Cecilia Villarreal

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La heroína de Soto la Marina

(también llamada María)

Para Antoni y Mari

Cecilia Villarreal era una mulata magnífica de regular estatura, piel de c anela, grandes ojos negros y cabello ondulado que usaba trenzado y recogido en lo alto de la cabeza. Toda ella era una delicia a la vista: las pestañas enormes, los dientes blancos y la grupa que sólo Dios sabía cómo se sostenía desafiando las leyes de gravedad.

Su madre vivía en Veracruz, como esclava libre, al servicio de uno de los grandes almacenes que ahí había; uno de sus bisabuelos había llegado en un barco desde África, traído por los traficantes franceses hasta la Nueva España.

Cuando era pequeña, a Cecilia le encantaba que su madre le contara las historias de sus antepasados mientras desgranaba el maíz o aplastaba los plátanos para hacer bollitos con queso. Ella le contaba que su abuelo, harto de los maltratos de los hacendados que lo tenían esclavizado al trapiche como un animal, había huido con el legendario guerrero Yanga, que no sólo logró escabullirse de los amos blancos, sino que también fundó un pueblo con los negros cimarrones en la montaña, el cual al cabo de los años, tuvo que ser reconocido por la corona española. Poco a poco se fueron mezclando con los blancos y los indios para formar una raza nueva.

Cuando Cecilia cumplió quince años, se dio cuenta de que los hombres la deseaban. No podía pasear por las calles sin que alguno la siguiera, atraído por el ritmo de sus caderas bamboleantes. Cada vez la cacería de los varones, blancos y de color, era más descarada y Cecilia tuvo miedo.

Un día tuvo que correr por el enjambre de callejuelas que iba a desembocar a la plaza de armas para perder de vista a un soldado borracho. Cuando creyó que había escapado, se vio arrinconada en un callejón contra uno de los altos edificios de coral. Pensó que era su fin, sintiendo tan de cerca el aliento caliente y apestoso de su predador. En ese momento otro soldado pasó por la entrada del callejón y adivinando la escena en la penumbra, se acercó a rescatarla. Dos puñetazos fueron más que suficientes. Luego le ofreció el brazo y la acompañó hasta su casa.

Se llamaba Francisco de la Garza. Le decían Francisco, el Dragón, por pertenecer al Cuerpo de Dragones del Ejército Real. Era un apuesto joven mestizo de veinticinco años, cuya piel trigueña y grandes ojos color castaño le ablandaron a Cecilia el corazón. Ella se juró a sí misma que lo acompañaría a donde fuera, al fin del mundo mismo, si él pedía su mano. Así ocurrió y pronto estuvieron frente al altar de Nuestra Señora del Buen Viaje.

A mediados de abril de 1817, Francisco fue llamado a su compañía. Servía bajo las órdenes del general brigadier Joaquín de Arredondo y Mioño, quien ordenó a su pequeño ejército dirigirse al norte. Habían llegado las noticias de que un español venía a auxiliar a los rebeldes y que desembarcaría en algún lugar de la costa norte. Cecilia no dudó ni un momento en irse con él.

Emprendieron la larga jornada en la fragata de guerra Sabina, costeando a lo largo del golfo. Pasaron por encima de los arrecifes de coral que rodeaban el puerto, circunnavegaron el viejo castillo de San Juan de Ulúa, donde estaban recluidos los prisioneros más peligrosos de la Nueva España, descansaron más de una vez junto a enormes ríos que desembocaban en el mar antes de llegar a Nautla, pequeño puerto que ya había sido tomado por las fuerzas realistas de Armiñán.

Cecilia estaba contenta. Siempre había querido salir a la mar y aunque no perdiera nunca de vista la tierra firme, cuando se asomaba por la quilla de la nave y el viento movía su cabello en todas direcciones sentía que aquella sería una gran aventura.

El 15 de mayo llegaron a la desembocadura del río Soto la Marina, vislumbrando a lo lejos tres barcos de la expedición insurgente; les dispararon, llegando a hundir uno de ellos, otro huyó y el tercero quedó desbarrancado.

Desembarcaron más arriba. Descargar el barco de los arreos militares fue penoso y lento, labor que desempeñaron los soldados mientras las mujeres armaban los campamentos y cocinaban. A pesar del duro trabajo, el ánimo del grupo no decayó y a la puesta del sol, los campamentos realistas parecían una fiesta.

Unos días más tarde se reunieron en el mismo lugar los refuerzos que el brigadier había pedido a todos los jefes realistas de la zona. Cuando finalmente emprendieron la marcha río arriba, eran un grupo de más de dos mil soldados, además de sus acompañantes.

El pueblo de Soto la Marina había cambiado el lugar de su ubicación debido a una epidemia de fiebre amarilla, y su nueva ubicación era muchas leguas río arriba. En condiciones normales habría tomado dos o tres días llegar allá, sin embargo, con todos los arreos y equipo, a pesar de las marchas forzadas a las que los sometió Arredondo, tardaron mucho más en subir por aquellos playones desolados.

La marcha en medio de la selva fue penosísima, a una temperatura que hacía hervir la sangre y, mientras, los insectos hacían su agosto con los soldados realistas. Sus acompañantes, quienes marchaban junto al lecho del río, sólo disfrutaban la frescura de las aguas en los breves descansos que permitía el brigadier Arredondo, impaciente como estaba de llegar a combatir a los enemigos.

El 10 de junio llegaron al rancho de San José, a tres cuartos de legua de Soto la Marina. Varios de los oficiales rebeldes habían desertado y esperaban al brigadier en aquel punto para pasar sus informes: allá, junto al río, los insurgentes recién llegados habían construido un fuerte con los restos de uno de sus barcos. Xavier Mina se había internado en el país con un pequeño ejército y había dejado a cargo de la defensa del fuerte al mayor catalán Josep Sardá con instrucciones de que resistiera hasta morir.

Entonces llegó a oídos de Cecilia la marcha que habían compuesto los insurgentes y que habían repartido entre los habitantes de todos los pueblos cercanos:

Acabad, mexicanos,

de romper las cadenas

con que infames tiranos

redoblan vuestras penas.

De tierras diferentes

venimos a ayudaros

y a defender valientes

derechos los más caros.

Mina está a la cabeza

de un cuerpo auxiliador:

él guiará vuestra empresa

al colmo del honor.

Si españoles serviles

aumentan vuestros males

también hay liberales

que os dan lauros a miles.

Venid pues, mexicanos,

a nuestros batallones,

seamos todos hermanos

bajo iguales pendones.

Esta cancioncilla que ya repetían las mujeres y los niños de San José hizo una fuerte impresión en el ánimo de Cecilia en los días siguientes. De súbito recordó todas las injusticias que habían cometido con sus antepasados los hacendados españoles y cómo todavía los gachupines del puerto explotaban a los que no fueran de su clase. Su propia madre, ¿no había sido obligada a servir en las labores más penosas? ¿No había sido ella misma producto de la violación perpetrada por un gachupín? Su padre no había querido reconocerla y pocas veces le había dado como limosna algunas monedas que ella devolvió, asqueada.

Se decía que con Xavier Mina venía gente de varios países: franceses, ingleses, italianos y americanos del norte. ¿Por qué —se preguntó Cecilia— aquellas personas que estaban tan lejos se preocupaban por ellos? ¿Por qué tomarse la molestia de venir desde tan lejos a luchar?

Entonces se sintió avergonzada. Le daba vergüenza Francisco, como americano hijo de esta tierra. ¿Por qué estaba luchando a favor de los gachupines y en contra de sus propios hermanos? Cuando se lo preguntó aquella noche, Francisco le respondió con rabia. Los insurgentes eran unos soñadores, dijo, que ya habían sido aplastados por todas partes. Mina sin duda era un iluso y un loco, o peor aún, ¡quién sabe qué oscuros planes de invasión tendría aprovechando la confusión de la guerra!

El día 12 en la madrugada, el ejército de Arredondo se preparó para el combate en el fuerte. Se les pidió a las mujeres que se quedaran en el pueblo de San José para que no expusieran su vida, pero Cecilia no hizo caso. Quería ver a aquellos extranjeros que estaban ahí para darle la libertad.

Los insurgentes habían quemado las casas de Soto la Marina para que sus enemigos no pudieran refugiarse en ellas, por lo que las tropas realistas sólo pudieron guarecerse entre la maleza y las piedras. El fuerte, por su parte, era una construcción precaria de madera y lodo que del lado del río quedaba descubierta; los rebeldes habían empezado a construir unas trincheras, pero habían quedado incompletas. Dentro se guarecían ciento treinta soldados y algunos campesinos y sus familias.

Cecilia presenció el cruento ataque del que los invasores se defendieron con gran valentía; todo el día duró el fuego, sin tregua alguna y ella, mientras tanto, se ocultó entre las ramas de un árbol de palo mulato que crecía en un islote del río donde no podían verla. No supo cuánto tiempo estuvo ahí arriba. Después de doce o trece horas, el hambre y el cansancio la rindieron: por momentos el intenso calor y el silbido de las balas la adormilaban, sólo despertaba asustada cuando la bala de un cañón hacía blanco, lanzando torrentes de agua si caía en el lecho del río o astillas y tierra si alcanzaba su objetivo.

Después de la medianoche, Cecilia bajó del árbol, muerta de hambre y de sed. No logró encontrar a Francisco, además de que tampoco ansiaba hacerlo, sabía que él se molestaría muchísimo al verla ahí expuesta. Hombres y mujeres de los dos bandos corrían sin ton ni son de los dos lados del río, recogiendo heridos y buscando hacerse de los bienes y armas de los muertos. Ella se dirigió sin muchas ganas al campamento de los suyos, a buscar comida.

A la mañana siguiente, Cecilia retomó su puesto en el árbol, antes de que comenzara el combate, previniéndose con un itacate de gordas de manteca con frijoles y un chochocol con su jarro para proveerse de agua. Así volvió a subir al árbol y ahí estuvo, sin que nadie la molestara durante dos días completos en los que el ejército realista, compuesto de más de dos mil hombres y diecinueve piezas de artillería, atacaba a fuego cruzado el fuerte defendido por poco más de cien hombres. Éstos rechazaban los ataques de Arredondo de manera feroz, impidiendo que tomaran la precaria construcción que estaba ya casi destruida.

Desde el primer día, el brigadier se había apoderado de las reses que los insurgentes tenían reservadas para tolerar, incluso, varios meses de sitio y poco a poco se había ido apoderando del río, de tal modo que los rebeldes no tenían ni alimentos ni agua para soportar más.

El día 15 por la mañana, ante la gran cantidad de bajas que había tenido, el brigadier propuso parlamentar con los sitiados. Pero a las pocas horas comenzaron los disparos otra vez. Cecilia, desde su punto de observación, se dio cuenta de que muchos de los civiles que estaban dentro del fuerte, abandonaban su posición muertos de sed; sin embargo, los pocos hombres que quedaban dentro seguían combatiendo sin dar tregua.

Al mediodía el calor era intensísimo, aumentado por el humo de los cañones y las granadas. Cecilia se sintió mareada a pesar de que no le era ajena aquella temperatura en que había nacido y crecido. Pensó en los hombres del fuerte y una enorme compasión se apoderó de ella: no había manera de que se surtieran de agua en medio del intenso fuego al que los tenía sometido el ejército de Arredondo. Habían venido de tan lejos, abandonando su país y sus mujeres para combatir con los mexicanos a quienes jamás habían visto y tendrían que rendirse o morir de sed.

Sin pensarlo un momento más, bajó del árbol y cruzó el río por detrás del islote que la había resguardado. Pronto llegó al lado descubierto del fuerte, el que daba al río, y ahí llenó el chochocol en una poza que no había sido contaminada por los cadáveres que flotaban en la corriente.

Una leve bruma se levantaba desde el agua haciendo que todo pareciera irreal, como un espejismo en medio del desierto. Los rebeldes vieron cómo salía del agua, en medio de la bruma y de las balas enemigas, una hermosa mujer con un cántaro en la espalda. Cecilia, con la ropa empapada, llegó hasta ellos y les dio de beber agua del chochocol con su jarro de barro. Los rebeldes no pudieron despreciarla: estaban muertos de sed. Uno a uno fue bebiendo con avidez y cuando el agua del chochocol se agotó, Cecilia no dudó en volver a la poza y llenarlo de nuevo.

Los realistas también la vieron, más de alguno la reconoció sin dar crédito a aquella acción. ¿Era Cecilia la de Francisco, el Dragón? Sin duda, era de ella esa basquiña roja y el porte, y los hermosos senos que se mostraban bajo la blusa de manta empapada. Otros no supieron quién era. Sólo vieron con admiración cómo regresó al río una, dos, tres veces a llenar su cántaro sin temor a las balas y la metralla. ¿Quién era esa mujer? ¿María? Debía ser María, todas las mujeres, como la Virgen, llevan el nombre de María, y sin duda una mujer tan bella no podía tener otro que ese nombre primigenio… Pero ¿de dónde había salido y cómo se arriesgaba a hacer lo que ninguno de los soldados consideró siquiera?

Los hombres de la región juraban que era X’tabay, una diosa antigua que vivía en los lechos de los ríos y que daba de beber a los hombres para robarles el alma. Otros estaban seguros de que era la Mulata de Córdoba, que acusada por brujería había huido de sus captores en un barquito que pintó en la pared de su celda de San Juan de Ulúa. ¿Cómo, de no ser por las artes de hechicería, podría una mujer haber cruzado las líneas de ataque sin recibir ni una sola bala?

A media tarde, mientras los hombres de la tropa se deshacían en especulaciones admirando la valentía de Cecilia, el brigadier negociaba la capitulación con los sitiados: todos quedarían libres, se les respetarían sus rangos y dejarían el fuerte con honores de guerra.

Sin embargo, al pardear la tarde, el general Arredondo vio salir del fuerte a los treinta y siete sobrevivientes de los ciento cincuenta insurgentes que habían defendido la posición con tanta valentía, mientras que él había perdido a cuatrocientos de sus dos mil hombres; sus ojos relampaguearon de ira. ¿Cómo iba a explicar aquello? Ciego por la rabia, mandó arrestar al mayor Josep Sardá, que fue conducido a San Juan de Ulúa junto con algunos oficiales, mientras que otros extranjeros fueron fusilados ahí mismo.

Aunque Francisco buscó a su esposa por todas partes, habiendo escuchado su hazaña, ella se mantuvo oculta; había tomado una determinación: acompañaría a los presos de regreso a Veracruz. No quería ser parte de un gobierno que incumplía sus promesas y que no podía respetar la valentía y el honor. Tampoco quería permanecer con un hombre que luchaba en contra de su propio pueblo.

Josep Sardá era un hombre de poco más de treinta años, de gran estatura y buen porte. Hablaba el castellano con reminiscencias de la miel catalana en las últimas sílabas y en sus ojos traía contenido el color del mediterráneo y el fuego de las batallas. Cecilia por su parte, lo había hechizado con su arrojo y con su belleza. Aquel sentimiento creció en el camino de regreso a Veracruz y no disminuyó en las semanas en que Sardá estuvo preso en la oscura fortaleza donde sufrió toda clase de vejaciones.

Cuando iba a ser conducido de regreso a España, Cecilia lo ayudó a escapar de la cuerda de prisioneros que era llevada al barco. Oculto en las casas de madera de los negros del puerto, logró abordar un barco que lo llevó a Cartagena para reunirse con Simón Bolívar en Nueva Granada. Dicen que Cecilia iba con él.