Capítulo 22

Cabos sueltos

De modo que merendaste en la casa de piedra con Lavendar Lewis —dijo Marilla a la mañana siguiente—. ¿Qué aspecto tiene ahora? Hace más de quince años que no la veo. Desde un domingo en la iglesia de Grafton. Supongo que ha cambiado mucho. Davy Keith, cuando no llegues a algo, pídelo y no te estires sobre la mesa. ¿Has visto que Paul Irving haga eso cuando viene a comer?

—Paul tiene los brazos más largos que yo —gruñó Davy—. Sus brazos han tenido once años para crecer, y los míos solo siete. Lo he pedido, pero tú y Ana estabais charlando y no me hicisteis caso. Además, Paul solo ha venido a tomar el té y es más fácil ser bien educado en el té que en el desayuno. Se tiene la mitad de hambre. Además, Ana, esa cucharilla es igual de pequeña que el año pasado y yo soy más grande.

—Desde luego, no sé cuál sería el aspecto de la señorita Lavendar en el pasado, pero no creo que haya cambiado mucho —dijo Ana, después de dar a Davy dos cucharadas de miel, doble dosis que de costumbre, para apaciguarlo—. Su cabello está como la nieve, pero su cara es fresca y casi infantil y posee unos dulces ojos castaños, de un hermoso tono marrón boscoso con destellos dorados, y su voz hace pensar en el raso blanco, en el agua cristalina y en las campanas de las hadas, todo junto.

—Cuando era joven, se la consideraba una belleza —dijo Marilla—. Nunca la traté mucho, pero me gustaba. Ya entonces, algunos la consideraban peculiar. Davy, si te descubro otra vez haciendo esas cosas, te obligaré a esperar a que todos terminen de comer.

La mayoría de las conversaciones que mantenían Ana y Marilla en presencia de los mellizos estaban salpicadas con estos comentarios a Davy. En esta ocasión, el pequeño, al no serle posible recoger las últimas gotas de miel del plato con la cuchara, había solucionado el problema lamiendo el plato.

Ana lo miró con ojos tan horrorizados que el pequeño pecador enrojeció y dijo, mitad avergonzado, mitad desafiante:

—Así no malgastamos.

—Quienes son distintos a los demás reciben siempre el calificativo de peculiares —dijo Ana—. Y la señora Lavendar es distinta, aunque es difícil señalar dónde reside su diferencia. Quizá esté en que es una de esas personas que nunca envejecen.

—Uno debe envejecer con su generación —dijo Marilla—. Si no lo haces, estás fuera de tono. Por lo que se ve, Lavendar se apartó de todo. Ha vivido en ese lugar alejado hasta que todos la olvidaron. Esa casa de piedra es una de las más viejas de la isla. El anciano señor Lewis la construyó hace ochenta años, cuando llegó de Inglaterra. Davy, deja de dar codazos a Dora. ¡Ah, no, te he visto! No necesitas hacerte el inocente. ¿Por qué te portas así esta mañana?

—Quizá me levanté con mal pie —sugirió Davy—. Milty Boulter dice que, si eso ocurre, todo va mal durante el día. Su abuela se lo dijo. Pero ¿cuál es el pie correcto? ¿Y qué pasa cuando la cama está contra la pared? Necesito saberlo.

—Me habría gustado saber qué ocurrió entre Stephen Irving y Lavendar Lewis —continuó Marilla, ignorando a Davy—. Hace veinticinco años estaban comprometidos y de pronto, todo se acabó. No sé cuál fue la causa, pero debió de ser algo terrible, pues él se marchó a los Estados Unidos y ya no regresó.

—Quizá no fue algo tan terrible después de todo. Creo que, en la vida, las pequeñas cosas hacen más daño que las grandes —dijo Ana, con uno de esos relámpagos de sabiduría que la experiencia no puede perfeccionar—. Marilla, por favor, no le diga a la señora Lynde que he estado con la señorita Lavendar. Empezará a hacer preguntas y no me va a gustar, y a la señorita Lavendar, si se entera, tampoco. Estoy segura.

—Me atrevo a decir que a Rachel le gustaría curiosear —admitió Marilla—, aunque ahora no tiene tanto tiempo como antes para meterse en las cosas de los demás. Está atada a su casa por culpa de Thomas y empieza a descorazonarse, pues creo que no hay esperanzas de que mejore. Rachel se quedará muy sola si algo le pasa a él, con todos sus hijos afincados en el oeste, excepto Eliza, que está en la ciudad; pero a Rachel no le gusta su marido.

Los chismes de Marilla atacaron a Eliza, quien estaba en muy buenos términos con su marido.

—Rachel dice que si se levantara y tuviera voluntad, mejoraría. Pero es igual que pedirle a un trozo de jalea que se ponga en pie —continuó Marilla—. Thomas Lynde nunca tuvo voluntad propia. Su madre lo dominó hasta que se casó, y entonces Rachel se hizo cargo de la tarea. Es extraño que se atreviera a ponerse enfermo sin permiso. Pero no debería hablar así. Rachel ha sido una buena esposa. Él nunca habría llegado a nada sin ella, eso es verdad. Nació para obedecer y fue una suerte que cayera en manos de una mujer inteligente y capaz como Rachel. A él no le importaba la manera de ser de su esposa. Siempre le ha ahorrado todas las preocupaciones, hasta la de tomar decisiones. Davy, deja de retorcerte como una anguila.

—No tengo otra cosa que hacer —protestó Davy—. No puedo comer más y no es muy divertido veros comer a ti y a Ana.

—Bueno, tú y Dora podéis ir a dar de comer a las aves —dijo Marilla—. Y no trates de quitarle las plumas de la cola a la gallina blanca.

—Necesitaba algunas plumas para mi tocado indio —contestó Davy—. Milty Boulter tiene uno muy elegante hecho con las plumas que le dio su madre cuando mataron la vieja gallina blanca. Podría dejarme que le arrancara algunas. Esa gallina tiene más de las que necesita.

—Puedes usar el viejo plumero que hay en el desván —dijo Ana—; yo te las teñiré de verde, rojo y amarillo.

—Estás malcriando al niño —protestó Marilla cuando Davy, con cara radiante, siguió a la peripuesta Dora.

Aunque la educación de Marilla había hecho grandes progresos durante los últimos seis años, todavía no se podía librar de la idea de que era malo para los niños que accedieran muy a menudo a sus deseos.

—Todos los muchachos de su edad tienen tocados indios y Davy quiere el suyo —dijo Ana—. Y sé lo que se siente. Nunca olvidaré cuánto añoré las mangas abullonadas cuando todas las chicas las llevaban. Y Davy no está malcriado. Progresa día a día. Piense cuán diferente es de cuando llegó hace un año.

—Es cierto que no hace tantas diabluras desde que empezó a ir a la escuela —reconoció Marilla—. Supongo que la tendencia se diluye con los otros muchachos. Pero es raro que no tengamos noticias de Richard Keith. Ni una palabra desde mayo.

—Me dan miedo sus noticias. —Suspiró Ana, mientras recogía los platos—. Si llega una carta, temeré abrirla, por si nos dice que le enviemos a los mellizos.

Una carta llegó un mes más tarde. Pero no era de Richard Keith. Un amigo suyo escribió para decir que había muerto de tisis hacía quince días. El corresponsal era su albacea y en el testamento figuraba un legado de dos mil dólares para la señorita Marilla Cuthbert, como albacea de Davy y Dora Keith, hasta que fueran mayores de edad o hasta que se casaran. Entre tanto, los intereses debían ser empleados para su manutención.

—Me parece horrible alegrarse por algo relacionado con la muerte —dijo Ana—. Lo siento por el pobre señor Keith, pero me alegro de que nos quedemos con los mellizos.

—El dinero nos vendrá bien —dijo la práctica Marilla—. Quería quedarme con ellos, pero no veía cómo, especialmente cuando crecieran. El alquiler de la granja no da más que para mantener la casa y estaba decidida a que no se gastara en ellos un centavo de tu dinero. Ya haces bastante. Dora no necesitaba ese sombrero nuevo que le compraste. Pero ahora todo irá bien y ellos tendrán sus propios fondos.

Davy y Dora se alegraron cuando supieron que se quedarían en Tejas Verdes para siempre. La muerte de un tío a quien no conocían no cambió mucho las cosas. Pero Dora tenía una duda.

—¿Enterraron al tío Richard? —inquirió.

—Sí, querida, desde luego.

—Él… no… es… como el tío de Mirabel Cotton, ¿a que no? —insistió aún más agitada—. No andará por la casa después de enterrarlo, ¿verdad, Ana?