A la antigua

—Fernan, ¿estás muy ocupado? —dijo mi hermano Roberto al poner la lata de cerveza en la mesita frente al televisor.

Vino a devolverme los destornilladores, pero enseguida supe que ese no era el motivo principal de la visita. De haber sabido que yo había comprado media caja de Cristal, seguramente hubiera venido antes. Ignoré su lata, ya mi mujer protestaría por el reguero, y me senté en el sofá junto a él, expectante.

Brother, ¿tú crees que a las mujeres de hoy les gusten los poemas de amor? —preguntó con la misma cara que me pidió las herramientas el fin de semana.

—Claro, Robe. Eso nunca pasa de moda, aunque hoy en día no se ve mucho, la verdad. Antes el hombre era más romántico. No sé, tenía otro tipo de atenciones y gestos. Tampoco había tanta tecnología.

Recuerdo que mi primer poema lo hice en el pre. Nada del otro mundo. En un arranque de locura, me dio por escribirle versos a la noviecita de onceno. O no fue la locura y sí los poemas de Benedetti en la clase de Literatura. Vaya, la rima me sale comoquiera. Lo cierto es que cuando estaba por terminarlo nos peleamos y al final lo guardé. A lo mejor está arriba del escaparate, con las libretas de la escuela. ¡Qué tiempos aquellos! Y a mi mujer, que se ha leído casi todas las novelas de García Márquez, de milagro le mando un correo a la semana desde la cuenta del trabajo. ¿En qué andará mi hermano?

Él aprovechó que yo tenía la vista fija en la mesita y se levantó, cogió la lata vacía, la llevó al fregadero y desde el umbral de la cocina se desahogó:

—El lío es que no le he dicho nada todavía, Fernan. Ella trabaja en otro departamento y nos hemos saludado dos o tres veces por ahí. Me cae muy bien. Yo quería mandarle un poema y de paso invitarla a comer el sábado en el Barrio Chino, ¿qué tú crees?

—Robe, tú eres de madre. Hace un mes que te divorciaste y de nuevo estás en la salsa.

—Fernando Blanco Rodríguez, no me vengas con esa. Aquello duró lo que tenía que durar y punto. Hay que mirar p’alante en la vida, chama. ¡Yo solo tengo treinta y seis añitos!

«Sí, pero no acabas de sentar cabeza. Y con la que supuse ibas a formar una familia no llegaste ni a los dos años», dije para mis adentros.

Nosotros hablábamos de sus relaciones cuando él tocaba el tema; al fin y al cabo, él es cinco años mayor. Yo nunca me metí en sus cosas, ni él en las mías, aunque cada uno aceptó siempre los consejos del otro. De hecho, fue él quien me presentó a María Elena, mi mujer.

¿Cómo iba a saber que le iba tan mal? Uno se divorcia cuando los problemas se han ido acumulando con el tiempo y llega el momento en no hay más nada que hacer. ¿O se habrían peleado de un día para otro? No lo creo. ¿Y qué hubiera sucedido si antes me hubiera pedido un consejo? No sé, pero tampoco me lo pidió. Me enteré cuando ya todo estaba decidido. Es una lástima, porque esa mujer es una buena persona. Honestamente, me sorprendió que duraran tan poco, y hasta me dolió. En cuanto a mi hermano, anda como si nada: hace un mes de la separación y lo veo igual de flaco, con mucha laca en el pelo y tremenda cara de cumpleaños.

Ansioso por escucharme, se sentó de nuevo en el borde del sofá y desde allí preguntó:

—¿Y entonces? ¿Sirven o no sirven los poemas?

—Depende.

—¿De qué, compadre?

—De cuál le vayas a mandar, Robe. Lo importante es el mensaje que tú quieras transmitir, aunque las características de la persona que lo reciba también influyen. Por ejemplo, la gente se vuelve loca con Neruda. Y con Benedetti, Lorca, Vallejo, la Loynaz, la Mistral, Darío, Borges… Yo no los conozco a todos, claro está. Mi mujer sí ha leído cantidad, pero una gran parte ha sido prestada por amistades o bajada de Internet. Tú has visto que nuestro librero es más periódico que otra cosa. Y es que, de un tiempo para acá, no hay economía que aguante comprar un libro cada vez que uno tenga ganas de leer.

—Eso mismo me pasa a mí, Fernan. Los libros están carísimos. Internet tampoco se queda atrás, ¿eh? Bueno, y ahora que lo mencionas, si fueras a recomendarme un autor o un poema en específico, ¿cuál sería?

—Robe, lo más lindo que yo me he leído en toda mi vida son los Versos sencillos.

—¿De Martí?

—¡Hombre! Solo que ese es mi gusto. Y, para gustos, se hicieron los colores. Por eso te dije: «Depende». Pero puedes coger cualquiera del librero, de los pocos que hay. Eso sí, tienes que cuidarlo.

—Coño, gracias, Fernan, pero no hace falta. Yo vine para saber tu opinión sobre uno que terminé anoche.

Se levantó bruscamente, sacó el celular del bolsillo y se volvió a sentar. Empezó a buscar algo en el aparato, y yo no quise esperar por él.

—Eh, ¿de cuándo a acá tú eres poeta, mi herma? —pregunté y, antes de que se molestara o cambiara de opinión, utilicé otra táctica—. ¡Ay, mi madre! Es en serio entonces, ¿no? A ver, enséñame.

—Chico, el otro día empecé uno, pero lo dejé por la mitad porque no me gustó. Resulta que ayer me levanté a las seis de la mañana con una agitación de lo más rica aquí en el pecho y tremendas ganas de escribir. Cogí el mismo poema, le cambié algunas cosas y seguí. Me pasé todo el día en la computadora y, cuando lo terminé, sentí como si me hubiera comido un pozuelo de arroz con leche de esos que hace tu mujer. Yo iba a mandárselo a Yanelis, así se llama la mimi, pero antes quería enseñártelo. Mejor te lo leo:

Déjame saborear la incertidumbre

y empezar el día con el mismo deseo

de desentrañar tu misterio,

que ojalá nunca descubra.

Déjame disfrutar la ansiedad

de mirar el reloj cada hora

para pretender eludir tu suspenso,

que espero siempre me sorprenda.

Quizá ensaye cien veces qué decirte

y después recuerde de dónde venimos

cuando te robes el aire que respire.

Tal vez repare en la inquietud,

la energía, la candidez, la alegría,

cuando mis ojos se pierdan en los tuyos,

tu boca despierte mi locura

y ayer y mañana se desvanezcan.

Preguntaré mil veces por qué me ilusiono contigo.

Otras tantas responderé,

confiado, tranquilo e inmensamente feliz:

«Pues no sé».

—¡Ño, Robe, te quedaste vacío!

—¿Te gustó?

—Mi herma, está muy bueno —dije y traté de recordar rápidamente los últimos cuatro versos—. Es más, no se lo mandes. Imprímelo e invítala a comer y se lo lees allí mismo y después que ella lo lea cuantas veces quiera. A decir verdad, yo creo que a cualquier mujer le gustaría que la enamoraran así. Vamos a leérselo a mi querida esposa, a ver qué dice. —Me incliné hacia adelante y, en dirección a los cuartos, grité—: ¡María Elena, ven acá, mi corazón!

—Ah, ¿tú ves? Ahora sí me siento mejor. —Mi hermano se recostó en el sofá, estiró las piernas y respiró con alivio—. Oye, ¿no hay más Cristal?

Con tal de complacerlo, hubiera ido hasta Santiago a pie para buscarle una cerveza, hubiera hecho la cola más grande del mundo, hubiera pagado cualquier cosa. Mi hermano lo sabía. Pero no hizo falta ir tan lejos y, en realidad, hacía rato que estaba por comprar unas cuantas para compartirlas con él. Fui al refrigerador, saqué otra Cristal y desde la sala le oí decir:

—Procura que esté bien fría.

—Si quieres, te la sirvo en un vaso y le pongo hielo, mi herma —respondí y, con cierto temor, abrí la puerta del congelador para coger el molde «sagrado», ¡quién aguantaba a mi mujer si se acababa el hielo!, aunque dos o tres cubitos de menos no se iban a notar.

—¡Tú estás loco! La cerveza no lleva hielo. Al refresco sí le puedes echar todo el que tú quieras.

«¡Mejor!», pensé y sentí como si me hubiera bajado de una guagua a las tres de la tarde de cualquier día de mayo a septiembre. Cerré la puerta del congelador. Abrí la cerveza. Mis oídos agradecieron el chasquido metálico y el efímero escape del gas. En eso mi hermano dijo con un tono de como quien no quiere las cosas:

—Ah, Fernan, se me olvidaba: me falta el título. Y mira que lo he pensado, pero no sé cuál ponerle.

Volví a intentar acordarme de los últimos cuatro versos de su poema. Esta vez tuve más suerte, incluso me pareció verlos garabateados en el piso de la cocina. Levanté la vista y, para sorpresa mía, dos palabras, que también me había leído minutos antes, brotaron de la nada, revolotearon un poco —no eran moscas ni nada parecido, lo juro— y se perdieron por la ventana. A falta de otro título, aquellas dos palabras le vendrían como anillo al dedo.

—Bueno, se me ocurre… —Alargué la pausa dramática, me paré en la puerta de la cocina y con voz de locutor de radio sentencié—: Misterio y suspenso.

—Suspenso te voy a dar yo, Fernando Blanco Rodríguez. Ahorita quitan el agua de la calle y falta cantidad por lavar. Eh, cuñado, ¿cuándo llegaste?