Chana parece que tiene los ojos vidriosos, pero sus piernas todavía se mueven. Róża nunca antes ha experimentado tanto frío, y además está todo completamente vacío, no se ven ni pájaros. Le duele por el frío cada centímetro de piel que tiene al descubierto: la punta de la nariz, la zona alrededor de los ojos, la parte de arriba de la muñeca derecha, donde hay un hueco entre el guante y la manga del chubasquero. No hay nieve nueva. Sin una nueva capa que las vaya cubriendo, sus botas dejan huellas. Róża se centra en variar sus pasos mientras lleva a Chana al centro del bosque, esperando encontrar algo para comer.
Cuando sale de detrás de un árbol un hombre con una escopeta en la mano, Róża da un salto hacia atrás y está a punto de resbalar. Mete la mano en el bolsillo, buscando la píldora de cianuro, pero justo en ese momento se da cuenta de que el hombre no es alemán. Queda claro por su abrigo raído y sus botas destrozadas.
—Esperad —ordena el hombre, y se acerca, mirando a Chana.
Róża la coloca detrás de ella, en un vano esfuerzo por protegerla.
Pero Chana también mira al hombre con la frente arrugada, entornando los ojos, como si le costara enfocar un punto concreto.
—¿Hershel? —dice con un susurro casi inaudible y la voz áspera.
Róża gira bruscamente la cabeza.
El hombre la mira aún más detenidamente, todavía incapaz de identificarla.
—Soy yo, Chana. De Varsovia. —La voz cascada de Chana parece llegar desde otra vida. Por primera vez en semanas sus ojos están claros y su cuerpo se estremece, como si acabara de notar el frío.
Róża mira alternativamente a uno y otro.
Ve reconocimiento en los ojos del hombre.
—Chana. No lo puedo creer —dice.
Se refiere a la improbabilidad de ese encuentro, pero seguramente también a la apariencia tan radicalmente distinta de Chana, o eso cree Róża.
—La última vez que te vi te estabas preparando para un torneo de ajedrez —comenta Chana.
—Y ahora estoy de guardia.
—¿Guardia? —inquiere Róża. «¿Será parte de una unidad del ejército?», se pregunta.
—Nuestro campamento está ahí. —Señala con la escopeta y entonces ven varias estructuras de troncos.
Las dos se quedan mirando la escena que las rodea, perplejas, mientras Hershel las acompaña hasta la hoguera para que se calienten un poco. En un extremo hay refugios excavados en la tierra, tapados con barro prensado y ramas. Dentro hay literas de madera cubiertas de paja. Detrás de los refugios hay una hilera de cobertizos. En uno hay un sastre; en otro un zapatero. Más allá una guarnicionería, con sillas de montar, robadas a los habitantes del pueblo, apiladas en un rincón. Y también una metalistería. Róża lo mira todo con la boca abierta. La gente va de acá para allá con armas colgadas a la espalda. El campamento está protegido e incluso tienen noticias: el encargado de información utiliza una radio manipulada para escuchar todo lo que tiene que ver con los bombardeos de los aliados y después difunde las noticias.
A Róża le costó mucho apartar a Chana de la tumba de Miri y durante los últimos meses, con Chana a punto de rendirse bajo el peso del dolor, ella ha sido quien se ha ocupado en solitario de todas las tareas necesarias para su supervivencia: recoger leña, encontrar raíces y cavar hoyos. Pero ahora tiene ante sus ojos ese «pueblo» en miniatura, lleno de casitas y que tiene incluso una panadería y una clínica. Un lugar donde, juntos, todos comparten la responsabilidad de la supervivencia.
En ese campamento, en parte partisano y en parte familiar, hombres y mujeres débiles se mueven entre soldados jóvenes y fuertes. Hay una vida allí que hace años que Róża no veía, así que inspira hondo para empaparse de ella, prácticamente la absorbe a bocanadas. Le aprieta la mano a Chana. ¿No había oído Miri hablar de ese sitio? Ella sugirió que fueran allí el mismo día que las tres se conocieron.
Chana, también reanimada, le ha explicado a Róża que Hershel iba a su mismo colegio, un curso por delante de ella, y que era campeón de ajedrez.
Hershel, que se había ido, vuelve con dos trozos de pan y una sonrisa tímida en la cara.
—Tengo que volver a mi puesto. Os he traído esto para comer. No os lo comáis muy rápido o no podréis mantenerlo en el estómago. —No aparta los ojos de Chana—. Te buscaré cuando acabe el turno.
Un ruido de martillazos atrae su atención; viene de la metalistería. El aire huele mucho a azufre. Hay piezas de armas y balas desperdigadas por todas partes: suministros para los soldados de la resistencia. Róża se gira para ver si Chana se ha fijado en el montón de armas, pero otra cosa, cierta actividad al otro lado de la plaza, hace que se quede parada en seco.
Niños. Salen todos de la escuela, con los brazos tendidos, y se lanzan a las faldas de sus madres. Ellas, que los esperan en un corrillo, se arrodillan y reciben a sus hijos e hijas con mimos o levantándolos en el aire, aunque algunas tienen otros niños más pequeños en los brazos.
Róża pierde el equilibrio.
—¿Róża?
Siente que Chana tira de su brazo y la oye decir su nombre. Pero no puede apartar la vista.
Ahí, en ese bosque, en pleno invierno, hay madres que no se han separado de sus hijos. Los han mantenido con ellas y han sobrevivido juntos. Era posible…
El sol desaparece muy rápido y entonces grupos numerosos de personas se congregan alrededor de la hoguera. Mire donde mire, Róża solo ve niñas pequeñas. Con la piel del color de los albaricoques y las manos pegajosas por la savia de los pinos. Una grita: «¡Mamá!».
Chana está hablando con alguien, que le señala dónde están las literas y la cocina. Róża interrumpe.
—No quiero quedarme aquí. Chana, no puedo…
—Róża, por favor.
Por primera vez desde que murió Miri vuelve a haber vida en los ojos de Chana.
Róża se hace un ovillo y se echa a llorar.
Chana se entera de que hay una tina en la que tienen agua calentada, jabón de verdad y varios peines, incluso alguno con las púas muy juntas para quitar piojos. Lleva allí a Róża. Ella se abandona en el agua caliente, que le lava el cuerpo agotado y maltrecho, y después se sienta, obediente, para que Chana le peine el pelo, mechón por mechón, pasándole las púas desde el cuero cabelludo hasta el nacimiento de la nuca y después más abajo, junto a la espalda.
—Este peine es probablemente la posesión más valiosa del campamento.
Róża lo mira y siente un enorme arrepentimiento cuando piensa en los piojos que llegaron a infestar el pelo de Shira, a pesar de las trenzas que no dejaba de hacerle, y en la fiebre tan alta que estuvo a punto de costarle la vida. Róża no fue capaz de mantenerla a salvo, ni junto a ella.
—Vamos a secarte y a acostarte en la cama.
Róża se deja caer en la litera del refugio subterráneo que le señalan y duerme. Durante los dos días siguientes no sale del refugio. Chana, a la que le han asignado la tarea de ayudante del cocinero, le lleva comida e intenta animarla para que salga.
—Por favor, aquí no tenemos que vivir escondidas.
Hay un brillo en la cara de Chana, visible incluso en la penumbra que produce un pequeño fuego alimentado con tiras de corteza de pino. Róża cierra los ojos. Está segura de haber visto una niña de la edad de Shira en el campamento, corriendo y jugando al pillapilla. El dolor por su pérdida la atraviesa, igual que cuando salió del pajar.
Cuando Róża se despierta de nuevo, horas después, no sabe si es de día o de noche. Ese espacio subterráneo húmedo ahora le resulta asfixiante y agobiante. Se levanta y camina entre las sombras, palpando con las manos las paredes de tierra y dando pasos cortos y vacilantes, hasta que encuentra el pasamanos de la escalera. Aparta las ramas que cubren la entrada y sale de la oscuridad.
Se estremece al notar el aire gélido. Es de noche, pero el cielo se ve más claro que la oscuridad que reina bajo tierra, por eso tiene que parpadear varias veces para que se le acostumbren los ojos. Las hogueras del campamento están en pleno apogeo. Flotando en el aire de la noche le llega una música, enérgica y conmovedora: el sonido de violines, flautas y un dulcémele. A Róża le recuerda la música que tocaban Natan y ella, y también le trae a la mente a Shira, entrando descalza en el salón, con el pelo todavía mojado tras el baño y encaramándose en el regazo de su abuelo para escucharlos.
Se acerca por el camino, resbaladizo en algunas zonas. Cuando llega adonde está el grupo, ve que los que están alrededor del fuego son todos adultos. Los niños están acostados, gracias a Dios.
Los hombres y las mujeres están reunidos en grupos y hablan en voz baja. Las parejas jóvenes se acurrucan, sin hablar. Cuatro partisanos soviéticos comparten una botella con unos soldados mientras están reunidos para hablar de la siguiente misión. Después los partisanos se van a su campamento, al oeste de allí.
Róża no quiere permanecer en el campamento con esas familias. Quiere calentarse junto al fuego y encontrar a Chana para hablar con ella de irse; su objetivo no ha cambiado. Todavía quiere llegar al límite del bosque, lo más cerca posible de Celestyny, con la intención de estar preparada para ir a buscar a Shira en cuanto sea seguro.
Chana no está al lado del fuego. Róża piensa en ir a buscarla al puesto de Hershel o volver a su litera hasta que sea de día, cuando las dos puedan empezar de nuevo. Pero un hombre que vio antes en la metalistería se acerca a ella. Sus ojos de color ámbar llaman la atención bajo mechones de un pelo enmarañado y descuidado. Es casi una cabeza más alto que ella.
—Dime cómo te llamas.
Esa forma de abordarla, tan directa, la sorprende. Se envuelve un poco más en su chaqueta.
—Róża.
—¡Różyczka!
Al oír pronunciar ese diminutivo (el que todos utilizaban en su infancia), Róża levanta la vista y una sonrisa aparece en su cara antes de que ningún otro pensamiento pueda reprimirla.
—¿Y tú?
—Aron.
Aron le cuenta a Róża que estudió ingeniería mecánica. Cuando estalló la guerra se fue al bosque para luchar. Ahora repara armas entre misiones.
—¿Misiones para qué?
A pesar de su deseo de alejarse de todo, le atrae la luz de su alegría, que ni el desaliño ni la suciedad pueden oscurecer. Piensa en su imagen actual. Antes de la guerra la consideraban una belleza, con sus ojos azul oscuro, el pelo rizado, las facciones finas y la figura esbelta. Ahora está pálida y demacrada y vestida con harapos, aunque por fin está limpia. Si Aron se fija en su blusa, de luto, no lo menciona.
—Para nuestra supervivencia. Buscamos comida… y suministros para la guerra —responde.
Una mujer encargada de la organización del campamento se acerca e interrumpe.
—Necesito saber de qué trabajo te vas a ocupar aquí.
—Róża, te presento a Sonia —dice Aron—. Sonia, esta es Róża.
—No sé si nos vamos a quedar.
—¿Que no te vas a quedar? —pregunta Aron.
—Aquí todo el mundo trabaja —insiste Sonia.
—Está bien. Yo antes ayudaba en la panadería de mi madre, pero…
—¿Sabes coser?
—Sí.
—Excelente. Ve a ver a Shmuel, el sastre, a primera hora de la mañana. Él se ocupa de eso.
Aron asiente, como si todo estuviera decidido. Róża piensa en cuando conoció a Natan, el día que él fue al taller de su padre para que le reparara el violín. Asomó la cabeza por la puerta del salón, donde ella estaba tocando el chelo, y le preguntó, casi con reverencia, si a ella le gustaría ensayar algún dúo con él.
—Debería volver a mi litera —dice Róża.
Por la mañana, Róża encuentra a Shmuel inclinado sobre una máquina de coser de pedal. Ese campamento está lleno de los objetos más inesperados. Tres sierras. Herramientas de herrero. Una estufa de madera. Todo robado, supone Róża, y después llevado hasta el campamento. El pedal de la máquina necesita que lo engrasen; despide olor a pelo quemado cada vez que lo pisa.
—Hola, soy Róża. Sonia me ha enviado para que lo ayude a coser esta mañana.
—Bien, me vendrá bien la ayuda. Habrá una misión dentro de pocos días y los soldados necesitan que sus cartucheras sostengan las balas.
Róża se acomoda junto a una mesita y se pone a trabajar, reforzando los puntos de las cartucheras, todos los que puede, y prestando mucha atención a la tarea para que no se pierda ni una bala. Tras un rato, Róża se sumerge en el ritmo del trabajo (el pedal de Shmuel, la puntada que atraviesa la tela, el tirón del hilo) y su mente vuelve a las prendas de croché que le hizo al pájaro imaginario de Shira y las letras, muy reales, que le bordó en el dobladillo de su mantita.
Cuando Shmuel levanta la vista de su tarea, frunce el ceño al ver que Róża se estremece.
—Tengo otra chaqueta en ese bidón de ahí si tienes frío.
—No es por eso. Pero gracias.
Al otro lado de la plaza, Róża ve a una madre recolocarse a su hija sobre la cadera y sujetarla con fuerza contra su cuerpo.
A la hora de comer, Róża hace una larga cola para la sopa. La gente a su alrededor refunfuña porque es de remolacha y patatas otra vez. Róża la prueba antes de dejar la cola. Es cremosa y espesa; no puede creer lo buena que está.
—¿Qué lleva? —pregunta Róża. La textura hace que se estremezca de placer.
—Leche. —La mujer joven que sirve la sopa parece orgullosa.
—¡Leche!
Róża no se acuerda de la última vez que tomó leche. No puede pensar en otra cosa que en las raíces quemadas y las setas que Chana y ella llevan varios meses comiendo.
—Itzhak volvió del campo con un cubo de leche hace dos días —continúa la mujer—. Es oro líquido. La conservamos en hielo y nosotras nos ocupamos de custodiarla.
También hay patatas. Y sal.
Róża mira a su alrededor y se pregunta si la siguiente misión será para ir a buscar comida o suministros de guerra. Un hombre que se llama Alter recorre el perímetro del campamento con un arma de madera en la mano (una talla de madera, no un arma de verdad, que indicaría que es uno de los soldados) y hablando solo. Róża ve a Chana sentada al lado de Hershel, charlando mientras comen. Ella se sienta sola en una piedra. Come despacio, con ganas, y de espaldas a las familias.
Horas después, Aron entra en la sastrería y se planta delante de Róża.
—¡Te he estado buscando! ¿Quieres dar un paseo? Shmuel, ¿puedes quedarte sin ella un ratito? —Antes de que ninguno de los dos pueda responder, él continúa—. Bien, nos vamos dentro de unos minutos. Ahora vengo a buscarte.
Shmuel le sonríe a Róża y vuelve a su tarea.
—Ese es muy listo. Inventó una silla mecánica para su padre cuando los pies y las piernas se le llenaron de úlceras. Aparentemente funcionaba incluso por los adoquines del gueto de Białystok, hasta que un día los soldados alemanes decidieron divertirse utilizándola de diana de tiro al blanco.
Róża piensa que Aron es tan avasallador como inteligente. Aunque ella preferiría mantenerse ocupada con un trabajo útil en vez de pasear con él, sinceramente.
Pero Aron vuelve con un par de botas de su talla con suelas de goma. Al sentir un acolchado suave en la base de los talones y alrededor de los dedos (nada de aplastamiento, ni ampollas en la parte superior que duelen todo el tiempo), Róża cree por un momento que se va a echar a llorar.
—¿Vienes?
Aron la va guiando por una zona de abedules y cuesta abajo por una colina. No se molesta en ocultar sus huellas. De cerca, él huele a balas y a carne ahumada. Tras unos minutos llegan a un arroyo. Aron señala un grueso árbol caído, un banco improvisado para sentarse a ver el agua abrirse camino entre la nieve: una escena de una belleza tranquila y sanadora. Cuando Róża se sienta, Aron mete la mano en su bolsa y saca una pera.
—¡Oh! ¿Dónde la has conseguido?
Aron solo sonríe y se la da. Ella le da un mordisco: arenosa, dulce y llena de luz.
—Es lo mejor que he comido.
Los dos se quedan sentados en el tronco del árbol y se van pasando la pera; Aron va dando bocados cada vez más pequeños para asegurarse de que Róża pueda comerse el último trozo.
Cuando vuelven al campamento, Róża nota la agitación en el aire.
—¿Qué pasa?
—Pronto será sabbat.
Sabbat. Hace mucho que Róża perdió la noción de qué día de la semana era. Al principio marcaba el paso del tiempo con las muescas en la viga del pajar y después haciendo nudos en un hilo. La última vez que Róża cumplió con el sabbat, sus padres y Natan estaban vivos y Shira estuvo mirando, con los ojos muy abiertos, cómo su abuela atraía las llamas con los ojos cerrados.
Róża no se lo cuenta a Aron. No puede hablar de lo que hubo antes.
—Gracias por el paseo. Me lo he pasado bien.
—Yo también, Różyczka.
Al atardecer aparece una hogaza de challah y también un par de velas en unos candelabros manchados. Unas niñas pasan con cestas llenas de rebanadas de pan que se pueden comer de un bocado. Mientras recita las oraciones, Róża extraña a su familia, tenerlos a todos a su lado. «Ellos están en un lugar mejor. No están sufriendo. El dolor pasará.» Pronuncia las antiguas palabras sagradas y se repite una y otra vez esas cosas, intentando creérselas.
Los preparativos para la misión van tomando forma; siete hombres y mujeres se disponen a salir Aron está entre ellos. Comprueban las municiones, guardan comida en sacos y rellenan cantimploras con agua. Róża y Shmuel inspeccionan las cartucheras recién cosidas una última vez antes de entregarlas.
—¿Cuánto tiempo van a estar fuera? —pregunta Róża.
—Lo que haga falta.
Cuando Aron entra en la sastrería, lleva dos de las cartucheras cruzadas sobre los hombros. Detrás de él va un niño que se llama Paweł, al que le caen unos rizos oscuros por la espalda, que no deja de suplicarle que le deje participar en la misión. Aron se arrodilla y le pone suavemente una mano en el hombro.
—Esta vez no, Pawełek, pero vendrás pronto.
Se pone de pie otra vez y mira a Shmuel y después a Róża.
—Te veré lo antes que pueda, Różyczka —asegura, y sale apresuradamente de allí.
Para cuando Róża llega a la plaza principal, ya no se ve a Aron por ninguna parte.
Durante los dos días siguientes Róża oye a Chana quejarse de que tiene que quedarse en la cocina por órdenes de Sonia, a pesar de sus súplicas para que le permitiera unirse a la misión.
—No lo entiendo. Lucharía con valor.
—Seguro que sí.
Róża no menciona la total falta de conocimientos de Chana sobre cómo se usa un arma.
—Y estoy en mejor forma que las dos hermanas Fregel juntas.
—Pero ¿quién nos iba a hacer la sopa, Chana? ¿Nos ibas a dejar aquí, subsistiendo con los mejunjes que cocinaran ellas?
Secretamente, o no tanto, Róża está agradecida de que a Chana no le hayan permitido ir. También se siente agradecida por tener una litera protegida para dormir y por la comida que le dan allí. A la hora de comer se sienta a una mesa en la que hay varias mujeres.
Después de que las otras se dispersen, una madre joven le pide a Róża que le sujete a su bebé, Issi, mientras ella come su cuenco de sopa. Róża protesta, pero ella ya se lo ha puesto en los brazos. Cuando el niño se retuerce contra ella, siente una contracción en el útero y un cosquilleo en los pechos. Vuelve al momento en que era una madre reciente y sostenía cerca de su cuerpo el hatillo caliente que era su bebé, y recuerda esa sensación mezcla de calma y de pura felicidad. Nota que está a punto de salirle de los labios el cloqueo de una gallina. «No.»
El peso de ese bebé, su olor a leche, su chillido de urgente necesidad… es demasiado para Róża. Lo devuelve bruscamente a los brazos de su madre.
—Perdón, pero no puedo ayudarte.
—Pero, por favor…
—He dicho que no puedo.
Róża se aleja, con todo el cuerpo latiéndole de dolor y de tristeza. ¿Cómo se lo podría explicar a una madre que tiene a su hijo sano y salvo a su lado? Lo que está completo no puede comprender a lo que está desgarrado hasta que no esté, también, hecho jirones.
Casi al atardecer del tercer día de la misión, Róża va hasta el puesto de guardia donde encontraron a Hershel por primera vez. El pequeño Paweł está allí con él, montando guardia.
—¿Se sabe algo?
—No —dice Hershel.
—No —repite Paweł.
Unos leves copos de nieve flotan en el aire. Al caer cerca de la fogata brillan como luciérnagas.
A pesar de lo que se ha estado diciendo a sí misma sobre Aron (que lo acaba de conocer, que ahora no podría establecer un vínculo con otra persona que puede perder, que necesita seguir centrada en su misión de encontrar a Shira), Róża ha estado esperando su vuelta.
A la noche siguiente llegan tambaleándose cinco de los siete soldados, agotados y empapados (Aron no es uno de ellos). Róża se fija en quién está entre ellos y quién no. No espera a saber qué ha pasado, no pregunta por la historia, los detalles; corre agachada hasta el refugio subterráneo, otra tumba, y se hace un ovillo en su litera, con las rodillas apretadas contra el pecho y la mejilla mojada pegada a la fría y húmeda pared de tierra. Bloquea el alboroto que llega desde la multitud que está alrededor del fuego enterrándose bajo la paja y cubriéndose los ojos y las orejas con los brazos, con los que se tapa también la cara.
Cuando siente una mano en su hombro, se zafa de ella y se niega a abrir los ojos.
—¡Chana, no! Déjame…
La mano encuentra su mejilla. Huele a metal y a humo.
Antes de que Róża pueda incorporarse, las manos de Aron le están rodeando la cara. Instintivamente Róża lo envuelve con sus brazos y la áspera paja queda entre ambos.
—¿Por qué no has vuelto con los demás? Creí que…
—Itzhak se hizo daño en el tobillo. Lo he ayudado a volver y hemos tenido que caminar despacio.
Aron se inclina para besarla y Róża siente en las entrañas una tensión y un revoloteo, hasta que se cuelan en su mente unos pensamientos inesperados: semilla de zanahoria silvestre, sangre en la nieve.
Él debe de sentir su estremecimiento, porque se sienta a su lado y entierra la cara en su pelo.
—No pasa nada, Różyczka. Podemos abrazarnos un rato y ya está.
A Róża se le escapa un sollozo de la garganta. Aleja esos pensamientos y acerca a Aron contra su cuerpo.