A última hora del sábado por la tarde, mientras Jaron llevaba dentro de la casa la última caja con cosas de Mariah, se preguntó cómo una persona podía necesitar tantos trastos. La caja que llevaba en brazos, que era enorme, tenía escrito con rotulador: «zapatos». ¿Para qué necesitaba tantos zapatos? Él solo tenía unos zapatos de vestir, dos pares de botas de trabajo y unas zapatillas de deporte.
Cuando entró en la habitación donde dormiría Mariah, esta, que estaba en el vestidor, asomó la cabeza.
–¿Esa caja es la última? –le preguntó.
Jaron asintió.
–Sí, alabado sea Dios.
Mariah se rio y salió del vestidor.
–Pues da gracias a que hace un par de semanas doné un montón de ropa y otras cosas a la beneficencia –le dijo–. Si no, probablemente no habríamos terminado hasta medianoche.
–¿Dónde quieres que la ponga?
–Déjala en el suelo –respondió ella–. De todos modos, tampoco tenías que molestarte en traérmela; podría haberla subido yo.
Jaron sacudió la cabeza.
–Si te hubiera dejado hacer eso, mi padre de acogida se habría levantado de la tumba y habría venido a atormentarme cada noche. Siempre nos decía que no debíamos dejar que una mujer cargase con nada pesado a menos que tuviésemos los dos brazos rotos.
–¿El código vaquero? –inquirió ella divertida.
Jaron asintió.
–Hank Calvert se regía por su propio código de conducta; era un hombre sencillo, pero muy sabio.
–Mi hermana me dijo que Sam y tus otros hermanos también hablan de él con mucho cariño –comentó Mariah mientras abría la caja y empezaba a sacar los zapatos.
–No seríamos quienes somos si no fuese por el viejo Hank –admitió Jaron–. Nos enseñó, entre otras cosas, lo que es tener integridad y ser respetuoso con los demás.
–No llegué a conocerlo –dijo ella, sacando unos zapatos de tacón de la caja–. Cuando Bria empezó a organizar cenas familiares yo estaba en la universidad, y para cuando me licencié y me mudé aquí Hank ya había fallecido. Pero por lo que cuentan de él, debía ser un tipo estupendo –murmuró ella, inclinándose para sacar unas sandalias de la caja.
–Era uno de los mejores hombres que he conocido –asintió él con sentimiento–. Y hacía que todos los que lo rodeaban quisieran ser mejores personas.
Jaron se quedó abstraído por completo observándola mientras Mariah iba de la caja al vestidor, comentando algo sobre unos zapatos. El aroma floral de su champú, su suave voz, sus seductoras curvas… Jaron se encontró rememorando la noche anterior, y cuando sintió que de pronto empezaba a notarse tirante la entrepierna, decidió que lo mejor para los dos sería que saliese de allí cuanto antes.
–Bueno, pues te dejo para que acabes de colocar tus cosas –le dijo–. Si necesitas algo estaré abajo.
Y antes de que Mariah pudiera seguir tentándolo salió al pasillo y bajó a su estudio. ¿Cómo se había podido meter en aquel lío?, se preguntó resoplando, mientras se sentaba tras su escritorio.
Era incapaz de estar más de cinco minutos en la misma habitación que ella sin que lo consumiese el ansia de estrecharla entre sus brazos, de besarla… y de hacer mucho más que eso. Pero se negaba a dejar que nada de eso volviera a ocurrir, aunque acabara con una erección permanente durante el tiempo que estuviese trabajando para él.
Sus ojos se posaron en lo único que aún guardaba de su vida antes de que lo enviaran al rancho Last Chance, algo que simbolizaba su pasado y la razón por la que no podía dejarse llevar por la atracción que sentía por Mariah. Era un billete de autobús a Dallas, arrugado y ajado, encerrado en un pequeño cubo de metacrilato. Era lo que le había permitido huir de años de palizas de un hombre al que nunca se le debería haber permitido procrear.
Había temido que nadie creería a un chico de trece años cuando les dijera que su viejo había matado a su madre. Pero había faltado al colegio y había usado el dinero que guardaba para el almuerzo para comprar un billete de autobús al centro de la ciudad. Al principio, cuando entró en la comisaría y relató a un agente lo que había pasado, no lo tomó en serio, tal y como había imaginado. Pensó que no era más que un mocoso que le tenía manía a su padre, pero cuando le mostró las cicatrices que tenía en la espalda y le dijo que ese hombre, Simon Collier, que no se merecía el apelativo de «padre», lo había amenazado con matarlo y deshacerse de su cuerpo como había hecho con el de su madre, de inmediato comenzó a escucharlo con más atención y fue a avisar a su superior.
También hicieron que acudiera una asistente social, y un fotógrafo para que documentara las pruebas de maltrato que habían quedado marcadas en su cuerpo. Luego habían emitido una orden de arresto contra su padre por malos tratos.
Él no había comprendido que para detener a su padre lo acusaran de maltrato infantil en vez de por el asesinato de su madre, pero el viejo Simon se delató a sí mismo. Cuando fueron a su casa y supo que había sido su hijo quien lo había denunciado a la policía, se dejó llevar por la ira y gritó que debería haberlo matado a él también y no solo a su madre.
Durante la investigación y el juicio que siguieron a la detención, un análisis de ADN vinculó a su padre con el asesinato sin resolver de otras cuatro mujeres, y se sospechaba que pudiera ser culpable de algunos más. Por desgracia, por aquel entonces los análisis de ADN no eran tan precisos como en la actualidad, y las pruebas que se habían recogido de algunos de esos asesinatos se habían destruido o contaminado, y no pudo demostrarse su implicación.
Pero sí fue condenado por el asesinato de su madre, y el juez permitió que Jaron cambiara su apellido por el apellido de soltera de su madre. Sin embargo, eso no había sido suficiente para borrar el vínculo que tenía con el bastardo que lo había engendrado. Cada una de las familias de acogida a las que lo habían enviado sabía cuál era su historia, y lo trataban con desconfianza, como si hubiese sido él quien había matado a esas mujeres. No pasó mucho tiempo antes de que se metiera en problemas por escaparse, pero por suerte a alguien en servicios sociales se le ocurrió enviarle al rancho Last Chance, donde se sintió aceptado, integrado, y eso lo cambió todo.
Al oír a Mariah bajando la escalera, apretó los dientes y se juró en silencio que, si podía impedirlo, no permitiría que nadie más pasara por el horror que él había vivido, y Mariah menos que nadie. Nunca había sido cruel de forma intencionada con nadie, ¿pero quién podía asegurarle que no llevaba en sus genes la maldad de su padre y que un día no se le cruzarían los cables y le haría daño a alguien?
–¿Tienes algo más en la nevera aparte de pizza congelada? –le preguntó Mariah, riéndose, mientras alargaba la mano para tomar otra porción.
Tras acabar de colocar sus ropa en el vestidor había bajado para preguntarle a Jaron si quería que hiciese unos sándwiches para cenar. Él le había dicho que no era necesario, que iba a hacer una de las pizzas que tenía en el congelador, y que bastaba con que preparara una ensalada.
Mariah se había ofrecido a ocuparse también de hornear la pizza, pero Jaron le había dicho que, como hasta el lunes no tenía que empezar a trabajar, hasta entonces era su huésped.
–Solo tengo pizzas y burritos –contestó él, encogiéndose de hombros–. El lunes lo primero que tendrás que hacer será ir de compras.
–Genial. Si algo se me da bien es comprar –dijo ella sonriendo.
–Te he hecho una tarjeta –Jaron tomó un trago de su botellín de cerveza–, para que compres lo que haga falta para la casa.
–¿Hay un presupuesto al que tenga que ajustarme? –le preguntó ella–. No querría gastar de más.
Su pregunta hizo reír a Jaron.
–Gasta lo que quieras –respondió, y le dijo cuál era el límite de crédito de la tarjeta, una cifra muy superior a lo que ella había ganado al mes en la inmobiliaria–. Si necesitas más, dímelo y pediré en el banco que incrementen el límite de la tarjeta.
–A menos que sea para organizar una cena en la Casa Blanca, dudo que nadie necesite todo ese dinero para hacer la compra –comentó ella con incredulidad. Sabía que Jaron tenía una situación desahogada, como sus hermanos, pero no tenía ni idea de que tuviese tanto dinero–. ¿Hay algo en particular que quieras que compre?
–Me gusta la pizza –contestó él, y tomó otra porción del plato.
–¿Y a qué hombre no? –inquirió ella riéndose.
–¿Qué?, ya vienen preparadas y en unos minutos las tienes listas –se defendió él, con una sonrisa que la hizo derretirse por dentro–. Pero ya que preguntas, me encantó esa tarta de manzana que preparaste una vez hace años por mi cumpleaños. Podrías hacérmela de vez en cuando.
–Me sorprende que recuerdes eso –dijo Mariah, lamentándose para sus adentros.
Sería imposible que volviese a hacer esa tarta sin Bria a su lado diciéndole lo que tenía que hacer.
–Estaba muy buena. Es la mejor que he probado después de la que hace tu hermana.
Mariah carraspeó.
–Pues pondré manzanas en la lista.
Tendría que pedirle a su hermana la receta. O mejor, un buen libro de cocina con recetas fáciles de hacer. Y de paso le pediría que la ayudase a hacer una lista de la compra con todo lo que podría necesitar para llenar la despensa y la nevera.
–¿Quieres que compre alguna otra cosa aparte de comida? –le preguntó.
–Bueno, supongo que tendrás que comprar los productos de limpieza que te vayan a hacer falta. Yo tengo alguno que otro, pero me mudé hace poco y no he limpiado demasiado, la verdad.
Mariah apuró el agua que le quedaba en el vaso y se levantó para recoger la mesa.
–Y aparte de hacer la compra, cocinar y limpiar, ¿hay algo más que entre en mis tareas? –le preguntó a Jaron.
Él se quedó mirándola un momento antes de sacudir la cabeza.
–No se me ocurre nada más. ¿Por qué?
–Por nada. Solo quiero asegurarme de que sé qué se espera de mí –contestó ella mientras enjuagaba las cosas y las metía en el lavavajillas.
Jaron se levantó también y se apoyó en un mueble a su lado.
–¿Por qué perdiste tu empleo en la inmobiliaria? –inquirió vacilante, como temiendo molestarla con la pregunta.
–Recortes de personal –contestó ella mientras limpiaba la mesa con una bayeta–. La empresa decidió que les renta más concentrarse en el alquiler de viviendas en ciudades como Dallas y Houston que en poblaciones pequeñas como Shady Grove.
–¿Y no te ofrecieron siquiera un traslado? –inquirió él frunciendo el ceño.
–Sí, pero lo rechacé. No quiero irme a vivir lejos de mi hermana, de Sam y de mi sobrino Hank. Son la única familia que tengo.
Jaron se irguió y alargó una mano, como si pretendiese acariciarle la mejilla, pero la dejó caer de inmediato.
–Eso no es cierto. También nos tienes a mis hermanos y a mí. Puede que no tengamos vínculos de sangre, pero somos como una gran familia.
Un cosquilleo le había recorrido la espalda a Mariah al darse cuenta de que había reprimiendo el impulso de tocarla, pero trató de poner los pies en la tierra diciéndose que probablemente solo quería consolarla.
–Gracias –murmuró.
–Debió ser muy duro para ti perder a tus padres en ese accidente de coche. Acababas de entrar en la universidad, ¿no? –inquirió él.
Mariah asintió y tuvo que tragar saliva para poder contestar.
–Sí que lo fue, pero por suerte mi hermana y yo ya éramos mayores. Habría sido peor si nos hubiese ocurrido de niñas.
–Eso fue lo que me pasó a mí; perdí a mi madre a los seis años.
Aquella confesión de Jaron la pilló desprevenida. En todo el tiempo que hacía que se conocían, nunca antes lo había oído hablar de su familia biológica.
–¿Cómo ocurrió? –le preguntó.
–Un día… desapareció, y supe que nunca más la volvería a ver.
–Cuánto lo siento, Jaron –murmuró ella, poniéndole una mano en el brazo.
Él se encogió de hombros.
–Sobreviví.
–¿Y tu padre? –inquirió ella.
Jaron apretó la mandíbula, y su rostro adoptó una expresión de vacía indiferencia.
–Él… se marchó cuando yo tenía trece años… y no he vuelto a verlo desde entonces.
Mariah tuvo la impresión de que, aunque quería hacerle ver que no le importaba, aquello lo afectaba y mucho. Se hizo un silencio incómodo, y Mariah se dio cuenta de que aún tenía la mano en el brazo de Jaron.
–Bueno, creo que voy a volver arriba, a terminar de organizar mis cosas –murmuró–. He terminado con la ropa, pero todavía me quedan cajas llenas de libros, música…
Iba a apartar la mano de su brazo y dar un paso atrás, cuando de repente Jaron puso su mano sobre la de ella, como si hubiese encontrado consuelo en aquel gesto y no quisiera que la apartase.
–Tienes todo el día de mañana para hacer eso –le recordó–. Seguro que estás cansada. ¿Te apetece que nos sentemos un rato a ver una película? Tengo varios canales de televisión por satélite.
Su sugerencia la sorprendió, aunque quizá no tanto como la tensión que flotaba en el ambiente. La combinación del calor de la mano de Jaron sobre la suya y el poder hipnótico que ejercían sus ojos, fijos en los suyos, era lo más sensual que podría haber imaginado nunca. Sin embargo, hizo un esfuerzo por no exteriorizar el modo hasta qué punto la afectaba. Si lo hiciera, le estaría dando la excusa perfecta para que volviera a encerrarse en sí mismo, como la mañana después de que hicieran el amor.
–Bueno, la verdad es que no me vendría mal tomarme un descanso –respondió riéndose para ocultarle su reacción–. Estos días he estado tan ocupada que estoy algo cansada. Aunque no puedo prometer que vaya a aguantar despierta la película entera.
Jaron dejó caer la mano de repente y dio un paso atrás, como si acabase de darse cuenta de que aún estaba tocándola.
–O sea, ¿que mejor que te ponga una película que te mantenga en tensión?
–Siempre y cuando no sea una esas horripilantes de terror… Es que luego no duermo.
–Lo tendré en cuenta –contestó él riéndose.
Minutos después estaban los dos en el salón, sentados cada uno en un extremo del enorme sofá de cuero castaño, viendo una película de espías. Mariah apoyó la cabeza en el blando respaldo del sofá, y pensó en el giro surrealista que había dado su vida de repente. Jamás se habría imaginado que el peor día de su vida acabaría convirtiéndose en el mejor día de su vida, ni que de repente se encontraría viviendo con Jaron en su rancho.
Aunque al cabo de un rato se le escapó un bostezo y sintió que empezaban a pesarle los párpados, hizo un esfuerzo por concentrarse en lo que estaba ocurriendo en la pantalla.
Alguien estaba zarandeándola suavemente por el brazo.
–Mariah –dijo la voz de Jaron–, es hora de irse a la cama.
Ella parpadeó y se incorporó.
–Pero si estoy viendo la película…
La risa de Jaron la envolvió como una cálida manta.
–Ya se ha acabado.
Ella giró la cabeza hacia el televisor y vio que, en efecto, en la pantalla estaban apareciendo los créditos finales.
–Vaya. Debía estar más cansada de lo que pensaba.
Jaron asintió.
–Te quedaste dormida al cuarto de hora de que empezara.
–¿Y por qué no me despertaste? –inquirió ella, levantándose del sofá.
–Porque estabas durmiendo tan plácidamente que pensé que necesitarías descansar –respondió Jaron. Apagó el televisor y se levantó también–. Además, si quieres saber cómo acaba podemos volver a verla otro día.
–Estaría bien. La parte que he visto era entretenida –respondió ella, ahogando un bostezo con la mano.
–Anda, vamos a dormir –dijo Jaron, poniéndole la mano en la espalda para conducirla hacia la puerta–. Tú estás agotada y yo tengo que levantarme mañana temprano para inspeccionar a caballo la cerca del pasto sur.
–¿No tienes hombres que se ocupen de eso? –le preguntó ella mientras subían la escalera.
–Ahora que estamos en invierno libran la tarde del domingo, después de haber terminado con sus tareas por la mañana –le explicó Jaron, deteniéndose frente a la puerta de su habitación–. Dentro de un par de semanas llevarán a las reses a ese pasto. Yo me encargo de comprobar el estado de la cerca, y si hace falta hacer alguna reparación se lo digo para que se ocupen antes.
–Pues parece que mañana vamos a estar los dos muy atareados –comentó ella–. Cuando termine de organizar mis cosas haré un inventario de lo que tienes en la despensa y en la nevera y prepararé la lista de la compra.
–Respecto a eso… Como mañana los dos vamos a tener que hacer un montón de cosas y no me apetece mucho comer pizza dos días seguidos, he pensado que podríamos irnos a cenar fuera.
–Te tomo la palabra –respondió ella con una sonrisa.
Tal vez en un ambiente distendido tendría más posibilidades de conseguir que bajara la guardia y se abriera a ella.
Se quedaron mirándose a los ojos, y el anhelo que vio en los de él le cortó a Mariah el aliento. Cuando Jaron alargó la mano hacia su mejilla creyó que iba a besarla, pero de pronto, como si cayera en la cuenta de lo que estaba a punto de hacer, la dejó caer y dio un paso atrás.
–Buenas noches, Mariah; que duermas bien.
El tono suave e íntimo de su voz la hizo estremecer de deseo.
–Buenas noches, Jaron.
Entró en su dormitorio, cerró la puerta, y dejó escapar el aliento que había estado conteniendo. Cada vez que parecía que Jaron iba a ceder al magnetismo que había entre ellos, se reprimía.
Jaron Lambert era la persona más frustrante y con mayor capacidad de autocontrol que había conocido.
Pero eso estaba a punto de cambiar, se prometió a sí misma.
Con renovada determinación, se miró en el espejo. Ya iba siendo hora de que alguien sacudiera los cimientos del ordenado mundo de Jaron, y si alguien podía conseguirlo, esa era ella.
La noche del día siguiente, mientras seguía a Mariah y a la maître hasta una mesa al fondo del restaurante, Jaron miró a su alrededor y rogó por que no se encontraran con ninguno de sus hermanos con sus esposas. No parecía muy probable, ya que el sitio donde había llevado a Mariah estaba a las afueras de Waco, pero nunca se sabía.
Sus hermanos llevaban varios años dándole la lata con que debería pedirle salir a Mariah, y preferiría no tener que contarles qué hacían juntos allí. Si él mismo no acababa de entender cómo se le había ocurrido ofrecerle un trabajo, además de alojarla en su propia casa, no quería ni imaginarse lo que sería tener que someterse a un interrogatorio de sus hermanos.
–No sabía que en este sitio había música en vivo –comentó Mariah mientras él le apartaba la silla para que se sentase.
Le brillaban los ojos, y Jaron se olía que querría que se quedaran un rato más para bailar cuando acabaran de cenar. Se sentó frente a ella y se encogió de hombros.
–No son muy buenos tocando, pero no se puede decir que no le pongan entusiasmo.
–A mí, mientras tenga ritmo, soy capaz de bailar con cualquier música –contestó ella con una sonrisa.
Lo que imaginaba…, pensó Jaron, reprimiendo un gruñido de fastidio. No era que no quisiera bailar con ella, pero es que era completamente negado para el baile. Claro que, si algo tenía claro era que, aunque se sintiera como un pato mareado en la pista, no iba a dejar que ningún otro hombre bailase con ella. Y si hacía falta sobornaría a la banda para que solo tocasen canciones lentas. Así no tendría que hacer nada más que rodearle la cintura con los brazos y balancearse en el sitio al ritmo de la música.
–¿Cómo te fue esta mañana? –le preguntó Mariah mientras ojeaba la carta–. ¿Necesita alguna reparación la cerca?
–Unas cuantas –respondió él, aliviado por el cambio de tema–. El anterior propietario era un hombre mayor y estaba todo un poco dejado.
–Pues la casa se ve muy bien –dijo ella cerrando la carta y dejándola en la mesa–. ¿Tuviste que hacer muchas reformas antes de mudarte?
Jaron sacudió la cabeza.
–Su hija la reformó antes de poner el rancho a la venta.
Un camarero se acercó a tomarles nota y, cuando se hubo marchado, Jaron continuó hablando.
–Me gustaría hacer un par de cambios, pero en general estoy contento con la casa.
–¿En serio? ¿Y qué cambiarías? –inquirió ella sorprendida–. A mí me parece que es preciosa tal y como está.
–Me gustaría tirar el muro que hay entre la sala de billar y el salón –comenzó a explicarle él antes de tomar un sorbo de agua–. Quiero un salón más grande para poder invitar a toda la familia y que no estemos apiñados.
Mariah asintió.
–Me encantan vuestras reuniones familiares.
Jaron frunció el ceño.
–Tú también eres parte de la familia.
–No es verdad –replicó ella encogiendo un hombro–. Solo me invitáis porque soy hermana de Bria y no tengo otro sitio donde ir en Navidad, por Acción de Gracias…
Sus palabras lo chocaron, y sin pensarlo puso su mano sobre la de ella.
–Sí que eres parte de la familia; tanto como cualquiera de nosotros, y no quiero volver a oírte decir lo contrario.
–Gra-gracias –murmuró ella con lágrimas en los ojos–. Eso significa mucho para mí.
Jaron, que odiaba verla triste, se dijo que haría cualquier cosa por verla feliz, aunque fuera ponerse en ridículo en la pista de baile.
–¿Qué te parece si disfrutamos de la cena y luego nos quedamos un rato a bailar?
–Me parece una idea estupenda. Gracias, Jaron.
La dulce sonrisa de Mariah fue como un rayo del sol directo a su corazón, y mientras se miraba en sus ojos esmeralda se dio cuenta de que aún tenía su mano sobre la de ella. Sin embargo, por algún motivo, ni podía apartar la mano, ni tampoco sus ojos de los de Mariah.
¿Qué diablos le pasaba? No quería darle esperanzas, ni avivar el deseo que ardía en su interior cada vez que estaba cerca de ella.
Por suerte, en ese momento llegó el camarero con su comida. Charlaron de cosas sin importancia mientras comían, pero cuando terminó su plato Jaron no habría sabido decir si había tomado un entrecot de ternera o un trozo de cuero. Y es que durante toda la cena no había podido dejar de pensar en que dentro de poco estaría con ella entre sus brazos en la pista de baile, ni en que esa noche tendría que darse una ducha bien fría para poder dormir algo.
Cuando la banda terminó la canción que estaban tocando y pararon para hacer un descanso, miró a Mariah, y el brillo en sus ojos bastó para convencerlo de que debía soportar con estoicismo lo de bailar, aunque no le apeteciese. No podía decepcionarla.
–Creo que voy a ir un momento al baño antes de que salgamos a bailar –le dijo Mariah, levantándose de la silla.
Cuando se hubo alejado, Jaron aprovechó para acercarse al escenario y, después de llegar a un trato con el líder de la banda para que tocaran solo canciones lentas a cambio de una generosa propina, volvió a su mesa para esperar a Mariah, que regresó al poco rato.
–¿Listo para mover el esqueleto, vaquero? –le preguntó, deteniéndose a su lado.
–Creo que debería advertirte de que no sé me da muy bien lo de bailar.
–Me lo imaginaba –contestó ella con una sonrisa divertida–. Llevo años asistiendo a las fiestas que organizan tus hermanos y nunca te he visto bailar.
Él se encogió de hombros.
–Es que, si puedo, prefiero evitar ponerme en ridículo.
Mariah se rio.
–Anda, no remolonees más y vamos a bailar.
Jaron se levantó y la tomó de la mano para conducirla a la pista. Cuando le puso las manos en la cintura, echó un vistazo a su alrededor y pilló a varios hombres observando a Mariah. Sus miradas lascivas lo irritaron profundamente, pero se olvidó de ellos en cuanto ella le rodeó el cuello con los brazos y comenzaron a moverse.
El roce de su cuerpo contra el suyo pronto empezó a excitarlo, y se encontró recordando cada momento de la noche en que le había hecho el amor. Y entonces hizo lo peor que podría haber hecho: cometió el error de bajar la vista, y sus ojos se encontraron. El corazón le palpitó con fuerza, se le secó la boca. Se moría por volver a besarla.
Como atraído por una fuerza magnética, bajó la cabeza y posó su boca en la de ella. Los dulces labios de Mariah respondieron al instante, y él hizo el beso más profundo y acarició con la lengua cada rincón de su boca.
Al cabo de un rato, sin embargo, tal vez porque estaba asustándole lo adictivos que eran los besos de Mariah, pareció recobrar por un momento la cordura y recordó de repente que estaban en un lugar público.
–Esto no es buena idea –murmuró despegando sus labios de los de Mariah y separándose un poco de ella.
–¿Por qué no? –inquirió Mariah confundida.
Jaron sabía, por su mirada, que había notado lo excitado que estaba. No podía engañarla.
–Mariah, no soy la clase de hombre que tú…
–Guárdate esa excusa, Jaron –lo interrumpió–. Ya la he oído antes. Que si eres demasiado mayor para mí… Que si no eres el hombre adecuado para mí… ¿Sabes qué? –le espetó bajando los brazos de su cuello y apartándose de él–. Creo que es mejor que nos vayamos.
Minutos después, mientras salía tras ella del restaurante, Jaron suspiró, irritado consigo mismo, y se maldijo en silencio por su debilidad, por ser incapaz de mantener su deseo bajo control. No había pretendido herir los sentimientos de Mariah, pero era evidente que lo había hecho. Bueno, al menos quizá el haberla enfadado tuviera algo positivo; tal vez Mariah conseguiría lo que él era incapaz de conseguir: que mantuviese las manos lejos de ella.
Para cuando llegaron al aparcamiento, Jaron había tenido que apretar el paso para alcanzar a Mariah, un indicador certero de lo furiosa que estaba con él. Y antes de que pudiera ayudarla a subir a la camioneta, ella ya se había subido y había cerrado de un portazo.
Jaron se puso al volante y arrancó. Hicieron el trayecto de regreso al rancho en medio de un incómodo silencio, y cuando aparcó y entraron en la casa, Jaron supuso que Mariah se iría directa a su habitación, pero en vez de eso, se detuvo, se plantó delante de él, y le preguntó sin rodeos:
–¿No crees que ya es hora de que seas sincero conmigo y contigo mismo?
Jaron, que no quería hablar de eso, se quedó callado, y al cabo de un momento de tensión, que se hizo interminable, Mariah sacudió la cabeza y le dijo:
–Los dos sabemos que sientes algo por mí. Pero por algún motivo no puedes, o no quieres admitirlo. Y quiero saber por qué.
–Ya hemos hablado de esto –respondió él.
–Tus excusas no me sirven –le espetó Mariah–. Quiero la verdad, Jaron. Pero si no puedes decirme la verdad, mejor que no digas nada.
Y, sin darle la oportunidad de responder, se dio media vuelta y subió la escalera. Jaron sabía que estaba siendo injusto, que Mariah se merecía que fuese sincero con ella. Pero, aunque querría poder hablarle de lo que lo atormentaba, de lo que temía, prefería soportar su ira a que lo mirase como habían hecho algunas de las familias de acogida con las que había estado, con una mezcla de miedo y suspicacia.