Mientras Mariah organizaba en el cuarto de la despensa las cosas que había comprado en el supermercado, no pudo evitar ponerse a pensar otra vez en lo que había pasado la noche anterior en el restaurante. ¡Si hasta la había besado en la pista! Y justo entonces, cuando creía que iba a admitir que había entre ellos algo más que una amistad, había interrumpido el beso y se había apartado de ella. ¿Por qué había hecho eso? ¿Y por qué tenía que ser tan cabezota? ¿Por qué no podía darle al menos una explicación de por qué se comportaba de ese modo?
Era evidente que lo de la diferencia de edad y lo de que no era el hombre que le convenía no eran más que excusas. No, había algo más, y estaba decidida a averiguar qué era. Y, si él dejase que lo ayudara, lo ayudaría a superar el problema que tuviese.
Con un suspiro, revisó la lista que había impreso de la página web de un conocido programa de cocina. Había comprado todas las especias que sugerían, aunque no tenía la menor idea de qué se suponía que debía hacer con ellas.
Aunque en un principio había pensado llamar a su hermana para pedirle consejo sobre qué debía comprar y qué podría cocinar, al final había decidido intentar apañárselas sola. No podía molestar a Bria, que bastante tenía con ocuparse de su casa y de andar todo el día detrás de su sobrina de dos años, que era un torbellino. Además, todavía no le había dicho que estaba trabajando para Jaron, y no sabía cómo iba a decírselo.
Si le hubiese pedido opinión, Bria le habría recordado que no sabía ni hacer un huevo frito, y probablemente se habría preocupado y se habría sentido en la obligación moral, como hermana mayor, de advertirle que no debería entusiasmarse demasiado, o esperar que las cosas fuesen a salir como esperaba que saliesen. Pero se equivocaría si le dijese eso, porque ella había aceptado la oferta de Jaron sabiendo lo que hacía, y no esperaba nada de él salvo respuestas a sus preguntas.
–Ahí hay comida como para dar de comer a un ejercito –observó la voz de Jaron detrás de ella.
Sobresaltada por su repentina aparición, Mariah dio un respingo y se llevó la mano al corazón, que se le había desbocado del susto. Después de ayudarla a llevar dentro las bolsas de la compra, Jaron le había dicho que iba al establo a ver cómo iban sus hombres con unas reparaciones que estaban haciendo, y creía que no había vuelto.
–¡Por Dios, Jaron! ¡Vaya susto me has dado!
–Si te he llamado cuando me he parado en el vestíbulo a quitarme las botas… –contestó él, que estaba en el umbral de la puerta, señalando tras de sí con el pulgar.
–Pues estaría tan concentrada en lo que estoy haciendo que no te he oído –dijo ella, pasando a su lado para salir a la cocina. Miró el reloj de la pared y fue al fregadero a lavarse las manos–. No me he dado cuenta de la hora que era; tendré el almuerzo listo en unos minutos. ¿Te importa que te prepare algo rápido, como un sándwich con unas patatas fritas?
–No hay problema –contestó él asintiendo–. Te echaré una mano.
–¿Habéis terminado con las reparaciones que estabais haciendo? –le preguntó ella, por hablar, mientras reunía todo lo necesario para hacer unos sándwiches de jamón y queso.
–Sí y no –contestó Jaron sacando un par de platos de la alacena para ponerlos en la mesa.
–¿Cómo que sí y no? –le preguntó ella–. O habéis arreglado lo que ibais a arreglar, o no lo habéis arreglado, ¿no?
La suave risa de Jaron hizo que una sensación cálida la invadiera.
–Hemos terminado con todas las reparaciones que teníamos en nuestra lista, pero justo entonces nos hemos encontrado con que la puerta de uno de los cajones de las reses tiene una bisagra rota y que a otro hay que cambiarle varios tablones.
–Vaya, parece que mantener las cosas en buen estado es un trabajo interminable, ¿eh? –comentó ella, y le dio las fiambreras con el jamón de York y el queso en lonchas.
–Bienvenida al mundo del ranchero –contestó él con humor.
Mientras Jaron preparaba los sándwiches y los tostaba, ella hizo unas patatas congeladas en la freidora, y poco después estaban sentados a la mesa.
–Nuestro padre de acogida, Hank, siempre nos decía a mis hermanos y a mí que si en un momento dado no encontrábamos nada que hacer en el rancho, era porque no estábamos mirando bien –le explicó Jaron.
Mariah se rio.
–Ojalá lo hubiera conocido.
–Se lo debo todo a él –dijo Jaron–. No quiero ni pensar qué habría sido de nosotros si no nos hubiesen enviado al rancho Last Chance. Evitó que nos descarriáramos, y sin él no estaríamos donde estamos hoy.
Se quedaron callados unos minutos, mientras comían, hasta que Jaron rompió el silencio.
–Me gustaría… me gustaría que hablásemos de lo de anoche –dijo en un tono vacilante.
Mariah se quedó mirándolo un momento, preguntándose qué querría decirle. ¿Lo habrían hecho recapacitar sus palabras? ¿Iba a abrirse por fin a ella?
–Está bien –murmuró. Dejó el sándwich a medio comer en el plato. De repente se le había quitado el apetito–. Te escucho.
–Para empezar, quería disculparme por haberte besado –Jaron sacudió la cabeza–. No debería haberlo hecho.
–¡Por amor de Dios, Jaron! –Mariah se levantó de la mesa con su plato, tiró lo que quedaba del sándwich a la basura y dejó el plato en el fregadero–: Si vuelvo a oírte decir eso una vez más, me entrarán ganas de estrangularte –se volvió hacia él y lo miró furibunda–. A ver si te enteras: es obvio que, si me besas, es porque quieres; si no, no volvería a pasar una y otra vez. Y en cuanto a tus disculpas, no hay nada por lo que tengas que disculparte. Yo quería que me besaras, y la noche que hicimos el amor, también lo deseaba. Así que guárdate para ti todos esos «no era mi intención» y «no volverá a pasar», porque los dos sabemos que no es cierto.
Y sin poder contenerse, fue hasta la mesa, tomó el rostro de Jaron entre sus manos y se inclinó para plantar un beso en sus labios. Los labios de él respondieron de inmediato, y no protestó cuando deslizó la lengua dentro de su boca para obsequiarlo con las mismas caricias sensuales con que él la obsequiaba cada vez que la besaba, explorando sin prisa cada rincón hasta arrancarle un gemido de placer. Solo entonces levantó la cabeza y los miró a los ojos. Si no se sintiese tan frustrada por su comportamiento, se habría echado a reír por la expresión sorprendida de Jaron.
–¿Lo ves? Ahora soy yo quien te ha besado, y no me arrepiento en absoluto de haberlo hecho. Esa es la diferencia entre nosotros: que a mí no se me caen los anillos por admitir que me muero por besarte y por hacer mucho más que eso.
Cuando se dio media vuelta para marcharse, Jaron la llamó, como aturdido.
–¿Adónde vas?
–Tengo cosas que hacer –respondió ella, y se dirigió hacia la despensa, aunque le temblaban las piernas.
Jaron se aclaró la garganta.
–No puedes darme un beso así y marcharte.
Mariah se volvió y lo miró con los ojos entornados.
–¿Por qué no? –le espetó–. Es lo que haces tú.
Y antes de que Jaron pudiera decir nada más, entró en la despensa y siguió colocando las cosas en los estantes. Ya iba siendo hora de que alguien le diese a Jaron Lambert una cucharada de su propia medicina. Si él podía besarla y marcharse, como si aquellos besos no significasen nada para él, ella también.
Un par de horas más tarde, Mariah había terminado por fin de arreglar la despensa. Colocó un paquete de tallarines con el resto de pastas y dio un paso atrás, con los brazos en jarras, para admirar con orgullo lo bien organizado que le había quedado todo.
–No te preocupes en hacer nada de cenar para esta noche –la voz de Jaron detrás de ella, hizo que diera un respingo.
–¿Te importaría dejar de hacer eso? –lo increpó Mariah, volviéndose hacia él.
–¿El qué?
–Aparecer de repente detrás de mí como un fantasma.
–A partir de ahora intentaré hacer más ruido –le prometió él con una sonrisa–. Venía a decirte que no hace falta que prepares nada de cenar. Después de darme una ducha iré al Beaver Dam y me traeré algo de comer para los dos.
–¿Por qué? Cocinar es parte de mi trabajo.
Jaron apoyó el hombro en el marco de la puerta y se cruzó de brazos.
–Ya, pero como has estado tan atareada toda la tarde pensé que estarías cansada –le explicó–. Puedes empezar a cocinar mañana.
–Bueno, si a ti no te importa… –respondió ella en un tono indiferente.
Sin embargo, para sus adentros, respiró aliviada. Pronto Jaron se enteraría de que no sabía cocinar, pero cuanto más pudiese retrasar ese momento, mejor.
–¡Hombre, Jaron! No esperábamos verte por aquí esta noche.
Cuando se giró para ver quién lo llamaba, gimió para sus adentros. Eran dos de sus hermanos: Ryder McClain y T.J. Malloy. Estaban sentados en una mesa al fondo del local, sonriéndole como un par de tontos.
Jaron los saludó con la mano y se volvió hacia el tipo que había tras la barra.
–Hola, Matt. Ponme, para llevar, dos entrecots de ternera con patatas y verduras y un par de porciones de tarta de queso. Y una cerveza para tomar aquí mientras espero –le pidió.
Cuando tuvo su cerveza, fue a sentarse con sus hermanos.
–Parece que hemos tenido la misma idea –observó, mirando sus platos–. Yo también he pedido un par de entrecots, pero para llevar.
T.J. sonrió y se llevó un trozo de carne a la boca.
–¿Un par? Debes tener mucha hambre…
–Si es para llevar, yo diría que va a tener compañía esta noche… –especuló Ryder riéndose.
–¿La conocemos? –inquirió T.J.
Jaron contrajo el rostro. ¿Por qué narices habría tenido que decirles que había pedido comida para dos?
–He contratado a una asistenta –respondió, con la esperanza de evitar un interrogatorio–. Esta mañana fue a la compra y se ha pasado todo el día organizando la despensa, así que le he dicho que iría a por algo de comer para darle un descanso y que no tuviera que cocinar.
T.J. y Ryder se miraron y sonrieron divertidos.
–Me parece que hay algo que no nos estás contando –sugirió Ryder–. Y no lo niegues, porque eso no se lo cree nadie. Si yo contrato a una asistenta y se tira un día entero para organizar una despensa, al día siguiente la despido.
Inspiró y tomó un trago de cerveza antes de responder.
–He contratado a Mariah.
A T.J. casi se le atragantó el bocado que estaba tragando en ese momento. Ryder le dio unas palmadas en la espalda sin apartar de Jaron su mirada penetrante.
–¿Cómo que la has contratado? ¿Y cuándo?
–Hace una semana. Una noche fui al Broken Spoke con idea de cenar allí, y cuando estaba sentado, tomándome una cerveza, entró ella –comenzó Jaron. Les explicó brevemente lo de aquel tipo al que le había pegado un puñetazo por molestarla, y lo de que el coche de Mariah se había averiado y concluyó diciendo–: Y como era tarde y Sam y Bria estaban en Houston en la feria de ganado dejé que pasara la noche en mi casa.
–Bueno, es lo que habría hecho cualquiera de nosotros –dijo Ryder–, pero sigo sin entender por qué está trabajando de asistenta para ti.
–La mañana siguiente, cuando estábamos desayunando, me contó que había perdido su trabajo en la inmobiliaria y que su compañera de piso la había dejado tirada y no sabía cómo iba a seguir pagando el alquiler, así que se me ocurrió ofrecerle un empleo.
Lo que omitió fue que, si no se hubiese sentido culpable por haberle hecho el amor la noche anterior, ni se le habría pasado por la cabeza ofrecerle ese trabajo.
T.J. sacudió la cabeza y le dijo:
–Estás jugando con fuego, hermano. ¿Te ves capaz de vivir con Mariah y seguir manteniendo las distancias, a pesar de esa cantinela tuya de que eres demasiado mayor para ella?
Ryder asintió.
–Sabes perfectamente que esa chica lleva años encaprichada de ti, y que aún lo está.
–Y a ti también te gusta, lo sabemos todos –añadió T.J.–. ¿Por fin te has dado cuenta de que no eres un viejo decrépito?
–Sigo siendo demasiado mayor para ella –insistió Jaron, sacudiendo la cabeza.
–Nunca pensé que diría esto, pero más vale que no estés dándole falsas esperanzas, hermano –lo advirtió Ryder–, porque como sea así te mandaré de una patada a Tegucigalpa.
Jaron lo miró furibundo.
–Tú sabes que yo jamás haría algo así.
Last Chance les había inculcado que tenían que ser siempre respetuosos con las mujeres y no darle jamás a ninguna falsas esperanzas.
De repente, allí sentado ante la mirada acusadora de sus hermanos, no pudo evitar sentirse culpable. ¿Estaría dándole falsas esperanzas a Mariah al haberle dado un trabajo y haberla alojado en su casa?
La noche que le hizo el amor había sido consciente de que, a pesar de que le había dejado muy claro que no quería ningún tipo de compromiso, Mariah estaba dando por hecho que aquello era el comienzo de un cambio en su relación de amigos. ¿Podría ser que, por intentar ayudarla dándole un trabajo, estuviera haciéndole más daño del que ya le había hecho esa noche?
–Antes que hacerle daño a Mariah, preferiría caer fulminado por un rayo ahora mismo –dijo con vehemencia.
–Hablas como un enamorado –observó T.J., como si fuera un experto en la materia.
Jaron apretó los dientes y sacudió la cabeza.
–Si está en mi mano evitarlo, intento no hacer daño a nadie –recalcó–, aunque ahora mismo se está rifando un puñetazo y tú llevas todas las papeletas.
Para sus adentros deseó que en la cocina se diesen prisa en terminar su pedido para que pudiese largarse cuanto antes. Quería a sus hermanos, pero T.J. y Ryder estaban haciendo aflorar la batalla que libraba consigo mismo cada día… y Mariah se lo estaba poniendo aún más difícil. No era que el beso que le había dado en el almuerzo lo hubiera dejado con ganas de más, sino que nunca había deseado nada de esa manera.
–¿Qué es lo que te frena con Mariah? –lo presionó Ryder–. Y esta vez queremos la verdad, porque todos sabemos que el que te niegues a reconocer que sientes algo por ella no tiene nada que ver con que te lleves nueve años con ella.
Esa era una de las desventajas de que sus hermanos lo conocieran tan bien, que siempre se daban cuenta cuando no estaba siendo sincero del todo con ellos.
Inspiró profundamente y se quedó mirando un momento las gotas de condensación que rodaban por el botellín de cerveza que tenía en la mano.
–Me importa demasiado como para cargarla con un pasado como el mío –murmuró.
–Todos nosotros tenemos un pasado –le recordó T.J.–. No nos mandaron al rancho Last Chance porque fuéramos angelitos.
–T.J. tiene razón –intervino Ryder–. Todos hicimos cosas en nuestra adolescencia que lamentamos y de las que no nos sentimos orgullosos. Pero hemos encontrado a mujeres que nos quieren por los hombres en los que nos hemos convertido, y que han sabido ver más allá de esos errores estúpidos que cometimos. Además, tú lo único que hiciste fue escaparte de los hogares de acogida a los que te enviaban. El resto de nosotros sí que nos metimos en líos de los gordos.
–Lo sé –admitió Jaron–, pero es que estamos hablando de Mariah. Se merece a alguien mejor que yo.
T.J. soltó un gruñido.
–Hermano, eso es lo más estúpido que te he oído decir. Hank siempre nos decía que, aunque no podíamos cambiar el pasado, lo que sí podíamos hacer era dejarlo atrás, mirar hacia el futuro y esforzarnos para mejorar. Y, hasta donde yo sé, tú te has esforzado como el que más.
Ryder asintió.
–No hay ni uno solo de nosotros que no piense que no nos merecemos las esposas que tenemos. Pero no pasa un día en que no demos gracias a Dios por que nuestras mujeres piensen lo contrario.
–Y, por si no te has dado cuenta, eso es lo que Mariah piensa de ti, hermano –concluyó T.J., acabándose su entrecot–. Puede que no sepa lo que hizo tu viejo, ni por qué te escapabas de todos los hogares de acogida a los que te mandaban, pero, aunque sí sabe que tienes un pasado difícil, no le importa, porque lo que le importa es la persona que eres ahora.
–Lo pensaré –dijo Jaron para aplacarlos.
–Bueno, y ahora que ya hemos hablado de mí, dejad que os pregunte algo –les pidió Jaron, decidiendo que ya era hora de cambiar de tema–. ¿Cómo es que estáis aquí y no en casa, con vuestras esposas y vuestros hijos?
T.J. sonrió y le explicó:
–Summer está en mi casa con Heather y los niños. Está ayudándole a decidir entre varios diseños para decorar el cuarto del bebé.
–Sí, como saben que nosotros para esas cosas somos unos inútiles nos mandaron aquí para que no les diéramos la lata –añadió Ryder riéndose.
Cuando Jaron oyó que lo llamaban de la barra, suspiró aliviado.
–Bueno, parece que mi pedido ya está listo –dijo levantándose–. Por cierto –añadió–, os agradecería que no le dijerais a nadie lo de que Mariah está trabajando para mí.
Los dos asintieron.
–¿Vas a contárselo a los demás cuando nos reunamos para el cumpleaños de Sam? –le preguntó Ryder.
–Sí, bueno, esa era mi idea desde un principio. Pensaba que sería más fácil contároslo a todos juntos que uno a uno y que me hicierais las mismas preguntas una y otra vez –les explicó Jaron.
–Pues nada, entonces nos vemos el fin de semana, ¿no? –dijo T.J.
Jaron asintió, se despidió de ellos, y fue a la barra a por su pedido.
En el trayecto de vuelta al rancho, iba pensando en la conversación con sus hermanos. Le habían dicho algunas cosas sobre las que sabía que debía reflexionar.
T.J. tenía razón en una cosa: no parecía que a Mariah le incomodara su pasado.
Sin embargo, la gente no lo prejuzgaba porque hubiera sido un chico problemático, como ellos, sino por lo que había hecho su padre. Las familias de acogida por las que había pasado no querían al hijo de un asesino en serie bajo su techo, probablemente por temor a que se convirtiera en un psicópata como él. Lo habían hecho sentir tan mal con sus miradas acusadoras y las constantes preguntas sobre su padre y lo que sabía de los asesinatos, que Jaron había acabado escapándose cada vez. Hasta que un día la asistente social había tenido el buen acuerdo de ponerse en contacto con Hank Calvert, el dueño del rancho Last Chance, y ese había resultado ser el día más afortunado de su vida.
Hank los había ayudado a convertirse en hombres honrados y de provecho. Les había dado sabios consejos y todos sus hermanos habían conseguido dejar atrás el pasado. ¿Por qué él no? Y, si encontrara la manera de asumir lo que había ocurrido en su infancia, ¿se sentiría finalmente libre como para intentar iniciar una relación con Mariah?
Al terminar la cena, Mariah y Jaron pasaron al salón para ver una película.
–Estaba todo buenísimo –le dijo ella cuando se hubieron sentado en el sofá.
Y era verdad que el entrecot con patatas y verduras asadas que Jaron le había llevado estaban deliciosos, pero era casi el doble de lo que ella solía comer, y estaba llena. Ni siquiera había sido capaz de probar la tarta de queso, aunque tenía una pinta increíble.
–¿No has comido nunca en el Beaver Dam? –le preguntó Jaron, alargando la mano hacia la mesita para alcanzar el mando a distancia.
–No, la verdad es que no. Solo había venido por aquí cuando teníamos alguna reunión familiar.
–Por cierto, hablando de reuniones familiares… tenemos una dentro de poco –dijo Jaron cambiando de canal–. Este fin de semana es el cumpleaños de Sam.
–Es verdad. Estoy deseando que llegue –Mariah se quitó los zapatos y se acurrucó en una esquina del sofá–. No he visto a los pequeñajos desde Navidades.
El hijo de Sam y de Bria era su único sobrino, pero quería a los hijos de todos los demás hermanos de Jaron como si también fueran sobrinos suyos.
–Y dentro de poco serán dos más –comentó Jaron–: la niña que van a tener Nate y Jessie, y el bebé de T.J. y Heather. Y no sé por qué me da que seguro que crees que también será una niña –añadió con una sonrisa socarrona.
Mariah sonrió también.
–Por supuesto.
Cada vez que una de las esposas de sus hermanos se había quedado embarazada, ella apostaba a que sería niña, mientras que Jaron insistía en que sería niño.
–Y supongo que tú crees que será un niño –le dijo a Jaron.
–Si quieres que te diga la verdad, ya no me importa –contestó él, encogiéndose de hombros–. Creía que no sabría cómo tratar a una niña pequeña, pero desde que Ryder y Summer tuvieron a Katie, con solo verla sonreír se me cae la baba.
–A mí me pasa lo mismo –le confesó ella–. Todos los chicos y Katie son adorables, y tengo por ellos pasión de tía.
–Entonces, ¿por qué cada vez que una de mis cuñadas se queda embarazada insistes en que será niña?
–¿Todavía no lo sabes? –respondió ella riéndose.
Confundido, Jaron sacudió la cabeza.
–Porque me gusta llevarte la contraria –le dijo Mariah con una sonrisa traviesa.
–¿En serio?
Cuando Mariah asintió, Jaron frunció el ceño.
–¿Pero por qué?
Mariah se inclinó hacia él y le susurró:
–Para llamar tu atención.
–Bueno, pues la verdad es que lo consigues –dijo Jaron, frunciendo el ceño aún más–. El año pasado, cuando me jacté de haber acertado al decir que Lane y Taylor tendrían un niño, pensé que te habías enfadado conmigo.
–A ninguna mujer le gusta que un hombre se regodee delante de ella cuando se equivoca.
–¿O sea que sí te enfadaste?
–Hombre, tanto como enfadarme… Me molestó.
–¿Y qué diferencia hay?
–Cuando digo que me molestó, me refiero a que no me hizo gracia –le explicó ella–. Enfadarme, lo que se dice enfadarme, me enfadé la semana pasada, cuando te comportaste como un cavernícola y le pegaste un puñetazo a ese pobre desgraciado porque pensaste que era incapaz de lidiar yo sola con él.
–Y volvería a hacerlo sin pensármelo dos veces –replicó él–. Además, ese de pobre no tenía nada. Necesitaba que alguien le enseñase a respetar a una dama.
Mariah quería que Jaron admitiera lo que había sospechado desde el principio: que si se había puesto así con aquel tipo era porque sentía algo por ella, no porque lo hubiese indignado su falta de caballerosidad.
–¿Habrías hecho lo mismo si hubiese sido otra mujer? –lo presionó.
Jaron abrió la boca y balbució como un pez antes de asentir con la cabeza.
–Claro, habría hecho lo mismo si hubiese sido cualquier otra mujer.
–Pero no era cualquier mujer –murmuró ella, dando un paso hacia él–; era yo.
No podía creerse lo atrevida que estaba siendo, pero si quería llegar al fondo de la cuestión no le quedaba otra más que arriesgarse.
–Sí, eras tú –admitió él, como a regañadientes.
–¿Sabes qué creo? –le susurró ella al oído.
Jaron se quedó tan quieto como una estatua.
–Pues creo… –Mariah lo besó en el cuello y sonrió cuando lo notó estremecerse–. Creo que estás librando una batalla perdida, vaquero.
–Mariah, no deberíamos… –Jaron se quedó mirándola, como atormentado. Cerró los ojos, pero cuando volvió a abrirlos, para su sorpresa, la rodeó con sus brazos–. ¡Al diablo!, me rindo.
Y antes de que ella pudiera preguntarle a qué se refería con eso, Jaron la sentó en su regazo y apretó sus labios contra los de ella. Mariah, por su parte, no se hizo de rogar, sino que le echó los brazos al cuello y respondió al beso con ardor.
En cuanto su lengua se encontró con la de él, una ráfaga de calor se desató en la parte más íntima de su cuerpo, y Jaron debía estar sintiendo lo mismo, porque aunque hubiera querido, no habría podido negar lo excitado que estaba. La presión de su miembro erecto contra su cadera era una prueba irrefutable.
Jaron la tumbó en el sofá y se colocó sobre ella con un muslo entre los suyos. El deseo corrió como la pólvora por sus venas, y sintió un cosquilleo en el estómago. Había estado soñando con ese momento desde la noche en que habían hecho el amor.
Mientras continuaba besándola con una ternura que le quitaba el aliento, Jaron bajó la mano a su pecho. Comenzó a acariciarle suavemente el pezón con la yema del pulgar, y experimentó una sensación tan deliciosa, que parecía que de repente se estuviera derritiendo por dentro, como la cera de una vela. Cuando sus labios se separaron de los de ella para descender por su cuello beso a beso, un gemido que había estado conteniendo escapó de la garganta de Mariah.
–No deberíamos estar haciendo esto –murmuró Jaron contra su piel.
Mariah no podía creer lo que estaba oyendo. Otra vez no… Tomó su rostro entre ambas manos y lo miró a los ojos.
–Te juro que si paras ahora… no volveré a hablarte… el resto de mi vida –le advirtió jadeante.
A él también le faltaba el aliento. Apoyó su frente en la de ella y bajó la vista a sus labios mientras continuaba acariciando el pezón endurecido a través del suéter. Mariah se estremeció y cerró los ojos, extasiada, pero de pronto Jaron se detuvo.
–Tengo… tengo que ir a comprobar algo en el establo –dijo atropelladamente. Se levantó del sofá y, cuando ella se incorporó, aturdida y frustrada, la besó en la frente–. Volveré dentro de un rato –añadió, apartándose de ella.
–¿Cuando hayas recobrado el control? –le preguntó ella sin rodeos.
Jaron se quedó mirándola en silencio, como avergonzado, antes de asentir.
–Pues… mientras estás en el establo, querría que hicieras algo por mí –dijo ella irritada, apartándose un mechón de los ojos.
–¿El qué?
–Que pienses en lo que te he dicho antes –le contestó Mariah, recogiendo sus zapatos del suelo–. Estás librando una batalla que no puedes ganar. Puedes negarlo todo lo que quieras, pero me deseas tanto como yo a ti, y sabes, igual que yo, que esto va a seguir pasando mientras esté aquí –sacudió la cabeza–. Y, a menos que me despidas, no pienso marcharme.
–No estaba… no estaba pensando en despedirte –balbució él.
–Pues entonces te sugiero que aceptes de una vez lo que hay entre nosotros –le aconsejó ella, y subió a su dormitorio, dejándolo con la palabra en la boca.