La ruta de siempre

El Buti estuvo varios meses afuera, pero eso no le impidió seguir el desempeño de su equipo de pelota favorito, Industriales, que jugaba en casa justo a la semana de haber llegado él de España. Y, como era lógico que el transporte no mejorara en tan poco tiempo, acudió a la ruta de siempre hacia el Latino, no sin antes pasar a buscarme con la gorra y el pulóver que un juego de pelota en la capital exigía a sus fanáticos.

Ir a Mayía Rodríguez a coger la 83 hasta la calzada del Cerro, en caso de que viniera y se pudiera coger, estaba descartado para el Buti. Tampoco valía la pena esperar por el P2 en Lacret para bajarse antes de la Plaza de la Revolución y caminar por todo 20 de Mayo rumbo al Coloso del Cerro. Mucho menos ir hasta la calzada de 10 de Octubre y allí coger un almendrón que pasara por la Esquina de Tejas. Nada de guaguas. Cero carros. «Vamos a pie. Dale, que tenemos mucho de qué hablar», me dijo cuando vino a recogerme el domingo a la una y cuarenta de la tarde.

A Heriberto Emiliano Bustamante Alcántara casi todos le decían el Buti. No recuerdo haberlo llamado alguna vez por su nombre, ni en la secundaria. Él mismo empezó a llamarse así cuando se cansó de las dieciséis sílabas de su nombre completo.

Tenía su vida hecha en España, pero seguía hablando igualito. Sabía lo que le esperaba conmigo si se le ocurría decir un «vale» o sonar la zeta como se hacía allá.

El tiempo no había pasado por él. A pesar de sus cuarenta y cinco años, se mantenía flaco, ágil, y había que mirarle mucho las patillas para notar un par de canas. Su peinado sí lucía distinto: daba la impresión de que estaba acabado de levantar o que había estado en pie la noche anterior. Elegante como de costumbre, con unos popis que parecía haber comprado minutos antes, sacó un teléfono del futuro, tocó tres o cuatro cosas en la pantalla y se puso un audífono blanco inalámbrico en la oreja derecha.

—Sintonicé la 91.7 —me dijo—, la COCO, para estar al tanto del juego. Bueno, ¿qué bolá? Cuéntame algo.

—Ahí, Buti, en lo mismo con lo mismo. ¿Y tú? Antier estuve en tu casa y me dijeron que estabas pa Sancti Spíritus. No paras la pata desde que llegaste.

—De eso quería hablarte.

La ruta de siempre empezaba a una cuadra de la conocida escuela Aguayo. El objetivo era coger por Serrano y llegar al Malecón sin agua, después buscar Buenos Aires, cruzar la calzada del Cerro y a la derecha bajar por esta calle de la que nunca me acordaba del nombre hasta el Latino.

A punto de cruzar Lacret, vimos a varias personas, sudorosas, impacientes, angustiadas, esperando en la parada del P2. Ahí fue que nos alegramos de habernos librado de un viaje en guagua. Seguimos hasta la calle Serrano y subimos una cuadra. En la punta de la loma, el Buti se quedó un rato parado, mirando el corazón de La Habana a lo lejos. Tiró dos fotos y seguimos caminando. Se veía contento, como si hubiera ganado uno de los tantos juegos de cuatro esquinas que jugábamos de muchachos, a pocas cuadras de la misma acera en mal estado por la que caminábamos ahora. No le importaba el sol fuerte de la una y pico de la tarde ni los dos kilómetros y medio que teníamos por delante hasta el Latino. El solo hecho de ir con su amigo a la instalación deportiva más famosa de Cuba bastaba para sentirse un tipo feliz. Eso pensaba yo.

—Fui a ver a mi tía —me dijo—, la hermana de mi mamá, allá en Trinidad. Estuve desde el miércoles. Vine ayer mismo por la noche. Un viaje larguísimo. La guagua se rompió a mitad de camino. También llovió cantidad. Pero es de lo mejor que me ha pasado en los últimos años, brother. Es que…, es que conocí a una mujer. ¡Qué manera de gustarme! Y creo que yo también le gusto a ella.

—¡No jodas! ¿Con lo viejo y refeo que tú estás, Buti?

—¿Cómo que feo? Asere, con estos Nike, yo soy el papi más lindo de toda La Habana.

El Buti y yo no podíamos tratarnos de otra manera, aunque viviera la mayor parte del tiempo en Sevilla y viniera a Cuba una vez al año. Mis chistes le hacían tanta falta como el café a media mañana.

El tramo loma abajo por Serrano era el más fácil de toda la ruta y, por consiguiente, sería el más difícil a la vuelta. El que hiciera este recorrido por primera vez enseguida notaría que aquí las casas eran más antiguas que las de más allá de la punta de la loma, de donde veníamos el Buti y yo, y que los latones de basura de las calles transversales parecían acabados de traer del extranjero. Curiosamente, nuestro barrio mantuvo su nombre en los años 90 a raíz de la división política en consejos populares, mientras que esta zona por donde caminábamos había dejado de ser Santos Suárez para convertirse en Tamarindo, aunque en la práctica muy pocos se adaptaron al nuevo nombre.

El Buti aprovechó un momento que no había tráfico en la esquina de la farmacia y se paró en el medio de la calle a tirarle fotos a la imponente loma de Serrano que habíamos dejado minutos antes. Las primeras diez cuadras a pie ya eran historia.

—El día está pa ir pa la playa —me dijo cuando llegamos a la esquina del Malecón sin agua—. Cuidado con el carro ese.

Cruzamos la Vía Blanca con un poco de trabajo. El cambio en la arquitectura era abismal, como si de pronto hubieran puesto otra ciudad cien años más vieja. Cuando bordeamos la fábrica de chocolates, que a estas alturas no sabría decir si se seguían produciendo, el Buti volvió a hablar sobre su reciente viaje de Trinidad a La Habana.

—Se sentó al lado mío, compadre. Yo, que estaba medio dormido, me desperté enseguida. Olvídate de la Nutella con palitroques…

—Buti, no seas abusador. Yo nunca he probado la Nutella.

—Bueno, está bien. Deja ver cómo te explico entonces… Ah, ya. Olvídate de la mermelada de guayaba con queso crema, de Varadero con una Heineken bien fría, ¡de los Rolling Stones en la Ciudad Deportiva! Nada de eso le gana a la combinación perfecta: Tri-gue-ña de o-jos ver-des. —Hizo énfasis en cada sílaba con los ojos bien abiertos y las palmas hacia arriba, se santiguó, miró al cielo y entonces me puso una mano en el hombro—. ¡Qué pelo negro más lindo! Comoquiera le queda bien. Da igual que se lo recoja, que no se peine, que se ponga un casco… Bella. De verla nada más, me empezó a faltar el aire. Y no podía abrir la ventanilla porque estaba lloviendo cantidad.

—Candela, ¿y de qué hablaron, Buti?

—Pues es muy conversadora. Fíjate que fue ella quien empezó. Me preguntó la hora. A mí.

—Pero ¿estudia, trabaja, qué hace?

—Es enfermera. Yo, que nunca me enfermo, tengo tremendas ganas de que me entre un catarro.

Sentimos un gran alivio en un tramo de alrededor de ciento cincuenta metros por la calzada de Buenos Aires. Gracias a los árboles, que hasta ese momento no habíamos visto más de tres seguidos, respiramos un aire distinto. Caminamos casi por el medio de la calle. Y no precisamente porque las aceras estuvieran en mal estado, de hecho, estaban mejores que las de Santos Suárez, sino porque no había tráfico. Habría problemas con el combustible o a esa hora la gente estaría tranquila en su casa almorzando.

—Casualmente, trabaja allá alante, en La Dependiente —me dijo y señaló con el índice al final de la calle—. Hoy tiene turno por la tarde. Cuando se acabe el juego, pasamos por allí. Estoy loco por verla vestida de enfermera.

—Chama, disculpa que te corte. Es que dijiste «dependiente» y no «dependienta», cosa que veo bien. ¿Por qué entonces la gente dice «presidenta» y no «presidente», si «ente», que es el sustantivo base, es masculino? Fíjate en «cliente», «gerente», «dirigente», «televidente». Hay millones de ejemplos.

—Sí, lo sé. Es que las palabras se aceptan según su uso. ¿Qué me dices de la pelota con «béisbol», «jonrón» y «fildear»? Todas vienen del inglés, ¿no? Y tú, que eres administrador…

—Programador.

—Eso mismo, chico. Tú, que trabajas con las computadoras, estarás acostumbrado a ver cómo acaban con el español cuando dicen «formatear», «resetear», «salvar», «aplicar», «dar like» y tantas barbaridades.

Doblamos izquierda al llegar a Agua Dulce, esta vez cogimos por la acera, y después derecha en San Quintín. Fue el Buti quien se acordó del nombre de ambas calles. Miraba para el cielo, con la intención de espantar las tres o cuatro nubes que pudieran poner en peligro el juego de pelota que estaba programado para empezar a las dos de la tarde. También fue él quien se percató de que los vendedores ambulantes, que desde Santa Catalina hasta Vía Blanca nos mareaban con sus pregones a toda hora, habían desaparecido como por arte de magia en este barrio del Cerro.

—Volviendo al tema —me dijo y se quitó el audífono—, la quiero invitar. Al menos un mes de vacaciones. De lo contrario, ella tendría que pedir la baja o licencia sin sueldo si quiere estar los tres meses, que es el máximo de la visa turística.

—¿Allá a Sevilla?

—Claro. Ahí es donde vivo, ¿no? Ya llevo seis años.

—Coño, Buti, ¡cómo pasa el tiempo! ¿Y tú crees que le den la visa?

Se tomó tres buches de la botellita de agua que sacó del bolsillo de atrás, dio un paso más largo para no cortarse con un vidrio inglés que lo esperaba en el medio de la acera y, algo preocupado, me dijo:

—Chico, está difícil, con todo y el pasaporte español que tengo desde hace rato. Ella nunca ha viajado, no tiene hijos todavía, tiene un trabajo común y corriente, y vive con sus padres en un apartamentico en Centro Habana. Cualquier consulado europeo diría que ella «no tiene lazos fuertes que la aten a Cuba». En otras palabras: es una posible inmigrante. Tú sabes que a nosotros los cubanos nos tratan distinto. Asumen que nos vamos a quedar. Bueno, es lo que han hecho muchos, sobre todo en Estados Unidos, aunque eso no quiere decir que el resto siempre vaya a hacer lo mismo. Es verdad que cada país tiene la libertad de aceptar a quien quiera, pero yo digo que a uno deberían valorarlo por su formación, su preparación o por sus competencias, como dicen los que saben, y no por lo que otros de su misma tierra hicieron antes. Y si ella se quedara, ¿a quién no le hace falta una enfermera? Eso es trabajo garantizado dondequiera. En fin, ojalá le den la visa. ¡Qué mujer más linda! ¿Tú te imaginas a mí con esa belleza turisteando por toda España?

—¿Y no tiene novio?

—¿A mí qué me importa eso, brother? Yo soy el que está solo.

Llegamos a la calzada del Cerro. Doblamos a la izquierda y enseguida cruzamos. Bajamos por la primera a la derecha, Saravia, decía la señal, y unas tres cuadras más adelante ya se veía el Latino: grande, compacto, viejo, azul. Íbamos por el medio de la calle, igual que el resto, porque no había espacio para caminar por la acera uno al lado del otro.

El Buti se ajustó la gorra, inclinó la cabeza para mirarse la I gigante en el frente del pulóver y, acto seguido, empezó a caminar con esa guapería que caracteriza a los cubanos, como para decirle al mundo que los Industriales eran imbatibles, aunque hacía más de diez años que no ganaban un campeonato.

—Entonces te dijo que sí, Buti.

—Claro, si nunca ha viajado. ¿Cómo le va a decir que no a un tipo con estos Nike? Yo me voy a encargar de todos los gastos, asere. Y estoy seguro de que la vamos a pasar muy bien. Lo malo es que un mes pasa volando.

—¿Y después qué, Buti?

—Después no hay quien me quite lo bailao. Bueno, quien nos quite lo bailao. La vida hay que vivirla como se presente, chama. O, más bien, como tú te la busques.

—Oye, ¿y eso qué fue?

—¿El qué?

—¿No oíste la bulla esa? Alguien tiene que haber metido un jonrón. Mira a ver qué dice la COCO.

—Voy pa ti.

Seguimos loma abajo por Saravia y parecía como si ya estuviéramos dentro del estadio, aunque faltaba una cuadra todavía. Las casas se apretujaban unas a otras. De momento empecé a extrañar los portales y jardines de Santos Suárez, los parterres, los framboyanes, los gatos, los sinsontes…

El Buti volvió a ponerse uno de los audífonos y tardó unos segundos en decirme:

—¡Ño, jonrón de Granma con uno en base!

—¿Por eso fue la gritería?

—Eh, ¿tú no sabes que el único estadio de pelota del mundo donde el equipo local juega con la mitad del público en contra es el Latino?

—Verdad que sí. Bueno, espérame ahí en la puerta, que voy a comprar las entradas. Nos sentamos detrás de tercera base, ¿no?

—Asere, eso no se pregunta.

Minutos después, nos detuvimos frente al policía que controlaba la afluencia del público. Yo le di las entradas para que las rasgara, y el Buti le dio a oler la botellita de agua como parte del protocolo de seguridad. Al rebasar la puerta, me vi dentro de una especie de cueva que, a pesar de resultarme familiar, seguía causándome escalofrío. Fuimos hacia una de las aberturas por donde entraba la luz con fuerza, la bulla se intensificó en la medida que caminábamos y, ¡por fin!, pudimos divisar el terreno.

El estadio estaba a media capacidad, pero hasta el más apático de los espectadores hubiera sentido el empuje de aquella multitud que rondaba las veinte mil personas. Redoblamos el paso y el Buti me hizo una seña para coger a la derecha por el pasillo paralelo al banco de primera base que aparecía delante. Le pregunté por qué no a la izquierda, rumbo al banco de tercera, y me dijo que, a simple vista, no había dónde sentarse por esa zona. Le hice caso, no sin antes detenerme unos segundos para ver el marcador que mostraba la pizarra del jardín central a lo lejos.

De pronto, se formó un caos en la gente que nos rodeaba, como si fueran a esquivar algo que cayera del techo de la grada. El Buti, que estuvo alerta desde el principio, dio dos pasos rápidos, saltó con una mano extendida y… ¡cogió una pelota de foul!

Hubo exclamaciones en reconocimiento a la magnífica atrapada, que bien podría haberla firmado cualquier jugador en el terreno. El Buti, con cara de muchacho que acaba de decidir un juego importante, me enseñó la pelota y con la misma se la regaló a alguien que ocupaba uno de los asientos cerca. Llovieron los aplausos.

¡¿Y eso?! Yo era uno de sus mejores amigos. ¿Por qué no me la regaló a mí?

Miré en dirección a la grada en busca del afortunado. En este caso, la afortunada: una niña de cinco o seis años con un vestidito azul de lo más chulo.

El Buti señaló dos asientos vacíos a unos diez metros a la derecha de la niñita. Hacia allí fuimos. Cuando nos sentamos, le pregunté si la conocía y me dijo que no, sonriente.

Enseguida supe por qué.

Esa tarde, el juego de pelota era una mera música de fondo y aquella preciosidad, un angelito de los pies a la cabeza, la atracción principal. El Buti tenía que regalarle el preciado trofeo para que ella guardase un lindo recuerdo de su visita al estadio. «Los niños se lo merecen todo, compadre», me decía con una mirada que era toda ternura.

No en balde la gente aplaudió aquel gesto de generosidad.

La niñita, rebosante de una alegría que contagiaba a media grada, apretaba la pelota contra el pecho como si fuera su única muñeca.

Nunca había visto tan feliz al Buti.