Carmen Camacho

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Desde jovencita le habían cuadrado a Carmen los soldados. Eso que ni qué. Le deslumbraba el uniforme de los dragones del rey, el porte de los patriotas, las banderas de los batallones de infantería de línea con el estandarte real, los galones de plata en el collarín de los soldados de caballería, la escarapela roja en el bicornio de los granaderos de línea…

¿Cómo comparar a un oficial impecable con botas lustrosas y casaca rebordada con un pobre payo?

Por eso cuando Juan Albino Herrera, soldado de patriotas del regimiento de San Luis Potosí, comenzó a pretenderla, de inmediato le dio el sí. No hubo boda elegante, pero eso sí, se casaron bien casados frente al cura.

Los primeros años aquel matrimonio funcionó de maravilla. Juan Albino sólo tenía que cumplir con los ejercicios del regimiento y las escaramuzas por los alrededores. No era precisamente guapo: era un mestizo picado de viruelas, de baja estatura, pero era bueno con ella y cumplía todos sus caprichos. Ella, en cambio, era una morena altiva de andar rumboso, anchas caderas y risa fácil. Su rostro no era especialmente bello, incluso podía decirse que resultaba vulgar, pero el lunar que tenía sobre el labio superior y la barbilla partida hacían enloquecer a los hombres.

Aunque Carmen sentía que merecía más, se dedicó a su casa y a la criatura que dio a luz un año después de la boda, pero a fines de 1810, junto con las noticias de los levantamientos en El Bajío, llegó a San Luis la primera división de dragones del rey. No supo ni cómo pasó, pero deslumbrada por los galones y las bellas palabras de Francisco Barreda, un criollo de Monterrey de bigote rubio, una tarde terminó en sus brazos sobre la paja de un granero.

Se olvidó del marido y del hijo, del recato que debía a su condición de señora casada y tarde a tarde iba a encontrarse con su amante, quien entre besos y caricias le contó cómo era la Ciudad de México. Un día, le prometió que la llevaría allá y juntos verían la ceremonia del pendón el 13 de agosto. Ese día, la plaza mayor se llenaba y todas las mujeres de la Nueva España lucían sus mejores galas para conmemorar la entrada de los españoles a la Ciudad de México doscientos años antes.

Carmen entornaba los ojos y se veía a sí misma en aquellas calles anchas donde florecían los palacios, en medio de las linajudas damas de la corte virreinal, con unas buenas naguas de castor y una blusa nueva.

Semanas más tarde llegaron órdenes contundentes: la primera división debía marchar de inmediato hacia Valladolid y acabar con Hidalgo, aquel cura levantisco, y sus secuaces. Francisco le propuso que se fuera con él y ella no pudo resistir la tentación, ansiosa de ver el mundo que estaba más allá de las escarpadas montañas secas de San Luis.

Salió de su casa en la madrugada cuando su familia estaba entregada al sueño todavía, como una ladrona. No se detuvo más que a darle un beso a su hijito y a sacar un envoltorio con un cambio de ropa. Cuando salió el sol, Carmen se vio libre sobre el lomo de una mula, acompañando a la primera división de los dragones, al lado de otras mujeres con los ojos llenos de sueños, como ella misma.

Sin embargo, las cosas no resultaron tan fáciles. Al principio, Francisco Barreda fue bueno con ella y la llenaba de atenciones, pero a medida que pasaban las semanas, aquel que juró defenderla con su vida misma, comenzó a golpearla, presa de los celos y del aguardiente. Era muy tarde para arrepentirse: estaba a muchas leguas de su casa, en caminos amenazados por insurgentes.

Cuando la primera división llegó a Acámbaro, cerca de Guanajuato, la situación para Carmen se volvió intolerable: una vez más, Francisco la había golpeado después de hacerla beber aguardiente a la par que él y haberla obligado a confesar quiénes eran sus amantes. La mañana la encontró desgreñada y sanguinolenta en el lodo, a cierta distancia del campamento de los dragones. La cabeza le daba vueltas y el mundo parecía un lugar aterrorizante. Se dio cuenta de que, de seguir con aquel hombre, no le quedaría mucha vida.

No esperó a que su torturador despertara, simplemente corrió hacia los cerros más cercanos hasta que se le acabó el aliento y le ganó el mareo. En la precaria sombra de un huizache, se quedó dormida; pudieron más el agotamiento y el malestar que el miedo. No supo cuánto tiempo estuvo tendida ahí en la tierra; cuando despertó, el sol estaba alto en el cielo y el calor hacía que la sangre le picara en la cabeza. Decidió buscar algún lugar donde guarecerse hasta estar segura de que la primera división estuviera bien lejos de aquel lugar.

Se escondió en un rancho. Allí pasaba los días metida en la paja de los corrales y temprano en la mañana se pegaba de las ubres de las vacas para poder alimentarse. Cuando se sintió fuerte, tomó el camino hacia Querétaro, sin decidir con claridad qué haría con su vida, temerosa de regresar a San Luis y sin perspectivas claras de asentarse en algún otro lugar.

No llevaba mucho tiempo caminando por aquellos rumbos, cuando un grupo de guerrilleros la rodeó, muy cerca del pueblo de Jerécuaro. De inmediato fue puesta a disposición del coronel de insurgentes don Juan Rivera, quien, a pesar de las desgracias que ella había experimentado, la encontró muy atractiva.

Carmen no tenía nada que le robaran, nada que pudiera ser codiciado más que su cuerpo y su porte altivo a pesar de su humilde origen. Pero los insurgentes fueron gentiles con ella: le dieron de comer un buen plato de frijoles con tortillas calientes y toda el agua de chía que pudo beber. Cuando recuperó el cuerpo, el coronel Rivera le ofreció un cigarro con una sonrisa.

El brillo en los ojos de Carmen era patente: la tez apiñonada de Juan Rivera, el torso que se dejaba ver bajo la camisa de algodón abierta, las musculosas piernas que denotaban una vida dedicada a los trabajos fuertes y sobre todo la sonrisa amigable… Todo aquello le trastornó el seso a la muchacha. Aunque el hombre no vestía el uniforme realista, sino una chupa de pana clara y unas calzoneras de cuero con botonadura de plata, Carmen consideró que, de todos modos, un coronel era un coronel.

Le empezó a gustar aquella gente, su alegría y su desparpajo, y sobre todo, la convencieron sus argumentos para andar levantados contra el ejército virreinal. En las noches junto a las fogatas del campamento, todos contaban historias de por qué se habían convertido en insurrectos: unos estaban hartos de los malos tratos de los patrones; otros habían sido despojados de sus tierras y sus animales cuando la ley de consolidación de vales había exigido que se pagaran de inmediato las deudas adquiridas con la Iglesia o se confiscarían las propiedades; unos más eran esclavos huidos o indios trabajadores de las minas de Guanajuato y Zacatecas…

Sólo unos pocos tenían claro el objetivo del movimiento, entre ellos, el coronel Rivera. Él había estado con Allende y con el padre Hidalgo, y los había oído hablar del porqué de la lucha: no era justo que todo el oro, toda la plata de la Nueva España se la llevaran al otro lado del mar en aquella guerra que además ya se podía considerar perdida.

No estaba bien que no fueran todos iguales y que a unos se les tratara con mayores consideraciones que a otros: las diferencias entre gachupines y americanos eran y habían sido siempre muy claras. Y dado que España estaba siendo invadida por Napoleón, se presentaba la oportunidad perfecta para intentar la separación de una vez por todas. Los gachupines habían entregado su país a los impíos franceses y habían dejado que se llevaran preso al rey Fernando VII. ¿Acaso habría que permitirles a los franceses llegar a la Nueva España? Era preciso acabar con los gachupines y ser libres por primera vez desde la Conquista.

Carmen, al oír aquellas razones, se sentía llena de vida, con un sentido para dirigir sus acciones por fin. Dentro de su corazón sabía que las razones que allí se daban para pelear eran verdaderas. Ella misma varias veces había sufrido malos tratos y de sobra sabía que jamás podría haberse casado con un gachupín, por el solo hecho de ser una mestiza. ¡Cuán equivocada había estado de haber considerado a los realistas nobles y valientes! A partir de ese momento entendió cuál era su ejército, a dónde pertenecía realmente.

Una madrugada, después de haberla amado con pasión y dormido en sus brazos, el coronel Rivera le preguntó si estaba dispuesta a trabajar a favor de la insurgencia. Le encantaba —le dijo— pasar las noches con ella, y consideraba que Carmen podía servir a la buena causa. ¿Se atrevería a seducir a los soldados realistas? Con aquel porte y con aquel cuerpo bastaría que les coquetease un poco y los soldados creerían cualquier cosa que ella les dijera.

Aunque le costó separarse del apuesto coronel, estaba decidida a servir a la causa insurgente. Todo quedó listo y al punto: fingieron dejarla libre, el coronel Rivera le dio dinero y le extendió un pasaporte para volver a Acámbaro, población que hizo su centro de operaciones. La acompañaba otra muchacha de nombre Juana Crisóstomo Durán, hermana de uno de los rebeldes.

Buscaron alojamiento en el barrio de Maravatío, en la casa de un obrajero y su hermana, doña Dionisia, de la que pronto se hicieron amigas. Con el pretexto de vender cigarros, hacían viajes al pueblo de Tarandácuaro, donde rentaron una pequeña bodega, que servía también de depósito de arreos para los sublevados. Aquello les daba un margen amplio de movimientos, llegando hasta Zitácuaro, que era la base de los rebeldes.

Al cabo de los meses, las mujeres lograron su propósito. La estrategia era sencilla: invitaban a los soldados a beber en la vinatería cercana al cuartel, ahí chanceaban con ellos, les prometían mil cosas con los ojos y unas horas después, con el ánimo bien dispuesto por el aguardiente o la manzanilla, retaban a los hombres sobre quiénes iban a ganar la guerra para conocer su disposición.

Carmen era la más guapa y pizpireta de las dos, además de que poseía gran facilidad de palabra y arrojo. Haciendo parecer todo sólo una broma, iba entrando en el tema y antes de la medianoche, les había ofrecido llevarlos hasta Tarandácuaro donde los insurgentes los recogerían. Valía la pena dejar el ejército realista, les decía, ya que en él sólo peleaban por los caudales, mientras que los insurgentes peleaban por la razón.

Dichas aquellas palabras con la voz cascada por el alcohol y los ojos soñadores clavándose en los ojos de su interlocutor, muchos no dudaban más y con tal de gozar de los placeres de aquel cuerpo, lo dejaban todo y se iban con Carmen hasta el punto convenido con la gavilla del coronel Rivera.

Así ganó Carmen muchos soldados para la causa independentista. Se llevaban sus armas con ellos y a veces a varios de sus compañeros, seducidos por las palabras de la joven y las promesas de que una vez incorporados al ejército de la libertad no serían sólo soldados, sino que se les ascendería y se les darían tierras y caudales por sus servicios para que regresaran a sus pueblos si no querían quedarse a defender la causa.

Carmen se había acostumbrado a aquel modo de vida, incluso lo disfrutaba intensamente. Era libre de ir y venir por los pueblos de El Bajío y sabía que estaba sirviendo a una buena causa, además cada vez que iba a Tarandácuaro o a Zitácuaro, se encontraba con el coronel Rivera y pasaba con él varias noches que le sabían a gloria.

Llegó diciembre de 1811 y Carmen seguía yendo y viniendo por los caminos, fingiendo mantenerse de vender cigarros. A veces pensaba en su marido en San Luis Potosí y sobre todo en su pequeño, que de seguro ya la habría olvidado. En momentos así redoblaba el entusiasmo y se tomaba dos o tres vasos de aguardiente para olvidarse de todo.

Una tarde, su amiga Juana y ella se encontraron con un grupo de dragones que las invitaron a beber en la vinatería de la calle de la Campana. Allá se fueron y comenzaron a bromear y beber; los soldados trataron de embriagarlas para que se les entregaran, pero Juana se mantuvo platicando con la vinatera, como era la estrategia, y poco a poco los dragones se regresaron al cuartel.

Sólo se quedó José García, el compañero de aquella noche de Carmen. Él había conocido a la muchacha en San Luis Potosí y estaba profundamente herido porque entonces ella lo había despreciado, prefiriendo a Francisco Barreda. Después de los meses que habían transcurrido, ella no lo recordaba, pero él tenía su desprecio profundamente grabado en el recuerdo.

Después de un rato de estar bebiendo, Carmen le dijo con la voz entrecortada si se quería ir con ella a Zitácuaro, porque las cosas en el pueblo iban de mal en peor. Repitió con José lo mismo que les decía a todos: que ofrecía que le cortaran la lengua si las tropas del rey llegaban a tomar Zitácuaro, defendido por hombres valientes que luchaban por la libertad.

El dragón por fin vio llegar su oportunidad y contestó entusiasta que sí se iría con ella porque estaba aburrido en Acámbaro y, precisamente, estaba buscando la oportunidad de sumarse a las tropas insurgentes.

Carmen nada sospechó y lo animó a aprovechar la ocasión y a sacar del cuartel algunas armas. José le siguió la corriente, cada vez más emocionado, manifestándole que era fácil sacarlas porque todas las noches salía ya con sus armas encima, con la misma intención.

Obnubilada por el alcohol y el entusiasmo de lograr un mayor botín para sus amigos, Carmen le pidió que llevara la mayor cantidad posible y las dejara en la casa donde se hospedaba, ya que tenía ahí algunas pistolas y tres fusiles de los insurgentes. Le ofreció también, con coquetería, que si él desertaba ella lo acompañaría hasta Tarandácuaro, donde le brindarían, a él y a los suyos, lo preciso para el camino y al salir del pueblo pondrían caballos a su disposición. Después, ¡quién sabe hasta dónde podrían llegar juntos!

José, aunque dudó un momento ante tal promesa que era lo que siempre había querido, se mantuvo firme en su propósito de delatarla. Se estaba haciendo tarde y temió no llegar a tiempo para la revisión de rutina; miró el reloj y Carmen, sospechando algo, le dijo que tuviera entendido que en caso de que la entregara y la ahorcaran, ella se salvaría y él se condenaría, porque la causa insurgente era la verdadera causa de Dios y de la divina providencia.

El joven dragón consideró que tenía suficiente material para inculpar a la muchacha, que además ya estaba bastante ebria y se estaba poniendo necia, así que trató de despedirse pero le fue preciso acompañarla hasta su casa en el barrio de Maravatío, donde la dejó con la promesa de que le llevaría al día siguiente seis dragones que tenían su misma intención. Ella se ofreció a buscarlo al cuartel a las ocho de la mañana.

Carmen no llegó. En cuanto estuvo sobria sospechó de la actitud de José. Pero él fue a buscarla a su casa a las nueve y media, reiterando su deseo de irse con los insurgentes. La mujer no dudó más y rebeló toda la información de sus redes: que Juana era hermana de un ayudante de los insurgentes y que estaba mandando una avanzada que se hallaba cerca de la ciudad, lista para encontrarlo a él y a cuantos quisieran acompañarlos.

Don Justo, el diezmero de la tienda del portal, iba a darles todo lo que quisieran a quienes se pasaran a los insurgentes, así como al mayordomo de la hacienda de San Nicolás, quien les daba caballos a los que desertaban para pasarse al bando de los alzados.

No debería tener miedo, concluyó Carmen, ya que varios soldados del conde de Rul habían desertado más adelante de Maravatío y luego se habían ido todos a Zitácuaro. Lo estaría esperando aquella noche con las armas y los dragones para que una avanzada los llevara con los insurgentes. Lo miró con cariño y lo besó, para sellar el pacto.

José García, con el sabor agridulce de aquel único beso tan deseado, volvió a dudar, pero entró en razón pensando que por ninguna mujer valía la pena abandonarlo todo, así que se fue directo a delatar a Carmen Camacho con su superior. Aquella noche, después de las ocho, José regresó con otros dragones listos para aprehenderla.

De nada sirvió a Carmen decir que su marido y hasta su medio hermano formaban parte de los patriotas de San Luis, leales a la corona. Nadie le creyó cuando dijo que José García la invitó a pasear a solas y como ella se negó, entonces él la amenazó con denunciarla por insurgenta. Ella dijo que hiciera lo que quisiera, que todos los soldados la conocían bien, ella no era insurgenta.

José García no dudó en delatar a toda la red que Carmen tan ingenuamente había descubierto. Pero sus amigos, al verse perdidos, lo negaron todo. Su casero, el obrajero, la delató también, diciendo que ella lo había invitado a irse con los soldados para reunirse con los insurgentes.

Juana Crisóstomo Durán negó tener hermanos y atacó a Carmen diciendo que se embriagaba muy seguido, cada vez que se acordaba de su hijito abandonado en San Luis Potosí y que era una mujer ligera a la que «le cuadraban mucho los soldados».

Cuando vio que todos sus amigos la abandonaron y los oficiales realistas la condenaron a muerte, Carmen se derrumbó. ¿Qué era, qué había sido más que una pobre mujer? Pero no se arrepentía de nada, le dijo al confesor en la víspera de su ejecución. Nada había tenido nunca, más que su cuerpo y su voluntad, y con gusto los había entregado a la causa de la libertad que sabía justa, más que ninguna otra.

El 7 de diciembre de 1811, al amanecer, Carmen Camacho fue arrastrada fuera de su celda y para escarmiento de las mujeres de Acámbaro, la hicieron caminar por las calles vestida sólo con camisa de manta burda y un cartel colgado del cuello que rezaba: «Adicta a la insurgencia».

Antes de dar la orden de disparar, el comandante leyó ante todos con voz ronca:

«Nada puede ser más perjudicial a la tropa que el que las mujeres se dediquen a seducir a sus individuos y a engañarlos refiriéndoles hechos fabulosos y persuadiéndolos a que, abandonando sus banderas, aumenten el número de los insensatos traidores, por lo que conviene imponer el condigno castigo a la que olvidada de sus deberes haya cometido ese crimen».

Cuando Carmen oyó la orden de fuego, gritó a todo pulmón:

«¡Que vivan los insurgentes! ¡Que viva la causa de la libertad!».