CAPÍTULO II
FACATATIVÁ
1992

Lucas conoció a Ignacio Gutiérrez en el Colegio San José de Facatativá. Ignacio había llegado a la escuela pocos días antes del comienzo de clases. Hablaron por primera vez en el patio del colegio durante la hora libre al final de clases. Ignacio se encontraba solo, recostado contra el muro, moviendo rítmicamente un pie hacia adelante y hacia atrás sobre la superficie de hierba. Se destacaba entre los demás seminaristas por su piel cobriza. Desde el momento en que Lucas se fijó en los brillantes ojos negros de Ignacio, quedó hipnotizado por su provocativa mirada.

—Me llamo Ignacio y soy de la etnia barí —dijo hablando velozmente. Luego, de manera casi jactanciosa añadió—: No tengo una sola gota de sangre blanca.

Hablaba con el acento campesino de una región de Colombia de la que Lucas sabía poco.

Lucas había oído mencionar el pueblo barí, pero poco más, así que no supo cómo responder a la revelación. Ignacio tenía el cabello grueso, reluciente como la obsidiana, y unas largas y espesas pestañas del mismo color. Sus ojos brillaban como si fueran pequeños discos dorados. Parece una pantera, pensó Lucas, y sintió el impulso de tocarle el cabello.

Lucas sacudió la cabeza para romper el paralizante hechizo que le producía Ignacio.

—Mi nombre es Lucas —logró decir finalmente.

—Este lugar no me gusta —murmuró Ignacio—. ¿A ti sí?

Lucas no contestó por temor a no dar la respuesta correcta y perder la atención de este estudiante nuevo y fascinante. Quería ser su amigo más de lo que había deseado cualquier cosa en mucho tiempo.

Ignacio continuó:

—Estoy aquí porque mis dos primeros hermanos nacieron muertos, así que mis padres le prometieron a la Virgen de Chiquinquirá que el primer hijo que sobreviviera al parto sería puesto a disposición de la Iglesia. Incluso antes de que yo naciera, mis padres se referían a mí como «el sacerdote».

Por el tono enfadado con que Ignacio pronunció estas palabras se notaba que lo sentía como una maldición. A Lucas no le habría extrañado que Ignacio hubiera escupido en ese momento. Los otros estudiantes no hablaban con tanta vehemencia ni honestidad. Cada palabra que salía de la boca de Ignacio era como un golpe dirigido a su interlocutor.

Una parte de Lucas sentía rechazo, pero la otra parte se sentía atraída por el magnetismo de Ignacio. El joven representaba la tentación: todo lo que Lucas había temido a lo largo de su vida. Tenía la sensación de estar conociendo a alguien que iba a ser una figura primordial durante el tiempo que estuviera en el Colegio San José. Lucas sintió lástima por Ignacio, pues resultaba obvio que se sentía desdichado. No parecía atraído por las conversaciones intrascendentes. Los otros estudiantes, con sus preocupaciones triviales, de repente pasaron a ser muy poco interesantes para Lucas.

—Después de mí —le dijo Ignacio a Lucas la segunda vez que hablaron— vinieron cinco hermanas. Yo fui el único hijo varón. No era uno de esos chicos a los que les gusta ir a la iglesia y estar cerca de los sacerdotes. Pero cuando mis padres me dijeron que debía prepararme para venir aquí, no discutí con ellos.

Ignacio parecía sentir un gran alivio al decirle estas cosas a Lucas, como si por primera vez tuviera a alguien con quien hablar abiertamente de sus sentimientos acerca del sacerdocio. Lucas se sentía incómodo al escuchar aquello que parecía un secreto. Se preguntó si esa sensación era lo que experimentaban los sacerdotes cuando escuchaban una confesión.

Ignacio rechazaba a otros jóvenes que se le acercaban. Lucas comprendió muy pronto que él sería su único amigo durante los años en el Colegio San José. La perspectiva lo emocionaba y lo perturbaba, pues sentía que se trataba al mismo tiempo de un honor y de una carga.

Después de charlar unas cuantas veces, Lucas se sentía atenazado por la necesidad abrumadora de estar con Ignacio todo el tiempo. A la hora de la comida se sentaba frente a él. Durante el recreo caminaban solos por el patio. Nunca participaban en deportes de equipo. La felicidad de Lucas consistía en estar al lado de Ignacio, incluso cuando este se mostraba callado y meditabundo. Lucas empezó a sentir que eran ellos dos contra el mundo.

Los profesores de ambos desaconsejaban este tipo de intimidad; los otros jóvenes estaban al tanto del estigma que recaía sobre dos muchachos que siempre estaban juntos. Era como si Lucas quisiera fundirse en una sola persona con Ignacio y desaparecer en él. Con Ignacio constantemente en sus pensamientos, Lucas ya no se sentía solo. Por primera vez en su vida, tuvo la sensación de que podría enfrentarse a cualquier situación —por más abrumadora que fuera— mientras Ignacio estuviera a su lado.

Lucas sabía que esa amistad tan íntima podría interponerse en su ordenación como sacerdote, pero la necesidad física de estar cerca de este joven huraño era más fuerte que sus temores. Sin embargo, cuando hablaba con Ignacio se sentía tan feliz que no le importaban las consecuencias. Lucas había oído hablar de las almas gemelas: ¿habría encontrado la suya?

Ignacio siempre estudiaba sus lecciones, hacía sus deberes y obtenía las calificaciones más altas en las pruebas breves y en los exámenes, y sin embargo los profesores no ocultaban el desprecio que le tenían a causa de su arrogancia intelectual. En la clase de Religión, cuestionaba con frecuencia el significado de las Escrituras. Un día, estaban hablando de la traición de Judas a Jesús. El hermano Mariano se refería a Judas como una criatura despreciable y los otros muchachos asentían en señal de aprobación.

Ignacio alzó la mano:

—Hermano Mariano, con todo respeto —comenzó diciendo, mientras en el salón de clases reinaba un silencio tenso como anticipación a una acalorada discusión—, ¿por qué Judas Iscariote es considerado una criatura tan vil cuando estaba escrito que uno de los discípulos traicionaría a Jesús?

—Eso es correcto —dijo el padre Mariano secamente, con un tono de voz cargado de desaprobación, pues sabía hacia dónde iba esta discusión—. Pero cuando Judas fue tentado por Satanás, debió haber ejercido su libre albedrío y resistirse a la tentación: eso es lo que separa al hombre de las bestias.

En lugar de acobardarse, Ignacio reaccionó con mayor intensidad.

—Pero si estaba escrito que uno de los discípulos iba a traicionar a Jesús, ¿cómo podría cualquiera de ellos haber ejercido su libre albedrío? Un apóstol «tuvo» que sacrificarse para que se cumplieran las Escrituras. ¿Es eso justo? ¿No se supone que Dios es todo sabiduría? ¿Por qué no buscó otra solución en vez de condenar de antemano a uno de sus discípulos?

En el aula estallaron los murmullos y las risas. Lucas se inquietó al percibir que Ignacio se estaba pasando de imprudente. El padre Mariano golpeó con la palma de su mano el escritorio y levantó la voz, con el rostro enrojecido.

—Mentes más ilustres e iluminadas que la suya, Gutiérrez, han argumentado acerca de este punto durante muchos siglos. Si ellos no llegaron a una respuesta más satisfactoria, dudo que usted lo haga.

Ignacio no estaba dispuesto a abandonar el tema. Lucas sabía que cuando tenía que defender sus ideas, actuaba como un perro preparado para matar por un hueso carnoso.

—Pero, hermano Mariano, ¿cómo puedo creer en algo que no tiene ningún sentido para mí?

El padre Mariano se levantó de su escritorio y caminó hasta la silla en la que estaba Ignacio, mirándolo casi con odio. Tenía los puños apretados y las venas del cuello le palpitaban. Parecía que en cualquier momento fuera a golpearlo.

—Es aquí donde interviene la fe, Gutiérrez. ¡La fe! Y nadie puede llegar a ser un sacerdote si no tiene fe. —Cerró los ojos, respiró hondo y volvió detrás de su escritorio. Luego dijo—: Le advierto, Gutiérrez, si persiste en sus intentos de interrumpir esta clase, lo voy a enviar con el padre superior. Él no ve con buenos ojos a los jóvenes insolentes como usted. —En tono ominoso, añadió—: Esto les incumbe especialmente a ciertos jóvenes que aquí tienen que comportarse bien.

Lucas sabía que eso significaba que se esperaba que los estudiantes becados, como Ignacio y como él, deberían comportarse de forma sumisa.

Los demás estudiantes, en un estado de tensión, se retorcían en sus pupitres. Cuando Ignacio estaba a punto de responder, la campana sonó, indicando el final de la clase. Ese día Ignacio hizo muchos enemigos, pero no parecía importarle.

Siendo el único amigo de Ignacio, Lucas sabía que estaba en peligro de ser señalado como un alborotador, o como un «raro». Pero lo que le preocupaba eran sus sentimientos por Ignacio. Trató de convencerse de que lo que sentía por él era amor fraternal, y que era Jesús quien había unido sus destinos. Oró a Jesucristo para que interviniera y eliminara de su mente todos sus abrumadores deseos carnales.

Lucas estaba seguro de que su fervor religioso era genuino y su fe en Dios inquebrantable. A diferencia de Ignacio, no sentía la necesidad de cuestionar los actos de Dios. También comprendió que su relación más profunda no debía ser con Ignacio sino con Jesús. Deseaba desesperadamente comprender el verdadero sentido de lo que significaba ser un buen católico digno del sacerdocio. Además, los estudiantes del Colegio San José habían sido advertidos acerca de dos jovencitos del curso anterior que habían sido expulsados debido a su amistad anormalmente estrecha. Todo el mundo sabía lo que eso significaba.

Aunque le habían enseñado que la masturbación lo podía dejar ciego y luego llevarlo a la locura, Lucas no podía evitar hacerlo con frecuencia. A pesar de la dolorosa experiencia que había tenido en Bogotá con Yadir, todavía ansiaba ser tocado por un hombre. Tampoco podía dejar de tener fantasías acerca de satisfacer a Ignacio mientras se masturbaba. Y se imaginaba desnudo con Ignacio, lo besaba y lo acariciaba, y luego despertaba tras una siesta en sus brazos. O bien tenía fantasías en las que iba a la cama de Ignacio en medio de la noche, le tomaba el pene y lo introducía en su boca, mientras su amigo fingía dormir.

Confesarse se convirtió en una agonía: Lucas sabía que no podía mencionar ninguno de estos pensamientos a su padre confesor. Había escuchado decir a otros jovencitos que era mejor mentir y negar que se masturbaran, incluso si eso significaba que estuvieran cometiendo un pecado mortal.

Lucas pidió en oración ser lo suficientemente fuerte para superar lo que sentía por Ignacio, pero ¿cómo podría hacerlo cuando Ignacio buscaba su compañía hasta el punto que excluía la de otros estudiantes? ¿Sería que Ignacio correspondía a lo que Lucas sentía por él? ¿O que buscaba la compañía de Lucas porque no podía confiar en sus otros compañeros? Lucas estaba orgulloso de que el joven más inteligente del colegio lo hubiera escogido como su mejor amigo, pero vivía aterrorizado de que lo expusiera a la luz pública como un «maricón». Lucas se aseguró de no tocarlo de ninguna manera, igual que había evitado tocar el pene de su padre, incluso de forma accidental. Sin embargo, no podía dejar de preguntarse cómo reaccionaría Ignacio si él hiciera un movimiento súbito y lo abrazara con lujuria o lo besara en los labios. ¿Lo golpearía? ¿Lo rechazaría? ¿Lo denunciaría con los profesores? ¿Perdería su amistad para siempre?

El mayor temor de Lucas era que, si sus profesores tenían pruebas de que le atraía su mismo sexo, lo expulsaran del colegio. A Lucas lo atormentaba la idea de decepcionar a su madre, a quien aún le dolía mucho haber dejado a Adela y Lercy en Güicán para que ellos pudieran escapar de la tiranía de Gumersindo. Lucas creía que amar a Ignacio era una traición al amor que le debía a Jesucristo. Experimentaba la vergüenza de traicionar a Dios. El sexo fuera del matrimonio era un pecado, se les repetía en el colegio una y otra vez. Y el sexo entre dos hombres era una abominación. Lucas se sentía atormentado por la posibilidad real de que sus vergonzosos deseos lo condenaran al infierno.

No lograba concentrarse durante las clases y se sentía tan alterado que empezó a entregar tarde sus tareas. A los becados les recordaban constantemente que había muchos otros muchachos que estarían listos para tomar su lugar en el Colegio San José si su desempeño académico era mediocre.

Lucas tenía cada vez mayor consciencia del vínculo especial que algunos sacerdotes establecían con los muchachos que les gustaban. Había una intensa competencia entre los estudiantes para convertirse en el «favorito» de alguno de ellos, y no había estigma relacionado con ser el preferido de un sacerdote. Lucas se sintió aliviado de que ningún sacerdote se interesara por él, pero al pasar tanto tiempo con Ignacio se convirtieron en el foco de chismes maliciosos. Algunos profesores los miraban con desaprobación cuando los veían juntos, y las burlas de los estudiantes los seguían mientras caminaban por los largos y fríos pasillos del Colegio San José. A menudo intimidaban a los muchachos afeminados, pero nadie se atrevía a atormentar a Ignacio, pues él, aunque era pequeño y delgado, tenía una espalda poderosa como la de un becerro; cuando miraba a los estudiantes con disgusto, adoptaba una pose amenazadora como si estuviera listo para arrancarles las entrañas.

No obstante, Lucas se inquietó cuando las burlas se convirtieron en miradas acusadoras. La inquietud se transformó en alarma cuando encontró debajo de su almohada, así como dentro de su pupitre, notas que decían «¡maricón!» y «¡mamavergas!». Pero quejarse con uno de los profesores habría sido en sí una especie de confesión. Peor aún, no podía mencionarle esto a Ignacio, puesto que los dos nunca habían discutido el tema de la homosexualidad. Ignacio le parecía casi asexual, o al menos fingía serlo. Incluso cuando Lucas descubrió que los ojos de Ignacio lo miraban con ternura, no se atrevió a asumir que era algo más que amor fraternal.

Lucas comenzó a sufrir de insomnio y perdió el apetito. Debajo de sus ojos aparecieron sombras oscuras. Un día, durante la confesión, su padre confesor le preguntó:

—¿Te tocas, Lucas?

Él respondió:

—No, no, padre. No —le molestaba mentir, pero no tenía elección si quería ir al seminario.

Su siguiente pregunta fue:

—¿Ignacio Gutiérrez te toca a ti?

—Por supuesto que no, padre —dijo Lucas, respirando con alivio. Al menos no tenía que mentir sobre eso.

—Sólo Dios sabe lo que es verdad entre ustedes dos. Yo dejaré que Él sea el juez de esto —dijo el padre confesor en tono severo—. Sin embargo, debo advertirte: si continúas tu intimidad indecorosa con ese muchacho, te arriesgas a no ser llamado el próximo año al colegio. También podrías olvidarte de ser ordenado sacerdote.

A partir de ese día, Lucas hizo grandes esfuerzos por evitar estar a solas con Ignacio. Se dijo a sí mismo que mientras no hiciera nada prohibido con él, no estarían en peligro inminente. Durante las comidas se sentaba en otra mesa. Al principio, Ignacio le lanzaba miradas perplejas, pero Lucas no conseguía reunir el valor para contarle lo que había hablado con el padre en su confesión. Después de que Lucas actuara fríamente hacia él unas cuantas veces, Ignacio dejó de intentar hacer contacto visual con él. Aunque ahora sentía una dolorosa soledad, Lucas no trató de hacer nuevos amigos. Al final de cuentas admitió que el dolor que le causaba esta separación autoimpuesta significaba que amaba a Ignacio y que este tipo de amor estaba prohibido para él.

Una semana antes de que comenzaran las vacaciones de mitad de año, Lucas se encontró con Ignacio en el pasillo de camino al salón de clase. No había otros muchachos alrededor. Ignacio agarró a Lucas por los hombros y lo empujó con fuerza contra la pared.

—Si ya no quieres ser mi amigo, al menos dime por qué. ¿Qué te he hecho?

Su rostro estaba distorsionado por una expresión tal de rabia que Lucas se sintió asustado.

—No seas cobarde —le dijo Ignacio en voz alta—. Dime por qué estás haciendo esto. Me debes una explicación.

Lucas esperaba que Ignacio lo golpeara: esto le daría una excusa para terminar su amistad. Sus lágrimas comenzaron a rodar. Ignacio retiró sus manos del cuerpo de Lucas.

—Ahórrate tus lágrimas de cocodrilo —le dijo y se alejó.

Lucas quería salir corriendo detrás de Ignacio, agarrarlo por un brazo para tratar de explicarle por qué era mejor para ellos no estar cerca, al menos no por el momento. Pero permaneció inmóvil, en silencio.

El día antes de que Lucas saliera a vacaciones, el padre superior lo llamó a su oficina. La agitación de Lucas iba en aumento a medida que se acercaba la hora de la cita. Su mayor temor era que le dijeran que no sería bienvenido nuevamente al Colegio San José. Una vez en la rectoría y luego de ser invitado a tomar asiento, el padre superior no perdió tiempo con preámbulos y le dijo:

—Su cercanía con Ignacio Gutiérrez me ha llamado la atención. Debo advertirle que Gutiérrez no es una buena influencia para usted.

La mente de Lucas empezó a girar tan rápido que no podía entender una palabra de lo que le estaba diciendo el padre superior. Cuando el mareo desapareció, pudo escuchar:

—Ese muchacho está atormentado por algún demonio. Dudo que se convierta en sacerdote. La única razón por la que no lo hemos mandado de regreso donde sus padres es porque tiene las mejores calificaciones de su clase.

El padre superior hizo una pausa para observar fijamente a Lucas, quien bajó los ojos y no se atrevió a mirarlo por temor a lo que su expresión pudiera revelar sobre sus verdaderos sentimientos por Ignacio.

—No creo que deba recordarle —prosiguió el padre superior— que hay muchos jovencitos en Colombia que darían cualquier cosa por tener la oportunidad de estudiar aquí becados. Le prohíbo que le escriba a Gutiérrez durante las vacaciones escolares. Incluso si él se pone en contacto con usted, debe ignorar sus cartas, es decir, si es que desea usted regresar al colegio cuando terminen las vacaciones. ¿Le queda claro?

Lucas asintió.

—Míreme, míreme a los ojos, Lucas, y prométame que no tendrá ningún contacto con Gutiérrez durante las vacaciones.

El corazón de Lucas latía tan velozmente que sintió que la garganta se le atoraba.

—Le prometo que no lo haré, padre —se las arregló para decir.

—Muy bien, así quedamos —dijo el padre superior y lo despachó.

Sentado junto a Clemencia en el viaje en autobús de regreso a su casa de Bogotá, Lucas trató de ocultar la tristeza que sentía. El día anterior había escuchado decir a uno de sus compañeros de clase que Ignacio pasaría las vacaciones en el colegio, trabajando a cambio del alojamiento y la alimentación. Lucas asumió que esto se debía a que los padres de Ignacio no podían pagar su pasaje de autobús de regreso a casa. Él trataba de responder con entusiasmo a las preguntas que le hacía Clemencia sobre su educación. No quería que su madre pensara que estaba teniendo dudas sobre el camino que había elegido: eso habría sido devastador para ella. Lucas deseaba poder contarle a su madre anécdotas alegres sobre la vida escolar, pero todo lo que hubiera querido decir era: «Mami, amo a Ignacio». Lucas nunca se había sentido tan solo. Toda su vida había podido confiar en Clemencia. No importaba lo que le dijera, su madre siempre se ponía de su lado. Era doloroso tener un secreto que no podía compartir con ella, no porque se avergonzara del amor que sentía por Ignacio, sino porque no quería hacerle daño. Pero ¿cómo podía explicarle la razón de su abatimiento?

Al percibir la renuencia de hablar de sus estudios, Clemencia le dijo:

—Tengo una sorpresa para usted, Lucas. Estaba esperando este momento para contársela. En mi nuevo empleo con la exportadora de flores gano mejor que en el trabajo con los gringos. —Sus ojos resplandecían con orgullo—. No vamos a volver a la casa de la prima Ema. Ella tiene algunos problemas de salud y ha decidido regresar a los Llanos para vivir cerca de la familia. Así que alquilé una casita en Suba. De ahora en adelante, tendrá su propia habitación, que siempre lo estará esperando cuando vuelva.

Ignacio sonrió, se inclinó, besó la mejilla de su madre y le dijo:

—Gracias, mami.

Clemencia continuó:

— ¡Quién habría pensado que la experiencia que tuve allá en la casa de Güicán encargándome de las flores que vendíamos me iba a ser tan útil algún día!

Sus palabras suscitaron un triste recuerdo y se quedó en silencio. Ignacio estaba seguro de que su madre estaba pensando en sus dos hijas y en cómo había perdido el contacto con ellas después de traerlo a él a Bogotá. Clemencia continuó mirando por la ventana hasta que se fue adormeciendo.

A medida que el autobús pasaba frente a fincas, pueblos pequeños y puestos de comida al lado de la carretera, Lucas seguía escuchando una voz en su interior que repetía una y otra vez: «Ignacio. Ignacio. Ignacio». Cuanto más rápido rodaba el autobús, más retumbaba el nombre de Ignacio en sus oídos. Y mientras más se acercaban a Bogotá, con más fuerza deseaba escapar de su cuerpo para no sentir la culpa que lo carcomía. Deseaba poder hablar con Ignacio una vez más para pedirle perdón por haberle retirado su amistad. No sólo había traicionado a Ignacio, sino que se había traicionado a sí mismo. En ese momento se sintió tan conmovido que también él cerró los ojos y fingió dormir. La oscuridad lo consolaba, amortiguaba su angustia. Cuando está tan oscuro, pensó, nada en el mundo puede hacerme acordar de él.

—Ahora es un hombrecito hecho y derecho —le dijo Clemencia a Lucas en las vacaciones en que cumplió los catorce años de edad—. Ya es lo suficientemente mayor como para ir por su cuenta al centro a pagar los servicios públicos. Sería una gran ayuda para mí.

Lucas se sentía feliz de ayudar a su madre y también estaba emocionado de andar solo por primera vez en la ciudad. La segunda vez que estuvo en el centro de Bogotá haciendo mandados, notó que sobre la carrera Séptima caminaban grupos de muchachos de su edad vistiendo ropa extravagante, que sonreían y se reían de forma bulliciosa, y lanzaban miradas desvergonzadas a los hombres que les gustaban. El comportamiento descarado de estos chicos a la vez fascinaba y repelía a Lucas. Pero una parte de él también estaba desesperada por hablar con ellos. Sin embargo, sabía que si les hablaba, se arriesgaba a ser etiquetado como uno más del grupo. En la siguiente ocasión que Lucas estuvo en la ciudad, uno de aquellos muchachos le preguntó mientras pasaba:

—¿Quieres andar un rato con nosotros?

—No, gracias —respondió Lucas apresuradamente, evitando el contacto visual—. Tengo que volver a casa.

—No pongas esa cara de susto, querida —se burló el muchacho—. Ni que te hubiéramos invitado a oler pegante con nosotras.

En una ocasión los siguió desde cierta distancia hasta el Parque Nacional, donde se sentaron sobre el césped en un lugar protegido por enormes eucaliptos para fumar una pipa. Había visto en televisión un programa sobre vándalos que fumaban bazuco y aterrorizaban a las personas. Lucas decidió que no se juntaría con ellos y siguió caminando tan rápido como pudo hasta la parada del autobús.

En Suba existía una Casa de la Cultura, donde los jóvenes del barrio se reunían para realizar diferentes actividades. Su grupo de teatro estaba en el proceso de ensayar una obra que iba a presentar en Navidad. Lucas también asistió a presentaciones de niños y niñas que recitaban sus propios poemas o los versos de José Asunción Silva, Porfirio Barba Jacob y Federico García Lorca.

Clemencia animó a Lucas para que aprovechara las clases que se ofrecían en el centro cultural por un módico precio. Había escuchado decir que los jóvenes que iban allí no pertenecían a pandillas ni consumían drogas. Lucas empezó a pasar sus tardes en la Casa de la Cultura, mirando a los jóvenes que practicaban bailes y ensayaban obras de teatro. Recordó con cariño la época en que había aprendido a bailar antes de viajar a estudiar al Colegio San José, por lo que terminó inscribiéndose en una clase. En Suba, Lucas aprendió algunos pasos propios de pasillos y bambucos, bailes que había visto antes en la plaza central durante las fiestas en Güicán. Pero su favorito era el mapalé. A Lucas le encantaba lo que le pasaba cuando bailaba el mapalé: cuando saltaba, en su mente intentaba estirar ese momento hasta el infinito, y sentir en ese nanosegundo que era capaz de salir del mundo y viajar arriba y más arriba, alto y más y más alto, rápido y más rápido hasta que el planeta Tierra se convertía en una pequeña esfera azul. Luego, con las piernas, el torso, la cabeza, los brazos, las manos, los dedos de las manos y los dedos de los pies, intentaba expresar lo que sentía en ese momento. Soñaba con convertirse en un buen bailarín para que su madre pudiera verlo en un escenario. Cuando terminaban de ensayar un baile y regresaba, jadeante, al mundo real, Lucas tenía la sensación de que por un instante había creado algo hermoso y único. Era como si otra persona hubiera actuado, y no él. A veces se preguntaba si lo que experimentaba era algo parecido al éxtasis de los santos cuando estaban en la presencia de Dios inundados con Su Luz.

Una tarde, cuando Lucas salía del centro cultural para regresar a casa y preparar la cena, pues había aprendido recetas sencillas observando a Clemencia mientras cocinaba, oyó una voz que le decía:

—Hola, Lucas.

Se dio la vuelta y vio a uno de los bailarines de la clase. Era más alto que los otros muchachos, esbelto y negro. Lucas lo había visto bailar y practicar, y se sentía impresionado por su gracia física y su belleza.

—Me llamo Julio —dijo—. Te veo todo el tiempo mirándonos practicar.

Se estrecharon la mano.

—Mi mamá me habló de ti —dijo Julio—. Me contó que tu madre dice que quieres ser sacerdote. Pero eres un bailarín talentoso. Tal vez seas algo así como esa monja cantante… ¡Un sacerdote bailarín! —se rio de su propia broma.

Lucas le hizo una mueca a Julio y comenzó a caminar más rápido para alejarse de él.

Julio lo alcanzó. Le dijo:

—Siento haber dicho eso. Fue estúpido. Deberíamos ser amigos. Nuestras madres trabajan en el mismo lugar y somos vecinos.

Lucas pensó que Julio era un tanto descarado, pero no estaba molesto con él. Aunque era de modales gentiles, Julio no era afeminado, así que no había peligro en salir con él. Además, pensó Lucas, no me siento físicamente atraído por él.

A partir de esa tarde, al final del día, Lucas regresaba a casa con Julio y a menudo lo invitaba a tomar un vaso de jugo. Descubrieron que les gustaba el juego de damas y el parqués. Lucas sentía cierta tensión en el aire, pero no estaba interesado en dar el primer paso.

Después de varias tardes compartiendo juegos de mesa, Julio dijo:

—Estoy aburrido de jugar a lo mismo. Déjame mostrarte algo. ¿Tienes periódicos viejos?

Lucas le entregó varios periódicos que estaban apilados en un rincón en la cocina. Julio le dijo:

—Sígueme.

Ya en la sala, el muchacho extendió los periódicos sobre el suelo. Se sentó en una de las sillas, se desabrochó los pantalones, se bajó la cremallera y sacó su pene erecto. Lucas se sintió tan excitado como la primera vez que se había masturbado pensando en Ignacio.

—Ponte cómodo —le dijo Julio—. Yo juego a esto con mis primos.

Lucas se desabrochó el cinturón, pero enseguida se detuvo. Julio le hizo un gesto con la mano para que él se bajara la cremallera y sacara el pene. No era nada fácil: la tensión que experimentaba Lucas era abrumadora.

Julio le dijo:

—Piensa en cualquier muchacha que te guste y luego disparamos y vemos a quién le llega más lejos el semen.

Esto se convirtió en un ritual cotidiano. Después de masturbarse, tiraban los periódicos a la basura. Aunque no se tocaban, Lucas se sentía culpable por estar haciendo con otro hombre, en la casa de su madre, algo que lo excitaba pero que le parecía prohibido.

Para compensar lo que sentía como una traición, Lucas se esforzaba al máximo en la preparación de la cena para su madre. Clemencia tenía un libro de cocina, y Lucas había descubierto que, si seguía las recetas con atención, lo que preparaba le quedaba bien. Después de comer, Lucas siempre insistía en lavar los platos. Ayudar a su madre en la casa lo hacía sentirse menos culpable.

—No podría pedir un mejor hijo que tú —decía a menudo Clemencia.

Cada halago de su madre era como una puñalada en su corazón.

Todas las noches Clemencia pasaba horas viendo telenovelas. A Lucas le parecían ridículas, y sin embargo las disfrutaba, seguía la trama de la historia con ella y prestaba atención cuando su madre le contaba los detalles de alguno de los personajes. Acompañarla durante la noche lo hacía sentirse mejor, pues ella parecía muy feliz de pasar tiempo con él. A Clemencia le gustaba que le rascaran la cabeza, de modo que él se colocaba detrás de la mecedora y le acariciaba suavemente el cuero cabelludo.

Lucas se daba cuenta de que a menudo su madre se ponía triste; pasaba horas mirando fotos de Lercy y Adela y haciendo vestidos para una de las muñecas de sus hijas, que se había traído cuando abandonó el pueblo. Sabía que Clemencia trataba de obtener noticias de ellas por medio de sus conocidos en Güicán. Comprendía que su madre nunca se comunicaba con sus hijas directamente porque temía que Gumersindo se apareciera algún día en su casa en Suba y se llevara a Lucas, sólo para castigarla a ella.

Lucas habría dado cualquier cosa por ver a su madre sonreír más a menudo. Pero tenía la impresión de que ella se había dado por vencida en la búsqueda de algo de felicidad en la Tierra. Para él era una carga pesada ser la única razón de la existencia de su madre y su única fuente de alegría.

Antes de acostarse, Clemencia siempre tomaba una ducha caliente. Después, antes de apagar la luz de su mesa de noche, charlaba por teléfono con su prima Ema o con una amiga del trabajo.

Lucas a menudo se preguntaba si la mayoría de los seres humanos vivían sólo para trabajar, comer y dormir.

Había una sala de cine en Suba, el Teatro Rex. A Lucas le fascinaba el cine, pero en el colegio de Facatativá el televisor se mantenía bajo llave en un escaparate, y sólo los sábados por la noche los estudiantes y profesores podían ver películas en el VHS y partidos de fútbol los domingos por la tarde. Lucas esperaba con gran expectativa las películas semanales, que significaban una ruptura con la monotonía de sus estudios. La mayoría de las que veían eran acerca de cristianos martirizados en la época de los romanos, aunque de vez en cuando se colaba una comedia norteamericana. Cuando las películas eran más contemporáneas, las historias solían incluir monjas y sacerdotes. Lucas se obsesionó con Historia de una monja: fantaseaba que tras ser ordenado sacerdote lo enviarían a la selva (tal como a Audrey Hepburn en el filme) y allí se reuniría con un médico tan buenmozo como Peter Finch, y se enamorarían el uno del otro y vivirían juntos para siempre en la selva, cuidando a los leprosos.

En Suba, el Rex presentaba películas recientes. Cuando Lucas pasaba por la sala en su camino a la Casa de la Cultura, a menudo se detenía a mirar los carteles que anunciaban las funciones del día y los próximos estrenos. También notó que, para la función de las tres, la mayoría de los que compraban boletos eran hombres, y que entraban a la sala de cine con prisa, como si no quisieran ser vistos. Una tarde vio anunciada una película llamada Filadelfia, a la que promocionaban como una historia sobre el sida. Lucas había leído artículos algo confusos en los periódicos acerca del sida, una aterradora enfermedad que en Estados Unidos estaba atacando a los homosexuales desde la década anterior.

Una noche, antes de que Clemencia se fuera a dormir, Lucas le preguntó si podía ir al cine.

Después de que le dio el dinero para la boleta, agregó:

—Pero se viene derechito a la casa después de que se termine la película. ¿Entendido?

Lucas lloró durante la mayor parte de la proyección de Filadelfia. Tomó la historia como una advertencia de lo que podría sucederle si tenía relaciones sexuales con otros hombres: se infectaría y sufriría una muerte horrible como la del personaje de Tom Hanks, cuyas comedias adoraba.

En el Teatro Rex se dio cuenta de que había grupos de hombres que practicaban sexo oral mientras fingían ver la película; y en el baño sucio y maloliente vio a parejas de hombres en plenas relaciones sexuales. Un par le enseñaron los genitales y trataron de tocarlo, pero él salió huyendo del lugar. De ahí en adelante, siempre esperó hasta llegar a casa para usar el baño.

Durante aquellas vacaciones escolares en Suba, en la televisión y en los periódicos comenzaron a aparecer historias cada vez más terribles de hombres que morían de sida. Clemencia le había contado acerca del hijo de una de sus compañeras de trabajo que había muerto recientemente a causa de la enfermedad.

—Lo peor que le puede pasar a una madre es perder a uno de sus hijos —dijo—. Pero morir de esa enfermedad es mucho peor, Lucas. Es horrible ver cómo las otras personas en el trabajo la evitan, como si ella tuviera la enfermedad. Me parte el corazón ver cómo la tratan las otras compañeras.

Lucas oró a Dios con fervor para que le sacara de la cabeza esos abrumadores deseos de estar con un hombre. A primera hora de la mañana iba a misa, y cada semana se confesaba. Pero tenía cuidado con lo que le contaba al sacerdote, porque el cura de la parroquia del barrio, el padre Luis, sabía que Lucas asistía al colegio en Facatativá.

En todos esos meses en Suba, Lucas nunca había dejado de pensar en Ignacio. Se preguntaba cómo le iría viviendo con los religiosos del colegio. Ansiaba oír su voz y no podía perdonarse por haber cortado la amistad aun a sabiendas de que Ignacio no tenía otros amigos en el colegio. Cuando Lucas menos lo esperaba, en la misa, en las clases de baile o incluso cuando se masturbaba con Julio, el rostro de Ignacio se le aparecía y con frecuencia soñaba con él. Los sueños en los que estaba Ignacio eran siempre sexuales, y Lucas se despertaba en la mañana con una erección. O más vergonzoso aún, eyaculaba durante la noche.

En su confusión, Lucas empezó a preguntarse si lo mejor para él sería suicidarse. Por lo menos esto le ahorraría a Clemencia la vergüenza de tener un hijo homosexual que moriría de sida. Lucas estaba seguro de que si seguía viendo a Julio y yendo al cine, sería inevitable acabar teniendo sexo con otros hombres y morir a causa de esa enfermedad.

En las semanas restantes de sus vacaciones, Lucas comenzó a tomar lecciones de kung-fu, con la esperanza de que le permitieran asumir actitudes más masculinas. Sabía que durante el siguiente periodo en el Colegio San José le sería difícil honrar el voto de castidad. Sin embargo, se sentía desesperado por regresar a clases, ya que la vida fuera del colegio no tenía reglas que estuviera forzado a obedecer.

A medida que se acercaba el día de su partida, Lucas aceptó que volver al Colegio San José significaba que tendría que resolver cuáles eran sus sentimientos por Ignacio. Pero eso no le importaba, porque más que nada deseaba verlo, aunque fuera desde la distancia. Sólo quiero oír su voz, se decía. Y sentir su olor.

El día que regresó a Facatativá, Lucas no vio a Ignacio por ninguna parte. ¿Habría sido enviado a casa de sus padres? Ignacio no se habría ido del colegio por su propia voluntad. Durante unos días, Lucas vivió con la esperanza de que Ignacio apareciera en cualquier momento. Al ver que esto no ocurría, Lucas pensó que lo mejor sería preguntarle a un estudiante del que se rumoraba que era el favorito del profesor de Música. El estudiante no sabía lo que había sucedido, pero al día siguiente, cuando se sentaron uno junto al otro a la hora de la cena, le dijo en voz baja:

—A Gutiérrez lo mandaron a un seminario en la selva del Putumayo. El padre superior ya no lo quería aquí. Va a quedarse allá el resto de su noviciado. —Luego, con una sonrisa maliciosa, añadió—: ¿Estás dispuesto a permanecer virgen hasta que lo vuelvas a ver, muñeca?

* * *

Sólo después de que los otros estudiantes del Colegio San José salieron a las vacaciones de mitad de año, Ignacio empezó a reconocer lo lastimado que se sentía por la manera abrupta y la frialdad con la que Lucas había terminado su amistad. Sospechaba que Lucas había sido presionado para romper el vínculo entre ambos, pero de todos modos era difícil perdonarlo. La añoranza que sentía por Lucas le producía un dolor casi físico, y a pesar de ello no podía odiarlo. Era el único amigo cercano que Ignacio había tenido jamás, y su presencia en el seminario le había hecho la vida soportable.

Había experimentado una nueva y dura soledad: encontrar a alguien a quien amaba y luego perderlo. Ya no podía negar sus sentimientos románticos hacia Lucas. Desde el momento en que se encontraron, Ignacio se había dado cuenta de la forma en que Lucas lo miraba, del deseo que brillaba en sus ojos marrones. Esto lo había asustado tanto que constantemente se recordaba a sí mismo que debía ocultar lo que sentía por Lucas.

Ignacio sabía que su lengua afilada molestaba a sus profesores y que si comenzaban a chismosear sobre su sexualidad, acabaría siendo expulsado del colegio, poniendo fin a sus aspiraciones de marcharse lo más lejos posible de las remotas montañas donde había nacido.

Las tareas de Ignacio consistían en limpiar los baños, barrer y fregar los pisos, picar verduras para las comidas, lavar los platos, ayudar con la ropa de lavar y planchar, ir todos los días a la misa de cinco de la mañana y pasarles el plumero a los libros en la biblioteca. Le encantaba palpar y hojear los libros, leer páginas al azar y buscar algún tema que capturara su interés. A veces se quedaba tan absorto leyendo que se le olvidaba que debía estar trabajando. Su ignorancia lo abrumaba. En la casa de sus padres no habían tenido libros, y ahora en el colegio había descubierto que la lectura expandía su mente y cuanto más leía, más claramente podía pensar y expresarse, no sólo por escrito, sino también oralmente, y esto le daba una ventaja sobre los otros muchachos de su edad. Cada libro que tenía entre sus manos contenía, pensaba Ignacio, una llave que le permitía saciar su sed de conocimientos y buscar respuestas a todas las preguntas que tenía acerca de la vida.

Le encantaba el silencio de la biblioteca. Un día Ignacio estaba leyendo en la mesa donde todos se sentaban, cuando entró el padre Daniel. De todos sus profesores, él era el más amigable, e Ignacio se sentía atraído por sus modales afables, una cualidad que a él le habría gustado tener. Ignacio también se sentía cautivado por la rapidez de pensamiento de su maestro; en sus clases de Historia del Mundo, hablaba de muchos libros y temas que Ignacio desconocía. Mientras que los otros profesores no se apartaban de los libros de texto con los que impartían las lecciones, el padre Daniel hacía conexiones entre diferentes periodos históricos y, a menudo, se iba por la tangente y hablaba sobre la literatura, la pintura y la arquitectura de distintas épocas. Cuando se refería a grandes figuras históricas, no sólo enumeraba los nombres de las batallas que habían ganado o decía cuánto tiempo habían permanecido en el poder: también hablaba de su carácter y de sus luchas existenciales. Ignacio anhelaba algún día saber tanto como su profesor.

El padre Daniel lo saludó y le preguntó:

—¿Vienes a menudo a la biblioteca?

—Sí, padre —asintió—. Es parte de mis deberes —agregó en un tono defensivo.

—¿Qué clase de libros te gusta leer?

El rostro de Ignacio se encendió; se sintió atormentado por el rubor evidente.

—Me encanta leer libros de historia —dijo—. Mi figura histórica favorita es Juana de Arco.

Cuando el padre Daniel permaneció en silencio, Ignacio se apresuró a añadir:

—Me gusta que se haya sacrificado por el pueblo francés.

El padre sonrió y dijo:

—Sí, Ignacio, ella fue una gran patriota.

Ignacio pensó que era extraño que alabara a Juana de Arco por su patriotismo y no por su santidad. ¿Acaso eso significaría que para él la política y la guerra contra los invasores ingleses eran más importantes que la conexión de Juana con Dios?

Ignacio tenía la costumbre de ir a la biblioteca a las cuatro de la tarde. Después de ese encuentro, siguieron coincidiendo: intercambiaban un saludo cortés y se retiraban a extremos opuestos del recinto. El padre Daniel se ponía sus gafas y se sentaba a leer en una silla abullonada cerca de una ventana, levantando ocasionalmente la vista del libro para mirar el reloj cucú en la pared. De vez en cuando tomaba una pausa para hacer algún comentario sobre la llovizna de la tarde, un evento de ocurrencia diaria en Facatativá durante aquella época del año. Ignacio se descubrió mirándolo a hurtadillas. El padre Daniel era larguirucho y el más joven de los profesores del Colegio San José. Sus modales eran refinados, sus largas manos parecían hechas de la más suave porcelana, su espeso cabello castaño estaba partido por la mitad y lo llevaba recortado en la parte posterior del cuello. Mientras leía, se peinaba con los tres dedos medios de la mano derecha.

Así siguieron las cosas durante semanas, e Ignacio empezó a pensar que nunca llegarían a conocerse mejor, hasta que un día, en el momento de marcharse, el padre Daniel se detuvo en el lugar donde él estaba sentado. Después de una breve y cortés conversación le preguntó:

—¿Te gusta la poesía?

Ignacio quería decir algo que agradara a su profesor, pero en lugar de ello, de sus labios brotó la verdad:

—No he leído muchos poemas aparte de los que hemos estudiado en clases de Literatura, padre. Y no puedo decir que me hayan gustado mucho los que hemos leído.

—Tal vez deberías leer poesía contemporánea.

Ignacio se quedó perplejo. Pensaba que toda la poesía era vieja.

Al día siguiente, el padre Daniel le entregó una copia de Marilyn Monroe y otros poemas.

—El autor, Ernesto Cardenal, es un sacerdote y un poeta —le dijo a Ignacio—. Es posible que te gusten estos poemas, y en todo caso no te aburrirás, te lo prometo. De cualquier manera, no te hará daño leer la poesía del padre Cardenal.

Ignacio se sorprendió al descubrir que había sacerdotes que escribían sobre estrellas de cine, especialmente una que había visto desnuda en una fotografía de un calendario viejo en una tienda de abarrotes en El Carmen, un pueblo vecino a aquel en el que vivían sus padres.

Antes de llegar al Colegio San José, Ignacio sólo había visto un par de películas. En El Carmen las películas se exhibían solamente los sábados por la noche. El pueblo quedaba a unos dos kilómetros de su casa, y él y sus hermanas tenían que hacer esa larga caminata en la oscuridad, lo cual era riesgoso. Las boletas para las películas costaban dinero, por lo que sólo una vez al año se les permitía ir a cine, después de terminar los cursos en el colegio, y únicamente si habían obtenido buenas calificaciones.

En la contraportada del volumen de poemas Ignacio leyó que el padre Cardenal vivía en Nicaragua, en Solentiname, una isla en el lago Nicaragua en la que había una comunidad de monjes. Leyó todos los poemas en un par de días, algunos de ellos varias veces. Le gustaba especialmente el largo poema sobre Marilyn Monroe, que le despertaba tristeza por su suicidio prematuro. Cuando devolvió el libro, Ignacio se apresuró a decir que le habían gustado los poemas, y luego le preguntó a su profesor si había estado en Solentiname.

—No, no he estado —respondió—. ¿Sabías que los sacerdotes que viven allí están muy metidos con la Teología de la Liberación?

Nerviosamente Ignacio cambió el pie sobre el que apoyaba su cuerpo. No estaba seguro de lo que significaba ese término y se sentía demasiado avergonzado para admitir su ignorancia.

—Son sacerdotes que han contribuido a crear una nueva Iglesia católica que sirva a los pobres —explicó el padre Daniel—. Eso no es lo que enseñamos en el Colegio San José. Nuestros hermanos aquí pertenecen a la vieja guardia.

A menudo, durante el día, Ignacio se distraía pensando en Solentiname e imaginaba que la comunidad lo aceptaba como uno de ellos. ¿Cómo sería esa isla? ¿Cómo se vestirían los monjes? La siguiente vez que conversaron con el padre, Ignacio le preguntó si le gustaría ir a vivir en Solentiname.

—Creo que he sido llamado para hacer mi trabajo aquí en este colegio, enseñándoles a ustedes. Soy más feliz cuando estoy en el aula. —Hizo una pausa—. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Te gustaría visitar Solentiname algún día?

—Parece ser un lugar diferente —dijo Ignacio—. Nunca he estado en una isla.

Intuyó que había algo que el sacerdote le estaba ocultando, pero no se atrevió a hacer más preguntas. No podía comportarse como si en realidad fueran amigos. Pero no podía dejar de preguntarse si estaba involucrado de alguna manera con la Teología de la Liberación. Ya había oído hablar de religiosos revolucionarios que se habían unido a los guerrilleros del ELN para luchar contra el Gobierno. A pesar de su ignorancia política, comprendía que los sacerdotes de Facatativá no estaban interesados en la revolución, y mucho menos en los guerrilleros. Sus profesores, que a veces mencionaban al ELN como un grupo guerrillero, estaban más concentrados en adherirse de manera estricta a la doctrina católica. Ignacio quería saber más acerca de los sacerdotes de Solentiname, pero se dijo que debía ser paciente. Tal vez cuando conociera mejor al padre Daniel podría hacerle preguntas más personales.

En su casa, Ignacio había escuchado a su padre maldecir rutinariamente a los terratenientes que colaboraban con el Gobierno para mantener hambrientos e ignorantes a los campesinos. Afuera de su rancho, Ignacio había visto a indios como él —descendientes de los motilones, que en épocas anteriores arrancaban el cuero cabelludo a los españoles— ser tratados como criaturas incapaces de convertirse en «personas civilizadas». Los indios siempre tenían que cederles el paso a los blancos en la ciudad, en los caminos, en las aceras, incluso en la iglesia, donde los blancos se sentaban adelante y los indios atrás. En un par de ocasiones en que fue solo a la ciudad, mientras caminaba por la calle, algunos niños se asomaban a las ventanas de sus casas y gritaban «indios, llévense su sífilis a la selva».

Ignacio no se atrevía a preguntarle a su padre por qué había gente en la ciudad que lo acusaba de tener sífilis. Los libros de texto que estudiaba en el colegio no abordaban el tema, y debido a la limitada comprensión de su padre, Ignacio sabía que no podía discutir estos temas con él. Al poco tiempo, él también comenzó a odiar al Gobierno, a los terratenientes adinerados y a los blancos.

Ignacio nunca había hablado honestamente sobre su vocación con un sacerdote y deseaba poder expresar sus dudas sobre el rumbo que sus padres habían elegido para él. Se daba cuenta de que, para alguien de origen humilde como él, el sacerdocio era uno de los pocos medios para obtener una educación digna. También era dolorosamente consciente de que la religión no aliviaba su ansiedad en cuanto a su ignorancia. A veces deseaba tener la mentalidad campesina que confiaba en que si uno sufría en esta vida, si se sacrificaba y aceptaba la voluntad de Dios, obtendría su recompensa en el cielo, y nada más importaba. Pero sus ataques de religiosidad, sus periodos de fe ciega, duraban sólo un día o dos, y luego volvía a estar lleno de dudas e insatisfacción.

Aparte de sus conversaciones con Lucas, quien lo había escuchado con comprensión, pero por naturaleza no era intelectualmente curioso, Ignacio no conocía a nadie que se preocupara por su futuro. Además, era consciente de que sin importar lo mucho que él y Lucas se quisieran, nada podía cambiar el hecho de que él fuera un indio y Lucas un mestizo de aspecto blanco.

A medida que pasaban las semanas y seguía encontrándose con el padre Daniel en la biblioteca, Ignacio comenzó a considerar la opción de ser sincero con su profesor. Estaba desesperado por que alguien le mostrara una forma de salir de su ignorancia y confusión. A Ignacio le incomodaba ponerse cada vez más inquieto cuando veía al padre Daniel: ¿debía hablar con él acerca de su situación o guardarse sus dudas para sí mismo, que era lo que siempre había hecho con todas sus preguntas? La próxima vez que se encontraran en la biblioteca, se dijo, trataría de hablarle sobre este tema, pues ya no lo podía posponer más.

Esa misma tarde, el padre Daniel entró a la biblioteca mientras Ignacio archivaba libros. El sacerdote lo saludó y sonrió, como siempre, y luego se sentó junto a la ventana. Mientras se ponía las gafas para leer, Ignacio se precipitó a su lado y le dijo:

—Padre, necesito su consejo —las manos de Ignacio temblaban, así que entrelazó los dedos detrás de la espalda.

—Sí, por supuesto. ¿En qué puedo ayudarte, Ignacio?

Ignacio empezó a balbucear palabras que se volvieron tan pesadas en su garganta que lo sofocaban.

—Tengo dudas sobre… mi vocación, padre. Me gusta estudiar y aprender cosas nuevas, pero estoy en este camino religioso para complacer a mis padres —se detuvo allí, temeroso de revelar demasiado.

Su profesor lo miró en silencio, pero Ignacio supo, gracias a su expresión, que no lo juzgaba con dureza. Era casi como si él viera algo que Ignacio no podía ver sobre sí mismo. Una fuerza más poderosa que su instinto de autoprotección lo inclinó a añadir:

—Padre, tampoco estoy seguro de creer en Dios. Lo que me gusta de ser sacerdote es la idea de ayudar a la gente.

El sacerdote se quedó pensando.

—Me pregunto, Ignacio, si es necesario que tú creas en Dios para que la gente se acerque a él. Si tienes la vocación de ayudar a los que sufren, significa que has sido bendecido con ese don. Me gustaría pensar que Dios no es vanidoso. Tal vez a Dios le importa más eso que el hecho de que nosotros seamos creyentes o no. Para ser sacerdote basta con seguir el ejemplo de Jesucristo.

Aunque esas palabras no calmaron el torbellino en la mente de Ignacio, le dieron algo nuevo en que pensar. Todavía estaba lleno de dudas, pero ya su futuro no tenía que ser necesariamente una mentira vergonzosa: fingir creer en el Dios de la Iglesia. Ahora tenía una esperanza diminuta.

Ignacio había notado que cada vez que se topaba con el padre superior, este lo miraba con desaprobación. Fue particularmente consciente de su desprecio una tarde cuando el padre superior lo encontró a él y a su profesor conversando en la biblioteca. De inmediato, le pidió a Ignacio que le hiciera un mandado, como si no pudiera soportar la idea de que el padre Daniel y él estuvieran juntos. Después de ese encuentro, Ignacio percibió que el padre superior lo observaba como si escrutara un germen bajo un microscopio. Al no haber otros estudiantes cerca, la tensión aumentó rápidamente. Ignacio decidió que, a menos que le prohibiera hablar con el padre Daniel, aprovecharía cualquier posibilidad que tuviera para hacerlo. Sus breves intercambios lograban que su soledad fuera menos severa; estaba encantado de que un adulto que admiraba se interesara por él. Pero Ignacio se angustiaba porque en sus sueños ellos se besaban y hacían el amor. Esos sueños empezaron a impregnar las horas del día. A él sólo le interesa enseñarme sobre poesía y sobre la política colombiana, se repetía Ignacio. Eso es todo. Pero ¿y qué pasaría si fuera amor, ese sentimiento que a menudo se expresaba en los poemas y en las pocas novelas que estudiaban en el seminario? Fuese lo que fuese, era un sentimiento que jamás había experimentado, porque no era sólo sexual —como le ocurría con Lucas, a quien deseaba tocar y poseer—, sino que era una sensación que había tomado posesión de todo su ser.

Poco antes de que comenzara el nuevo semestre escolar, el padre superior le pidió a Ignacio que pasara por su despacho. Puesto que sólo en un par de ocasiones le había pedido que entrara a su oficina, Ignacio sabía que algo muy importante estaba a punto de suceder. El padre superior lo invitó a sentarse e inmediatamente fue al grano:

—Ignacio, después de consultar con los otros hermanos de la comunidad, hemos decidido que usted debe continuar su educación religiosa en el seminario de Palos de la Quebrada, un pueblo en el Putumayo. Puede terminar su bachillerato allá y luego comenzar su noviciado. Si todo sale bien, podrá ir a la universidad antes de ordenarse. Buena suerte, Ignacio. Se le proporcionará todo lo que necesite para su viaje.

Con un movimiento de la mano, le indicó que la reunión había terminado.

Palos de la Quebrada. Ignacio reconoció el nombre tan pronto como el padre superior lo pronunció. Debía tener unos diez años cuando vio en el periódico una foto de una masacre que había tenido lugar allí. Sin saberlo, el padre superior estaba exiliando a Ignacio a vivir dentro de una imagen que lo atormentaba.

Se mantuvo ocupado toda la jornada para no tener tiempo de pensar, pero cuando llegó al patio al final del día, la noticia había comenzado a difundirse. Era de conocimiento general que aquellos aspirantes a seminaristas sobre cuya vocación había sospechas, o de quienes se pensaba que la estricta disciplina de la vida sacerdotal podría ser excesiva para ellos, eran enviados a lugares inhóspitos donde eran probados física, psicológica y espiritualmente. No importaba lo que le pasara, Ignacio se dijo a sí mismo que no volvería al rancho de sus padres: ningún destino podía ser más deprimente que ese. Pensó que era injusto que fuera castigado por poner en cuestión ciertos preceptos católicos, pero haría su mejor esfuerzo por cumplir con el rumbo que había sido trazado para él. A partir de ese momento, Ignacio decidió que se envolvería con un manto invisible para disimular sus verdaderos sentimientos.

La foto del periódico que lo había atormentado desde su infancia llevaba el título de «Las Farc masacran 48 jóvenes», y en ella se mostraba una masa de cadáveres putrefactos e hinchados de adolescentes flotando en la superficie de una pequeña laguna en la selva del Putumayo, cerca de una aldea llamada Palos de la Quebrada. El artículo relataba en un lenguaje crudo que los guerrilleros de las Farc habían matado a cuarenta y ocho muchachos de entre doce y dieciséis años, porque se habían negado a internarse con ellos en la selva.

Cada joven había recibido un disparo en la frente. En la foto parecía que todos tenían un tercer ojo que miraba sin vida hacia un cielo indiferente. No había gallinazos en el cuadro. ¿Les habrían disparado a las aves para mantenerlas alejadas de la carroña hasta que las fotografías fueran tomadas para la prensa? ¿Quién había tomado las fotos? ¿El ejército? ¿Los guerrilleros?

Ignacio no cortó la foto del periódico para guardarla: la imagen quedó grabada instantáneamente en su cerebro. Empezó a tener pesadillas con los cadáveres con vientres distendidos, atrapados en un lago de sangre coagulada. Nunca le mencionó la foto a nadie; el espantoso poder que tenía sobre él lo obligó a callar. Temía que, si hablaba de ello, disminuiría el horror de lo que había sucedido y eso lo convertiría en cómplice. En sus pesadillas, los masacrados separaban sus labios rígidos y purpúreos y entonaban una lúgubre melodía que Ignacio había cantado en sus juegos de infancia: «Mambrú se fue a la guerra, oh qué dolor, qué dolor, qué pena». Una y otra vez, pronunciaban estas palabras. Al fondo, escuchaba un macabro coro con el ensordecedor zumbido de frenéticas moscas que devoraban la carne y ahogaban el canto de los niños.

En su último día en Facatativá, mientras caminaba con el padre Daniel durante su hora de descanso y antes de la cena, Ignacio le informó de su inminente partida.

El padre Daniel se mostró sorprendido, se detuvo y puso una mano en el hombro de Ignacio, añadiendo:

—Te voy a extrañar.

Ignacio tomó esas cuatro palabras como una declaración del afecto que el padre Daniel sentía por él. Lo hicieron más feliz de lo que había sido desde que conoció a Lucas.

—De alguna manera fundamental, la comunidad a la que vas no es muy diferente de este colegio —dijo el padre Daniel—. Pero en el Putumayo no hay manera de ignorar que Colombia está en guerra. Aquí en Facatativá estamos tan cerca de Bogotá que es casi como si la guerra estuviera ocurriendo en un país extranjero. Quiero que mantengas los ojos bien abiertos, lo cual sé que harás, y piensa en lo que ves. Pero ten cuidado con lo que dices a cualquier persona y en quien confías hasta que entiendas el mundo en el que estarás viviendo. En particular, ten cuidado con lo que dices a la gente que está fuera del seminario. Hasta que entiendas la situación, prométeme que te guardarás tus opiniones.

La seriedad de lo que acababa de oír alarmó a Ignacio.

—Lo haré, padre —dijo.

—Tal vez las dudas que tengas sobre tu vocación serán contestadas en el Putumayo. Escucha atentamente a tu conciencia y tu verdadera vocación te será revelada.

Más tarde, mientras caminaban en dirección al edificio principal, el padre Daniel puso la palma de su mano en la muñeca de Ignacio y dijo:

—Me gustaría estar en contacto contigo. Si quieres, podemos mantener correspondencia. Prometo decirte cosas de las que ahora mismo no tenemos tiempo de entrar en detalle. Rezaré por ti, Ignacio.

Esas fueron sus últimas palabras. Y bendijo a Ignacio antes de que ambos salieran en direcciones opuestas.

Ignacio permaneció despierto esa noche, profundamente temeroso del cambio drástico que estaba a punto de experimentar. Al día siguiente, cuando se embarcó en el autobús rumbo a la selva, todavía le resonaba en los oídos la promesa del padre Daniel de escribirle, y eso era suficiente para hacerle sentir que no estaba solo en el mundo.