Después de pasarse el día trabajando en el rancho que había comprado unos meses atrás, Jaron Lambert entró en el Broken Spoke en busca de tres cosas: un bistec, una cerveza fría y una mujer dispuesta a pasar un buen rato, sin ataduras. Sin embargo, cuando se sentó en una de las mesas del fondo y paseó la mirada por el local, se dijo que con el bistec y la cerveza también se conformaría, y luego se volvería a casa solo.
No era que no hubiera mujeres en el bar, o que no se hubiesen fijado en él cuando había entrado. De hecho, había dos jugando al billar, y unas cuantas más sentadas alrededor de un par de mesas que habían juntado. Sin duda un grupo de amigas que había salido a divertirse.
Una de ellas, bastante bonita, incluso le había sonreído, pero ni ella ni ninguna de las otras había despertado su interés. Quizá fuera porque estaba cansado. O, más probablemente, porque no podía quitarse de la cabeza a cierta morena de largas piernas y los ojos más verdes que había visto nunca.
Irritado consigo mismo por desear a una mujer que sabía que jamás podría tener, pensó que debería haber llamado a alguno de sus hermanos para ver si querían cenar con él. Así al menos habría tenido a alguien con quien hablar mientras comía. Pero ahora todos sus hermanos estaban casados y con hijos, y lo normal era que quisieran estar con sus familias.
Se acercó a su mesa una camarera joven que estaba mascando chicle.
–¿Qué te traigo, guapo?
Jaron decidió pasar del bistec y pedir solo una cerveza. Cuando se la terminase volvería a casa, se calentaría una pizza en el horno y se la comería viendo la televisión.
–Un botellín de Lone Star.
–Marchando –respondió la chica con una sonrisa antes de alejarse.
Al poco rato estaba de vuelta. Plantó un posavasos sobre la gastada mesa y colocó encima el botellín.
–Usted es Jaron Lambert, ¿no? –le preguntó. Su sonrisa coqueta se hizo más amplia cuando él asintió–. El que ganó el título de Campeón Mundial de Rodeo en Las Vegas justo antes de Navidad, ¿verdad?
Él asintió de nuevo, y al ver que la chica se quedaba allí plantada, como expectante, inquirió:
–¿Estuviste allí?
La chica sacudió la cabeza.
–No me podría permitir un viaje a Las Vegas con lo que gano. Lo vi por la tele –le explicó. Y luego, con una sonrisa seductora, añadió–: ¡Estaba usted tan sexy cuando le dieron el premio…!
Por cómo lo estaba mirando, era evidente que quería algo más que hablar de su victoria en Las Vegas, pero no iba a seguirle el juego. Durante años había rehusado sucumbir al coqueteo de otras como ella, que se morían por acostarse con el ganador del trofeo, y se alegraba de haber dejado los rodeos hacía un par de meses. Con un poco de suerte, poco a poco la gente se olvidaría de él y perdería interés para esa clase de chicas.
Como no respondió a su coqueteo, la camarera encogió un hombro.
–Bueno, si necesita algo más, lo que sea, no tiene más que llamarme.
–Gracias –respondió Jaron, y tomó un trago de su cerveza mientras la veía alejarse hacia otra mesa.
Cuando hubo apurado el botellín, sacó unos cuantos dólares de su cartera y los puso sobre la mesa. No tenía sentido pedir otra cuando en la nevera de casa tenía una docena de latas.
Sin embargo, cuando estaba levantándose, se fijó en una joven que acababa de entrar y se dirigía a la barra. Soltó una palabrota en voz baja y volvió a sentarse. ¿Qué diablos estaba haciendo allí?
Llevaba un vestido rojo con mangas caídas que dejaban al descubierto sus hombros. Era un vestido ceñido, que le sentaba como un guante, resaltando sus senos y la curva de sus caderas, y Jaron tragó saliva mientras sus ojos descendían por la falda, que terminaba a mitad del muslo, exhibiendo sus piernas, largas y torneadas.
Luego, cuando sus ojos se posaron en los zapatos de tacón de aguja que calzaba, lo sacudió una ráfaga de deseo tan fuerte, que tuvo que apretar los dientes para contenerla.
Parecía que no era el único que se había fijado en ella. Un tipo desaliñado se acercó a ella y se apoyó a su lado en la barra, dedicándole una sonrisa lasciva. Ella lo miró, sacudió la cabeza y siguió hablando con el barman.
El tipo, sin embargo, no se dio por vencido y siguió intentando que le prestara atención. Ella le había dejado muy claro que no quería nada con él, pero, o aquel baboso estaba borracho, o bien era demasiado estúpido o demasiado cabezota como para no aceptar un no por respuesta.
Fue cuando el tipo la agarró del brazo y Mariah se revolvió cuando Jaron se levantó; no podía quedarse allí mirando sin hacer nada. Fue hacia la barra como un toro enfurecido y le pegó un puñetazo en la mandíbula a aquel bastardo, que cayó al suelo igual que un muñeco de trapo.
–¿Jaron? –exclamó Mariah, como sorprendida de encontrarlo allí–. ¿Pero qué has hecho?
–Salvarte el trasero –le respondió él enfadado.
–¡Eh, ese al que ha tumbado es nuestro amigo! –gritó un hombre con barba, yendo hacia ellos.
–¿Algún problema? –le espetó Jaron, mirándolo con los ojos entornados.
El barbudo, al ver que le sacaba por lo menos un par de palmos, se quedó mirándolo un momento antes de sacudir rápidamente la cabeza.
–No, no busco pelea ni nada de eso –le aseguró, dando un par de pasos atrás.
–Pues entonces le sugiero que recojan a su amigo y que le diga que no vuelva a molestar a la señorita –le contestó Jaron.
Mientras lo levantaban del suelo, Jaron se volvió hacia Mariah y, rodeándole la cintura con el brazo, la sacó de allí. Ella intentó revolverse, pero Jaron no se detuvo hasta llegar al coche de ella, que estaba estacionado en el aparcamiento.
–Pero ¿qué te pasa?, ¿has perdido la cabeza? –lo increpó Mariah cuando se detuvo junto al pequeño sedán.
–¿Que qué me pasa? ¿A ti te parece normal entrar en un bar vestida así, como si estuvieses pidiendo a gritos un revolcón?
Mariah se apartó de él y lo miró furibunda.
–Eso no es verdad –replicó–. ¿Y qué tiene de malo cómo voy vestida? A mí me parece que voy bien.
Jaron se cruzó de brazos y la recorrió con la mirada, desde su cabello castaño oscuro hasta los zapatos de tacón de aguja. Ese era el problema, que estaba tan guapa que llamaba demasiado la atención.
–¿Cómo se te ocurre entrar en el Broken Spoke sola? –la increpó.
–No es asunto tuyo, pero venía de una reunión en Fort Worth y de vuelta a casa el coche empezó a hacer un ruido raro. Conseguí llegar hasta este aparcamiento antes de que dejara de funcionar, y al ver que me había quedado sin batería en el móvil, he entrado para pedir que me dejaran llamar a la grúa. Y aunque hubiera venido aquí por otro motivo –añadió entornando los ojos–, tampoco sería asunto tuyo. Sé defenderme; no hacía falta que vinieras en mi ayuda.
–Ah, claro, ya veo cómo evitaste que ese tipo te pusiera sus sucias manos encima –le espetó Jaron, haciendo un esfuerzo por no perder los estribos–. En el momento en que ese bastardo te agarró del brazo se convirtió en asunto mío.
Nunca se quedaba al margen cuando veía a un hombre molestando a una mujer y, en lo referente a Mariah, mientras le quedase aliento, no dejaría que nadie le faltase al respeto.
–¿Asunto tuyo? –Mariah sacudió la cabeza–. Durante todos estos años me has dejado muy claro que no tienes el menor interés en mí. A ver si te aclaras.
–Eres la hermana pequeña de mi cuñada; solo intento cuidar de ti.
–¡Por amor de Dios! –exclamó Mariah poniendo los ojos en blanco–. Mira, por si no te has dado cuenta –dijo plantando las manos en sus sensuales caderas–, ya no soy aquella chica ingenua de dieciocho años. Ya soy mayor. Tengo veinticinco años y sé cuidar de mí misma.
Jaron inspiró profundamente. Sí, se había dado cuenta hacía unos cuantos años de que Mariah ya no era la adolescente que había conocido cuando su hermano adoptivo, Sam Rafferty, se había casado con Bria Stanton, la hermana de ella.
Por aquel entonces Mariah había estado encaprichada con él –el típico enamoramiento adolescente–, y aunque él la encontraba atractiva, era nueve años mayor que ella, una diferencia de edad demasiado grande. Pero habría tenido que estar ciego para no haberse dado cuenta de que se había convertido en una mujer hermosa y muy sexy. Y ese era el problema.
Mariah se equivocaba de parte a parte al pensar que no tenía ningún interés en ella. Tampoco lo llamaría amor, porque para llamarlo así antes tendría que creer en el amor, pero lo cierto era que pensaba mucho en ella, y que cuando coincidían en una reunión familiar no podía apartar los ojos de ella.
–Me da igual la edad que tengas cuando eres incapaz de ver el peligro –insistió.
–¿Qué peligro? –le espetó ella riéndose. Señaló el bar en la distancia y añadió–: Sam viene a cenar aquí con Bria un montón de veces. Igual que el resto de tus hermanos traen a sus esposas.
Jaron soltó una carcajada áspera.
–¿Crees que algún hombre se atrevería a acercarse a ellas? Mis hermanos lo tumbarían de un puñetazo.
Mariah lo miró irritada y sacudió la cabeza.
–No voy a entrar en un debate contigo sobre esa anticuada idea tuya de que una mujer no puede salir sin un hombre que la proteja. Y ahora, si no te importa, ha sido un día muy largo, estoy cansada y tengo que hacer esa llamada.
Iba a echar a andar de nuevo hacia el bar, pero él se interpuso en su camino.
–No vas a volver ahí dentro –le dijo, asiéndola por los hombros.
–Jaron Lambert, te juro que si no…
Antes de poder contenerse, Jaron la atrajo hacia sí y le impuso silencio con un beso. Y en el mismo momento en que sus labios tocaron los perfectos labios de ella, lo abandonó por completo el sentido común, y sucumbió tras todos esos años resistiendo la tentación y negando la atracción que sentía por ella.
La rodeó con los brazos y la apretó aún más contra sí. El sentir sus senos aplastados contra su pecho y su cuerpo pegado contra el de él hizo que en su vientre aflorara una abrasadora ola de calor. Sin pensar en las consecuencias hizo el beso más profundo, y ella no se revolvió, sino que continuó, se agarró con ambas manos a su cazadora vaquera y se derritió contra él como si fuera de mantequilla.
Una nueva ráfaga de calor lo sacudió. Al instante notó como cierta parte de su cuerpo se animaba, y cuando Mariah se estremeció y se apretó aún más contra él, supo que ella también lo había notado.
El corazón le palpitaba con fuerza. Hacía tanto tiempo que la deseaba que si no ponía freno a aquello, y pronto, tal vez no fuese capaz de parar. Cuando intentó apartarse, Mariah no hizo sino besarle aún con más ardor, pero hizo acopio de toda su fuerza de voluntad, despegó sus labios de los de ella y dio un paso atrás antes de que le hiciera olvidar que era un caballero.
Luego inspiró profundamente y le preguntó:
–¿Qué le pasa a tu coche?
–Eh… Pues… No estoy segura –contestó ella jadeante, igual que él–. Oí un ruido raro y unos minutos después me di cuenta de que las luces cada vez estaban más flojas. Y cuando aparqué aquí se apagaron por completo y el motor se paró. Giré la llave en el contacto para arrancarlo de nuevo, pero no hace nada.
–Puede que esté mal la batería, o el alternador –dijo Jaron, agradecido por poder concentrarse en otra cosa que no fuera ella.
Parecía que ella tampoco quería hablar de lo que acababa de ocurrir; tanto mejor.
–¿Me costará mucho la reparación? –inquirió Mariah, mordiéndose el labio inferior.
No estaba intentando provocarlo, pero a Jaron le costó contenerse para no besarla de nuevo.
–No te preocupes, haré que mis hombres vengan a recogerlo por la mañana y vean qué se puede hacer. Tengo un empleado que es mecánico, y no hay avería que se le resista.
–Eso es estupendo, pero… ¿cómo voy a volver a casa? –inquirió ella, masajeándose la sien con los dedos, como si le estuviese entrando dolor de cabeza.
De pronto se oyó un trueno, y se vio en la distancia el destello de un rayo. Mariah gimió irritada.
–¡Genial! Sencillamente genial. Todavía me faltan ciento cincuenta kilómetros para llegar a casa, el coche no arranca, y ahora va a ponerse a llover. ¡Y yo que pensaba que el día de hoy no podía empeorar…!
Jaron la miró pensativo, preguntándose qué debería hacer. Se estaba haciendo tarde y no tenía demasiadas opciones. Había tenido una jornada de trabajo muy intensa y estaba rendido, y ella también parecía agotada. Podría llevarla de regreso a Shady Grove, pero no le apetecía nada conducir hora y media con lo cansado que estaba. No cuando tenía un montón de habitaciones libres en el rancho, a menos de veinte kilómetros.
–No te preocupes por eso –le dijo, mirando su reloj–. Puedes quedarte en mi casa esta noche, y volver a Shady Grove mañana, cuando el coche esté arreglado.
–No quiero molestarte –la fría brisa de febrero le agitó la larga melena castaña a Mariah–, ¿no podrías llevarme a casa de Sam y Bria?
Desde luego sería lo mejor para ambos, pero por desgracia no era posible.
–Se han ido a Houston esta mañana, a una feria de ganado.
Ella se quedó vacilante unos segundos, como si estuviera pensando qué otra cosa podía hacer, y al verla dejar caer los hombros supo que había llegado a la misma conclusión que él.
Mariah exhaló un pesado suspiro.
–Parece que no tengo elección, ¿no?
Él sacudió la cabeza.
–Tengo habitaciones libres en casa; no será ninguna molestia que te quedes a pasar la noche.
–Está bien –claudicó ella finalmente.
Sacó del coche una cazadora de cuero negra y se la puso.
Ninguno de los dos habló mientras iban hacia la camioneta de él. La culpa era de él, que había sucumbido a la tentación de besarla, y no podía volver a ocurrir. Otro beso como ese, y perdería por completo el poco sentido común que le quedaba, se dijo mientras se subían a la camioneta. Sería un error dejarse llevar de nuevo por el deseo, porque Mariah merecía a alguien mejor que él, un hombre que no estuviese marcado por las cicatrices del pasado.
Cuando la camioneta pasó bajo el arco de entrada del rancho Wild Maverick, el corazón a Mariah le palpitó nervioso. Todavía no podía creer que Jaron la hubiera besado, y mucho menos que fuera a pasar la noche en su nuevo rancho.
A los dieciocho años se había encaprichado de él, y no había hecho otra cosa que soñar con que él se fijara también en ella. Jaron se había dado cuenta de que le gustaba, y se había comportado siempre como un perfecto caballero.
No había flirteado con ella para que le inflara el ego, pero tampoco había desdeñado de un modo cruel sus sentimientos. Sabía que pensaba que era demasiado mayor para ella.
A medida que pasaron los años habían continuado viéndose en las reuniones familiares, y en más de una ocasión había pillado a Jaron mirándola, de lo que deducía que la encontraba atractiva, pero para decepción suya nunca le había pedido salir, ni la había tratado de un modo distinto a cuando era una adolescente.
Sin embargo, algo había cambiado esa noche entre ellos, pensó lanzándole una mirada. Nunca lo había visto tan furioso. Y luego ese beso en el aparcamiento…
La habían besado muchas veces y, aunque había sido agradable, ninguno de esos besos había sido como el beso que le había dado Jaron. Había sido un beso con tanta pasión que había sido una experiencia abrumadora.
Pero aún más sorprendente era que después de aquel beso los dos hubiesen hecho como si no hubiese pasado nada.
–Increíble…
–¿Qué es increíble? –inquirió él, tras tirar del freno de mano y apagar el motor.
Mariah, que no se había dado cuenta de que lo había dicho en voz alta, se encogió de hombros.
–Estaba pensando en el día tan horrible que he tenido –mintió.
–Son cosas que pasan –respondió Jaron, bajándose de la camioneta–. Tal vez mañana tengas un día mejor.
–No creo que pueda ser peor que hoy –contestó ella, abriendo su puerta.
Antes de que pudiera dilucidar cómo bajarse de la camioneta sin romperse uno de los tacones o torcerse un tobillo, Jaron la tomó de la cintura y la depositó en el suelo. La sensación de sus grandes manos ciñéndole la cintura hizo que una ola de calor la invadiera.
–Gra-gracias –musitó cuando la soltó.
Cuando entraron en la casa, Jaron soltó las llaves sobre el mueble del vestíbulo y se volvió hacia ella.
–¿Quieres comer algo? –le preguntó–. Tengo un par de pizzas congeladas.
–No, gracias –respondió ella encogiéndose de hombros–. Paré en una cafetería a tomar algo después de la reunión –lo que no añadió era que apenas había probado bocado después de enterarse en la reunión de que estaba sin trabajo a partir de ese momento–. Si no te importa, creo que me iré a la cama.
–Por supuesto que no. Ven, te llevaré a tu habitación.
Subieron al piso de arriba, y Jaron abrió la primera puerta y pulsó un interruptor en la pared que encendió la lámpara de la mesilla de noche.
–Si no te gusta tienes cuatro más para elegir –le dijo.
–No, está bien –contestó ella mirando a su alrededor.
–Al principio iba a dejar los dormitorios vacíos, pero Bria me aconsejó que los amueblara, por si algún día tenía invitados –le explicó Jaron encogiéndose de hombros–. Aunque dudo que vaya a tener nunca tantos.
–Y si pensabas que no ibas a darle ninguna utilidad a todos esos dormitorios, ¿por qué compraste una casa tan enorme? –inquirió ella.
–Porque quería estas tierras. Estoy a menos de una hora en coche de los ranchos de mis hermanos; así podemos echarnos una mano cuando lo necesitemos.
A Mariah no le sorprendía que Jaron quisiese vivir cerca de sus hermanos. Por lo que su hermana le había contado, todos ellos habían tenido problemas con la justicia en la adolescencia, y los servicios sociales se habían desentendido de ellos por considerarlos causas perdidas. Los habían enviado a trabajar al rancho Last Chance, y gracias a su dueño, un buen hombre llamado Hank Calvert, todos habían conseguido resolver sus problemas y darle un giro a sus vidas. Todos ellos se habían convertido en hombres honrados y trabajadores, y era natural que al alcanzar la mayoría de edad se hubiese forjado un vínculo fraternal entre ellos.
–Ojalá yo también pudiera vivir cerca de Bria –dijo Mariah con tristeza.
Y entonces ocurrió algo inesperado: Jaron dio un paso hacia ella y le apartó un mechón del rostro.
–Quizá un día la inmobiliaria para la que trabajas abra una sucursal por aquí y puedas venirte a vivir cerca de ella –le dijo.
Aquel gesto tan tierno y el recordar que ya no tenía trabajo hizo que a Mariah le entrasen ganas de llorar.
–Dudo que… eso llegue a ocurrir –murmuró, parpadeando para contener las lágrimas.
–¿Qué pasa, Mariah? –inquirió él suavemente, con una nota de preocupación en su profunda voz.
–Nada –mintió ella–. He tenido un día horrible… que preferiría olvidar lo antes posible.
No quería entrar en detalles sobre el vuelco que había dado su vida. En menos de veinticuatro horas había perdido a su novio, a su compañera de piso y su trabajo. Lo de su novio no le había importado demasiado porque no llevaban juntos más que un par de semanas y tampoco iban en serio. De hecho, nunca habrían llegado a nada serio, y los dos los sabían. Por eso ni se había molestado en decirle a su hermana que estaba saliendo con alguien. En cambio, el haber perdido a su compañera de piso y su trabajo la había destrozado. Su compañera de piso se había marchado sin decirle nada, y ahora tendría que encontrar la manera de pagar también su parte del alquiler… lo cual sería imposible ahora que se había quedado en el paro.
Jaron vaciló un instante antes de atraerla hacia sí y estrecharla entre sus brazos.
–Estoy seguro de que mañana por la mañana, cuando hayas descansado, te sentirás mejor.
–Lo dudo, pero gracias por los ánimos.
Sabía que Jaron solo pretendía tranquilizarla, pero era tan maravilloso estar rodeada por sus fuertes brazos que, sin pensarlo, se apretó contra él.
Jaron se quedó muy quieto y murmuró:
–Mariah… creo que deberías irte ya a la cama.
Ella asintió, pero fue incapaz de apartarse de él.
–Sí, supongo que sería lo mejor.
Él tampoco se movió hasta pasado un rato, cuando le levantó la barbilla para que lo mirara a los ojos.
–Por favor, dime que me aleje de ti y te deje tranquila y lo haré.
Mariah sabía que era eso lo que debería hacer, pero en vez de eso sacudió la cabeza.
–No puedo, Jaron.
–Pues esto es un error –le advirtió él con expresión atormentada–. No te conviene un hombre como yo.
–Esa es tu opinión –replicó ella en un tono quedo–. Pero yo no lo veo así; nunca lo he visto así.
Jaron se quedó mirándola antes de negar con la cabeza.
–No digas eso, Mariah.
–Solo estoy siendo sincera contigo –murmuró ella.
Jaron cerró los ojos como si estuviese luchando contra sí mismo, antes de volver a abrirlos y clavar su mirada en la de ella. Luego bajó lentamente la cabeza y la besó con tal ternura que un cosquilleo le recorrió la espalda. Mariah pensó que se quedaría en eso, en un beso casto y puro, que la soltaría y daría un paso atrás, pero en vez de eso continuó besándola, y pronto el beso se tornó apasionado y sensual.
Cuando su lengua acarició la de ella, volvió a sentir el mismo calor que la había invadido en el aparcamiento y le flaquearon las rodillas. Cuando Jaron la atrajo aún más hacia sí, notó la creciente erección contra su vientre, y de inmediato sintió que, en respuesta, una ráfaga de deseo afloraba entre sus muslos.
El corazón le dio un vuelco. Sabía que si se lo pidiese Jaron pararía, aunque le resultase difícil, pero no era lo que ella quería. Llevaba una eternidad esperando aquel momento, y no quería que terminara.
Cuando Jaron despegó sus labios de los de ella y la miró, la cabeza le daba vueltas.
–Mariah –le dijo jadeante–, un beso es un beso. Pero si no paramos ahora mismo, las cosas llegarán mucho más lejos.
–Me da igual –respondió ella con sinceridad. Le rodeó el cuello con los brazos y enredó los dedos en su corto cabello castaño–. Llevo soñando con esto desde que nos conocimos.
–No digas eso –Jaron volvió a cerrar los ojos y apretó la mandíbula, como si estuviera esforzándose por hacer lo que creía que era correcto–. No soy la clase de hombre que necesitas, Mariah.
–Ahí es donde te equivocas, vaquero –le susurró ella, poniéndole una mano en la mejilla–. Siempre has sido el hombre que necesito.