Gertrudis, así le puso su padre, en contra de la voluntad de su madre que quería darle su mismo nombre, Felisa. Pero se llamó Gertrudis como su abuela española, la del pueblecito andaluz, que había muerto sin volver a saber nada del hijo pródigo que se fue a «hacer la América» y no volvió jamás.
La pequeña nació el 11 de abril de 1765 y cuando la criatura lanzó el primer chillido la comadrona purépecha dijo que iba a ser mandona como ella sola y que ésa sería su fortuna pero también su desgracia.
Creció entre los bultos de maíz y los barriles de aguardiente catalán en la tienda de su padre, don Javier Bocanegra. Desde muy niña aprendió a sumar y restar, a medir el azúcar y a calcular la ganancia en la venta de lazos y velas a los habitantes de Pátzcuaro. El frío le pintó los cachetes de rojo encendido y el color del lago se le metió en los ojos.
Cuando cumplió quince años, Gertrudis era una de las muchachas más bellas de Pátzcuaro. Hombres y mujeres, mulatos y mestizas, indios purépechas y jóvenes peninsulares, todos por igual admiraban el garbo con que se terciaba la mantilla de Manila y caminaba por las calles empinadas a escuchar misa a la iglesia de Nuestra Señora de la Salud.
Pero no sólo era bella, además de las artes del peinado y del arreglo había aprendido a leer. El padre Manuel de la Torre Lloreda le enseñó las primeras letras en el patio del convento agustino, a la sombra de los álamos. La niña no sólo preguntaba sin cesar sobre los hechos del Evangelio y las vidas de los santos, sino que quiso aprender los secretos detrás de los complicados dibujos que se fueron convirtiendo en letras. El cura fue alimentando las ansias de saber de la muchacha con lecturas piadosas, hasta que un día ella lo sorprendió leyendo un libro que el padre Manuel no alcanzó a ocultar bajo el hábito con suficiente rapidez.
Era un libro prohibido: El contrato social de Rousseau. Ese día marcó el comienzo de un mundo nuevo para la joven. En los viajes del padre Manuel a Valladolid, siempre traía de regreso un título nuevo para su pupila, que no tardaba en beber de él con fruición.
En aquellos años, todo tipo de lecturas de ficción estaba prohibido, igual que las obras de los enciclopedistas franceses como Voltaire, Rousseau, Diderot y Reynal, a los que se consideraba impíos y enemigos de la religión. Sin embargo, todos esos libros llegaban con regularidad de Europa y circulaban por toda la Nueva España a través de redes secretas de personas que los vendían o prestaban.
Pasaron por las manos de Gertrudis los tratados filosóficos de aquellos impíos, pero también libros de economía política y ciencias naturales. En las tardes apacibles de primavera, la muchacha se sentaba a leer en su habitación, con las ventanas abiertas de par en par que daban a la plaza para dejar entrar los aromas del campo y el barullo del mercado.
Un día vio marchar en la plaza al cuerpo de las fuerzas provinciales de Michoacán. Al frente estaba un oficial gallardo de piel apiñonada y guedejas color caoba que casualmente volteó la cabeza hacia el piso superior cuando Gertrudis salía al balcón para refrescarse y poder ver mejor. Sus ojos se encontraron con los de él y una fuerza extraña y desconocida le impidió apartarlos, como hubiera sido lo correcto.
Una tarde tras otra, el alférez hizo guardia bajo su balcón. Y Gertrudis, aunque se moría por salir a verlo, no se asomaba detrás de los cristales verdosos.
La persecución del soldado duró varios meses. Seguía a la muchacha por los portales y en los paseos alrededor de la plaza. Se quedaba unos pasos atrás de ella, cuando Gertrudis remontaba las cuestas empedradas para llegar a misa, se volvía de vez en cuando a comprobar que él seguía ahí.
Por fin un día el apuesto oficial se atrevió a mandarle una carta en la que confesaba su amor y, a través de aquella misiva, Gertrudis por fin supo su nombre: Pedro Lazo de la Vega.
Como el muchacho era de una familia criolla de Valladolid, don Javier tuvo que ceder ante la insistencia de Gertrudis de aceptar la oferta de matrimonio que le hizo el joven militar. Los padres de don Pedro llegaron a Pátzcuaro a pedir la mano de Gertrudis un día de mayo de 1785 y la boda se realizó con gran elegancia ese mismo año en la iglesia de Nuestra Señora de la Salud a la que Gertrudis era tan afecta.
Un año más tarde, Gertrudis dio a luz a una niña que se llamó María Gertrudis, dos años después nació Manuela, seguida por Margarita y, para 1793, Gertrudis y Pedro eran los felices padres del pequeño Pedro Pablo, el único varón.
Aunque Gertrudis atendía a su familia con dedicación, nunca dejó de leer y enterarse de las noticias a través de las gacetas que, aunque con algún retraso, siempre llegaban a la tienda de su padre.
De corazón muy sensible, a la mujer no le pasaban desapercibidas las injusticias que se cometían por parte de los peninsulares en contra de las personas y propiedades de los habitantes de Pátzcuaro. Sentía que los gachupines le hacían el feo a su madre, doña Felisa Mendoza, y a la familia de su marido, por el hecho de haber nacido en la Nueva España.
No dejaba de notar también que a su padre se le prohibía vender los productos de la región como el aguardiente local que estaba estrictamente prohibido fabricar, para beneficiar al aguardiente catalán de España. Los indígenas de los alrededores del lago no podían vender sus mantas y lanas, los mulatos y pardos eran obligados a comprar las telas importadas mucho más caras.
A eso se sumaban los impuestos. Gertrudis vio cómo muchos de los amigos de su familia se arruinaron al ser aplicada la cédula de consolidación de vales reales, que exigía que los préstamos que había hecho la iglesia se pagaran de inmediato, o bien, que se expropiaran los bienes dejados en garantía.
Ya había pasado un año desde que el virrey Iturrigaray había sido puesto en prisión por su simpatía hacia los criollos acusado de ser parte de una conspiración para coronarse rey de la Nueva España. El padre Manuel le confesó un día que estaba formando parte de una conspiración en Valladolid para llevar a cabo la separación de España. «La España de este lado del mar merece ser autónoma y ser tratada como igual», le dijo a Gertrudis, quien asintió entusiasmada.
La mujer —ya tenía cuarenta y cuatro años— deseaba acompañarlo con toda su alma. Dos de sus hijas ya estaban casadas, una de ellas con un pequeño comerciante de Erongarícuaro y la otra con un apuesto y próspero arriero de Tierra Caliente. Pedro, por su parte, ostentaba ya el grado de capitán en el ejército virreinal y sus ausencias podían durar varias semanas. Sólo quedaban para acompañarla Margarita de diecisiete y Pedro Pablo de dieciséis años.
Aunque Gertrudis no pudo formar parte de la conspiración que se realizaba en Valladolid, sí logró que el padre Manuel se hiciera acompañar varias veces por alguno de los conjurados. Así fue como Gertrudis conoció al padre Vicente Santa María, a José Mariano Michelena y al capitán Manuel Muñiz, que al calor del chocolate y el licor en la casa de Gertrudis, daban a conocer sus ideas a otros criollos descontentos de Pátzcuaro.
Aquella situación no duró mucho tiempo. La conspiración fue descubierta en diciembre de 1809 y algunos de sus miembros fueron encarcelados. Aquello indignó a Gertrudis, quien no dejó de propagar aquellas ideas entre sus conocidos y familiares.
Cuando se supo en Pátzcuaro que el cura de Dolores se había levantado en armas para defender a Fernando VII y para proclamar la independencia de la Nueva España, Gertrudis no dio tregua a su marido hasta que Pedro abandonó el ejército realista.
«¡Cómo puedes proceder contra tus propios hermanos, cómo puedes manchar tu nombre y tu condición de americano vistiendo ese uniforme!», le decía. Pedro, al saber en el fondo que tenía razón, compartiendo desde siempre las ideas de su mujer y habiendo visto él mismo la injusticia por todas partes, no sólo desertó, sino que convenció a los soldados bajo su mando de tomar el lado insurgente.
Pocas semanas después, oyeron la noticia de que Hidalgo se encaminaba a Valladolid y Pedro decidió unirse a aquellas tropas. Pedro Pablo, su hijo, no quiso quedarse atrás. Estaba convencido de la causa de la libertad porque desde niño había oído hablar a su madre de las injusticias cometidas hacia aquellos nacidos en Nueva España y sabía que como tal, no tendría futuro en los altos puestos del ejército ni del clero.
Gertrudis, al ver la determinación en la cara de su hijo adolescente, se vio invadida por sentimientos contradictorios, pero ganó su gran pasión por las ideas de independencia. Despidió a sus dos hombres con una sonrisa en la boca sin permitirse una sola lágrima.
Desde Pátzcuaro, siguió el recorrido de las tropas insurgentes y se alegró con las victorias que iban consiguiendo.
Después de la batalla de Puente de Calderón en enero de 1811, Hidalgo ordenó al coronel Manuel Muñiz, bajo cuyo mando se encontraban el marido de Gertrudis y su hijo, que siguiera levantando a los pueblos en las inmediaciones de Tacámbaro. En febrero, aquel pequeño ejército logró expulsar a los realistas de Pátzcuaro.
Gertrudis y Margarita se reunieron de nuevo con los hombres de la familia y la fiesta duró varios días. Las bandas de música recorrieron las calles de la población y los fuegos artificiales se multiplicaron en las aguas del lago. Gertrudis, mirando desde su balcón la celebración en la plaza en brazos de su marido, creyó por un momento que la dicha podía ser eterna. Sabía que no era posible, pero aun así, cerró los ojos y dio gracias a Dios.
No había tiempo que perder. Muy pronto los hombres de Manuel Muñiz comenzaron los preparativos para tomar Valladolid. Acrecentado el pequeño ejército con todos los hombres de Pátzcuaro y con los arreos militares que los realistas no pudieron llevarse, creían asegurada la victoria. En junio, sin esperar a que pasaran las aguas, los cinco mil hombres de Muñiz emprendieron la marcha hacia el bastión realista. Gertrudis una vez más, con un nudo en la garganta pero con una sonrisa en su delicado rostro, despidió a su marido y a su hijo favorito.
La derrota en la toma de Valladolid llevó una vez más al ejército de Muñiz a Tacámbaro y Gertrudis, desde Pátzcuaro, les mandaba información sobre los movimientos realistas a través de uno de sus mozos de confianza. Escribía los mensajes sobre el papel enrollado de los cigarros, lo cual hacía imposible que los descubrieran. Muchas veces mandó víveres, armas y todo tipo de auxilios con sus correos de confianza.
En medio de este clima de conspiración y secreto, un coronel insurgente llamado José María Gaona se enamoró de Margarita y se casó con ella antes de que terminara el año de 1811.
En una emboscada realista, Pedro Pablo, el hijo de Gertrudis, perdió la vida y su esposo murió días después como resultado de sus heridas. Gertrudis enterró los restos de sus hombres amados y se encerró a llorar durante tres días. Margarita estaba asustada ya que no recibía respuesta cuando llevaba la comida a la habitación de su madre. Tenía miedo de que Gertrudis se dejara llevar por la pena y tal vez por la culpa, pero cuando Gertrudis finalmente abrió la puerta, era otra mujer.
Con las negras ojeras que llenaban su bello rostro de melancolía y los ojos claros cubiertos por un manto de tristeza pero con una determinación de hierro, reunió todo el dinero en efectivo que tenía, una gran cantidad de víveres y las armas que poseía, y se fue con Margarita a reunirse con las tropas de Gaona en las montañas.
Los años siguientes se mantuvo peleando con las gavillas insurgentes en Michoacán. Organizaba a las mujeres, curaba a los heridos, conseguía víveres y remedios. Cuando el Congreso anduvo vagando por las diferentes poblaciones de Michoacán, Gertrudis estuvo en contacto con los diputados y sus mujeres, recibiendo los mensajes para los grupos armados de los alrededores.
Como cualquier otra mujer de la tropa, aguantó frío, hambre y enfermedades sin pensar en sí misma, sabiendo que su lado más sensible había muerto y que su corazón estaba entregado a la causa. Llegaba a los pueblos a convencer a los indígenas de unirse a la insurrección, hablaba con los hacendados que todavía permanecían en sus tierras y conseguía pertrechos y nuevas alianzas en los poblados de la región.
En noviembre de 1815, Morelos fue atrapado por las tropas realistas. Las tropas realistas incrementaron su asedio sobre los rebeldes, por lo que Gaona aconsejó a Gertrudis que volviera a Pátzcuaro. Muchas veces le pidió hacerlo y ella no aceptó, creyendo que se le consideraba débil o poco capaz, y no fue hasta que su yerno le confesó que en realidad necesitaba que sirviera como espía y que buscara simpatizantes del movimiento preparando la toma de la ciudad por los insurgentes, que ella aceptó el encargo.
Tenía más de cincuenta años cuando llegó a ocupar su casona en la plaza de Pátzcuaro a fines de 1816. La tez antes delicada estaba ahora quemada por el sol y la mirada plácida se había endurecido, sin embargo, conservaba el verbo fácil de antaño y el entusiasmo por ver a su patria liberada del yugo español.
Sus hijas mayores estaban ya en Pátzcuaro, huyendo de la guerra; el marido de una de ellas había muerto y el otro se había alistado en las tropas de Gaona, mientras que Margarita había regresado junto con su madre, así que, reunida de nuevo con todas sus hijas, se dedicó una vez más en cuerpo y alma a preparar el triunfo insurgente en Pátzcuaro.
Unos meses más tarde ya había establecido algunas alianzas con los personajes principales de la ciudad, criollos que veían con buenos ojos la victoria insurgente. Estaba segura de que gozaba de la fidelidad de algunos miembros de las tropas realistas acantonados en la población, sin embargo, uno de ellos la traicionó.
En septiembre de 1817 fue acusada de sedición y hecha presa junto a sus tres hijas en la cárcel de Pátzcuaro. Fue interrogada en el calabozo mismo por el comandante Miguel Barragán, quien la amenazó con despojarla de sus bienes e incluso fusilarla si no delataba a sus cómplices. Se le pedía que hiciera una lista de todos los involucrados en la conspiración, nombres de quienes favorecían la causa, fechas y movimientos de las tropas insurgentes, pero Gertrudis permaneció en silencio.
Ante la tozudez de aquella mujer que permanecía en silencio sin delatar a sus cómplices, incluso al decirle que su confesión salvaría a sus hijas, el comandante Barragán la condenó a muerte.
El 10 de octubre de 1817, un piquete de tropa cruzó las calles de Pátzcuaro conduciendo a Gertrudis hasta la plaza. Delante de ellos iba un capellán y dos sacristanes tocando una campana lúgubre y sosteniendo dos cirios. Un vientecillo frío heló los corazones de los pobladores de Pátzcuaro. Indígenas purépechas, mulatos y pardos condenados a las labores más arduas, algunos criollos miembros de la burocracia, los dependientes de las tiendas y las mestizas chimoleras de la plaza se reunieron detrás del grupo fúnebre hasta llegar al lugar designado.
Atada de pies y manos con una venda en los ojos, estaba Gertrudis en el patíbulo construido para el triste propósito frente a la multitud. El comandante leyó la sentencia en voz alta para que todos los presentes supieran del castigo que les esperaba a los sediciosos, a los adictos a la insurgencia, a los que rechazaban la amorosa mano que el gobierno legítimo les tendía.
Mientras el pelotón de fusilamiento se preparaba, Gertrudis, aunque temblando por el viento helado del otoño, vestida solamente con una camisa de manta, permaneció firme. No perdió la entereza en ningún momento y comenzó a arengar a los soldados y a la multitud toda.
Les instó a defender la causa de la independencia, a no traicionar sus orígenes americanos asegurándoles que la victoria final sería para los defensores de la libertad. A la multitud que ya vociferaba y empujaba a los soldados, les pidió no claudicar hasta ver concluida la tarea más excelsa de todas: liberar a la nación de las garras de sus opresores.
Luego, el grito poderoso del comandante Barragán inició los disparos. El frágil cuerpo de Gertrudis quedó sin vida sobre el patíbulo en la plaza. El rumor de la multitud enfurecida se fue apagando a medida que los soldados dispersaron a la muchedumbre a bayonetazos. Sólo quedó el rumor del viento entre los álamos.
Gertrudis Bocanegra es llamada, hasta la actualidad, la Heroína de Pátzcuaro y la plaza de aquella población lleva su nombre.