En los bosques, la tierra helada empieza a descongelarse. Róża, Miri y Chana por fin abandonan su campamento de invierno e inician su viaje hacia el sur. Los témpanos que han colgado de los árboles todo el invierno gotean y poco a poco se derriten. Róża arranca uno largo y lo va chupando mientras se abre paso como puede entre la espesa capa de barro de la primavera.
Las botas de Róża aguantan, envueltas en un cordel ahora cubierto de barro. Como se le han desgastado los calcetines en la parte de los talones, y a la altura de los dedos están tiesos por la sangre seca, por dentro de las botas le hacen rozaduras y mantienen las heridas abiertas. Las grietas de sus manos nunca acaban de curarse y, cada vez que tiene que cavar una nueva madriguera, empiezan a sangrar de nuevo. Róża se envuelve como puede en su gastada chaqueta de lana, que hace mucho que ha perdido los botones.
Están manchadas de tierra, con el pelo sucio e infestado de piojos, las caras hundidas y demacradas y los labios hinchados y llenos de heridas. Como las tres están igual, no les queda consuelo que ofrecer. Pero se centran en avanzar y buscar comida. El deshielo hace que se llene la tierra de raíces y las plantas de nuevas yemas que pueden comer.
Sus botas dejan huellas en el barro, aunque hacen lo que pueden para evitarlo: Chana lleva un par de calcetines encima de las botas; Róża altera el paso, en un intento de confundir el patrón, y a veces incluso camina a cuatro patas; y como a Miri se le han desprendido las suelas de las botas, se las ata mirando hacia atrás para que sus huellas señalen en la dirección opuesta.
—Así los soldados tendrán que dividirse y buscar en ambas direcciones para encontrarnos.
Róża se siente muy agradecida por su compañía.
Creía que a esas alturas volvería a estar sola. Chana hablaba constantemente de buscar algún grupo de partisanos y unirse a ellos. Pero Miri estaba decidida a seguir con Róża. Al final, las dos hermanas acordaron acompañar a Róża hasta el límite más meridional del bosque, antes de ir en busca de una unidad rebelde. Tal vez el deseo de Miri de ayudar a Róża en su afán de reunirse con Shira tiene algo que ver con la madre de ellas y cómo intentó con todas sus fuerzas salvar a su hermano pequeño, a pesar de que los soldados la golpearon con sus porras. Fueran cuales fueran sus razones, Róża está muy agradecida de que se hayan quedado a su lado.
Mientras mira la fotografía de Shira, que Róża no suelta mientras están sentadas junto al fuego, Miri dice:
—Tienes que recuperarla.
—Sí —contesta Róża mientras contempla la cara de su hija, sus mejillas tersas y sus ojos oscuros.
Sin los inconvenientes del viento y el hielo, avanzan mayores distancias. Ahora la imaginación de Róża vuela. Ve el convento, con gruesas paredes de piedra y una puerta de hierro forjado. Se imagina llegando allí, incluso reflexiona sobre si al principio debería ocultarse, solo por un periodo muy breve, y espiar por las puertas para ver a Shira antes de sorprenderla. Podría dejarle en el muro del patio algún regalito, tal vez algo que haya tejido o bordado, justo cuando los niños salgan a jugar, y después abandonar su escondite cuando Shira lo encuentre y se ponga a chillar de alegría. Ojalá Natan pudiera estar ahí también. Le encantaba oír los grititos de Shira y su risa de felicidad cuando tenía el estómago lleno. Esos ruidos que Shira tuvo que reprimir durante tanto tiempo y que Róża ya casi ni recuerda.
Las pesadillas de Róża desaparecen según se van acercando al sur, a Celestyny, donde se imagina a Shira a salvo… y pronto con ella. Guiadas por la vieja brújula de Natan, las tres mujeres caminan juntas. Pasan por una vía de tren a la que le han arrancado las partes de madera para hacer fuego. Miri tiene a Róża todo el tiempo cogida del brazo. Chana está hablando de comida otra vez. En esta ocasión el tema son los huevos.
—¿Sabes que me dediqué durante todo un año a hacer cada día un plato nuevo con huevos?
—¿Ah, sí? —Róża frunce los labios. Miri le da un apretón en el brazo. Piensa en esos chistes de patatas tan viejos que contaba siempre su amigo Marek: «¿Qué le dice una patata a una sartén? Me tienes frita. ¿Qué le dice una patata a una pera en la parada del autobús? ¿Hace mucho que espera?».
—Es verdad —insiste Chana—. Tuve que aprender mucho sobre cocina francesa. Probé todos los tipos de tortillas, natillas, suflés y merengues.
—Y todos estaban deliciosos, los trescientos sesenta y cinco —afirma Miri.
Róża sonríe y se dice que la cocina que tenían Chana y Miri debía ser maravillosa y estar muy bien equipada. La cocina de su familia estaba bien (y su madre era una buenísima pastelera), pero Róża nunca habría sido capaz de hacer esas exquisiteces, y mucho menos una nueva cada día del año. Mira de nuevo a una hermana y después a la otra y se da cuenta por primera vez de que eran ricas.
—Pero ¿eran «platos de huevo» o solo platos que contenían huevos? Quiero decir, ¿un crep contaría? —pregunta Róża.
—Sí, ¿por qué no?
—¿Y una tarta sencilla en la que se usan huevos?
—No.
—¿Ensalada con huevo?
—Sí.
Róża no recuerda la última vez que comió un huevo en cualquiera de sus formas de preparación. Pero sí se acuerda de cuando los comía Shira. A Róża se le hace la boca agua al recordarlo y tiene que tragar saliva. Entonces tenía siempre el mismo deseo: que Shira se guardara en el bolsillo algún huevo cuando estaba en el gallinero, antes de volver corriendo al pajar.
Aún con Miri del brazo, Róża siente que las botas se le hunden y hacen ruido de succión con cada paso.
—¿Y una mousse? —pregunta Miri.
—¡Claro!
—¿Y un challah?
—No creo que el challah cuente.
—Pero hacen falta muchos huevos para el challah...
Las tres se quedan en silencio un momento, recordando. Róża toca la boquilla metálica que lleva en el bolsillo.
—¿Huevos rellenos?
—¿Y kluski?
Siguen así durante varias horas. Róża y Miri se devanan los sesos para encontrar en sus mentes todos los platos con huevo que han oído alguna vez y le van preguntando si cuentan o no y si Chana llegó a prepararlos durante su año de recetas con huevos.
Después se centran en el concepto de «nuevo».
—¿Podías hacer suflé de queso un día y suflé de champiñones al siguiente?
Nota que Miri le aprieta el brazo de nuevo y, cuando Róża mira a Chana, ve que tiene una expresión irritada en la cara. En algún punto de la conversación se prometen que van a robar huevos en cuanto tengan oportunidad para que Chana pueda hacer su magia, aunque tenga que ser sobre una fogata.
Cae la noche y el tiempo sigue siendo templado y el aire agradable. La potente luz de la luna se cuela entre las ramas y cubre el suelo del bosque con motitas de claridad, como los colgantes de una lámpara de araña. Róża mira a una hermana y después a la otra.
—¿Por qué no dormimos aquí, a cielo abierto? Solo esta vez, un capricho especial. Creo que nuestras manos necesitan un descanso de tanto cavar.
Aunque es un poco temerario, Róża necesita librarse, aunque sea durante poco tiempo, de la desolación que supone dormir en una tumba improvisada. En la madriguera, rodeada de tierra y oculta por las ramas, las dudas llenan su mente: tal vez nunca llegue al convento, ni vuelva a ver a Shira, ni a abrazarla.
Parece que Miri va a protestar, pero Chana accede y Miri no dice nada.
—¡Bien! —exclama Róża—. Hoy nuestra cama estará bajo los árboles.
La madre Agnieszka le dijo a Zosia que se escondiera en el armario siempre que vinieran los alemanes, pero esta noche llegan de repente y, un segundo después, ya están en las escaleras, de camino a la habitación de las niñas. Zosia ve el terror en la cara de la hermana Alicja cuando la coloca en la fila improvisada: la segunda fila para el recuento de ese día.
Un soldado alto y de cara muy seria se pasea por delante de las niñas. Zosia agarra con fuerza un trozo de la tela de su camisón para que dejen de temblarle las manos. Tiene la mirada baja, pero cuando el soldado entrechoca los tacones de las botas, se sobresalta. Entonces mira hacia delante, temerosa. Percibe los olores a almidón, a cedro y a sudor y se centra en los pelillos que le asoman de la nariz al soldado y la leve marca que ha dejado la plancha en el cuello de su camisa.
La hermana Olga pasa por detrás de las niñas a la vez que él pasa por delante. La hermana Olga sugirió en invierno que usaran los instrumentos musicales para hacer leña y ayer hizo que Janina se arrodillara sobre un montón de judías por reírse mientras hacía las tareas. Zosia desea poder salir de la fila, ir corriendo hasta su armario y acurrucarse en el doble fondo aislado, aunque esté oscuro y solitario.
En cierto momento el soldado se detiene porque se ha fijado en los tapetes bordados con punto de cruz que cubren los escritorios. Su expresión se suaviza cuando se acerca a mirarlos. Tras unos minutos le hace un gesto con la cabeza a la hermana Olga y ella lo lleva hasta las escaleras. Las niñas vuelven a sus camas.
Entonces Adela pregunta, con una voz bastante alta:
—¿Por qué la última vez tú no estabas en la fila, Zosia?
Zosia se queda petrificada, temiendo que el soldado todavía esté lo bastante cerca para haberla oído. ¿Se oyen pasos en el rellano? ¿Antes bajaban y ahora han dado la vuelta?
Mientras Zosia se queda allí, inmóvil, Adela coge su mantita, que está en una esquina de la cama, la lanza al aire y la vuelve a coger. Zosia echa a correr y la recupera. La guarda bien bajo las mantas, pensando en las letras de su nombre bordadas en el dobladillo.
De nuevo en la cama, Zosia cierra la mano un poco más de lo habitual, porque su pájaro tiene las bonitas plumas amarillas erizadas formando un vistoso halo. No tiene las plumas descoloridas como en su sueño; está sano y en posición de protegerla, con sus ojos penetrantes fijos en Adela. Pero su trino sigue teniendo solamente dos notas temblorosas.
Zosia hace un cloqueo muy suave para calmarlo. Y le habla mentalmente para reprenderlo: «Ya sé que quieres picarla, pero no debes hacerlo, y menos ahora que ya vuelve la hermana Olga. Nos meteríamos en un buen lío». Cuando está segura de que su pájaro se va a quedar donde está, Zosia mueve un dedo para acariciarle el pecho suave y mullido. Recuerda una vez en que Ula se despertó gritando y agarrándose el brazo, confusa. Zosia y su pájaro sabían lo que había pasado.
Zosia se coloca en una postura para no moverse en toda la noche (los hombros y la cabeza alineados, nunca ladeados para ninguno de los dos lados) y se queda dormida. En sus sueños no están Adela, ni Ula, ni la hermana Olga; lo que hay es una habitación de mucho tiempo atrás, iluminada por el sol, con olor a barniz y a pegamento para madera.
Hay violines por todas partes, desperdigados sobre las mesas de trabajo y rodeados por tablas de arce y abeto, botes de pegamento, pinceles, cinceles y formones. En el centro de la habitación, un hombre que Zosia conoció una vez, pero que ya no recuerda, está sentado en un taburete, inclinado sobre un violín, con los dedos manchados de color cereza. Tiene una barba larga y poblada, en la que podría anidar un pájaro, y arruga las comisuras de los ojos como si estuviera sonriendo, incluso mientras se queja de que, con tanta humedad, el barniz tarda mucho en secar.
—¿Cuánto tiempo llevas esperando? —pregunta Zosia, feliz de estar a su lado otra vez.
Él le guiña un ojo.
—¿Ves esta barba? No la tenía cuando le di la primera capa.
Zosia le pide al hombre que le toque algo. Él coge un violín colgado en un soporte de la pared y toca un fragmento de música zíngara. Después sigue trabajando con las maderas. Le dice que Jesús quería ser fabricante de violines, para tener el placer de crear algo, no solo con la mente y el corazón, sino también con las manos.
Poco después llega el momento de que ella se vaya. El hombre le da un beso a Zosia en ambas mejillas y une las palmas de las manos con las suyas. Pero justo cuando empieza a flexionar sus largos dedos para envolver los de ella, más cortos, Zosia ve el brillo de las bayonetas, que se cuela entre sus manos entrelazadas.
—Nie…
Se despierta cubierta de sudor. Varias niñas la miran medio dormidas, demasiado acostumbradas a las pesadillas. Kasia le ofrece su muñeca una vez más. Zosia la coge y traga con dificultad, incapaz de borrar el eco de su grito.