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A mediodía, Aron y Róża están esperando ante la iglesia carmelita de Celestyny. Ha sido idea de Aron, porque el comité central no tiene registros de Shira y los funcionarios de la ciudad parecen no saber nada. Cuando los feligreses salen de misa, Aron se acerca y les pregunta qué saben sobre el convento que bombardearon. Algunos se alejan sin responder. Pero una monja sonríe al oír mencionar el Felicjanki.

—Creo que ahora están en el Siostry Nazaretanki —dice.

Róża dice: «¿De verdad?», a la vez que Aron pregunta: «¿Dónde?».

—Lo último que he oído es que se refugiaron allí hasta que puedan reconstruir su convento o…

—¿Sabe si alguno de los niños se fue con ellas? —pregunta Róża.

—Imagino que sí. Hubo una comunión recientemente.

—¿Comunión?

—¿Puede decirnos dónde está?

—El convento de Nazaret está en ul. Swiętokrzyska, en el extremo de Celestyny.


Echan a andar inmediatamente. Unas hojas enroscadas susurran alrededor de sus pies y cubren los escombros y la ceniza. Para cuando llegan a la puerta ya ha atardecido. Róża se aferra a las barras de hierro y las nota frías bajo sus dedos. Aron toca el timbre. Tras unos minutos, una joven monja con un hábito, una toca blanca y botas altas aparece en la puerta.

—¿Puedo ayudarlos?

—Estamos buscando a mi hija, Shira Chodorów —dice Róża sin rodeos.

—¿Quién?

La vergüenza hace que se le forme un nudo en la garganta a Róża.

—Ella… tendrá un nombre diferente, no sé…

—Creo que será mejor que vaya a buscar a la madre Agnieszka.

Mientras esperan, Róża mira el jardín, bien podado y ya adquiriendo una tonalidad marrón. Cuando una monja mayor con un pesado hábito susurrante se acerca a ellos, Róża se pone nerviosa al ver un temblor en su cara. Es como si ya le estuviera diciendo que no.

—Soy la madre Agnieszka.

—Mi hija… —Róża traga saliva—. Creí que no podría sobrevivir en el bosque… —Empieza otra vez—. En el pajar siempre estaba tarareando y dando golpecitos con los pies. Y cuando tuvimos que irnos… me dieron esta tarjeta. Y ahora estoy aquí…

Róża se interrumpe. Ve una chispa de comprensión, tal vez el reconocimiento del parecido; después la madre Agnieszka mira al suelo.

—Lo siento muchísimo. Un rabino y su mujer se ofrecieron a darle un alojamiento más apropiado y seguro. Ellos también se iban. Creí que estar con su gente sería lo mejor para Zosia.

Róża pronuncia el nombre: «Zosia». Aron se queda en silencio.

Una monja diferente, que se había acercado un poco antes y después salió corriendo, vuelve ahora con una pala de jardín en una mano y algo que ha desenterrado en la otra.

—Había un lugar, cerca del seto, al que iba mucho. Cuando vi que había una roca, tuve la corazonada de que había enterrado esto allí. Me arrepiento de no haberlo desenterrado para ella.

Róża reconoce el trozo de la mantita de Shira, sucio y cubierto de tierra. Con los ojos llenos de lágrimas lo coge y lo abraza con fuerza, llevándoselo a la nariz para oler el aroma de su hija, aunque ya no lo conserva. Huele a tierra fresca.

—Rezamos por ella todos los días. Rezamos para que esté a salvo —dice la hermana.

La madre Agnieszka no deja de temblar.


Tzofia está absorbida por su sesión de ensayo (las piernas firmes en el suelo, como si hubiera echado raíces, todo su ser creciendo, elevándose) cuando Rifka la interrumpe. Rifka tiene la misma edad que Tzofia, está allí con sus padres y con su ganso tras haber escapado del gueto de Lublin y haber pasado el tiempo hasta que acabó la guerra escondidos en una granja que los alemanes pasaron por alto. Rifka se sabe las rutinas del campamento de memoria: cada tarde a las dos, Marian lleva galletas a la habitación de los niños; Aniela da su clase especial de dibujo los martes; y la leche fresca acaba de llegar. Le suplica a Tzofia que vaya con ella. Pueden colarse por la puerta de atrás de la cocina y tomarse un vaso cada una.

Tzofia deja que la lleve hasta allí. Rifka empuja para abrir la puerta batiente y entra en ese espacio húmedo pero limpio, mucho más grande que las cocinas del convento y cubierto de estanterías de metal con platos secos. Mientras Tzofia la mira, Rifka sirve con mucho cuidado dos vasos de leche y le da uno a Tzofia.

—Mis padres dicen que pronto vamos a coger un barco para viajar a una tierra mejor. Tú también vas a venir, ¿no?

Tzofia se encoge de hombros. Se lleva el vaso a los labios, inhala el olor peculiar y prueba la espuma fresca. Le recuerda las tazas de leche con miel que le daba su abuela antes de ir a dormir; al tintineo de los vasos cuando su madre y ella «brindaban» en sus cumpleaños compartidos, antes de devorar grandes trozos triangulares de tarta; a la sensación del brazo de Krystyna sobre su hombro, enseñándole pacientemente a darles palmaditas a las vacas en los costados. Allí sorbía poco a poco la dulce leche de la vaca, todavía tibia a pesar del vaso metálico frío, y se lo acababa todas las veces que Krystyna quería rellenárselo, maravillándose todo el tiempo porque el animal tenía total libertad para hacer todo el ruido que quisiera. Después, a la hora de volver al altillo, dudaba; sus ojos se negaban a adaptarse a la penumbra y su cuerpo se resistía a estar contenido y quieto. Quería volver con su madre (claro que quería), pero no verse engullida por el silencio del pajar.

Cuando lo piensa, Tzofia nota una gran tensión en el pecho y boquea en busca de aire. Deja a Rifka y vuelve a la sala de ensayo, con las ventanas ligeramente abiertas. Coge el violín.

El arco sobre las cuerdas. Es la única forma que Tzofia conoce de conversar con los silencios que la vida ha convertido en sus compañeros. Siempre empieza los ensayos con la nana que su madre le cantaba en el pajar: «Cucuricoo! Di mom iz nisht do»… Después pasa al Scherzo de Brahms y continúa con diferentes piezas que aprendió con Pan Skrzypczak. Las Rapsodias n.º 1 y n.º 2 de Bartók; El vuelo del moscardón de Rimsky-Korsakov. Los saltos del arco le recuerdan mucho a su pájaro y su trino tembloroso de dos notas. Mira a su alrededor para buscar algo nuevo.

Tzofia revisa la caja llena de música que alguien llevó consigo hasta allí, su posesión terrenal más preciada. Encuentra una pieza de Ravel, Kaddish, para violín y piano. Le echa un vistazo a la partitura y empieza a tocar la melodía, deteniéndose muchas veces para encontrar cada tono, cada articulación, y reproducirla perfectamente. Cuando siente que lo tiene, toca desde el principio, añadiendo el piano en su cabeza según va avanzando.

La melodía (su lentitud, su tierna tristeza, la forma en que cada nota parece tensa y pacífica al mismo tiempo) le recuerda a Tzofia la música que tocaba su padre. Al principio el piano solo proporciona un mínimo acompañamiento, sus notas agudas resuenan de forma distante, tintineando como un cristal siguiendo la melodía de Tzofia. Pero la parte de piano pronto se vuelve más compleja, envolviendo la música de Tzofia con arpegios, abrazándola como dos cuerpos que se entrelazan. Tzofia se recuerda en el pajar con su madre, tumbada bajo el heno, en silencio, con la música en su cabeza. Y ahora es cuando empieza a cantar la melodía en voz alta y los ojos de su madre brillan, animándola. Acelera un poco el tempo, dejando que cada nota se alargue, expectante, y se balancea siguiendo la marea que provoca la música. Su tono se vuelve más cálido, más alegre. En los acordes del piano oye consuelo, como una mano extendida. Tzofia y su madre caminan juntas, salen del pajar y después siguen por el jardín y el campo…

Un acorde es incierto, como dudoso; se detiene para comprobarlo. Ha llegado tan inesperadamente que Tzofia se pregunta si es un error, pero el siguiente acorde del piano lo aclara todo: es decidido, se aleja y después vuelve. «¿Adónde?»

La melodía de Tzofia sube, como si protestara, cuando la música del piano se vuelve más oscura y profunda. Tzofia despliega la melodía en largas olas que crecen y rompen llenas de melancolía, mientras el piano se hunde aún más y más en sus profundidades, hasta que se convierte en un rumor quedo, el eco de un grito lejano. Con el piano muy lejos, la delicada melodía de Tzofia juega con sus propios arpegios tristes, cada uno más alto que el anterior. Inclina el cuerpo otra vez, deja su violín en el aire y su música se vuelve más audaz. Como si fuera una respuesta, el piano llega al límite de su clave para alcanzar acordes tranquilos pero extáticos, que salvan la distancia entre los instrumentos, repitiendo la melodía una última vez. Tzofia se aferra a su última nota todo lo que puede, hasta que el arco se desliza imperceptiblemente para pasar del movimiento a la quietud, del sonido al silencio.

En la partitura que tiene delante, el piano termina donde empezó, con la misma nota de invocación resonando como una campana, como si estuviera en un círculo infinito. Tzofia toca la pieza completa solo una vez, pero se queda sosteniendo el arco sobre la cuerda mucho después de haber dejado de tocar, con los ojos cerrados.

Fuera oye el trino de los pájaros.


Las monjas rezan por Zosia todos los días, porque han oído rumores de que algunos judíos de toda Europa se meten ilegalmente en cargueros para ir a Palestina y acaban detenidos, atrapados en otros puertos o incluso hundidos por bombas que colocan en el interior de los barcos.

Róża tiembla solo de pensarlo. Shira ha sobrevivido a los bombardeos; estaba allí, sana y salva. Pero el único rastro que queda de ella es la mantita, desenterrada del agujero junto a la alheña por una hermana muy observadora. Róża la abraza con fuerza.


Sigue buscando. En un refugio le dan la dirección de los campamentos de personas desplazadas más cercanos. Hay uno en particular que parece ser el favorito de los trabajadores de Bricha, que «rescatan» a los niños judíos supervivientes de los hogares cristianos. ¿Será allí adonde el rabino y su mujer llevaron a Shira?

Al llegar, Róża busca entre las caras de los niños que están sentados alrededor de mesas de pícnic. Cruza un patio donde otros juegan al pillapilla y pregunta en la oficina.

—No tenemos registrado a nadie que se apellide Chodorów. Ni Shiras, ni Zosias tampoco. ¿Puede que se lo hayan cambiado?

—Se llamaba Zosia cuando estaba en el orfanato.

—Tal vez haya adoptado un nombre diferente.

—¿Puedo echarle un vistazo a los nombres de su lista?

—Sí puede, pero, entre usted y yo, los registros aquí no son muy fiables. Hacemos todo lo que podemos, pero con tanta gente yendo y viniendo… La gente llega en medio de la noche y, si oye el rumor de que hay un posible transporte que sale de Hamburgo, se va de repente y sin avisar. En las últimas semanas he oído hablar de barcos que salen para Palestina, Nueva York y Marruecos. Oleadas que van y vienen. Es difícil llevar un registro.

—¿Hay alguna niña que sea especialmente musical?

—¿Perdón?

—Musical. Que siempre esté tarareando o dando golpecitos al ritmo de algo.

—Hay una niña que tocaba el violín en la hoguera. Tenía mucho talento. Pero se fue la semana pasada, no sé adónde. No hablaba mucho, pero sí que tocaba muy bien.


Róża pregunta en el campamento por la violinista de la hoguera. Todo el mundo habla de una niña callada de unos ocho o nueve años, que tocaba como una virtuosa.

—¡Nunca he oído a nadie tocar como ella! ¡Y menos tan pequeña! —le dice a Róża un hombre mayor.

—Había una familia que tenía una niña de su edad con la que solía estar. ¿Se la llevarían con ellos? —aventura la mujer de un hombre.

—¿Sabe el nombre de la familia?

—No.

—¿Y adónde pudieron ir?

—Lo siento.


Róża y Aron viajan al puerto de Hamburgo. Róża busca en los registros de los barcos; se queda de pie en los muelles y mira al mar embravecido. Puede que hayan estado a diez kilómetros la una de la otra, cuando Róża estaba viajando hacia el oeste desde Celestyny y Shira hacia el norte desde el campamento al puerto. No se han reencontrado por cuestión de días. Ahora no hay forma de saber adónde ha ido Shira.

La cara de Aron refleja el abatimiento de Róża.

—Oh, Różyczka.

Esté donde esté Shira, ahora no hay forma de rastrearla. No lo dice, pero ambos lo saben: Shira está perdida en el universo.

Recorren la ciudad a pie, sin dirección. El aire que sale de los pulmones de Róża se le atraviesa en la garganta. Si tuviera la esperanza de que Shira la estuviera buscando a ella… Pero ¿sabría Shira siquiera su nombre?

Aron le limpia las lágrimas de los ojos y le lleva agua para que beba. Se sienta a su lado en un banco. Un jilguero solitario vuela en círculos sobre su cabeza.

—Róża, por favor. Honra a Shira viviendo una vida maravillosa.

Róża mira el cielo y parpadea mientras Aron le coge las manos.