oración, que se repite. Cada vez que oye un ruido fuera del pajar (el eco de voces, el crujido de las ruedas de un carro, el lento repiqueteo de los cascos de caballos) se estremece de miedo.
Ahora las calles están en silencio (los alemanes se han ido del pueblo y no hay jaleo, ni siquiera en la taberna), pero su madre no suelta a Shira. Ella se revuelve para alejarse del olor de su madre, de su aliento que le recuerda la leche agria, y mira por una grieta en la pared. Su madre le acaricia la mejilla, una y otra vez, y le aprieta la cara contra su cuello. Cuando Shira pregunta qué pasa, su madre mira hacia otro lado y murmura algo.
Al día siguiente Shira ve a Krystyna acompañada de una mujer que no recuerda haber visto antes. Caminan alrededor del pajar con los brazos entrelazados y las cabezas muy juntas. Después Krystyna sube por la escalera del altillo y dice algo a su madre en susurros y con palabras muy rimbombantes y elaboradas. Su madre asiente de manera cómplice, pero examina ansiosa la cara de Krystyna igual que haría una persona perdida con un mapa. De nuevo hay más comida de la habitual en el cubo, así que Shira come y come, encantada de llenarse el estómago. A su madre le duele la tripa cuando la tiene muy llena, pero a ella no.
Cuando entra Henryk no obligan a Shira a esconderse. De hecho, él trae ropa para ella escondida dentro de su chaqueta: un vestido de algodón amarillo a cuadros, que solo está un poco desgastado en el cuello, y unos zapatos más grandes. Se cambia los zapatos inmediatamente y estira sus pequeños deditos aplastados. El vestido tiene que probárselo al día siguiente, al despertarse.
A la hora de ir a dormir, su madre no parece cansada, así que Shira intenta mantenerse despierta, pero tiene la tripa llena y los párpados se le caen y se va quedando dormida mientras imagina, divertida, a su pájaro amarillo dando saltitos por el pentagrama de su nueva composición musical mientras canta la melodía.
Krystyna entra en el pajar al amanecer.
—¿Shira está despierta?
—Todavía no —susurra Róża—. La cena de anoche ha hecho que duerma como un tronco.
—Bien. Mi hermana pasó por aquí ayer. Está todo listo. Vendrá esta noche, tarde. No podemos arriesgarnos a esperar más.
Róża no puede hablar por el enorme nudo que tiene en la garganta.
—Esto es para ti. —Krystyna le da una tarjeta con una dirección impresa—. Cuando acabe la guerra, cuando sea seguro, puedes ir y recoger a Shira.
Róża coge la tarjeta, que dice: «Siostry Felicjanki, ul. Poniatowskiego 33, Celestyny», pero la sostiene lejos. No está segura de poder seguir con eso.
—Róża, es su mejor oportunidad.
Ella aparta la mirada.
—¿Y qué planes tienes tú? —pregunta Krystyna.
—Mi primo Leyb huyó a los bosques. Voy a intentar encontrarlo.
Cuando oyó la noticia del granero quemado en el pueblo de al lado, Róża abandonó su plan de intentar pedirle ayuda a la mujer del comerciante. Y volver a Gracja ya no es una opción, porque Henryk acaba de enterarse de que han sellado el gueto de Gracja y que allí ha habido varias Aktionen.
—¿Estás segura de que los bosques…?
—No tengo ningún otro sitio adonde ir.