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Zosia coge el pequeño violín, ajusta el arco y afina las cuerdas como le ha enseñado a hacer la hermana Nadzieja. Todavía temblando, empieza a buscar las notas.

Ha estado toda su vida oyéndolas, aunque tenía que mantenerlas muy bajas, casi silenciadas. Hoy, oliendo a lejía, entre los pupitres que parecen pequeños en comparación con los muros de yeso blanco resquebrajado, se pone a perseguirlas. Sus dedos pulsan primero una cuerda y después otra, mientras el arco no deja de probar.

Una por una las notas se amontonan y la llevan al pasado, muy atrás. Está en el salón de Gracja, acurrucada en el regazo de su abuelo, y el sonido de la música de sus padres es como los golpes de unos pies que bailan frenéticos, levantando nubes de polvo. Melodías vibrantes. El punteo loco de las cuerdas.

Los sonidos de Zosia salen primero como arañazos, después algo etéreos, y aún no puede tocar así de rápido. Pero sigue intentándolo y poco a poco logra dominar el sonido, hacerlo más preciso, y encontrar un ritmo regular: el susurro del viento.

Se le hace un nudo en la garganta y se le acelera la respiración cuando consigue encontrar las notas de otras melodías, canciones que compuso en su cabeza en el pajar, que le recuerdan los tiempos en que toda su familia estaba junta: paseando junto al río, el agua agitada por una brisa racheada; conversando después de cenar, con los instrumentos a mano.

Solo en esa música, nostálgica y rebelde, encuentra algo propio sin delatarse. Halla a su familia, su hogar. Ventanas cerradas. Estrellas amarillas. Notas como esas que unen en la noche compartida.