Capítulo 12

Un día de perros

En realidad empezó la noche anterior, con una noche en vela interminable por culpa de un dolor de muelas. Cuando Ana se levantó aquella pesada y amarga mañana de invierno, sintió que la vida era deprimente, amarga e inútil.

Fue a la escuela con un humor que distaba mucho de ser angelical. Le dolía la cara y tenía una mejilla hinchada. El aula estaba fría y llena de humo porque el fuego no prendía, y los niños se apiñaban, temblando de frío. En un tono más seco que de costumbre, Ana les ordenó que se sentaran. Anthony Pye se dirigió hacia el pupitre con su ya habitual paso impertinente y Ana advirtió que le susurraba algo a su compañero y que luego la miraba con una sonrisa burlona.

Nunca antes la habían molestado tanto los chirridos de las tizas en la pizarra. Barbara Shaw se acercó a su escritorio y tropezó con el cubo del carbón, con consecuencias desastrosas. El carbón salió rodando por toda el aula, su pizarrilla se rompió en pedazos y cuando se levantó, la cara de Barbara, manchada de carbón, provocó las carcajadas de los chicos de la clase. Ana dejó de prestar atención al alumno que leía en voz alta.

—En serio, Barbara —dijo con frialdad—, si eres incapaz de moverte sin tropezar con algo, será mejor que te quedes en tu asiento. Es una auténtica desgracia que una niña de tu edad sea tan torpe.

La pobre Barbara volvió a su asiento dando traspiés, mientras las lágrimas que le corrían por la cara se mezclaban con el polvillo del carbón, lo que le confirió un aspecto grotesco. Nunca hasta aquel momento su querida y comprensiva maestra le había hablado en ese tono, y la niña estaba desolada. La propia Ana sintió remordimientos de conciencia, aunque solo sirvieron para aumentar su irritación, y los alumnos todavía recuerdan aquella clase, al igual que la despiadada lección de aritmética que la siguió. Justo en el instante en que Ana estaba escribiendo las sumas en la pizarra, llegó St. Clair Donnell, casi sin aliento.

—St. Clair, llegas media hora tarde —le advirtió con tono glacial—. ¿Cuál es la causa?

—Señorita, tuve que ayudar a mamá a cocinar porque tenemos invitados a comer y Clarice Almira está enferma. —Fue la respuesta de St. Clair, pronunciada con total respeto pero que, sin embargo, provocó las risas de sus condiscípulos.

—Siéntate y, como castigo, soluciona los seis problemas de la página ochenta del libro de aritmética —dijo Ana.

St. Clair se extrañó del tono que había utilizado su profesora, pero se dirigió dócilmente hacia el pupitre y sacó la pizarrilla.

Entonces, a escondidas, le pasó un pequeño paquete a Joe Sloane a través del pasillo. Ana lo sorprendió y, rápidamente, tomó una decisión fatídica.

Últimamente, la anciana esposa de Hiram Sloane había empezado a cocinar y vender «pastelitos de nueces» para aumentar sus menguados ingresos. Las tartas eran especialmente tentadoras para los pequeños y durante varias semanas le habían dado a Ana más de un quebradero de cabeza. Camino del colegio, los escolares invertían la calderilla que llevaban en los pastelitos de la señora Hiram, los traían a clase y, si era posible, se los comían y compartían con sus compañeros. Ana les había prevenido de que, si los seguían trayendo, acabaría por confiscarlos. Y, pese a dicha advertencia, allí estaba St. Clair Donnell, pasando uno de esos pastelitos, envuelto en el papel de rayas blancas y azules que usaba la señora Sloane, delante de sus narices.

—Joseph —dijo Ana en voz baja—, trae aquí ese paquete.

Joe, sorprendido y avergonzado, obedeció. Era un pilluelo regordete que siempre enrojecía y empezaba a tartamudear cuando tenía miedo. En aquel preciso momento, el pobre Joe era la viva imagen de la culpa.

—Tíralo al fuego —dijo Ana.

Joe la miró abatido.

—Por, por… fa, fa… vor, se, se… ñorita —comenzó.

—Haz lo que te digo, Joseph, y no me repliques.

—Pero, se, se… ñorita, son… son… —tartamudeó Joe con desesperación.

—Joseph, ¿piensas obedecerme o no? —dijo Ana.

Otra persona más segura de sí misma también se habría sentido intimidada ante el tono y los peligrosos destellos que salían de los ojos de Ana. Era otra maestra, una que los niños no habían conocido aún. Joe, lanzándole una mirada de angustia a St. Clair, fue hasta la estufa, abrió la gran puerta cuadrada del frente y tiró el paquete azul y blanco al interior, antes de que St. Clair, quien se había puesto en pie de un salto, pudiera pronunciar ninguna palabra. Entonces se apartó justo a tiempo.

Durante unos breves instantes, los aterrorizados ocupantes del colegio de Avonlea no supieron si se había producido una erupción volcánica o un terremoto. El paquete de aspecto inocente que, según había pensado Ana no sin cierta precipitación, contenía los pasteles de la esposa de Hiram, escondía en realidad un surtido de petardos que el señor Warren Sloane había hecho llegar desde la ciudad el día anterior a través del padre de St. Clair con la intención de celebrar su cumpleaños esa noche. Los cohetes estallaron con el estruendo de una tormenta y los molinetes salieron de la estufa, explotando y girando sin parar por el aula. Ana se desplomó en su silla, pálida y consternada, y las niñas se subieron gritando sobre los pupitres. Joe Sloane se quedó petrificado, en medio de aquella conmoción, mientras que St. Clair, muerto de risa, se balanceaba hacia delante y hacia atrás en el pasillo. Prillie Rogerson se desmayó y Annetta Bell se puso histérica.

Aunque en realidad fueron solo unos pocos minutos lo que tardó en extinguirse el último molinete, pareció una eternidad. Sobreponiéndose, Ana corrió a abrir las puertas para dejar salir el gas y el humo que llenaban la habitación. A continuación, ayudó a las niñas a llevar a la inconsciente Prillie al exterior. Allí, Barbara Shaw, en sus deseos de ser útil, echó un cubo de agua medio helada sobre la cabeza y los hombros de la pobre muchacha antes de que nadie pudiera detenerla.

Transcurrió una hora antes de que se restaurara la calma…, aunque era una calma que podía cortarse con cuchillo. Todos se habían dado cuenta de que la atmósfera mental de la maestra no se había disipado ni con la explosión. Nadie, excepto Anthony Pye, se atrevía a murmurar palabra. Ned Clay hizo chirriar accidentalmente su tiza mientras calculaba una suma, y al ver la mirada que le lanzó Ana, deseó que la tierra se lo tragara. En la clase de Geografía, viajaron por el continente a tal velocidad que se marearon. En la de Gramática, se sucedieron unos escrupulosos análisis sintácticos. Cuando Chester Sloane deletreó «odorífero» con dos erres, se le dejó claro que aquello era una auténtica desgracia que arruinaría su presente y su futuro.

Ana sabía que se había puesto en evidencia y que el incidente se comentaría en todas las mesas a la hora de cenar, pero aquello solo hacía que se enfadara más. En un estado de ánimo más tranquilo, podría haberse tomado la situación a risa, pero ahora era imposible. Así que decidió pasarla por alto con un desdén glacial.

Cuando Ana regresó a clase después de almorzar, todos los niños se hallaban en sus asientos como de costumbre y todas las cabezas se inclinaban sobre los pupitres con aspecto estudioso, excepto la de Anthony Pye, que espiaba a Ana por encima del libro, con los negros ojos brillando de curiosidad y burla. Cuando Ana abrió el cajón del escritorio para coger una tiza, apareció un ratón que corrió por encima del mueble y saltó al suelo.

Ana dio un brinco y lanzó un grito, como si hubiera salido una serpiente, y Anthony Pye se rio a carcajadas.

Entonces, se hizo el silencio, un silencio incómodo y pavoroso. Annetta Bell dudaba de si volver a ponerse histérica, teniendo en cuenta que no sabía dónde había ido el ratón. Pero decidió que no. ¿Quién se atrevería a ponerse histérica con una maestra tan pálida y con los ojos tan brillantes?

—¿Quién ha puesto ese ratón en mi escritorio?

Aunque hablaba en voz baja, un escalofrío recorrió la columna vertebral de Paul Irving. Los ojos de Ana se encontraron con los de Joe Sloane, quien, a pesar de su sentimiento de culpa, tartamudeó:

—Yo, yo, no, no, se, se… ñorita.

Ana no le prestó atención al desdichado de Joe. Miró a Anthony Pye y este le devolvió una mirada descarada e impertérrita.

—Anthony, ¿has sido tú?

—Sí, he sido yo —respondió Anthony con insolencia.

Ana cogió el puntero, que estaba encima del escritorio. Era un puntero de madera noble, largo y pesado.

—Ven aquí, Anthony.

No fue el castigo más severo jamás recibido por Anthony Pye. Ana, pese a lo agitada que estaba, no podría haber castigado cruelmente a un niño. Pero el puntero acertó en intensidad y, finalmente, el valor de Anthony lo abandonó. Tras una mueca de dolor, le saltaron las lágrimas.

Ana, consciente de lo que acababa de hacer, dejó caer el puntero y ordenó a Anthony que volviera a su sitio. Se sentó frente al escritorio, sintiéndose avergonzada, arrepentida y amargamente mortificada. Su enfado se había desvanecido y habría dado cualquier cosa por poder hallar el alivio de las lágrimas. Así que a eso se reducía toda su ostentación y alarde…, al castigo corporal de uno de sus alumnos. ¡Cómo presumiría Jane de su triunfo! ¡Y cómo se reiría el señor Harrison! Aunque lo peor de aquella situación, y lo que más amargura le provocaba, era que había perdido toda oportunidad de ganarse a Anthony Pye. A partir de aquel momento, ya no la tendría en buena estima.

Ana, con lo que se conoce como «un esfuerzo hercúleo», retuvo las lágrimas hasta llegar a casa. Allí se encerró en su habitación y lloró sobre la almohada toda su vergüenza, remordimiento y desilusión… Lloró tanto rato que Marilla se alarmó, irrumpió en la habitación e insistió en saber qué ocurría.

—Lo que ocurre es que me remuerde la conciencia. —Lloró Ana—. ¡Oh, ha sido un día tan terrible, Marilla! Estoy tan avergonzada de mí misma. Perdí los nervios y azoté a Anthony Pye.

—Me alegro de oírlo —dijo Marilla con determinación—. Ya deberías haberlo hecho hace tiempo.

—Oh, no, no, Marilla. Y no sé cómo voy a poder mirar a la cara a esos niños de nuevo. Siento que toqué fondo. No sabe usted lo enfadada, odiosa y horrible que estaba. No puedo olvidar la expresión en los ojos de Paul Irving… Parecía tan sorprendido y defraudado. Oh, Marilla, he tratado con todas mis fuerzas de ser paciente y de ganarme el afecto de Anthony Pye…, y lo he echado todo a perder.

Marilla pasó su mano rugosa y áspera por la cabellera despeinada de la muchacha con un gesto de ternura. Cuando los sollozos de Ana se calmaron, dijo en tono mucho más suave de lo habitual:

—Ana, te tomas las cosas demasiado a pecho. Todos cometemos errores, pero la gente los olvida. Y todos tenemos días malos. En lo que se refiere a Anthony Pye, ¿por qué te preocupa que no te quiera? Es el único.

—No puedo evitarlo. Mi deseo es que todos me aprecien y me siento herida cuando alguien no me quiere. Y ahora Anthony nunca lo hará. Oh, Marilla, he quedado como una idiota. Se lo explicaré todo.

Marilla escuchó el relato, y aunque algunos pasajes la hicieron sonreír, Ana no lo apreció. Cuando esta hubo terminado, dijo abruptamente:

—Bueno, no importa. Ahora ya ha pasado y mañana será otro día, de momento sin errores, como sueles decir tú misma. Bajemos a cenar. Verás como una taza de té y algunos buñuelos de ciruela que he cocinado hoy te levantan el espíritu.

—¿Cómo van a aplacar los buñuelos una mente atormentada? —dijo Ana desconsoladamente.

Sin embargo, Marilla pensó que aquella réplica era una señal de una ligera recuperación.

La alegre mesa de la cena, con los rostros resplandecientes de los mellizos y los inigualables buñuelos de Marilla —de los que Davy se comió cuatro— le «levantaron el espíritu» de forma considerable. Aquella noche descansó, y a la mañana siguiente despertó transformada. El mundo a su alrededor también se había transformado. Durante las horas de oscuridad, había caído una nevada suave y espesa, y aquella bella blancura, que chispeaba al escarchado sol, se asemejaba a un manto de caridad que cubría los errores y humillaciones del pasado.

«Cada mañana se empieza de nuevo, cada mañana el mundo se forma otra vez», cantaba Ana mientras se vestía.

La nieve la obligó a ir al colegio por la carretera, y se le ocurrió que era una maliciosa coincidencia que Anthony Pye pasara por allí, justo cuando dejaba el sendero de Tejas Verdes. Sintió tanta culpa como si la situación hubiese ocurrido a la inversa. Sin embargo, para su sorpresa, Anthony no solo se quitó la gorra a modo de saludo —cosa que no había hecho nunca en el pasado—, sino que, además, dijo con despreocupación:

—Se hace difícil caminar, ¿verdad? ¿Quiere que le lleve los libros, señorita?

Ana le entregó sus libros y se preguntó si no estaría soñando.

Anthony siguió caminando en silencio, y cuando llegaron al colegio y Ana recuperó los libros, le sonrió…, aunque no la sonrisa «amable» estereotipada que le había dedicado hasta el momento, sino una que destellaba espontaneidad y camaradería. Anthony sonrió… No, a decir verdad, Anthony forzó una sonrisa. Por lo general, se supone que una sonrisa forzada no es algo muy respetuoso. Aun así, Ana sintió que, pese a que no se había ganado el cariño de Anthony todavía, de un modo u otro, sí había conseguido su respeto.

La señora Lynde fue a visitarla al siguiente sábado y lo confirmó.

—Bueno, Ana, creo que te has ganado a Anthony Pye, sí, señor. Al parecer, dice que al fin y al cabo, no lo haces tan mal, aunque seas una chica. Dice que lo castigaste «tan bien como un hombre».

—Jamás pretendí ganármelo a fuerza de golpes —dijo Ana algo triste, sintiendo que en algún momento había traicionado a sus ideales—. No me parece bien. Estoy segura de que mi teoría sobre la bondad es correcta.

—Seguro que sí, pero recuerda que los Pye son la excepción a toda regla conocida, sí, señor —declaró la señora Lynde con convicción.

Cuando se enteró el señor Harrison exclamó: «Ya te dije que acabarías haciéndolo», y Jane se lo restregó por las narices sin piedad.