Jaron se pasó toda la noche esperando a conciliar el sueño, hasta que el cielo, cuajado de estrellas, se tornó gris perla con la luz del alba. Entonces, finalmente se dio por vencido, se incorporó y se quedó encorvado en la cama, con los brazos apoyados en los muslos y la vista en sus manos entrelazadas.
Había estado pensando en lo que le había dicho Mariah, y en lo que le habían dicho sus hermanos. Había reflexionado detenidamente sobre lo que debía hacer y las posibles consecuencias.
Sí, llevaba años sintiéndose atraído por Mariah, pero no sabía si sería capaz de superar algún día su pasado. No podía borrar el estigma de ser hijo de un hombre al que el mundo consideraba el mal en estado puro, y no quería entrar a formar parte de la vida de Mariah arrastrando una carga así, cuando a él era a quien más le repugnaba.
Por desgracia, cada vez se le hacía más difícil resistir la tentación de sucumbir a esa atracción que sentía por ella. Nada lo haría más feliz que sentirse libre para abrazarla, besarla hasta que se quedasen sin aliento y hacerle el amor cada noche. Y Mariah, que le había dejado claro que ella también lo deseaba, no estaba ayudándolo a resistir esas tentaciones.
Pero tenía que pensar en lo que era mejor para ella y anteponer su felicidad a sus deseos. Tal vez a Mariah no le pareciese que su pasado era un problema, pero se equivocaba. Después de enterarse de quién era su padre y lo que había hecho, las familias de acogida con las que había estado lo habían mirado como si temieran que fuese a asesinarlos mientras dormían. Esas miradas eran algo que jamás podría olvidar, y si Mariah lo mirase así algún día, lo destrozaría. Tenía la esperanza de que nunca llegase a saber los repugnantes secretos que con tanto celo le había ocultado durante todos esos años.
Exhaló un pesado suspiro. Probablemente debería despedirla para alejarla de él, pero Mariah necesitaba aquel trabajo, y no se le ocurría otra manera de ayudarla sin herir su orgullo, ni molestarla, y que no quisiese hablarle nunca más. Si pudiese hallar la manera de mantener sus manos lejos de ella…
Oyó abrirse y cerrarse la puerta de su dormitorio, y luego la oyó bajando la escalera. Dejó a un lado sus preocupaciones, y fue a darse una ducha rápida. Cuando bajase, Mariah ya tendría listo el desayuno, y el tenía por delante una jornada muy ajetreada. Además, no tenía sentido perder el tiempo dándole vueltas a cosas que no podía cambiar.
Minutos después, cuando estaba acabando de vestirse, un chillido rasgó el silencio. El vello de la nuca se le erizó, y un escalofrío le recorrió la espalda. Salió corriendo al pasillo y bajó la escalera. La alarma antiincendios se había disparado, y en el aire, denso de humo, flotaba un olor a quemado. Fue corriendo a la cocina, y allí encontró a Mariah, abriendo frenética las puertas de todos los armarios, sin duda buscando algo con lo que apagar el fuego.
Fue al armario bajo el fregadero, sacó el extintor que tenía allí guardado y apagó las llamas que salían de una sartén en la hornilla antes de ir a quitar la batería del detector de humo para callar la alarma, que no dejaba de aullar.
–¿Estás bien? –preguntó pasándole un brazo a Mariah por los hombros mientras la lleva fuera, al porche de atrás.
Ella asintió entre toses.
–Sí, aunque me temo que vas a tener que esperar un poco para desayunar.
Él la abrazó, aliviado de que no le hubiese pasado nada. Mariah estaba temblando del susto.
–Quédate aquí –le dijo–. Voy a abrir las ventanas de la cocina para que se vaya el humo.
Cuando regresó, Mariah seguía temblorosa, con los brazos alrededor de la cintura. La atrajo hacia sí y le acarició la espalda.
–No te preocupes, no tiene importancia –la tranquilizó–. Lo importante es que no te ha pasado nada.
Cuando ella asintió, le preguntó:
–¿Qué había en la sartén?
–Estaba intentando hacerte un par de huevos fritos, pero de repente la sartén salió ardiendo. No sé, a lo mejor saltó el aceite fuera, o algo.
Jaron se rio suavemente.
–A lo mejor has inventado una nueva receta. Creo que nadie antes había hecho huevos flambeados.
–La verdad es que… hay algo que debería decirte sobre mis dotes culinarias –murmuró ella con la cabeza gacha.
–Te escucho –la instó él, esforzándose por contener la risa. Se hacía una idea de lo que iba a decirle.
–No tengo ni idea de cocinar –reconoció Mariah–. En mi piso lo más que preparaba eran precocinados, de esos que te dicen en la parte de atrás de la caja cuántos minutos y a qué potencia tienes que poner el microondas.
–Pues la tarta de manzana que hiciste aquella vez por mi cumpleaños estaba riquísima…
–Si no hubiera tenido a Bria a mi lado, indicándome paso a paso lo que debía hacer, habría sido incomestible –sacudió la cabeza–. Debería haberte dicho que no sé cocinar.
–Bueno, la verdad es que, cuando empecé a oler a quemado y se disparó la alarma, algo me imaginé –le dijo él con humor.
Mariah se puso roja.
–La gestión empresarial se me da mejor –murmuró con una sonrisa tímida, a modo de disculpa.
–Anda, volvamos dentro; hace frío –sugirió él.
Mientras él cerraba las ventanas de la cocina, Mariah raspó los huevos chamuscados para tirarlos a la basura, y puso la sartén en agua jabonosa.
–¿Te apetecen unas tostadas para desayunar? –le preguntó a media voz–. Eso sí que sé hacerlo sin provocar un accidente.
Él sacudió la cabeza.
–Con un café bastará.
–Ah… Iba a preguntarte por eso… –dijo ella, mirando la cafetera como si le fuese a morder–. Yo el café me lo tomaba en la oficina; tenían una de esas máquinas que funcionan con cápsulas.
Jaron sabía que no debía reírse, pero no pudo reprimir una sonrisa.
–Hacer café no tienes muchas complicaciones. Ven, te enseñaré cómo se pone la cafetera para que puedas hacerlo tú a partir de mañana.
Después de explicarle lo que tenía que hacer, fue a sacar dos tazas del armario, y cuando el café estuvo listo, les sirvió a los dos y le tendió el suyo.
–Gracias –murmuró Mariah, sentándose–. Pensé en pedirle a Bria que me enseñara a hacer algunos guisos fáciles, pero todavía no he podido ir a verla –le explicó mientras añadía un chorro de nata a su café.
–No pasa nada –Jaron se sentó a su lado y puso su mano sobre la de ella–. Aunque, si no te importa, creo que vamos a tener que hacer algún cambio en tus tareas. Se me ha ocurrido que debería darte un puesto más acorde con tu preparación. ¿Qué te parecería ser mi administradora personal?
–Mientras no tenga que cocinar nada, seguro que puedo hacerlo –dijo ella aliviada–. Pero… ¿quién se ocupará de la casa y de las comidas?
–Ese será tu primer cometido como administradora: contratar a alguien con un poco más de experiencia –la picó él, antes de tomar un sorbo de café.
Mariah sonrió vergonzosa.
–Eso no será difícil.
–Te explicaré dónde guardo los archivos del rancho en mi ordenador y te daré una clave para acceder a ellos –le dijo Jaron–. Aprovecha hoy para familiarizarte con ellos; así mañana podré hablar contigo de cuáles son mis planes a corto plazo para el rancho.
Él podía ocuparse perfectamente de la gestión del rancho, pero le había prometido un trabajo y no iba a faltar a su palabra.
–¿Sabes? Creo que ya sé a quién podrías contratar para ocuparse de las tareas de la casa… –dijo Mariah pensativa, mordiéndose el labio. Cada vez que hacía eso le entraban ganas de besarla–. Hay una mujer, Reba May, que trabajaba conmigo en la inmobiliaria y que también se ha quedado sin trabajo. Me dijo que estaba intentando encontrar algo cerca de Stephenville, donde vive su hijo con su familia.
–¿Sabes cocinar? –la picó él con una sonrisa.
–Casi tan bien como Bria –le aseguró ella–. Solía preparar la comida para las celebraciones que hacíamos en la oficina, y todo lo que llevaba estaba delicioso. La llamaré luego y le preguntaré si estaría interesada. Si me dice que sí, ¿quieres entrevistarla?
–Me fío de tu criterio –Jaron dejó su taza en la mesa y miró su reloj–. Bueno, tengo que irme. Hoy vamos a reparar esa cerca del pasto sur.
–¿Volverás para el almuerzo? –le preguntó Mariah levantándose–. No sé cocinar, pero siempre puedo hacerte un sándwich –murmuró, volviendo a morderse el labio.
Jaron sacudió la cabeza y se levantó para llevar su taza al fregadero.
–Cuando estamos trabajando en los pastos el cocinero de la cuadrilla siempre lleva comida para todos –le explicó. Fue hasta ella y la atrajo hacia sí–. Y no te preocupes por la cena. Visto lo visto, creo que lo mejor será que vayamos a comer fuera –añadió con humor.
Ella se rio.
–¿Qué ha sido de tu sentido de la aventura, vaquero?
–Creo que se esfumó al ver tus huevos flambeados –contestó él con una sonrisa. Y, sin poder reprimir más el ansia de tomar sus labios de nuevo, la besó hasta que a los dos les faltó el aliento–. Tengo que irme; los muchachos están esperándome.
–Gracias, Jaron –dijo ella en un tono quedo.
Él frunció el ceño.
–¿Por qué?
–Por no despedirme –respondió ella, y lo besó en el cuello–. Nos vemos luego.
Jaron asintió y, tras ponerse el sombrero, se marchó antes de que pudiera cambiar de idea y se quedara en la casa en vez de ir a ayudar a sus hombres. ¡De mucho le había servido el firme propósito que se había hecho al levantarse! No había pasado ni media hora, y ya había vuelto a besar a Mariah…
Quizá tuviera razón en que era una batalla perdida. Debería haberla despedido y haberle dicho que sería mejor que se buscase otro trabajo, pero la verdad era que no quería que se fuera. Solo de pensarlo se le hacía un nudo en el estómago.
Inspiró profundamente y se encaminó hacia el establo. Se sentía como si hubiese saltado desde el borde de un precipicio. Ya no podía volver atrás. Era como si, desde el momento en que le había hecho el amor a Mariah, hubiese empezado algo que ya no se podía detener. Y lo peor era que no estaba seguro siquiera de querer intentarlo.
Con una sonrisa de satisfacción en los labios, Mariah pulsó el botón izquierdo del ratón para cerrar la carpeta que contenía los archivos del rancho. No solo los había revisado uno por uno y se sentía perfectamente preparada para discutirlos con Jaron al día siguiente, sino que además ya había hablado con Reba May. Se había puesto contentísima al saber que iba a trabajar tan cerca de su hijo y su familia, y que iba a poder ganarse la vida haciendo algo que le encantaba: cocinar. Con todo eso, Mariah se sentía mucho mejor después del desastre del desayuno de esa mañana.
Mientras estaba allí sentada, felicitándose por lo bien que lo había hecho, le sonó el móvil. Miró la pantalla, y sonrió al ver que era Bria quien llamaba.
–¿Cómo está mi hermana favorita? –le preguntó alegremente.
–Soy la única que tienes –respondió Bria en un tono algo seco.
–Pareces cansada –observó Mariah, echándose hacia atrás en el asiento–. ¿Te está dando mucha guerra el pequeñajo?
–No más de lo habitual –Bria dejó escapar un suspiro–. Es que llevo varios días con un virus estomacal que no se me acaba de ir.
–¿Puedo hacer algo para ayudarte? –le preguntó Mariah preocupada–. Si me necesitas puedo ir a cuidar de Hank para que descanses un poco.
–Gracias, pero no hace falta; desde que me puse enferma está siendo un verdadero ángel –la voz de Bria destilaba amor maternal–. Y hablando de Hank, dentro de nada se despertará de su siesta, así que no puedo estar mucho rato al teléfono. Te llamaba por lo del cumpleaños de Sam. Como no me encuentro bien para organizar nada, Taylor y Lane se han ofrecido a que lo celebremos en su rancho el domingo de la semana próxima.
Taylor, la esposa de Lane, había trabajado como chef antes de mudarse a Texas, solía ayudar a Bria a preparar la comida para las celebraciones familiares, pero a Mariah le preocupaba que su hermana pudiera tener algo más serio que un virus estomacal. Era la primera vez que no iba a ocuparse de los preparativos del cumpleaños de Sam.
–¿Has ido al médico? –le preguntó–. A lo mejor puede recetarte algo.
–Tengo cita con él mañana. Pero seguro que no es nada de lo que preocuparse. Solo quería decirte lo del cambio de fecha para que lo supieras, por si ibas a hacer planes para ese día.
–Pues claro que no, ¿cómo iba a perderme el cumpleaños de Sam? –respondió Mariah, cuidándose de no hablar en plural.
Al parecer Jaron aún no le había dicho a sus hermanos que estaba trabajando para él. Si lo hubiera hecho, su hermana estaría sometiéndola al tercer grado en ese momento. Y mejor que no supiera nada, porque tenía intención de contárselo todo el día que se viesen para celebrar el cumpleaños de Sam. Había cosas que era mejor hablarlas en persona.
–Ya te llamaré mañana para preguntarte qué te ha dicho el médico. Y si cambias de idea sobre lo de que te eche una mano con Hank, no dudes en decírmelo.
–Lo haré –le prometió Bria–. Cuídate; te quiero.
–Y yo a ti –respondió Mariah antes de colgar.
Desde la muerte de sus padres nunca se despedían sin expresarse la una a la otra su cariño.
Apagó el ordenador, salió del estudio y subió a darse una ducha y a cambiarse. Jaron volvería pronto y, como le había dicho que cenarían fuera, quería estar lista cuando llegara.
Mientras se duchaba, se preguntó por qué Jaron no le habría contado nada a sus hermanos. Bueno, ella tampoco le había dicho nada aún a Bria. Tal vez Jaron solo estuviese intentando evitar que lo acribillasen a preguntas, como ella.
Quería a su hermana con toda su alma, pero a veces Bria la protegía demasiado, y más aún en lo referente a Jaron. No era que Bria pensase que no se fuese a comportar como un perfecto caballero. Mariah sabía que su hermana confiaba plenamente en todos los hermanos de su marido.
Pero Bria sabía lo que sentía por Jaron, y que él nunca le había dado razón alguna para creer que estaba interesado en ella. Estaba segura de que cuando le dijera que estaba viviendo y trabajando en el rancho Wild Maverick se sentiría obligada a advertirle de que no debía hacerse ilusiones ni ver algo donde no había nada.
Claro que no iba a contárselo todo. Escucharía lo que le tuviera que decir su hermana, y respondería a las preguntas que pudiera sin entrar en lo personal, pero lo que había pasado entre ellos, dos adultos, no era asunto de nadie.
Al día siguiente, con Mariah sentada frente a él en su estudio, a Jaron le estaba costando un horror concentrarse en los asuntos del rancho que estaban discutiendo. En lo que podía pensar era en llevarla arriba y hacerle el amor.
La noche anterior, cuando habían salido a cenar, había tenido el mismo problema. En el restaurante Mariah había estado hablándole con entusiasmo de la mujer a la que había contratado como asistenta, pero no lograba recordar nada de lo que le había dicho, salvo que se llamaba Reba no-sé-qué y que empezaría el primer día del siguiente mes.
Había sido una suerte que, al volver al rancho, el capataz lo hubiese llamado al móvil para decirle que dos vacas estaban a punto de parir y evitar lo que ya sabía que era inevitable: que pronto acabarían en la cama de nuevo.
–¿Me estás escuchando? –preguntó Mariah impaciente.
–Perdona –se aclaró la garganta–, estaba pensando en otra cosa.
–Eso es evidente –contestó ella riéndose–. Te he preguntado si tu idea es dedicarte exclusivamente a la cría de ganado para la venta de carne orgánica.
Él asintió.
–Hay un mercado importante de carne de vacuno sin hormonas ni antibióticos, y la demanda está aumentando.
–¿Y qué me dices de la raza de tus reses? –inquirió ella, mientras tomaba notas en su tableta–. ¿Vas a seguir criando solamente reses Brangus, o tienes pensado introducir otras razas en tu cabaña?
–No, solo Brangus –respondió él divertido.
Era obvio que se había informado bien y que estaba esforzándose por aprender todo lo que debía saber el administrador de un rancho.
–Por lo que he leído, es una raza muy popular de res, ¿no? –inquirió Mariah, sin dejar de tomar notas.
–Los Brangus son un cruce entre las razas Brahman y Black Angus, y tienen lo mejor de ambas –le explicó él, encogiéndose de hombros–. Su carne tiene buen sabor y es de una calidad excelente, como los Angus, y son más resistentes y están mejor adaptados al clima de Texas, como los Brahman.
–Entiendo –Mariah alzó la vista hacia él–. Hay algo más que quería preguntarte, porque no dejo de darle vueltas… Salta a la vista que sabes lo que quieres y cómo conseguirlo. Podrías administrar el rancho perfectamente sin un administrador. ¿Por qué me has contratado? –inquirió frunciendo el ceño.
–Porque soy un vaquero de corazón, cariño –le respondió Jaron levantándose. Y, dejándose llevar por un impulso, rodeó la mesa, alzó a Mariah en volandas y la llevó hasta un sillón orejero que tenía en el rincón para sentarla en su regazo–. Si tengo a alguien ocupándose de los detalles administrativos, yo puedo estar fuera, trabajando con los muchachos, que es lo que me gusta.
Los ojos verdes de Mariah lo escrutaron en silencio.
–Jaron, lo de los juegos no va conmigo –le dijo muy seria al cabo de un rato.
–Conmigo tampoco –respondió él, algo aturdido.
–Entonces, ¿por qué te has pasado la última semana y media comportándote conmigo como te has comportado? –le espetó ella–. Tan pronto me besas como me apartas de ti, y quiero saber por qué.
–Perdona, tienes razón –murmuró Jaron. Depositó un beso en sus suaves y perfectos labios y añadió–: He estado intentando hacer lo que creía que era mejor para ti, pero el tenerte aquí, conmigo, mina mis buenas intenciones.
Para su sorpresa, Mariah sonrió.
–En otras palabras… que yo tenía razón: estás librando una batalla que desde el principio sabías que no podías ganar.
–Supongo que sí –admitió él, devolviéndole la sonrisa.
–Bueno, me alegra que por fin hayas entrado en razón y te hayas dado cuenta. ¿Y ahora qué? –le preguntó Mariah, poniéndose seria de nuevo–. ¿Vas a decirme por qué me hiciste el amor y a la mañana siguiente hiciste como si aquello no hubiese significado nada para ti?
–No te andas por las ramas, ¿eh? –Jaron inspiró profundamente–. Después de que mi madre muriera, ya no tenía a nadie que se preocupara por mí. Con ninguna de las familias de acogida por las que pasé me sentía querido, así que siempre acababa escapándome, y mi situación solo cambió cuando me trajeron al rancho Last Chance. Allí aprendí lo que es una verdadera familia.
–¿Por eso siempre has sido más callado y reservado que tus hermanos? –le preguntó ella con suavidad–. ¿Porque sigues teniendo miedo al rechazo?
–Es más fácil aprender a estar solo que hacerte ilusiones, pensando que una persona quiere tu amistad, o que un sentimiento de cariño es recíproco, y luego llevarte una decepción al darte cuenta de que no es así –le confesó Jaron encogiéndose de hombros.
–Pero, como tú has dicho, las cosas han cambiado. Has encontrado una familia que te quiere, y el pasado pertenece al pasado. ¿No crees que puedas estar preparado para dar un paso adelante y correr esos riesgos que hasta ahora no te has atrevido a correr? –le preguntó Mariah con cautela.
No iba a mentirle, pero tampoco podía decirle que había otra razón por la que no quería embarcarse en una relación.
–Cariño, dudo que jamás llegue a superar esa parte de mi vida –le dijo con sinceridad–. Pero cuando hice el amor contigo no fue solo por un impulso, y no quiero que pienses que no significó nada para mí –la rodeó con sus brazos y la besó con ternura–. Como te dije esa noche, no pudo ofrecerte nada más allá del aquí y el ahora, y sé que no es justo para ti –añadió. Por la expresión de Mariah, dedujo que no le estaba gustando su respuesta–. Y por eso lo entenderé si decides que ya has tenido bastante y quieres marcharte.
Mariah se bajó de su regazo, y con una sonrisa que hizo que el corazón le palpitara con fuerza, contestó:
–No pienso marcharme. Estoy deseando empezar con mi trabajo.
Jaron se levantó también y le rodeó la cintura con los brazos.
–Hace muy buen día –dijo–. ¿Qué te parece si salimos y damos una vuelta a caballo para que puedas conocer el rancho?
–¿A caballo? –repitió ella.
–¿Hay algún problema?
–Pues yo diría que sí… porque no sé montar a caballo –contestó ella riéndose.
–¿Cómo? No puedes vivir en un rancho sin aprender a montar –la picó él–. Hoy montarás conmigo, y la semana que viene, cuando tenga un poco más de tiempo, empezaré a darte clases.
–Estupendo; iré a por mi chaqueta –respondió Mariah, apartándose de él.
–Nos vemos en las cuadras –le dijo Jaron mientras ella subía la escalera–. Iré ensillando mi caballo.
Mientras salía de la casa y se dirigía a las cuadras, Jaron se sentía mejor habiéndole explicado a Mariah una parte del problema. Parecía que había sido suficiente, al menos de momento. No le cabía la menor duda de que antes o después querría conocer la historia completa, pero mientras pudiera pospondría ese momento y disfrutaría del tiempo que fuese a estar con él.
Diez minutos después Mariah se reunió con él en las cuadras, donde estaba esperándola con su caballo Chico. Montó él primero, y luego la ayudó a ella a subir delante de él. Tomó las riendas y espoleó suavemente a Chico para que se pusieran en marcha.
Apenas habían recorrido quince metros cuando empezó a preguntarse cómo demonios podía habérsele ocurrido que Mariah montara con él. Tenía su delicioso trasero apretado contra la entrepierna, y su miembro estaba reaccionando como cabría esperar.
–¿Eso que hay más adelante es un arroyo? –inquirió ella, aparentemente ajena a su momento de aprieto.
Jaron hizo lo que pudo por ignorar a sus hormonas y concentrarse en la conversación.
–Hay dos arroyos en el rancho –dijo, echándose un poco hacia atrás–. El otro discurre desde la linde noreste de la propiedad hasta la linde oeste.
–Lo cual te viene muy bien para abrevar al ganado –comentó ella.
Esa sagaz observación hizo sonreír a Jaron. Le parecía adorable el interés y la determinación que estaba mostrando por aprender todo lo relacionado con el rancho.
–Sí, es una de las razones por las que compré esta propiedad, aparte de la proximidad con los ranchos de mis hermanos: porque tiene buenos prados para que paste el ganado y dos arroyos de agua potable para abrevarlo.
Mientras continuaban recorriendo el rancho, contestó a las docenas de preguntas que ella le hizo sobre la propiedad, y tuvo la sensación de que Mariah iba a ser una administradora estupenda. Todas sus preguntas y observaciones habían sido muy perspicaces, y hasta le había dado un par de buenas sugerencias.
Pero hacía más de una hora que habían salido, y había decidido que lo mejor sería que iniciaran ya el camino de regreso, porque Mariah no dejaba de moverse en la silla, y se notaba cada vez más tirante la entrepierna. De hecho, debía tener tal cantidad de adrenalina fluyendo por sus venas que estaba seguro de que, si lo intentase, sería capaz de levantar un tractor.
–Otro día acabaré de enseñarte la parte norte –le dijo. Ya no aguantaba más–. Pronto empezará a oscurecer.
–Me ha encantado ver tu propiedad; gracias por el paseo.
–No hay de qué. Me alegra que lo hayas disfrutado –contestó él–. ¿Sabes qué? Cuando llegue la primavera podríamos decirle a Reba May que nos prepare una cesta con comida y hacer un picnic a la orilla de uno de los arroyos.
–¿Y podríamos ir de pesca? –inquirió ella, girando la cabeza hacia él–. Cuando Bria y yo éramos niñas, mi padre nos llevó unas cuantas veces a pescar con él. Bueno, en realidad no pescábamos mucho, pero nos bañábamos en el lago y lo pasábamos muy bien.
Jaron asintió.
–Claro, iremos. El agente inmobiliario que me enseñó la propiedad el otoño pasado me dijo que en los arroyos hay percas y siluros.
–Yo no sabría distinguirlos –le confesó ella riéndose–, pero estoy deseando que vayamos.
Parecía que lo decía de verdad, y Jaron decidió que, a pesar de que había sido una tortura para él, el paseo a caballo había merecido la pena. Aunque no pudiera comprometerse en una relación seria, haría todo lo posible para hacerla feliz durante el tiempo que estuvieran juntos.