Capítulo 3

 

 

 

 

 

TAYLA fue a gritar; pero cuando abrió la boca, ningún sonido salió de ella. Sintió como si una fría mano le rodeara la garganta y sus puños se tornaron blancos cuando, automáticamente, se agarró al marco de la puerta.

–Quiero decir que no te muevas, por favor –dijo la misma profunda voz; esta vez, con una nota de humor–. Se me han caído unas uvas y aún no me ha dado tiempo a recogerlas.

La alta figura abrió más la puerta de la nevera y la luz disminuyó las sombras de la estancia.

Tayla respiró profundamente para calmarse y su mirada recorrió la longitud del cuerpo de él. Estaba descalzo, como ella, y sólo llevaba unos pantalones vaqueros ceñidos a la cintura. Tenía el pecho desnudo y Tayla no parecía capaz de apartar los ojos de esa morena piel ni de la hermosa simetría de sus músculos. Una mata de vello le cubría el pecho y se estrechaba en su camino hacia la cintura para desaparecer debajo de los pantalones. La respiración de Tayla se negó a calmarse.

Volvió a respirar profundamente al tiempo que, temblorosamente, dio un paso hacia delante; al momento, lanzó un quedo jadeo cuando una cosa mojada quedó aplastada entre los dedos de sus pies.

–¡Ay! –exclamó Tayla levantando el pie del estrujado fruto.

–Oh, no –Rick abrió del todo la puerta de la nevera–. Me parece que has pisado una uva. Si tirase unas cuantas más, quizá pudiéramos abrir nuestra propia bodega.

–¿Bodega? –repitió Tayla mientras buscaba con la mano una servilleta de papel en el mostrador de la cocina.

–Vino –explicó él, y sus blancos dientes resplandecieron–. ¿Greer y McCall banda azul?

–Ah. No, gracias.

–No te muevas, ahora mismo te rescato.

Rick cruzó la cocina, dejó el cuenco de uvas encima de la mesa y agarró otra servilleta de papel. Después, se agachó delante de ella, le agarró el pie con la mano y empezó a limpiarle los dedos.

De repente, Tayla sintió que la piel le ardía ahí donde los fríos dedos de Rick la tocaban. El calor se le extendió por todo el cuerpo y empezó a sentir un hormigueo en el estómago. Apartó el pie inmediatamente.

–Gracias.

Rick empezó a limpiar el suelo.

–De nada. Ha sido culpa mía por venir aquí a comer algo.

Rick se puso en pie, estirando su esbelto cuerpo, demasiado cerca de Tayla.

Ella dio un paso atrás y se cruzó de brazos, para evitar que Rick notara la turgencia de sus pezones bajo el fino algodón. Los ojos le llegaban a la barbilla de él, y si se inclinaba un poco hacia delante, los labios reposarían en la garganta de Rick. A Tayla se le secó la boca.

–¿Crees que es verdad lo que se dice? –preguntó Rick.

Tayla parpadeó varias veces.

–¿Lo que dicen sobre qué? –dijo ella con voz espesa.

–Que la fruta robada sabe más dulce –Rick se volvió hacia el cuenco de uvas, tomó una y la deslizó entre sus labios–. ¿Te apetece una uva?

No, lo que le apetecía era un beso de aquella increíble boca. Horrorizada por sus pensamientos, casi lanzó un grito.

–No. No, gracias. Lo único que quería era… –Tayla tragó saliva–. Quería beber algo.

Se dirigió inmediatamente al fregadero.

–¿Te apetece un té? Ahora que lo mencionas, a mí no me vendría mal una taza de té.

Rick se inclinó hacia delante, invadiendo de nuevo el espacio de Tayla, que tuvo que volver a hacer un esfuerzo para no dar un salto. Pero lo único que él quería era alcanzar el interruptor de la luz; cuando lo hizo, la cocina salió de las sombras por completo.

Tayla parpadeó antes de volverse a por la tetera. No era una gran defensa para evitar que él notara su agitación. Tenía que alejarse de ese hombre, tenía que recuperar el control de sí misma.

El dio un paso en la misma dirección que Tayla, desconcertándola completamente, y sus miradas se encontraron. Pero lo único que Rick estaba haciendo era extender una mano para agarrar la tetera y dársela.

–Yo pondré a calentar el agua mientras tú buscas el té. No tengo ni idea de dónde lo guarda tu abuela –dijo Rick tranquilamente.

Tayla se lo quedó mirando mientras se inclinaba sobre el fregadero, los hombros le brillaban bajo la luz artificial. Debía admitir que ese hombre tenía el cuerpo más maravilloso que había visto nunca.

¿Y cuándo era la última vez que se había fijado en el cuerpo de un hombre?, se preguntó a sí misma. No lo recordaba. Intentó pensar en Mike, en su físico, y se sintió incómoda.

Mike no había sido un hombre sensual. Jamás se había paseado sin camisa y, de casados, no se desnudaba en la habitación que habían compartido, sino en un pequeño cuarto adyacente. Y siempre se acostaba con pijama. Jamás se le habría ocurrido ponerse unos vaqueros e ir a la cocina con el torso desnudo.

Sin embargo, de recién casados, ¿no se habían abrazado desnudos en la oscuridad? Tayla estaba segura de que así era. Debían haberlo hecho. Pero, desde luego, no después de que Carey naciera.

–Estaba ya en la cama, pero muerto de hambre –dijo Rick mientras ponía a hervir el agua–. Rachel y yo hemos cenado con unos amigos míos. Diedre, la mujer de Mark, es una gran cocinera, pero está obsesionada con la comida de diseño. Todo muy bonito, los platos maravillosamente presentados, pero no mucha comida. Incluso después del postre, seguía teniendo hambre.

Rick volvió la cabeza y sonrió antes de añadir:

–Me ha parecido que a la abuela no le molestaría que viniera a la cocina a comer algo.

–No, naturalmente que no –contestó Tayla educadamente.

–¿Te he despertado?

–¿Que si me has despertado? No, no, claro que no. No me has despertado. Es más, creo que no me había dormido. A veces me pongo así. Empiezo a pensar y no consigo dormirme. En casa, cuando me pasa, me levanto y me pongo a trabajar, pero… –Tayla se interrumpió, lo miró y le sorprendió observándola, con los brazos cruzados.

Volvió de nuevo la cabeza y agarró una lata de la estantería en la que su abuela guardaba el té.

–A mí también me pasa eso; sobre todo, últimamente –dijo Rick con voz queda mientras estiraba una mano para tomar la tetera de porcelana.

Después, le quitó la lata con el té a Tayla de las manos y echó unas hojas de té en la tetera. Su cabello, suelto, le caía en ondas hasta casi los hombros.

Tayla, de pie, en el lado opuesto de la mesa de madera, luchó contra un casi irresistible deseo de reunirse con él y pasarle las manos por la suave piel, de enterrar los dedos en sus cabellos. En vez de hacer eso, se sentó en una silla, las piernas le flaqueaban.

El agua empezó a hervir y Rick la echó en la tetera. Después, agarró dos tazas de porcelana.

–Solo y con un terrón de azúcar, ¿no? –preguntó él al tiempo que dejaba la tetera en la mesa.

–Sí.

Rick tenía buena memoria, pensó Tayla. Por la tarde, debía haberse fijado en cómo tomaba el té al servirse una segunda taza.

Se lo quedó mirando mientras servía el té en las tazas y añadía al suyo un terrón de azúcar. Parecía encontrarse tan cómodo en una cocina como encima de una moto.

–Hay un bizcocho en la lata que está a tus espaldas, en el mostrador –dijo Tayla.

Rick se volvió y abrió la tapa de la lata.

–Tiene buena pinta –comentó él. A continuación, agarró un cuchillo y se cortó una generosa ración–. ¿Quieres tú también?

Tayla negó con la cabeza. Ya le iba a costar beber el té, imposible comer.

Mientras ella bebía un sorbo del ardiente líquido, Rick se sentó en la silla opuesta a la de ella.

–Está buenísimo –dijo Rick después de probar un trozo de bizcocho–. ¿Lo ha hecho tu abuela?

–No, lo he hecho yo –admitió Tayla.

Rick sonrió traviesamente.

–Apuesto a que tu abuela te ha enseñado a hacerlo.

Tayla logró esbozar una nerviosa sonrisa. No podía apartar los ojos de la garganta de Rick, que se movía al tragar.

–Sí, la abuela me enseñó a cocinar. También le enseñó a Rachel –dijo Tayla, recordándose a sí misma la relación de su sobrina con ese hombre.

Los azules ojos de Rick se quedaron mirando el bizcocho.

–Voy a tener que pedirle que me haga uno –dijo él en tono ligero.

Se hizo un incómodo silencio, eco de la quietud que los rodeaba, cargado de secretos pensamientos.

Poco a poco, a Tayla ese silencio empezó a resultarle insoportable. Tenía que romperlo, tenía que devolver normalidad a la situación.

–Por lo que dijiste esta tarde, lo has debido pasar muy bien en Daintree.

Rick asintió.

–Sí, muy bien. Es una zona maravillosa a la que hay que proteger a toda costa. Lo que se siente en esa selva es indescriptible.

–¿Fuiste al Gran Arrecife? –aquello no era tan difícil, pensó Tayla. Lo único que tenía que hacer era mantener el orden, incluyendo sus caprichosos pensamientos.

–Sí, un par de veces –respondió Rick–. Pasé una semana con unos amigos, propietarios de un complejo turístico en la playa de Airlie, en Whitsundays, en la isla Craven. Un sitio precioso. ¿No has oído hablar de él?

Tayla, sorprendida, asintió.

–Carey y yo pasamos dos semanas allí el año pasado. Es verdad, es un lugar increíble. ¿Conoces al matrimonio Denison?

–¿A Ryan y Liv? Claro. Me consultaron sobre unas reformas que hicieron hace unos años. Son una familia estupenda.

Tayla sonrió.

–Carey se hizo muy amiga de los mellizos. Todavía escribe a Melanie, y creo que se encaprichó algo con Luke en aquel tiempo.

Tayla bebió otro sorbo de té y, de repente, le vino a la memoria la intranquilidad que sintió cuando comparó su relación con Mike con la maravillosa relación entre Ryan Denison y su esposa, Liv. En la isla Craven sintió por primera vez esa inquietud que ahora la asaltaba, ese interrogarse sobre su vida.

Tayla frunció el ceño inconscientemente. ¿Qué le ocurría? Estaba contenta con su vida, ¿no?

Era demasiado tarde y debería estar en la cama en vez de estar en la cocina charlando con el novio de Rachel. Tayla se puso en pie.

–Bueno, gracias por el té. Me voy a la cama.

Rick la miró, pero sus largas y oscuras pestañas ocultaron la expresión de sus ojos.

Tayla agarró su casi vacía taza sintiendo los ojos de Rick en su cuerpo. Involuntariamente, lo miró, y le sorprendió con los ojos fijos en sus pechos. El tejido del camisón no era transparente, pero a Tayla le pareció como si se los hubiera acariciado con las manos. Con mezcla de sorpresa y temor, reconoció que la sensación no le resultaba desagradable.

Al sentir que los pezones se le endurecían, rodeó la mesa rápidamente con el fin de escapar de allí. Con las prisas, se dio en el pie descalzo con la pata de la mesa y perdió el equilibrio.

Se agarró al mantel, pero Rick, ya en pie, la agarró del brazo para sujetarla. Sin saber cómo lo hizo, Tayla logró no derramar el té que le quedaba en la taza.

Una vez que recuperó el equilibrio, clavó los ojos en los fuertes dedos de Rick, que le rodeaban el brazo. Tenía la mano fría y firme, y a Tayla le cosquilleó la piel con el contacto. De no haber estado sujetando la taza, le habría puesto esa mano en el pecho. Al pensar en ello, se le secó la garganta.

–Lo siento –dijo Tayla respirando trabajosamente–. Debo estar más cansada de lo que creía.

Despacio, él le soltó el brazo y dio un paso atrás.

–¿Te has hecho daño en el pie?

–No, no me he hecho daño –Tayla se acercó al fregadero, aclaró su taza y la dejó en el escurridor–. Bueno, hasta mañana.

–Hasta mañana.

Empezaba a amanecer cuando, por fin, Tayla se sumió en un agitado sueño.

 

 

–Si vienes conmigo tendrás que entretenerte tú sola mientras yo hago la entrevista –le dijo Tayla a su hija–. Lo que quiero decir es que, si te aburres, tendrás que aguantarte.

–Ya lo sé. Me parece que crees que estoy muy mimada –observó Carey indignada–. ¿Cuánto tiempo crees que te va a llevar la entrevista?

–No lo sabré hasta que no esté allí.

«Ni tampoco sé lo que voy a sentir al volver a ver a Rick McCall», pensó Tayla.

Carey se encogió de hombros.

–No importa, iré a charlar con Rick.

–Creo que a quien voy a entrevistar es a Rick –dijo Tayla sin mirar a su hija.

–¿Sí? No dijiste nada el fin de semana –Carey frunció el ceño–. ¿Por qué no?

–Porque no estaba segura. Pero si es él quien está a cargo del departamento que se encarga de los asuntos del patrimonio, es de suponer que es con él con quien voy a hablar.

–Ah –Carey se quedó pensativa un momento–. Bueno, a lo mejor Rick me deja probar su ordenador.

–No me parece probable, cielo. La empresa McCall es un negocio multimillonario, no creo que te dejen jugar con su sistema informático.

–¿Jugar? –Carey se plantó en jarras–. Mamá, me estás insultando. ¿No te dijeron en el colegio que tu querida hija, yo, es un genio de la informática? Y nunca juego con los ordenadores, a pesar de que eso sea lo que pueda parecerle a un ignorante observador.

–Pues eso es precisamente lo que le parece a esta observadora cuando ve esos muñequitos cavando, trepando o haciendo estallar cosas.

–Esos muñequitos son lemmings, y admito que, en ocasiones, me tomo un descanso. Pero insisto en que yo no juego con los ordenadores.

–Está bien. Te pido disculpas en caso de haber insultado tu frágil ego adolescente.

Carey lanzó un sonoro gruñido.

–Pero –continuó Tayla–, sigo opinando que no debes tocar los ordenadores de la empresa McCall, incluso en el caso de que Rick te deje.

–¿Podré hacer preguntas? –Carey alzó los ojos al techo con exasperación–. ¿O voy a tener que limitarme a ver, oír y callar?

–Lo último me parece bien –dijo Tayla en tono ligero–. Bueno, si vas a venir conmigo, será mejor que te des prisa porque voy a salir en diez minutos como tarde.

Carey suspiró dramáticamente.

–Pensándolo bien, me parece que voy a quedarme en casa.

–Lo que tú quieras.

Con sentimiento de culpa, Tayla contuvo un suspiro de alivio. Prefería conducir la entrevista con Rick sin tener que ocuparse de su hija.

–Bueno, me marcho ya –anunció Tayla.

–¿Vas a ir así? –preguntó Carey a su madre.

Tayla se miró la falda azul marino y la chaqueta del traje de manga corta.

–¿Qué tiene de malo?

–Te hace parecer… –Carey frunció el ceño–. No sé, muy señora.

–¿Muy señora? –repitió Tayla.

–Sí, es el color. Es demasiado oscuro. ¿Por qué no te pones lo que te compraste la semana pasada?

Tayla frunció el ceño.

–¿El verde muy verde? He estado pensándolo y creo que me equivoqué al comprarlo. Además, los colores oscuros hacen más delgada.

–¡Tonterías! –declaró Carey firmemente–. Además, tú no estás gorda. El traje verde te sienta mejor. Y si no te quieres poner el verde, ponte el azul claro. El color que llevas es muy serio.

–Sólo voy a hacer unas preguntas, no a pedir trabajo.

–Deberías estar preparada, mamá, nunca se sabe con quien se puede encontrar una. ¿Y si te encuentras con un hombre que te gusta y quieres impresionarlo, pero resulta que no estás tan atractiva como puedes estar? Dime, ¿qué pasa?

–Sumamente improbable –contestó Tayla con ironía–. Aunque pueda parecerte cínica, hace años que… no veo a un hombre que me guste.

«¡Mentirosa! ¡Mentirosa!», le dijo una voz interior. Iba a hacerle una entrevista al único hombre que le había atraído desde la muerte de Mike.

–Y si lo veo, tengo la intención de echarme a correr en dirección contraria. Como ya te he dicho, no quiero esa clase de complicaciones en estos momentos.

–¡Dios mío, dame fuerzas! –exclamó Carey–. Venga, vamos a ver tu ropa.

Carey abrió el armario antiguo de su madre y sacó un ligero traje de algodón de color azulón.

–Creo que éste –anunció Carey–. Le va muy bien a tus ojos. Confía en mí, mamá, este traje te va mejor que el que llevas puesto.

Tayla suspiró y se desabrochó la chaqueta del traje azul marino. Era más fácil darse por vencida. Además, ¿qué importancia tenía el traje que se pusiera? Lo importante era que fuese fresco, hacía mucho calor.

Con cierto nerviosismo, Tayla se dirigió a la serrería y entró en el aparcamiento. Una vez que paró el coche, fue a mirarse el pelo y el maquillaje en el espejo retrovisor, pero se detuvo al darse cuenta de lo que estaba haciendo. No había motivo para llegar a esos extremos, sabía que estaba limpia y presentable.

Con un creciente hormigueo en el estómago, salió del coche, con el portafolios en la mano, y se encaminó hacia el edificio. Cuando las puertas automáticas se abrieron, agradeció el frescor del aire acondicionado.

En consonancia con la proximidad de la época navideña, los techos y las estanterías tenían coloridas decoraciones en papel. Se acercó al mostrador de recepción y, con voz casi normal, le dijo a la joven recepcionista quién era y que tenía una cita con Patrick McCall. La joven sonrió, le pidió que esperase un momento. Tayla notó que, en la tarjeta de identificación que llevaba prendida de la blusa, se leía Leah McCall. Sí, era un negocio familiar.

Leah McCall descolgó el auricular del teléfono y apretó un botón.

–Meg, la señora Greer ha venido a ver a Rick –dijo a quien fuera que estuviera al otro lado de la línea.

Rick. Ya no había duda, Patrick McCall era Rick McCall. Tayla tragó saliva mientras se daba cuenta de que, hasta ese momento, se había aferrado a la esperanza de que así fuera.

–Puede pasar, señora Greer –dijo la joven con una sonrisa–. Pase por la casa de campo de exposición, atraviésela y vaya al otro extremo del edificio. Allí, es la tercera puerta a la izquierda.

Tayla le dio las gracias y se encaminó hacia la oficina de Rick. El corazón le latía con fuerza y se ordenó a sí misma calmarse. Era una mujer adulta, madura y, en esos momentos, estaba un poco histérica.

Tayla llamó a la puerta y la voz de una mujer le dijo que pasara. Tayla entró en una pequeña recepción y, detrás de un escritorio, vio a una bonita rubia sentada delante de un ordenador. La mujer alzó el rostro.

–Pase, señora Greer. Rick la está esperando.

Tayla miró a la puerta al fondo de la estancia. A su izquierda, la pared estaba adornada con fotografías, algunas de ellas mostraban maravillosas casas antiguas de Queensland.

La joven volvió a levantar la cabeza del ordenador y Tayla, haciendo un esfuerzo, continuó andando hasta llegar a la puerta. Llamó. Mientras esperaba, empezó a sentir más calor, a pesar del aire acondicionado. Tenía la boca seca y cosquilleo en el estómago.

Entonces, la puerta se abrió y Tayla, atónita, se quedó mirando al hombre que tenía delante.