CAPÍTULO I
GÜICÁN
1987

La familia de Lucas vivía en una parcela en la que los días eran tan fríos y las noches tan gélidas que las estrellas parecían congelarse en el cielo. El agua helada, que salía a borbotones por el tubo del improvisado baño afuera de la casa, venía desde lo alto de las montañas nevadas y era tan lacerante que los miembros de la familia sólo se bañaban una vez a la semana, dos o tres de ellos al mismo tiempo.

Lucas era demasiado pequeño para ducharse solo, de modo que lo hacía con su padre. Su madre, Clemencia, y sus hermanas, Adela y Lercy, se bañaban juntas. Nadie esperaba el momento de la ducha con entusiasmo, a excepción de Lucas, quien sentía a la vez excitación y pánico por los órganos genitales de Gumersindo. El niño luchaba por suprimir el placer que le despertaba la desnudez de su padre.

Un día Lucas cogió el pene de su padre para enjabonarlo, y Gumersindo le dio una cachetada que arrojó al niño contra las paredes cubiertas de líquenes.

—¡Los hombres no hacen eso! —le gritó—. ¡No vuelva a hacerlo! ¡Nunca!

Lucas jamás olvidaría el tono áspero y la expresión de asco de Gumersindo. Durante el resto de su infancia, tocar por accidente el pene de su padre sería su mayor miedo.

Lucas creció escuchando la historia de cómo su padre había sido el único de su familia que había sobrevivido a una masacre en la cual los demás fueron asesinados. Cada vez que se emborrachaba, a Gumersindo le daba por gritar: «Esos malditos guerrilleros nos acusaban a los campesinos de simpatizar con los pájaros conservadores y exterminaban a las familias para robarse nuestra tierra». Algunas veces, dependiendo de lo borracho que estuviera, comenzaba a gemir al tiempo que bramaba: «Estoy vivo porque ese día me enviaron al pueblo a comprar comida. Cuando volví a la casa, encontré a toda mi familia con un tiro en la cabeza y picados a punta de machete». En seguida explotaba con furia y gritaba: «¡Picados en pedacitos!». Luego siempre añadía: «Les cortaban la garganta y les sacaban la lengua por ahí».

Lucas sentía pena de que su padre hubiera quedado huérfano a los catorce años. Se preguntaba cómo se las habría arreglado si hubiera sido él mismo quien tuviera que hacerse adulto de la noche a la mañana para no perder la parcela, que había pertenecido a su familia por generaciones. Lucas había escuchado muchas veces —demasiadas, pensaba— la historia de cómo Gumersindo, antes de que le saliera el bigote, había contratado a una pareja para que le ayudara a mantener la tierra a cambio de ofrecerle un lugar para vivir, la alimentación y una parte de las cosechas.

La familia del padre de Lucas cultivaba en un invernadero artesanal anturios, claveles, margaritas y rosas, que vendían en el mercado local. La tierra en la falda de la montaña era tan fértil que, además de flores, tenían cultivos de papas, zanahorias, habas y otros tubérculos que comían los indígenas de esa región, y que también ofrecían en el mercado dominical de Güicán. A Gumersindo le gustaba jactarse ante la familia reunida en la mesa del comedor:

—Agradezcan que yo aprendí a leer y a escribir y que tengo buena cabeza para los números. Gracias a eso tenemos un techo que nos cubre y ustedes no pasan hambre. De modo que a estudiar y a aprender matemáticas.

Una tarde lluviosa, mientras Lucas y su madre estaban en la cocina sentados junto a la estufa desgranando habas, Clemencia empezó a rememorar el día en que había conocido a Gumersindo.

—Su papá fue a la fiesta anual de Corpus Christi. Había cumplido los dieciocho años y decidió que debería buscarse una esposa.

Después de decir esto se quedó en silencio, como si no estuviera segura de que remover aquellos recuerdos fuera buena idea. Lucas esperaba que si su madre prefería no seguir hablando del noviazgo, por lo menos sí lo hiciera de las fiestas del Corpus Christi, su momento favorito del año, que en Güicán se celebraban durante tres días y era la ocasión en que la gente del pueblo decoraba las iglesias y las plazas con arreglos florales y cestas con frutas, y construía sobre las esquinas de las calles arcos de bambú en forma de dinosaurios, vacas y caballos.

—Yo recién había cumplido los dieciséis —continuó diciendo Clemencia—. Sus abuelos me habían enviado a Güicán adonde unos familiares a terminar el bachillerato con las monjas. Antes vivía con mi familia en los Llanos Orientales, como a diez horas en bus, donde teníamos un terreno y un ganado. Mi ambición era llegar a ser maestra de una escuela rural que quedaba cerca de la casa. En la escuela de Güicán, a las muchachas se nos permitía salir en un grupo grande en la época de las fiestas, una sola noche y bajo la supervisión de una monja. A última hora, la hermana Rosa se enfermó. Las muchachas quedamos decepcionadas. Era la única vez durante todo el año escolar que podíamos ver a la gente bailando en las calles, así que las monjas se apiadaron y nos dejaron salir sin supervisión, pero con la condición de que nos quedáramos juntas todo el tiempo y no bailáramos ni habláramos con ningún hombre. No teníamos plata para montar en nada, así que lo único que podíamos hacer era dar vueltas por todos lados muertas de la felicidad. Un grupo vestido con trajes regionales bailaba bambucos. Yo estaba allí con las otras chicas mirando el grupo, mientras llevaba el ritmo con los pies y movía las caderas, cuando un hombre muy bien parecido se acercó y me invitó a bailar. Me sentí halagada de que se hubiera fijado en mí, pero le dije que no tenía permiso. Entonces las otras muchachas comenzaron a decir: «Vaya, vaya a bailar, Clemencia. Nosotras no decimos nada». Y así fue como conocí a su papá. Me encantaba bailar y él bailaba muy bien, hacíamos una buena pareja.

Clemencia dejó de desgranar para alisarse el pelo, al tiempo que un ligero rubor aparecía en sus mejillas.

—Bailamos un rato. Cuando me cansé, le dije que tenía que volver con mis amigas. Pero ya se habían ido, y allí estaba yo sola, con un desconocido. El hombre me parecía atractivo, pero al mismo tiempo estaba un poquito asustada. Gumersindo me preguntó si quería algo de tomar y le dije que sí. Tenía tanta sed que me tomé una botella de cerveza muy rápido y sin pensarlo. Comencé a sentirme un poco mareada. Su papá me dijo: «Camine y la acompaño a la escuela». No sé muy bien cómo, pero terminamos en un potrero en las afueras del pueblo.

La tristeza embargó su rostro.

—Bueno, suficiente por hoy. No se ponga triste, Lucas. La próxima vez le cuento el resto de la historia. Hay que apurarse con estas habas o no vamos a tener lista la comida. Y ya sabe cómo se pone su papá si no la encuentra en la mesa cuando regrese del campo.

Otra tarde de lluvia de aquella temporada invernal, cuando Lucas le ayudaba en la cocina, Clemencia continuó con la historia de su noviazgo.

—Gumersindo comenzó a aparecer en la misa del domingo, cuando las internas íbamos a la iglesia con las monjas. Siempre estaba sentado junto a la puerta de entrada, así que lo veía cuando llegaba y cuando se iba. Ocho semanas después de nuestro encuentro, me di cuenta de que estaba embarazada. Tenía pánico de lo que podría pasarme cuando lo descubrieran: tan pronto como se me notara que estaba embarazada, las monjas me iban a echar de la escuela como habían hecho con otras estudiantes. Decidí que no regresaría deshonrada a casa de mis padres. Una tarde me escapé de la escuela, fui al pueblo y comencé a preguntar si alguien sabía dónde vivía Gumersindo. En una cantina un hombre señaló en dirección a su casa.

»Gumersindo se alegró mucho de verme. Cuando arranqué a llorar y le revelé mi estado, me dijo que no hacía falta que volviera a casa de mis padres, que desde ese momento éramos marido y mujer, y nuestros hijos vivirían con nosotros.

En sus borracheras, Gumersindo comenzaba a gritar: «Un día de estos voy a vengar a mi familia. Aunque sea lo último que haga en la vida». Y después armaba tremendo alboroto por toda la casa, rompía y destrozaba cosas y pateaba a los animales domésticos. Clemencia criaba conejos en la cocina. No se los comía y los trataba como mascotas, hasta les ponía nombres. También se los regalaba a los vecinos en los cumpleaños o para otras ocasiones especiales. A menudo, al otro día de que Gumersindo volvía borracho a casa, encontraban varios conejos muertos, desperdigados por el patio de adelante. En esos momentos, la familia trataba de hacerse invisible y todos lo esquivaban sigilosamente.

Durante los fines de semana, Gumersindo derrochaba el dinero en aguardiente y cerveza, y en visitas al burdel de Güicán. Después de gastarse hasta el último centavo, se iba a la casa tambaleándose y al llegar, en la madrugada, agarraba a Clemencia a golpes. Con el paso de los años, las palizas se volvieron tan brutales y los moretones tan visibles, que ella se avergonzaba de salir de la casa hasta para ir a misa los domingos. Gumersindo le había tumbado los dientes delanteros, y su madre había perdido tanto peso y parecía tan débil que Lucas temía que se muriera. En las raras ocasiones en que una vecina pasaba a visitarla, Clemencia mandaba a uno de sus hijos a decirle que se encontraba indispuesta.

Nada podían hacer los niños para evitar los brutales ataques del padre. Lucas comenzó a rezarles con fervor a Jesús y a la Virgen para que dejara de pegarle a su madre.

Un día Gumersindo encontró a Clemencia y a Lucas en la cocina, pelando papas y charlando. Levantó a Lucas de la silla y lo arrojó contra una pared. Luego empezó a gritarle a Clemencia:

—¡Este muchacho se nos va a volver un maricón y es por culpa suya! Parece una mujer, con todo el tiempo que pasa en la cocina.

En ese momento se volteó hacia Lucas y le espetó:

—Será mejor que no lo vuelva a encontrar aquí. Los hombres no viven metidos en la cocina.

Al día siguiente de cada golpiza, y anticipándose a que los hijos dijeran algo contra su padre durante el desayuno, Clemencia les decía:

—Antes de juzgar a Gumersindo, recuerden que a ustedes no les tocó ver de niños a toda su familia asesinada.

Luego añadía:

—A ustedes nunca les ha faltado nada.

Lucas sospechaba que su madre decía esas palabras como una especie de bálsamo para sanar sus heridas.

Pocos días después de que Lucas cumpliera ocho años, Clemencia salió una mañana de la casa para hacer mandados en el pueblo. Al final del día no había regresado. Los niños comenzaron a preocuparse: las mujeres que andaban solas de noche por la carretera con frecuencia eran violadas y asesinadas. Aquella noche, mientras estaban reunidos para la cena que Lucas y sus hermanas habían preparado, Gumersindo dijo:

—A comer, niños. No nos vamos a quedar toda la noche amargándonos por su mamá.

Esa noche, los tres niños se acurrucaron en la misma cama y rezaron para que Clemencia se encontrara bien. Luego lloraron hasta quedarse dormidos.

Al día siguiente, Gumersindo fue al pueblo para tratar de averiguar qué le había ocurrido a Clemencia. Regresó un par de horas después y les dijo:

—Puse la denuncia de la desaparición de su mamá en la estación de policía. Dijeron que me llamarían tan pronto como supieran algo.

Luego no se volvió a escuchar nada más sobre Clemencia. Era como si hubiese caído por el cráter de un volcán activo y las llamas se la hubieran tragado. Pocas semanas después, su padre les informó:

—La policía dice que creen que su mamá probablemente se fue a los Llanos para estar un tiempo con su familia, y que volverá cuando menos lo esperemos.

Gumersindo sacudió la cabeza e hizo una mueca, al tiempo que agregaba:

—Los papás de Clemencia no van a estar nada contentos de verla de vuelta en la casa con la honra perdida. No pasará mucho tiempo antes de que ella se dé cuenta de lo difícil que es estar sola en el mundo. Se van a acordar de mis palabras: uno de estos días volverá con el rabo entre las patas.

Lucas sintió como si el sol hubiera desaparecido del firmamento. Detestaba la llovizna interminable y la neblina que se colaba por toda la casa durante la temporada de lluvias. Era tan impenetrable que caminaban por la casa con linternas, para no chocarse unos con otros o con los muebles. Aquella niebla calaba hasta los huesos y, en lugar de aire, Lucas sentía que respiraba un rocío helado. A veces se imaginaba que esto lo emparentaba con las truchas que criaban en el estanque detrás de la casa.

Durante aquellos fríos meses, la cocina, donde Clemencia mantenía siempre el fuego encendido, era el único recinto agradable de la casa. Su madre parecía adquirir un resplandor permanente a causa de las llamas que emitía la leña, y se mantenía siempre cálida al tacto, como una manta de lana bien calentita.

Lucas temía aún más ahora los ataques de ira de su padre, ya que no tenía a mano a Clemencia para agarrarla a golpes cuando se encolerizaba. Sin la presencia protectora de su madre, la vida en la parcela parecía repleta de peligros que acechaban por todas partes. En lugar de llamar por su nombre a Lucas cuando quería que hiciera algo, Gumersindo le decía: «Venga acá, maricón», y luego le gruñía sus órdenes.

Todos los días, los niños tenían que despertarse a las cinco de la madrugada, para darles heno a los dos caballos, la mula y el burro. Luego ordeñaban las dos vacas y les daban de comer a ellas y a las ovejas. A los conejos los alimentaban con hortalizas, a las cabras y a los cerdos, con las sobras de la comida, y a las gallinas, los patos y los gansos les echaban maíz. En el interior de la casa les daban agua fresca a las mirlas en sus jaulas y a las otras aves que Gumersindo atrapaba para vender más adelante en el pueblo, y finalmente limpiaban las jaulas. Cuando terminaban estas tareas, los tres niños se vestían para ir a la escuela y desayunaban antes de salir, a eso de las siete. Luego caminaban cuatro kilómetros hasta la escuela, por un sendero que serpenteaba montaña abajo hasta llegar a un paraje que ya era de clima menos frío. Se suponía que debían salir juntos para cuidarse unos a otros en los caminos estrechos y resbaladizos que bordeaban los abismos y para estar atentos a las serpientes, cuyas mordeduras eran mortales para los animales domésticos y los incautos que las pisaban. Un día Lucas decidió salir antes que sus hermanas. Como ellas no se lo dijeron al padre, él siguió saliendo antes para poder caminar a solas por la montaña y pensar en su madre sin tener que ocultar las lágrimas.

La escuela constaba de dos salones, uno para los niños desde kínder hasta el segundo grado, y el otro para los niños entre tercero y quinto grado. Debido a que Lucas era un estudiante tan aplicado y leía mucho mejor que otros niños de su edad, había sido ubicado en el tercer grado. De allí que pasara el día escolar en el mismo salón de clase que sus hermanas, que estaban dos grados adelante. Ellas fueron las primeras en notar cuánto había cambiado Lucas: aunque antes era un muchacho estudioso, ahora pasaba horas mirando por la ventana. Dejó de hacer sus tareas y comenzó a recibir calificaciones bajas. Pero su maestra, la señorita Domínguez, no lo avergonzó delante de los otros estudiantes señalándolo por perder materias, pues sabía que se debía a la desaparición de su madre.

La jornada escolar terminaba a la una de la tarde. Cuando regresaban a casa, las hermanas preparaban rápidamente un almuerzo de sopa de cebada con verduras, o arroz, papas hervidas y fríjoles verdes. Antes de sentarse a comer, una de las hermanas le llevaba el almuerzo a Gumersindo, que dedicaba la mayor parte del día en el campo a cuidar los animales y los cultivos.

Después del almuerzo, los niños tenían la tarea de recoger las uchuvas, las zanahorias, las arvejas y las cebollas, también para su venta en Güicán. Igualmente, ayudaban a Gumersindo a sembrar y a abonar la tierra con boñiga. Suspendían el trabajo cuando el sol empezaba a ocultarse detrás de los volcanes nevados que se elevaban hacia el occidente, con sus cumbres resplandeciendo como brasas encendidas.

Los niños aprendieron a no mencionar a la madre en presencia de Gumersindo. Lucas estaba furioso porque su papá no hacía ningún esfuerzo por tratar de averiguar dónde estaba Clemencia. Oyó susurrar a sus hermanas que ellas creían que su mamá se había ido a vivir con una pariente que estaba en Bogotá. Adela y Lercy se volvieron muy cercanas entre ellas, unidas por la rabia que sentían contra la madre por haberlas abandonado. A veces a Lucas le daba por pensar que ella había dejado a sus hijos porque no los quería.

Lercy empezó a arrancarse el pelo hasta que le sangraba el cuero cabelludo. Su padre le compró una peluca y la obligaba a usarla todo el tiempo. Pero mientras más correazos le daba, más se lo arrancaba. A veces andaba por la casa con el rostro ensangrentado y gotas de sangre escurriéndole por el cuello. Finalmente, después de una dura paliza, dejó de arrancárselo. Un día Lucas entró en el dormitorio de las hermanas, mientras Lercy se estaba cambiando, y vio que tenía el pecho y el estómago cubiertos por cientos de costras de color marrón. Fingió no haber visto nada, pero aumentó su ansiedad, pues empezó a temer que Lercy también abandonara la casa. En lugar de eso, Lercy abandonó la escuela.

—Haga lo que le dé la gana —le dijo su padre durante la cena, cuando ella anunció su decisión—. Usted es la que se va a arrepentir más tarde en la vida.

Gumersindo parecía muy contento de que ahora Lercy pudiera ayudarle el día entero en las labores de la parcela.

Cuando su padre se iba al pueblo, Lucas se encaminaba hacia el bosque de eucaliptos que bordeaba la propiedad de un vecino, trepaba alguno de los árboles hasta la mayor altura posible, se sentaba en una rama y lloraba hasta que el pecho le empezaba a doler, con la esperanza de que su madre lo escuchara y que algún día al volver a casa la encontraría esperándolo. Después de quedar exhausto de tanto llorar, Lucas permanecía en su sitio en lo alto del árbol, soñando que un día se reuniría con su madre en algún lugar muy lejos de aquella tierra.

Cuando se quedaba solo en la casa, su actividad favorita era correr alrededor de la mesa del comedor, acelerando en el instante de dar vuelta a las esquinas. Se detenía cuando estaba tan mareado que ya no podía tenerse en pie. Un día se resbaló y se estrelló contra el cristal del armario. Un gran trozo de vidrio se le clavó en la axila; en el momento en que se lo extraía, un chorro de sangre bajó por un costado de su torso. Lucas se desmayó.

Luego le contarían que Adela había entrado en la casa con la ropa lavada y lo había encontrado inconsciente en medio de un charco de sangre. Gumersindo estaba en el pueblo, así que sus hermanas cargaron a Lucas en una carretilla, la empujaron por la carretera principal y lograron que se detuviera un autobús que viajaba en dirección a Güicán, donde se encontraba el centro médico más cercano.

El trozo de vidrio había cortado numerosos vasos sanguíneos y un tendón. A causa de ello, Lucas había perdido tanta sangre que a pesar de las transfusiones quedó demasiado débil para levantarse de la cama durante varios días. Una vez al día, el doctor de turno que trabajaba en el centro médico desinfectaba y vendaba sus heridas y le daba medicamentos para el dolor.

—Tienes que viajar a Bogotá a que te operen —le dijo un día—. Aquí no podemos hacer mucho más por ti.

A Lucas le daban de comer tan sólo un caldo aguado y una rebanada de pan dos veces al día, por lo que se puso feliz cuando sus hermanas vinieron a visitarlo y le trajeron huevos duros, mandarinas y mermelada casera de mora. Pero lo que lo hacía verdaderamente feliz era que sus hermanas no lo hubieran olvidado. Antes de irse, Adela le dijo:

—Mi papá dice que vendrá a verlo pronto.

Lucas no se atrevió a preguntar si habían tenido noticias de su madre.

Su padre no lo regañó cuando vino a visitarlo, pero miró a Lucas como si fuera un debilucho con el que no quería tener nada que ver. La hermana Yvonne, la anciana monja encargada de la enfermería, le dijo al padre que Lucas necesitaba una cirugía o perdería el uso del brazo.

—Somos demasiado pobres para enviarlo a un hospital en Bogotá —respondió el padre—. Quizás esto le enseñe una lección.

Aunque Lucas se horrorizó al pensar en que podría pasar el resto de su vida con un brazo tullido, no se quejó. Había oído hablar de los milagros y comenzó a orar para que se produjera uno.

Una tarde, cuando Lucas estaba mirando por la ventana el cielo despejado, entró en la habitación la hermana Yvonne. Arrastró una silla cerca de su cama. Su compañía era un alivio para la soledad extrema del muchacho. Aguardó a que ella empezara a hablar.

—Sabes, Lucas —le dijo—, después de todo lo que has pasado, es admirable que tengas un temperamento tan dulce. Es un don de Dios, hijo mío. Espero que no cambies nunca. Cuando tenemos alegría en el corazón, podemos brindar alegría a aquellos que sufren más que nosotros.

Lucas estaba agradecido de que existiera alguien en el mundo que le prestara algo de atención. Cuando la herida se infectó y el brazo se puso entre rojo y azul oscuro, la bondad de la hermana Yvonne le dio fuerzas.

Su padre volvió a visitarlo, y le dijo a la religiosa delante de Lucas:

—Hermana, haga lo que pueda por él. Volveré a buscarlo tan pronto como esté en condiciones de regresar a la casa. Incluso con un brazo tullido hay muchas cosas que puede hacer allá —luego se volvió hacia Lucas y añadió—: Eso es lo que les pasa a los muchachos que viven en las nubes.

El único consuelo de Lucas eran los cuidados de la hermana Yvonne, quien lo trataba con una dulzura que sólo había conocido en su madre. Su brazo se adelgazó, tomó un color negro purpúreo, y no pudo volver a alzarlo. Un día, mientras le estaba limpiando la herida, la hermana Yvonne le preguntó:

—Lucas, ¿qué es lo que más te gusta en todo el mundo?

No tenía que pensarlo mucho:

—Me encantan los animales y trepar a los árboles, hermana.

La hermana Yvonne sonrió y tomó su mano. Las manos de la religiosa eran callosas pero cálidas.

—Si amas a los animales —le dijo—, debes rezarle a san Martín de Porres para que te haga un milagro. ¿Tienes fe en él?

—Mi mamá colocaba imágenes suyas en un pequeño altar que tenía en su dormitorio. Él siempre anda con una escoba.

La hermana Yvonne asintió y añadió:

—Aparece siempre rodeado por un ratón, un gato y un perro, todos tomando leche de un mismo plato en el suelo. Esta escena representa su habilidad para comunicarse con los animales y para crear armonía entre todas las criaturas vivientes.

Lucas había oído hablar en una clase de Religión sobre el milagro de los ratones.

—Los roedores del monasterio de Santa Rosa de Lima, donde vivía san Martín, arruinaron con sus excrementos el grano que había almacenado —comenzó a explicar la hermana Yvonne—. Se pusieron entonces trampas para controlar la plaga. San Martín encontró un ratón que había quedado atrapado por la cola. En vez de matarlo de un escobazo, como se suponía que debería hacer, san Martín le dijo: «Ratoncito, te dejaré ir con una condición: debes hablar con los otros ratones y hacerles prometer que no volverán a entrar en el monasterio a comerse nuestro grano. Si cumples con el trato, les llevaré comida a la huerta todos los días para que ninguno de ustedes pase hambre». San Martín cumplió su promesa y los ratones nunca volvieron a meterse en el convento.

Lucas sonrió por primera vez desde que se había marchado Clemencia.

—Dicen que san Martín de Porres era famoso por hacer crecer las plantas en tiempos de sequía —le dijo a la hermana Yvonne—. Por eso es que acá en el campo lo queremos tanto.

—Lucas, él era tan santo que atravesaba las puertas cerradas y las paredes del monasterio —le dijo la hermana Yvonne—. Cuando le preguntaban cómo podía hacerlo, respondía que era Dios quien lo hacía, que él era tan sólo el instrumento de Dios.

—¿Qué puedo hacer para que san Martín me escuche, hermana? —preguntó Lucas con vehemencia.

—Te enseñaré la Oración a san Martín, que es lo primero que debes decir al levantarte en la mañana y lo último antes de irte a dormir por la noche.

Ese mismo día Lucas comenzó a orar con fervor a san Martín para que intercediera por él ante Dios. El primer día repitió la oración muchas veces hasta que cayó en un ensueño hipnótico. Empezó a sentirse tan tranquilo, tan liviano de peso y con tal sensación de calor por todo el cuerpo, que se preguntó si estaría muriéndose.

En la mañana del tercer día el sol salió más temprano que de costumbre y llenó la habitación de Lucas de una luz fulgurante. El muchacho cerró los ojos e imaginó que estaba en presencia de Dios. Escuchó que una puerta se abría y al instante un aroma encantador llenó la habitación. Fingió estar dormido. Luego creyó oír que alguien sollozaba débilmente. Abrió los ojos y soltó un gritito de alegría: allí estaba su madre. Lucas se preguntó si esto significaba que había muerto y estaba en el cielo con ella. Pero cuando su madre corrió hacia su cama y lo besó en la frente y en las mejillas, comprendió que era real. Parecía como si a ella le hubiera ocurrido un milagro: se veía fuerte, había recuperado su peso habitual, sus brazos no estaban cubiertos de hematomas morados y sus ojos no estaban hinchados.

—Vine en cuanto lo supe, hijo. Un conocido en Güicán me escribió a la casa de mi prima en Bogotá —le dijo.

Lucas empezó a sollozar.

—Ya, tranquilo, mi ángel —dijo Clemencia—. Tiene que vestirse rápidamente. Afuera hay un taxi esperándonos. Tenemos que salir de Güicán antes de que su papá se entere de que estoy aquí.

En cuanto el taxi empezó a alejarse de Güicán, Clemencia le explicó que había encontrado trabajo como empleada doméstica para una pareja norteamericana de médicos y misioneros metodistas.

—Vinieron a Colombia a trabajar con los pobres. Son buena gente. Les hablé de usted antes de pedirles permiso para venir a buscarlo y me dijeron que podía llevarlo al hospital donde trabajan.

Un par de días después de que Lucas ingresara en el hospital en Bogotá, le fueron extraídos un tendón y una vena de la pierna izquierda para ponérselos en el brazo maltrecho y que la sangre fluyera adecuadamente.

Permaneció en el hospital casi un mes. Después de que le dieron de alta, se fue a vivir a una habitación que su madre le alquiló a Ema, una prima suya, viuda, que tenía una casa en el barrio Kennedy de Bogotá. Ema trabajaba como vendedora en una tienda al por menor, así que permanecía fuera de casa todo el día. Una banda de narcotraficantes había matado a Alberto, su único hijo. Clemencia venía de visita los sábados por la tarde y se quedaba hasta el domingo por la noche, cuando tenía que volver al trabajo.

Lucas no pudo regresar a la escuela en muchos meses. Se angustiaba de tener que repetir el tercer grado a causa del tiempo perdido. El dolor en el brazo izquierdo seguía siendo muy agudo cada vez que trataba de levantarlo por encima del hombro. También cojeaba al caminar. Una clínica pública en el barrio Kennedy ofrecía terapia física a un bajo costo para las personas con lesiones en las extremidades. Día de por medio caminaba hasta la clínica para una sesión de terapia de una hora. Lucas estaba ansioso por tener algún contacto humano: cuando el terapeuta le hacía estiramientos del brazo o de la pierna, a pesar del dolor intenso, Lucas no quería que se detuviera. El resto del tiempo estaba solo en la casa. Clemencia lo llamaba todas las mañanas y volvían a hablar brevemente antes de que él se fuera a la cama. Pero a medida que pasaban las semanas, su soledad se agudizaba. Echaba de menos la escuela y estar aprendiendo cosas nuevas todo el tiempo. Y echaba de menos a sus hermanas. Todas las noches pedía en sus oraciones que volvieran a reunirse pronto.

Ema le había advertido que no dejara entrar a nadie en la casa mientras ella estaba en el trabajo. Y su madre le había prohibido salir a jugar con los muchachos del barrio. Cada domingo antes de marcharse, Clemencia tomaba las manos de Lucas entre las suyas y le repetía las mismas palabras:

—En Bogotá hay muchos niños de su edad que no andan en nada bueno. Quiero que vaya al colegio y que estudie. Es la única manera de que tenga una vida mejor que la mía. Lucas, prométame que no se hará amigo de muchachitos que anden en malos pasos.

Aunque le hacía mucha falta la compañía de jovencitos de su edad, le prometió a su madre que no lo haría.

Ema no tenía televisión, pero sí muchos libros acerca de la vida de los santos. Lucas pasaba la mayor parte del día en una mecedora junto a la ventana que daba a la calle leyendo esos libros y observando la agitación de afuera. Mantenía cerrada la ventana, pero levantaba un borde de la cortina para poder atisbar hacia el exterior sin que a él lo vieran.

Entre los libros que tenía Ema encontró algunos folletos sobre san Martín de Porres y sus milagros. Cuanto más leía Lucas sobre el santo, más aumentaba su fascinación por él. Estaba convencido de que san Martín lo había salvado de que le amputaran el brazo y de que había enviado a su madre para rescatarlo. Sus historias favoritas sobre san Martín eran aquellas en las que le atribuían el don de la bilocación: estar en dos lugares geográficos al mismo tiempo. San Martín había sido visto consolando a los moribundos en remotos pueblos de las cordilleras, al tiempo que estaba en su celda flagelándose para expiar nuestros pecados. Había reportes de sus apariciones en México, África, China y Japón, a veces el mismo día en el mismo instante en dos sitios diferentes.

Un año después del accidente, Lucas pudo finalmente continuar con sus estudios. Su madre había estado ahorrando para darle una buena educación y lo matriculó en el Colegio San Bartolomé de las Casas, el plantel privado de los curas jesuitas. Lucas estudiaba muy duro, hacía todas sus tareas y disfrutaba de la compañía de sus condiscípulos. El día escolar comenzaba con la misa, y allí se dio cuenta por primera vez de que lo cautivaban los rituales de la ceremonia. En su segundo año en el colegio, Lucas le dijo a Clemencia que quería ser monaguillo. Esta decisión pareció agradarle a ella. Lucas comenzó a asistir a los retiros espirituales que organizaba la Iglesia. En estos eventos, las monjas y los curas les contaban a los muchachos historias sobre los mártires cristianos y veían películas aprobadas por la Iglesia. La película favorita de Lucas era Quo Vadis. Algunas noches permanecía despierto en la cama reviviendo en su mente las sangrientas escenas en las que los leones en el Coliseo romano atacaban y daban muerte a los cristianos, y entonces se echaba a llorar por los mártires.

A Lucas le encantaban las maravillosas historias del Antiguo Testamento que estudiaban en la clase de Historia Sagrada. Pero cuando leyó el Nuevo Testamento se sintió conmovido por los milagros de Jesús y por su compromiso de ayudar a los pobres y a los débiles. Decidió que él también quería hacer lo posible para ayudar a aliviar el dolor de los desventurados y de los enfermos. Hacerse sacerdote parecía la mejor manera de lograrlo, y así, la idea de ayudar a los demás como forma de vida se convirtió en su sueño. Nunca se sentía tan feliz como cuando estaba en la iglesia durante la misa o cuando iba a orar por su propia cuenta a la capilla.

Algunos días después de que terminaron las clases, un pequeño grupo de estudiantes fue con uno de los sacerdotes a visitar un asilo de ancianos dirigido por monjas que quedaba en las cercanías. Mientras leían la Biblia a los ancianos en voz alta, Lucas observó que sus rostros arrugados se iluminaban con sonrisas —aunque a muchos de ellos ya no les quedaban dientes— y pudo notar el brillo que aparecía en sus ojos cansados. Ver cómo olvidaban momentáneamente el padecimiento de sus ajados cuerpos y su soledad mientras él les leía era algo que lo llenaba de alegría.

A Lucas le encantaba dibujar mapas: fantaseaba con todos esos lugares lejanos y se preguntaba si alguna vez podría conocerlos. Aunque siempre sacó buenas calificaciones en Geografía, su materia favorita era Historia, con sus relatos del pasado que eran infinitamente más atractivos y románticos que la vida que él conocía. En Latín, sin embargo, le iba mal. No importaba cuánto tiempo le dedicara a estudiar y practicar las declinaciones, a duras penas pasaba raspando la materia. Y aunque ya había tomado la decisión de servir a Dios, algunos de sus maestros le parecían tan brillantes que sentía miedo, y temía que no fuese lo suficientemente inteligente para ser un buen sacerdote.

Había algo más que lo preocupaba, algo que podía impedir que se ordenara como sacerdote. Se sentía atraído por su vecino Yadir, un muchacho mayor que él que jugaba al fútbol todos los días a la salida de la escuela. Lucas esperaba el día entero con anticipación a que llegara el momento en que Yadir pasaba cerca de su ventana — con pantaloneta deportiva y camiseta— de camino hacia la cancha de fútbol. A menudo Yadir regresaba a casa con el pecho desnudo y sudoroso. Sus piernas y brazos eran musculosos y tenía un pecho bien torneado. Cuando lo veía pasar, Lucas rememoraba la excitación que había experimentado durante aquellas duchas que tomaba con su padre.

Cuando aún vivía en la parcela, algunas veces Adela y Lercy lo vestían con ropa de niña para que jugara con ellas a los disfraces, a escondidas de su padre. Ahora en Bogotá, Lucas empezó a usar las blusas y las faldas de Ema y se cubría la cabeza con una bufanda. Se sentaba en la mecedora para ver pasar a Yadir, asegurándose de permanecer oculto.

Un día, Yadir se detuvo frente a la ventana y le dijo:

—He visto que cuando paso usted me espía, vestido de mujer. ¿Quiere que se la meta?

Lucas no dijo nada; no estaba seguro de lo que Yadir quería decir con eso.

—Hay un pinar al lado de un arroyo, por el humedal, detrás del campo de fútbol. Quiero mostrarle mi verga. Encontrémonos allá mañana después de clases.

Al día siguiente, cuando estaban entre la espesura de los árboles, Yadir desabrochó sus jeans, le mostró a Lucas su pene erecto y se quedó inmóvil. Lucas se sintió mareado; se acercó a Yadir y trató de darle un beso en la boca. Yadir lo empujó al suelo.

—Eso es para los maricones —se burló—. Póngase de rodillas y abra la boca.

Lucas obedeció. Yadir metió la verga a través de los labios entreabiertos de Lucas y le dijo:

—Ahora chupe, maricón.

A partir de entonces, con frecuencia Yadir hacía una parada en la casa de Lucas, de camino a la cancha de fútbol. Lucas sentía por igual temor y deseo, a medida que se acercaba la hora en que Yadir entraría por la puerta principal. Se acostaban desnudos en su cama; Lucas lo masturbaba primero y luego Yadir masturbaba a Lucas. Era consciente de que Yadir le sobaba el pene sin excitarse. Tan pronto como Lucas se venía, Yadir saltaba de la cama e iba al baño a lavarse. A veces se quejaba: «Me ensució». Y después se quedaba mirando a Lucas con asco. Lucas sabía que lo que estaban haciendo podía meterlo en problemas, si Ema o cualquier otra persona del barrio se enteraba. Pero no era capaz de poner fin a sus encuentros, porque el contacto físico con Yadir hacía que se sintiera completamente vivo.

—Cuando llevo a las chicas al cine —le dijo Yadir a Lucas en una ocasión—, les pongo el dedo del medio entre las piernas y se los meto por el culo. Quiero hacer lo mismo con usted.

La siguiente vez que estuvieron en la cama, penetró a Lucas primero con su dedo medio, luego con dos dedos. Lucas sintió dolor mientras los dedos de Yadir estaban dentro de él, pero esa noche supo que quería que ese dolor le fuera infligido una vez más. Y otra y otra. Así siguieron las cosas durante muchos meses, pero Yadir nunca le permitía a Lucas besarle los labios, que era lo que Lucas más deseaba.

—Una cosa es follarse a un maricón —le decía Yadir—, pero si besa a uno, eso significa que usted también lo es. Y yo no soy homosexual, ¿me entiende?

Una tarde Ema salió temprano del trabajo y al llegar a casa encontró a Yadir en el dormitorio de Lucas. Yadir ya estaba vestido y a punto de marcharse, pero Ema debió darse cuenta de lo nerviosos que se pusieron los dos muchachos cuando la vieron llegar y de la manera en que Yadir se marchó apresuradamente, murmurando en dirección a ella un adiós atropellado.

Cuando Yadir cerró la puerta de la calle, Ema le dijo a Lucas:

—No quiero que ese muchacho lo visite de nuevo cuando esté solo, o tendré que decírselo a su mamá.

Lucas asintió, pero evitó su mirada.

—Lucas —añadió—, he oído decir que los muchachos desviados mueren de enfermedades espantosas después de tener relaciones sexuales. Ese es el castigo que reciben.

La siguiente vez que Yadir llegó hasta la puerta, Lucas la abrió sólo un resquicio y le dijo:

—La prima Ema me dijo que si vuelve a entrar en la casa, va a llamar a la policía y se lo va a contar a su familia.

Yadir y Lucas nunca volvieron a intercambiar una sola palabra. Lucas empezó a tener pesadillas en las que padecía una enfermedad terrible por las cosas que habían hecho. Pasaron dos años y Lucas tuvo miedo de que sus hormonas se hubieran enloquecido. Para mitigar sus sentimientos sexuales —que estaban presentes incluso cuando dormía—, Lucas se unió a un grupo de baile en el colegio. El director del grupo, el hermano Mauricio, hacía que el aprendizaje de los distintos pasos de las danzas folclóricas fuera muy divertido. Lucas notó que su maestro lo prefería que a los demás chicos. Cada vez que el hermano Mauricio corregía uno de sus pasos, Lucas escuchaba risitas ahogadas.

Lucas ya llevaba varios meses como integrante del grupo cuando el hermano Mauricio le dijo un día que él también era director de una comunidad religiosa que había sido fundada diez años atrás.

—¿Quieres saber más sobre ella? —le preguntó.

—Sí —dijo Lucas con entusiasmo.

Al día siguiente, después de terminada la jornada escolar, Lucas siguió al hermano Mauricio a su oficina. Para disimular su nerviosismo, Lucas colocó las manos sobre la silla y se sentó sobre ellas. El hermano Mauricio arrimó una silla tan cerca del muchacho que sus rodillas casi se tocaban entre sí. Lucas se sintió aturdido por la proximidad del sacerdote, pero se esforzó por concentrarse y escuchar atentamente, sabiendo que lo que dijera el hermano Mauricio podría ser importante para su vida.

Camino a casa, Lucas reflexionó sobre lo que el hermano Mauricio le había contado acerca de la comunidad: su misión era escuchar y consolar a quienes sufrían, dar guía espiritual y calmar el temor a la muerte que sentían las personas, difundir el mensaje de humildad de Cristo y servir a los pobres y a los ancianos. Todo aquello le sonaba admirable a Lucas. Creía que era algo que quería hacer como misión de vida. Hasta ese momento, no habría podido imaginar qué camino seguir.

Una tarde, el hermano Mauricio le pidió que se quedara después de que todos los otros chicos se marcharan a casa. Era la segunda vez que esto sucedía.

—Lucas, llevo un tiempo observándote cuidadosamente —empezó—, y creo que tienes el potencial para ser un buen sacerdote y convertirte en un serio candidato para ingresar en nuestra comunidad. Si estás dispuesto a practicar los votos de castidad, obediencia y pobreza, puedo hablar, obviamente con tu permiso, con tu madre y explicarle que necesitas tener una educación que conduzca al sacerdocio.

Lucas estaba tan abrumado que no era capaz de hablar. Pero de inmediato se sintió preocupado por sus continuos problemas con el latín. Sabía que el dominio de la lengua ya no era un requisito para ser sacerdote ahora que la misa se decía en español, pero muchos de los textos de lectura requeridos eran en latín, y su comprensión de lectura era deficiente. Lucas tenía miedo de no ser lo suficientemente inteligente como para servir a Dios. Aunque sabía que no tenía un talento especial que lo convirtiera en un sacerdote excepcional, Lucas creía que, si ponía todo de su parte, sería capaz de consolar adecuadamente a los que sufrían.

—Hermano Mauricio —dijo con convicción—, me alegraría mucho si usted habla con mi madre sobre mi educación religiosa.

La decisión de Lucas de ser sacerdote fue sellada cuando leyó en clase de Religión la historia del padre Jean-Baptiste-Marie Vianney, un sacerdote francés del siglo XIX. En aquel entonces, todos los sacerdotes estaban obligados a dominar el latín. El padre Vianney nunca pudo aprender bien el idioma, y sin embargo fue ordenado sacerdote. El obispo dijo: «Lo voy a ordenar, aunque carezca de una alta calidad mental como para ser un jesuita ilustrado. Podemos enviarlo para que sea el sacerdote de Ars, un recodo en los Alpes en donde la gente es pobre y analfabeta. Ese será su rebaño. No necesita una mente brillante para hacer eso».

El padre Vianney hizo el largo viaje hasta Ars a lomos de un burro. Cuando estaba en las inmediaciones del pueblo, cayó una tormenta de nieve y el sacerdote se alejó del camino y se perdió. Medio congelado, resignado a morir, el padre Vianney se arrodilló para decir sus últimas oraciones. En ese momento apareció un pastor. El recién llegado se asustó al ver a ese hombre desorientado y demacrado vestido con ropas oscuras.

«No te asustes, muchacho, si me muestras el camino a Ars, te mostraré el camino al Cielo», le dijo el padre Vianney.

Poco después de que el padre Vianney llegara a Ars, el pastor cayó gravemente enfermo. Antes de morir, el padre Vianney lo bautizó, y así se convirtió en la primera persona en ser bautizada en Ars en mucho tiempo.

A Lucas le encantaba esta historia y por su cuenta leía más sobre el padre Vianney. Descubrió que la gente de Ars apreciaba los sermones simples pero sinceros de Vianney porque sus homilías se relacionaban con los problemas que enfrentaban en la vida cotidiana. Con el paso de los años, la fama de sus sermones se extendió por toda la región, y la gente comenzó a acudir a Ars los domingos y las festividades religiosas para escucharlo. Hacia el final de su vida, famosos prelados de toda Europa venían a verlo. Aunque Lucas a menudo no podía seguir las complejidades de las discusiones de los jesuitas sobre su dogma, sentía que a través de la historia del padre Vianney le había sido mostrado el camino para convertirse en sacerdote

Al final del año escolar, el hermano Mauricio le dijo a Lucas:

—Hay una buena escuela católica en Facatativá, donde podrías ir para cursar los primeros tres años de tu prenoviciado. Tu madre puede visitarte con frecuencia. Cuando termines tus estudios allí, si todavía sientes que tienes la vocación, puedes ir al seminario y ser ordenado sacerdote.

A medida que su sueño de convertirse en sacerdote parecía estar más a su alcance, Lucas se sentía al mismo tiempo emocionado y temeroso. Sabía que si seguía por este camino, pronto no habría vuelta atrás.

Tal vez percibiendo las dudas de Lucas, el hermano Mauricio le dijo:

—Está claro que tienes un don para consolar a los que sufren y para difundir el mensaje de humildad y servicio de Jesús. Lucas, ¿crees que estás dispuesto a dedicar tu vida a Jesús?

—Estoy listo, padre —dijo sin vacilar. En ese momento rezó para que, si llegaba a ser sacerdote, sus sentimientos de atracción por los hombres desaparecieran.

—Ahora todo lo que tenemos que hacer —dijo el hermano Mauricio— es convencer a tu madre de que te envíe al Colegio San José en Facatativá.

Cuando Lucas le dio la noticia a su madre, Clemencia, en lugar de enfadarse, le dijo:

—Nada podría hacerme más feliz que saber que mi hijo se dedica al servicio de Dios.

Lo abrazó muy estrechamente y no dijo una sola palabra más sobre el tema.