Doña Rafaela nació en Tlalpujahua, una pequeña población minera que florecía aferrada a los cerros pelones entre Toluca y Maravatío. Siempre había vivido ahí, ya que como miembro de una antigua familia española de gran prosapia, que produjo ilustres prelados y notables funcionarios de Estado, tenía gran orgullo por la tierra y por sus raíces. Sus padres repetían una y otra vez la historia de cómo descendían de línea directa del conquistador Sancho López de Agurto, quien había logrado obtener una enorme fortuna de las minas y la agricultura, y ella se sabía heredera de los bienes, pero sobre todo, del honor de sus antepasados.
La familia López Rayón era una de las ramas salidas de aquel árbol sólido y rancio que parecía no ser afectado por las múltiples vicisitudes de los últimos años del siglo, y doña Rafaela era una de las mujeres más hermosas y honorables de aquella estirpe.
A principios de la década de 1770, su primo Andrés pidió su mano y sus padres no tuvieron ningún inconveniente en que los jóvenes parientes se unieran: de aquel modo se daría continuidad al apellido y se conservarían los bienes de la familia. Además, Andrés había logrado acumular algunos bienes por su propio esfuerzo, dedicado a las labores que distinguieron a la familia desde los tiempos de la Conquista: la agricultura y la minería. Así, los primeros días de octubre de 1772 los dos herederos de la familia López Rayón contrajeron nupcias en la imponente iglesia de Tlalpujahua.
En los años siguientes, doña Rafaela se dedicó por entero a la crianza de sus cinco hijos: Ignacio, el primogénito, que nació en 1773; Ramón, que vio la luz en 1775; José María, que fue dado a luz en 1777; Rafael, que vino al mundo tres años después, y Francisco, que nació en 1782.
Don Andrés murió en un trágico accidente en 1797 y doña Rafaela quedó a cargo de la familia y de los negocios de los López Rayón. En aquella incómoda posición, no tuvo más remedio que demostrar que podía conducir por la recta senda a sus hijos varones y que su inteligencia y energía eran suficientes para hacerse obedecer por sus subalternos.
Sus cinco hijos eran de buen corazón y buenos sentimientos, lo cual hizo más fácil la tarea de la viuda. De cualquier manera, no escatimó en consejos y reconvenciones cuando fueron necesarios.
Ignacio estudió las primeras letras en Tlalpujahua, con el preceptor particular que su madre puso al servicio de sus hijos. Todavía en vida de su padre, doña Rafaela vio la especial facilidad que presentaba el muchacho por las letras, así como su deseo de emprender la carrera de abogacía, por lo que ella convenció a su marido para enviar al muchacho, en contra de sus propios deseos de conservarlo cerca, a Valladolid en 1786, donde consiguió el título de bachiller y después, doña Rafaela insistió en que el primogénito se fuera a México a cursar leyes en el Colegio de San Ildefonso, donde Ignacio terminó sus estudios y obtuvo el título de abogado en 1796, con notas sobresalientes.
Pero no se fue solo: los esposos López Rayón enviaron también a su hermano menor, Ramón, quien también tenía inquietudes literarias, pero mientras que Ignacio adquiría cada vez mayor lustre en su profesión, Ramón no consiguió el éxito literario que anhelaba. Entonces sus padres le ayudaron a establecer un pequeño cajón de ropa en el Parián, el mejor mercado de México.
A pesar del éxito que consiguió, Ignacio decidió regresar a Tlalpujahua a la muerte de su padre, a atender los negocios familiares; ahí se dedicó a la agricultura y a la minería. No estaba de acuerdo con muchas de las acciones del gobierno virreinal y quiso evitar que le dieran algún cargo concejil, por lo que solicitó y obtuvo la agencia de correos en su pueblo natal.
Allí se repartió Ignacio los deberes con sus hermanos menores, que habían permanecido en el pueblo: José María y Rafael, ambos sin mayores inquietudes por las letras. Ellos, junto con el más chico de todos, Francisco, vivían todavía con la señora Rayón en la casa paterna, atendiendo las minas y los otros intereses de la familia.
Aquella situación prevaleció hasta los primeros años del siglo XIX, cuando Ignacio se casó con doña María Ana Martínez de Rulfo y dos hermanos también tomaron estado, eligiendo a buenas muchachas de la región.
Doña Rafaela vivía tranquila, pensando que sus preocupaciones habían concluido: sus hijos eran mayores y gozaban de buena fortuna, casi todos estaban casados y alguno de ellos incluso le había dado un nieto; algunos vivían en su casa y otros muy cerca de ella y los veía a diario; Ramón, el único avecindado en la Ciudad de México, le escribía cariñosas y frecuentes misivas dándole a conocer sus logros. La señora López Rayón se dedicó entonces a las labores de costura y las obras de caridad, esperando la llegada de más nietos, de una ancianidad apacible y de una buena y cristiana muerte.
A mediados de septiembre de 1810 llegaron a Tlalpujahua las noticias de la rebelión del cura Hidalgo, lo cual causó grandes movilizaciones entre las autoridades y entre la población de aquel pequeño pueblo minero.
Los hermanos López Rayón ya habían discutido varias veces las injusticias cometidas por los gachupines en las personas y en los bienes de los criollos. Sabían de primera mano los castigos que habían sufrido los conjurados de 1808 en la Ciudad de México y también los de Valladolid, que se habían reunido el año siguiente, por lo que el levantamiento de Dolores les causaba sentimientos encontrados y, sin duda, una fuerte emoción.
Ignacio fue el primero en abrazar la causa de la independencia, enviándole un mensaje al líder de la rebelión, en el cual le sugería crear una junta que representara al gobierno de Fernando VII en la Nueva España, de la misma manera que había querido hacerlo en los años anteriores Primo de Verdad y Talamantes. Hidalgo vio la idea con buenos ojos y lo puso al mando de un grupo de insurgentes para llevar a cabo aquel propósito. Sin embargo, aquellas noticias llegaron a los oídos del virrey Venegas, quien mandó apresar a Ignacio. Él logró escapar, uniéndose a las fuerzas del padre Hidalgo en Maravatío, pronto era el secretario del caudillo de la rebelión.
Francisco, el más pequeño y todavía soltero, quiso seguir el ejemplo de su hermano mayor: de genio turbulento y atrevido, también se fue a la guerra en noviembre de 1810, acompañado por su hermano José María.
Los jóvenes alcanzaron a Ignacio en Guadalajara, desde donde enviaban cartas a su madre contándole las maravillas de aquella ciudad y cómo su hermano redactaba las proclamas que al día siguiente eran aplaudidas por miles de personas en la plaza de armas. Francisco y José María también estuvieron presentes en la batalla del Puente de Calderón y posteriormente se fueron con su hermano a Aguascalientes y Saltillo, librándose de la muerte que le esperaba ya en el norte al padre Hidalgo y los principales líderes de la rebelión.
Doña Rafaela nunca quiso desanimar a sus hijos ni prohibirles que se adhirieran a aquella causa. Aunque ella pertenecía a una generación educada en el respeto y temor a sus mayores y en la admiración por los ancestros de vieja sangre española, no dejaba de ver que las injusticias cometidas por los gachupines con todos los nacidos en América no podía traer más que resentimiento y creyó, como sus hijos al principio, que aquella sería una guerra breve que cambiaría el perfil de todas las cosas sin tener que sacrificar demasiado.
Muy pronto se dio cuenta de que aquello no sería así y que mucha sangre correría antes de alcanzar la victoria y temió más que nunca por sus hijos, pero incluso entonces, permaneció en silencio y guardó sus lágrimas para las noches y madrugadas, en las que se le iban las horas pidiendo a Dios protección para sus vástagos.
En abril, doña Rafaela se enteró con gran orgullo de la hazaña de su hijo mayor: había tomado la ciudad de Zacatecas, en cuya acción también se habían distinguido sus hijos Francisco y José María.
Comenzaron, entonces, para la señora López Rayón los tiempos más convulsos y penosos. Por una parte, estaba orgullosa del valor de sus hijos y por otra, vivía en constante zozobra por su seguridad.
Supo que José María había marchado a México con un comunicado de Ignacio para el general Calleja, famoso ya por su crueldad y encono en la persecución de insurgentes, y después se enteró de que José María había logrado escapar de la furia del general realista, quien había desestimado el comunicado de Ignacio y había mandado apresar al emisario.
Su hijo Ramón, entretanto, permanecía sin involucrarse en la guerra, en su puesto de ropa del Parián. Sin embargo, ante la notoriedad que había alcanzado Ignacio después de la toma de Saltillo, Ramón fue objeto de constantes sospechas, persecuciones y vejaciones, por lo que decidió huir a mediados de 1811.
La alegría que proporcionó a su madre el verlo aparecer en la casona de Tlalpujahua pronto se convirtió en nueva aprehensión, cuando él le confesó su intención de alcanzar a sus hermanos en Zitácuaro.
La viuda reanudó sus plegarias y sus llantos a escondidas al saber que cuatro de sus hijos permanecían sitiados por las tropas realistas en Zitácuaro, mientras que su otro hijo, Rafael, también partidario de la insurgencia, se hacía cargo a duras penas de los negocios y de las familias de todos.
Hasta agosto de 1811, supo doña Rafaela que Ignacio presidía la Suprema Junta Nacional Gubernativa y que su hijo Ramón había perdido un ojo en la batalla.
A mediados de 1812, la alegría de la matrona no tuvo límites al saber que sus hijos regresaban a Tlalpujahua: decidieron establecer su cuartel general en su pueblo. Fueron los meses más felices de la guerra para doña Rafaela: sus hijos ocupaban de nuevo la casona y podía mimarlos como si siguieran siendo pequeños.
El pueblo era una fiesta con la presencia de la Suprema Junta en aquel lugar. Poco a poco intelectuales y soldados iban uniéndose al movimiento de independencia y las reuniones para discutir las proclamas se llevaban a cabo en la casa de doña Rafaela, quien alimentaba y mimaba a todos como si fueran sus propios hijos.
El 31 de julio de 1812, se celebró el santo de Ignacio, y se aprovechó la ocasión para rendirle homenaje a otro Ignacio: el general Allende, caudillo de la insurgencia, fusilado un año antes.
Hubo colgaduras en las ventanas y balcones desde la víspera. La artillería hizo una salva en la plaza de San Francisco frente a la casa de doña Rafaela. En la noche se iluminaron todas las calles y las dos plazas del Real que se habían limpiado de todas las inmundicias que las habían afeado.
En el balcón principal de la casa de los López Rayón, se colocaron luces, con gran simetría y en medio se acomodó un dosel con el retrato de Fernando VII, con una hermosa matrona al lado, símbolo de América, en ademán de sostenerlo. En las extremidades se habían puesto unas octavas y una oda para Allende.
Tlalpujahua, feliz real venturoso
Alza la frente y la expresión admira
De ese augusto retrato majestuoso
Que gloria a un tiempo y pesadumbre inspira
Es tu monarca amado, que lloroso
En dura esclavitud por ti suspira
Y desde allá con ahínco soberano
Protege la honradez del pueblo indiano
Héroe inmortal
Allende incomparable
Honor de la nación americana
A pesar del tirano detestable
Y de su turba criminal insana
Hoy se convierte a ti con rostro afable
La gratitud excelsa y soberana
Y entre sombras vivas de alegría
Bendice el reino tu glorioso día.
La serenata de aquella noche fue de especial lucimiento, por la calidad de las piezas, por la excelente ejecución y por las constantes aclamaciones que las interrumpieron.
Todo el pueblo acudió al acto y doña Rafaela no cabía en sí de orgullo. Deseaba que aquellos días no terminaran nunca.
A la mañana siguiente se repitieron las salvas de artillería y todos los civiles al igual que la tropa se vistieron de gala, formándose en perfecto orden. A las ocho de la mañana, el presidente Ignacio López Rayón, acompañado de un cortejo presidido por doña Rafaela y doña María Ana, fue a la parroquia donde se cantó misa y tedeum con la solemnidad correspondiente.
Todo el mundo lo felicitó por su día y no faltaron los discursos de los miembros de la junta, recalcando las similitudes entre los dos Ignacios: uno había iniciado la independencia y el otro la sostenía en pie.
Doña Rafaela nunca fue tan feliz como ese día en que casi podía alcanzarse el triunfo de la insurgencia, podía tocarse el amor y la admiración que le prodigaban todos a su hijo Ignacio y se respiraba el respeto que supieron ganarse los demás hermanos.
Pero aquella fiesta también terminó con otro tipo de fuegos que no fueron festivos. Después de la derrota del Campo de Gallo en abril de 1813, la Junta abandonó Tlalpujahua. Sólo se quedaron acompañando a la anciana sus hijos Rafael y Francisco, ya que Ignacio había partido llevándose incluso a su esposa y a sus dos pequeños; también se habían ido Ramón y José María a seguir combatiendo a favor de la libertad. Mientras tanto, Rafael seguía ocupándose de los negocios que les quedaban, y Francisco desde Tlalpujahua expedicionaba para vencer algunas partidas realistas de la región.
Los años que siguieron, doña Rafaela seguía las aventuras de sus hijos a través de la correspondencia que no dejaron de enviar. Así supo que Ignacio formó parte del Congreso que el general Morelos formó en Chilpancingo y que luego, por diferencias con este caudillo, emprendió la marcha en compañía de otros desafectos hacia Huajuapan y después rumbo a la Tierra Caliente de Michoacán.
También se enteró en 1814 de que su hijo Ramón soportó valientemente el sitio al fuerte de Cóporo, cerca de Sultepec, donde luego lo alcanzó Ignacio.
La buena mujer vivía con el Jesús en la boca, rezando y llorando todas las noches, fingiendo ser ecuánime a partir del amanecer. De vez en cuando alguno de sus hijos revolucionarios se escapaba para encontrarse con otro jefe rebelde en Tlalpujahua y la matrona echaba la casa por la ventana para celebrar la ocasión. Trataba a los insurrectos con el cariño de madre, riñéndolos como niños cuando no se acababan la comida o se olvidaban de rezar antes de probar los alimentos.
En 1815, el padre Juan Antonio Romero, vicario de Tlalpujahua, quien simpatizaba con la causa de la independencia, fue fusilado por el comandante Aguirre, quien tenía a su cargo la pacificación de aquella región. Entonces publicó Francisco una proclama que circuló profusamente por todos los pueblos y aldeas cercanas. Tanto los realistas como los partidarios de la independencia la recordaron por la vehemencia de la frase con que empezaba y terminaba: «¡Venganza, sangre y destrucción contra el enemigo!».
La proclama narraba la conducta sanguinaria de los ejércitos realistas e invitaba a los soldados criollos y mestizos que todavía estaban bajo el mando de los gachupines a alistarse bajo las banderas de la insurgencia. A quienes no lo hicieran, advertía, se les declararía guerra a muerte.
Al leerla el comandante Aguirre se juró que pronto tendría en sus manos al autor de esa proclama. Sabía que Francisco vivía en Tlalpujahua sin esconderse de nada, por lo que Aguirre decidió sorprenderlo. En noviembre de 1815, el militar realista estaba en Ixtlahuaca, así que caminó toda la noche con sus ciento ochenta dragones para recorrer las quince leguas que hay entre esa población y Tlalpujahua; rodeó el pueblo con sus soldados para impedir la salida al rebelde y, bien pertrechado y situado, se presentó frente al pueblo.
Al darse cuenta de la situación, Francisco reunió a toda prisa cien soldados y quiso salir por el rumbo de El Oro, pero cayó prisionero de un oficial realista que mandaba setenta y cinco dragones. Entonces fue conducido a Ixtlahuaca, donde permaneció en prisión.
De inmediato, doña Rafaela mandó avisar a sus hijos, quienes intentaron salvar a Francisco por todos los medios: mandaron cartas al virrey y al arzobispo, pero no pudiendo ni queriendo suplicar a quienes los habían perseguido con denuedo, les reclamaban con dureza los derechos de guerra. Esto enfureció aún más a las autoridades virreinales y condenaron a muerte al prisionero.
El comandante Aguirre, mientras tanto, quiso tomar partido de la situación en que se encontraba Francisco para conseguir que todos los hermanos López Rayón abandonaran la causa de la independencia, por lo que pidió una entrevista con doña Rafaela.
Aguirre ofreció a la madre de rostro desencajado y mirada perdida perdonarle la vida a Francisco si ella convencía a sus otros cuatro hijos de que depusieran las armas y dejaran de combatir a favor de la insurgencia.
Doña Rafaela se quedó un rato en silencio. No podía decirse que la propuesta no fuese tentadora: se le ofrecía nada menos que la vida de su hijo, el pequeño, el más amado, además del perdón de todos los demás que vivían a salto de mata en Tierra Caliente, exponiéndose cada día a enfermedades y a la muerte. ¿Qué hacer? ¿Cómo rechazar esa propuesta? ¿Sería eso el milagro que tantas veces había pedido en sus oraciones? ¿Sería que Dios finalmente había sido conmovido por sus lágrimas?
Sin embargo, a pesar de ser tan tentadora la propuesta, supo que no podría aceptarla. Avergonzaría a sus hijos y sin duda no querrían volver a verla ya que ese perdón significaba la ignominia y el deshonor. Alguien le había narrado cómo Ignacio había abofeteado alguna vez a uno de sus soldados quien le había sugerido el indulto. Ya sentía la anciana la bofetada de su propio hijo en la mejilla, ya preveía el escarnecimiento de los que todavía seguían a los López Rayón a pesar de las penurias, y sobre todo, ya imaginaba el destino de aquel país, aquella república del Anáhuac que sus hijos habían soñado, arrastrada en el lodo de la vergüenza.
Doña Rafaela recordó que desde el primer día que sus hijos se habían ido a la guerra, ella ya los había entregado a esa otra madre que era la patria americana. Recordó también a todas las otras mujeres, a las viudas, a las madres, a las hijas, que habían entregado a sus maridos, a sus hijos, a sus padres en un sacrificio en pos de la patria libre y ahogando un sollozo en la garganta, dijo no: «Prefiero un hijo muerto que traidor a la patria», murmuró mirando al comandante a los ojos, obligándolo a salir de su casa.
Así fue como Francisco fue fusilado en Ixtlahuaca, en los primeros días de diciembre de 1815, por el comandante Matías Martín y Aguirre. Y así fue como el comandante realista acabó también con la vida de doña Rafaela, que jamás volvió a ser la misma.
Los otros cuatro hijos de la familia López Rayón alcanzaron a ver realizado el sueño de la independencia de México:
Ignacio no aceptó la autoridad de la junta de Jaujilla a la muerte de Morelos, y fue hecho prisionero por sus compañeros insurgentes y entregado a los realistas. Estuvo preso desde 1817 hasta 1820. Lograda la independencia, ocupó varios cargos como el de comandante general de Jalisco y presidente del Tribunal Militar.
Ramón fue indultado después de la rendición del fuerte de Cóporo y a la firma del Plan de Iguala; en 1821 se puso a las órdenes de Iturbide, a favor de la independencia, éste lo hizo comandante de Zitácuaro y lo comisionó para que volviera a fortificar Cóporo. Ya proclamada la independencia fue nombrado regente de la administración de Tabacos de México, y después, contador general de Correos.
Rafael y José María pudieron volver a sus negocios en Tlalpujahua, donde vivieron pacíficamente sus últimos años.
El Congreso de 1824 no incluyó a Francisco Rayón en el número de los beneméritos de la patria: ha sido olvidado hasta la fecha. No se le ha considerado como un héroe de la patria y sus acciones poco se conocen.
Aunque doña Rafaela no tomó parte directa en la insurrección como otras mujeres que dedicaron su tiempo, su vida o su fortuna a la causa de la Independencia, estuvo dispuesta a entregar a sus cinco hijos a la revolución y no vaciló al escoger entre la vida de uno de ellos y la sumisión de los demás, a diferencia de otros padres, como el de Vicente Guerrero, que fue a tenderse a los pies de aquel caudillo para que aceptara el indulto que ofrecían las autoridades a cambio de deponer las armas, dando lugar a aquella frase célebre de Guerrero: «La patria es primero».