CAPÍTULO III
PUTUMAYO
1994

El trayecto en autobús desde Facatativá hasta Palos de la Quebrada, un largo recorrido por carreteras polvorientas, tomó más de veinticuatro horas. Ignacio tuvo que cambiar de autobús dos veces y notó que los pasajeros en ambos vehículos se miraban entre sí con desconfianza. A medida que pasaban las horas y los Andes se desvanecían a sus espaldas, dejando la frescura de las montañas matizadas por tonos esmeralda para entrar en la selva de un verde metálico con su calor y humedad insoportables, Ignacio se iba cubriendo por completo de sudor mientras sufría las picaduras de pertinaces zancudos. A ambos lados de la carretera, detrás de la pared de oscura vegetación, se extendía un mundo inescrutable. En las fronteras de la selva, rompiendo la monotonía, fueron apareciendo pueblos de mala muerte con nombres como Mocoa, Puerto Asís y Puerto Leguízamo. El autobús cruzó puentes sobre las aguas de los ríos Putumayo, Caquetá, Orito, San Miguel y Macayá. Ignacio escuchaba por primera vez muchos de estos nombres. Y por primera vez también vio a los quichuas, los ingas, los sionas y los huitotos, quienes vivían en áreas protegidas. En el colegio, Ignacio había escuchado decir que estas comunidades indígenas recibían con entusiasmo a los misioneros evangélicos, quienes competían con la Iglesia católica para convertir a los lugareños a sus creencias. Estos grupos religiosos, en ausencia de las entidades gubernamentales, ayudaban a los desplazados que habían sido forzados a abandonar sus hogares en la selva.

El autobús pasó cerca de refinerías de petróleo; grandes áreas del cielo sobre las refinerías estaban ennegrecidas por el humo que emitían. Los obreros vivían en ranchos de madera desparramados dentro de extensas instalaciones cercadas por alambre de púas; las calles de estos campamentos estaban plagadas de botellas de plástico, vidrio y contenedores de metal. Sobre pilas de basura podrida, los gallinazos se peleaban entre sí por los desechos.

En los claros de arena a lo largo de ríos fangosos, Ignacio alcanzaba a ver hombres que cavaban y buscaban oro. A veces, cuando los rayos del sol alcanzaban los cedazos que los mineros usaban para separar el metal de la arena y del agua, los reflejos dorados lo cegaban fugazmente. En los lugares en que los mineros ya habían terminado de buscar oro quedaban enormes cráteres, como si hubieran recibido el impacto de meteoritos. Ignacio observó extensos campos que estaban siendo quemados para iniciar algún cultivo o para criar ganado. Pasaron muchos kilómetros de viaje sin que se divisara un solo animal silvestre cruzando la carretera, o siquiera un ave en mitad de su vuelo. Los indios enjutos que vendían frutas o agua a la orilla de la carretera miraban a los viajeros con ojos vidriosos. Ocasionalmente era posible divisar, en las montañas lejanas, las franjas de tono verde brillante de los cultivos de la planta de coca.

Los estragos causados por la guerra se veían por todas partes: el petróleo crudo que se derramaba de los oleoductos volados por la guerrilla asfixiaba la corriente del río. Los cadáveres hinchados de animales flotaban en cámara lenta sobre las aguas espesas. Ignacio se sintió agobiado por el hedor de la carne podrida. Los pasajeros que estoicamente fijaban la mirada en estas escenas, pensó Ignacio, eran los lugareños; los recién llegados a la región, como él, sacaban la cabeza por las ventanas abiertas para vomitar.

Durante aquellas horas insoportablemente largas en el autobús, Ignacio reflexionó acerca de cómo su vida se había convertido en un viaje constante hacia destinos desconocidos. ¿Dónde y cuándo llegarían a su fin sus viajes? Cada nuevo desplazamiento geográfico era otro paso que lo distanciaba más y más del mundo de sus padres.

El segundo día en el autobús, a la hora del ocaso, durante unos minutos el cielo se tornó carmesí. Ignacio sintió que viajaba por debajo de un techo pintado con sangre fresca. Cuando la oscuridad fue total, varios de los pasajeros sacaron sus rosarios y comenzaron a rezar. Los pasajeros hablaban en voz baja, y cuando lo hacían con alguien al otro lado del pasillo, sus voces eran temblorosas y sus gestos reflejaban nerviosismo. Ignacio hubiera querido quedarse dormido y despertar sólo cuando el autobús ya hubiera llegado a Palos de la Quebrada, pero su temor a lo que podía pasar en el transcurso de la noche lo mantuvo despierto.

En un momento en que el autobús se internaba en un oscuro túnel forjado por una especie de dosel vegetal, algunos pasajeros de improviso soltaron un grito y se alejaron bruscamente de sus ventanas mientras señalaban unas cabezas decapitadas que asomaban en medio de la vegetación que se elevaba sobre la carretera. Cada vez que aquellas cabezas, suspendidas a baja altura, golpeaban el techo del autobús o rozaban las ventanas, manchando de negro la superficie del cristal, los pasajeros gritaban de nuevo.

A pesar del terror que lo oprimía, Ignacio se obligó a mantener los ojos cerrados, y finalmente se quedó dormido. Cuando despertó, el sol ya se asomaba y sus compañeros de viaje se veían tranquilos, aunque parecía que no hubieran dormido en toda la noche. Para su gran alivio, el horror del viaje nocturno en la carretera hacia el Putumayo se había disipado.

El autobús se detuvo frente a una casa de madera donde se había reunido un grupo de personas. Ignacio fue el único pasajero que se bajó del autobús en Palos de la Quebrada. Antes de salir del Colegio San José le dijeron que el seminario del Putumayo había sido notificado del día de su llegada. Después de que el conductor le entregó la maleta, Ignacio se dio cuenta de que nadie había ido a recogerlo. Los lugareños lo miraban con desconfianza, así que hizo un esfuerzo por esconder su ansiedad. Se acercó a un hombre sentado detrás de una mesa colocada en la acera. Parecía ser la persona que vendía los tiquetes de autobús. Ignacio le sonrió y le dijo:

—Buenos días, señor. ¿Puede señalarme en qué dirección queda el seminario?

De repente, la mirada de hostilidad del hombre se suavizó y las personas a su alrededor parecieron aceptar la presencia de Ignacio en el pueblo.

Le indicaron un sendero que se alejaba del pueblo. Una selva aparentemente impenetrable bordeaba ambos lados del camino arenoso. Cruzó una cancha de fútbol repleta de guijarros y de ortigas espinosas. En la distancia alcanzaba a ver una iglesia de madera situada entre un conjunto disperso de edificaciones con techo de paja. Aunque el sol apenas empezaba a calentar, la camisa de Ignacio ya estaba empapada de sudor, por lo que caminó lo más rápido que pudo hasta que llegó al lugar en el cual su vocación sería puesta a prueba durante los siguientes cinco años.

El calor agobiante que drenaba su energía, la humedad asfixiante, el sudor que lo empapaba durante las horas más calurosas del día, el tormento nocturno de los mosquitos, todas estas fueron cosas a las que Ignacio le tomó algún tiempo acostumbrarse. Los veinticinco hermanos de la comunidad eran amables y serviciales, pero había tanto que aprender que todo parecía transcurrir en una especie de bruma. Aparte de sus charlas con el padre Daniel, Ignacio no extrañaba nada del Colegio San José. Estaba ansioso por ver qué le tenía reservada la vida en Palos.

A intervalos irregulares durante el día, y con regularidad por la noche, disparos aislados se intercalaban con la terrible cacofonía de las ametralladoras. Las ráfagas de disparos parecían provenir de algún lugar cercano. Ignacio se dio cuenta de que él era el único en el seminario que parecía inquietarse por el alboroto. ¿El ejército estaba haciendo prácticas de tiro al blanco? Una tarde, estalló repentinamente una andanada de disparos mientras caminaba en el patio con Iván, un seminarista negro y alto con quien había entablado amistad. A Iván le quedaban tres años para graduarse y marcharse del Putumayo.

Iván se echó a reír cuando vio que Ignacio se estremecía.

—Por cierto —dijo Iván—, esa es la banda sonora de este lugar. Relájate, la mayoría de las veces no son tiros reales. Los guerrilleros ponen a sonar cintas grabadas con disparos en altavoces ocultos en la selva para que la gente no se olvide de que estamos en una zona de guerra. Es su manera de mantener a todos en constante estado de temor. —Hizo una pausa, para permitir que Ignacio digiriera lo que acababa de decirle—. Pero a veces el fuego de la ametralladora es de la policía o del ejército que dispara contra la guerrilla. Es la manera que tiene el Gobierno de recordarle a la gente que las fuerzas armadas colombianas están en esta región. Después de un tiempo te volverás inmune a esos sonidos y empezarás a pensar en los disparos como el equivalente a los tambores frenéticos en la banda sonora de las películas de Tarzán.

Ignacio se echó a reír, si bien nunca había visto una película de Tarzán.

La naturalidad con la que Iván le había dado aquella explicación lo inquietó. Ignacio recordó el consejo del hermano Daniel de hablar con cautela; no hizo ninguna pregunta.

Ignacio siguió al pie de la letra las estrictas rutinas y pronto encontró consuelo en aquella insensatez adormecedora. Se despertaba con el primer toque de la campana a las cuatro de la mañana. Sudoroso y pegajoso, todavía estaba medio dormido mientras corría a los baños comunales para ducharse. A las cinco de la mañana, refrescado por el agua fría, estaba vestido y a la espera de que aparecieran en la capilla sus lentos y somnolientos compañeros.

A continuación la comunidad se ponía de rodillas y mantenía un periodo de silencio de una hora. Cuando salían de la capilla, las copas de los árboles se pincelaban con la luz rosada del sol naciente y un bullicioso coro de aves los saludaba con su canto. Era la hora favorita de Ignacio, porque todavía estaba fresco y porque lo alegraba la música matutina interpretada por las entusiastas aves.

Luego se iba a atender sus tareas, que incluían regar las huertas, ayudar con el ordeño de cuatro vacas y sacar de los gallineros los huevos recién puestos. Le gustaba que sus tareas fueran alternas: mientras que una semana ayudaba a cocinar, la siguiente semana barría los pisos, o mantenía la capilla impecable, o lavaba y planchaba la ropa, o se aseguraba de que las tinajas, colocadas en las esquinas de los edificios donde era más fresco y sombreado, estuvieran llenas de agua para beber. Dos veces al día metía un palo en las esquinas húmedas debajo de los jarrones con el fin de asegurarse de que no hubiera alacranes escondidos. En el rancho de sus padres había alacranes por todas partes. Como a estos animales les gustaba meterse en los zapatos por la noche, Ignacio y sus hermanas dormían con los zapatos puestos, o los colocaban debajo de las almohadas. Después de llegar a Facatativá, pensó que nunca más tendría que lidiar con alacranes. Pero en Palos, todas las noches antes de meterse en la cama, revisaba que no hubiera alguno de estos bichos venenosos debajo de su almohada o de su sábana.

Cuando llegaba al comedor, a las 7:15 de la mañana, Ignacio se sentía débil a causa del hambre. El padre superior se sentaba en la cabecera de la mesa y los novicios tenían un lugar asignado de manera permanente. Durante diez minutos un fraile leía en voz alta algún fragmento de la vida de un santo. Cuando el padre superior decía «basta», recitaban una oración de gracias por la comida del día, y luego cada uno tomaba una taza de café con leche, un pedazo de pan de yuca seco y áspero que comían los indios, y algunos días, como una adición especial, un banano. Después de terminar el desayuno, el padre superior decía:

—Gracias, Dios, por las santas manos que prepararon nuestra comida.

Ignacio se reía al igual que todos los demás. Aunque después de escuchar el mismo comentario burlón cientos de veces, tenía que hacer un esfuerzo para no torcer los ojos.

Ignacio conseguía disimular su aburrimiento durante las clases matutinas de Liturgia y Ornamentación, en las cuales aprendían acerca de los diversos objetos que se utilizaban durante la celebración de la misa, acerca de cuáles telas eran consideradas sagradas, acerca de cómo verter el vino sacramental y en qué momento decir ciertas oraciones. Aprendió diligentemente todo lo relacionado con el ritual de la misa. Pero en realidad las clases que aguardaba con antelación eran las de Teología, Humanidades y Filosofía, materias que el seminario se enorgullecía de enseñar desde un punto de vista secular. En las tardes, los seminaristas estudiaban Psicología, Literatura Española y Latín, materias que le gustaban a Ignacio, quien decidió entregarse de lleno a sus estudios. Las estrictas rutinas académicas aliviaban de alguna manera la monotonía diaria. Gracias a ellas el paso de las horas se sentía más veloz. El único consuelo que encontraba Ignacio era recordarse a sí mismo que en pocos años podría asistir a la universidad, tal vez en Bogotá.

Al plato de sopa del almuerzo le seguía una hora de siesta. El calor era tan intenso que hasta las moscas dormían mientras la selva se quedaba en silencio. A las cinco de la tarde, cuando refrescaba, terminaban las clases. A partir de ese momento los seminaristas tenían tiempo libre para jugar al fútbol, pasear, leer y reunirse para charlar y jugar damas, parqués o ajedrez. Era el único espacio del día que les pertenecía del todo. La cena, a las 5:45 de la tarde, estaba invariablemente compuesta por arroz y fríjoles rojos, y a veces plátanos maduros fritos. De postre, a cada uno le tocaba una rebanada de queso blanco salado acompañado de dulce de guayaba que elaboraban en el mismo seminario. Mientras comían, los seminaristas compartían lo que habían hecho y aprendido ese día.

Alrededor de las 6:30 de la tarde, los aldeanos comenzaban a llegar a la capilla para rezar sus oraciones vespertinas, que incluían el rosario. Después de esto, miembros de la comunidad ponían cintas de música religiosa durante una hora. La música que salía de los altavoces en el campanario servía para ahogar momentáneamente los disparos que resonaban en la selva. Antes de acostarse, los seminaristas decían sus oraciones, arrodillándose frente al altar de la capilla.

En lugar de hacer deporte con sus compañeros, durante su tiempo libre Ignacio comenzó a realizar visitas cortas a Palos de la Quebrada. Era un lugar sombrío, sus habitantes se mantenían en estado de letargo, como aplastados por la jungla. El tráfico principal en la carretera que cruzaba el pueblo consistía en mulas que cargaban mercancías y camiones cargados de madera. Un autobús se detenía en la aldea cada dos días en frente del depósito general para dejar el correo y otros artículos que compraban los lugareños. Ignacio notó que la gente utilizaba el autobús para marcharse de Palos; era rara la ocasión en que un pasajero descendía del autobús para quedarse en el pueblo.

La gente de la región se acostumbró a ver caminar a Ignacio sin rumbo, y él disfrutaba escuchando la risa de los niños que jugaban en las calles. Cuando ellos le gritaban «¡hola, hermano Ignacio!», él sonreía y devolvía el saludo. A veces lo seguían en silencio mientras deambulaba por las calles de Palos. Los hombres que jugaban dominó bajo la sombra de los árboles inclinaban sus sombreros cuando él pasaba cerca. Sentía fascinación por los indios descalzos, medio desnudos, que cruzaban el camino en ambos sentidos y que parecían sonámbulos. Sus expresiones como de gente perseguida por los fantasmas delataban su desesperación por marcharse lejos de la selva, como si quisieran escapar de una plaga. Se diría que el único plan que tenían era el de seguir caminando, hasta dejar atrás la región.

Ignacio se mostraba cauteloso con los hombres armados que portaban uniformes y cruzaban la calle principal del pueblo a lomo de mula. Era difícil distinguir si eran guerrilleros o paramilitares. Los paleros los miraban a todos con temor. Los forasteros actuaban como si él fuera invisible; si acaso notaban su presencia, le dirigían una mirada hostil.

En compañía de otros seminaristas y profesores, Ignacio comenzó a aventurarse más allá de Palos. Fue entonces cuando cayó bajo el hechizo de la exuberancia y la belleza de la región del Putumayo: sus ondeantes riachuelos con sus corrientes ralentizadas por profundas charcas de aguas que en la superficie parecían tranquilas; las rugientes cascadas en cuya caída se formaban estanques de agua fresca y transparente en los que se podían ver peces tan nítidamente como si estuvieran en un acuario; las turbulentas aguas oscuras de los ríos, que ocultaban corrientes traidoras; los peces carnívoros y los reptiles. Las gigantescas mesetas (que los locales llamaban tepuis) eran la característica principal de este terreno: se elevaban hacia el cielo como si fueran plataformas de aterrizaje para naves espaciales. Todo en la selva daba la apariencia de estar bajo un lente de aumento. La belleza de la naturaleza a veces le hacía olvidar los insectos implacables, los parásitos y gusanos que pululaban en el agua y las venenosas alimañas.

Durante las primeras semanas, una sinfonía conformada por cantos y llamados de aves, que comenzaba al amanecer y alcanzaba el punto más sonoro alrededor del mediodía, cuando la selva parecía arder silenciosamente en llamas invisibles, mantenía a Ignacio en una especie de aturdimiento. Con frecuencia, nubes de aves que exhibían colores de confeti atravesaban el firmamento en un silencio inquietante. Pero un cielo azul y sin nubes podía volverse amenazador en cuestión de segundos. Lluvias torrenciales se precipitaban sin ninguna advertencia y obligaban a las personas y a los animales a buscar refugio, a veces durante algunas horas y a veces por días enteros.

Lo más difícil de todo fue acostumbrarse al ruido de los helicópteros del ejército que se cernían sobre los tejados. Desde ellos lanzaban volantes que decían: «Se castigará a todos aquellos que colaboren con la guerrilla o le den refugio». Los volantes más comunes les prometían a los paleros recompensas monetarias a cambio de denunciar a cualquier guerrillero. Otros volantes decían: «Sea patriota. Denuncie a los enemigos de la Patria que se esconden entre ustedes. Únase al Ejército Nacional».

Una noche, mientras Ignacio y los religiosos abandonaban el comedor, escucharon el ladrido de los perros del pueblo, un pandemonio que fue seguido por gritos de terror. Los seminaristas salieron corriendo. Objetos que parecían globos de fuego caían desde los helicópteros; dondequiera que los globos aterrizaban —en los árboles, en el campo, en los techos de paja de los hogares— se iniciaba un fuego voraz.

Ignacio se quedó petrificado, desconcertado por el espectáculo de estos globos de llamas que seguían lloviendo del cielo. El ladrido frenético de los perros, los gritos aterrorizados de los niños y de las personas cuyas casas ardían retumbaban en la selva nocturna.

Durante sus paseos a solas, Ignacio experimentaba la suficiente tranquilidad como para cuestionar la vida que había elegido. Estaba esperando una especie de despertar religioso que le indicara que estaba en el camino correcto. Hasta el momento la única razón convincente que había podido encontrar para justificar su elección de ser sacerdote era que representaba una forma de escapar del mundo de ignorancia y de pobreza de sus padres.

Una tarde, mientras paseaba con Iván, Ignacio le habló de la ocasión en que había visto la foto de la masacre ocurrida cerca de Palos.

—No te puedes imaginar el terror que sentí cuando el padre superior del Colegio San José me anunció que iba a ser enviado aquí —le dijo.

Iván permaneció en silencio, pero Ignacio estaba decidido a que al menos una de sus preguntas fuera respondida.

—Te lo digo porque eres mi amigo. Yo sabía muy poco sobre la vida en el Putumayo. ¿Qué está sucediendo aquí?

—¿Dónde has estado toda tu vida? —respondió Iván con un resoplido—. ¿Cómo puedes ser tan ignorante sobre lo que sucede en Colombia? Parece que hubieras vivido en una cueva en el monte.

—Mis padres no sabían leer —respondió Ignacio enojado—. No había electricidad en el rancho, así que crecí sin ver televisión o escuchar la radio. En el Colegio San José las noticias del mundo exterior estaban prohibidas. Y aquí también estamos aislados.

—Ignacio, todos en Colombia saben que las guerrillas y los paramilitares cobran «impuestos» a los campesinos e indios a cambio de la promesa de proteger sus cultivos. De lo contrario, los agricultores tendrían que vender sus cosechas de coca y amapola a los carteles, que pagan los precios más bajos —Iván suspiró y puso los ojos en blanco—. Los campesinos ganan una miseria, apenas lo suficiente para no morirse de hambre. En otras palabras, los débiles quedan jodidos de una u otra forma. ¿Ahora lo entiendes?

Después de esta conversación, por primera vez en su vida Ignacio comenzó a cuestionar seriamente lo que significaba para él ser un indígena barí. Aun vestido de seminarista no podía ocultar que era indígena, pero al menos era tratado con un respeto que los nativos semidesnudos que veía en el Putumayo no recibían de parte de las autoridades ni de los blancos ni de los mestizos. Ignacio sabía muy bien que esto se debía a que había adquirido los modales de un hombre blanco educado y hablaba español sin acento.

Cuando Ignacio observaba a los indios que pasaban por Palos de la Quebrada y a los indios de las comunidades que se encontraban en la selva, era consciente de las diferencias entre él y aquellos nativos cuyo contacto con los blancos había sido limitado. Los indígenas que se habían establecido recientemente entre los blancos lo trataban a él con sospecha, y a menudo con absoluta desconfianza, como si lo consideraran un hombre que había traicionado a su propio pueblo y que se comportaba como si fuera superior a ellos.

La familia de Ignacio había dejado los asentamientos remotos en las montañas un par de generaciones antes de que él naciera, para poder vivir más cerca de las escuelas, iglesias, hospitales y de los trabajos que los blancos podían ofrecerles. A su vez, los «colombianos», que era como los barís llamaban a los no nativos, les compraban sus productos agrícolas, en particular el muy preciado cacao. También compraban las artesanías fabricadas por ellos, especialmente las telas bordadas de algodón que hacían las mujeres y los brazaletes de coloridas piedras que se envolvían alrededor del cuello y las muñecas; estas chucherías eran recuerdos populares para los extranjeros que visitaban Colombia.

Los barís que Ignacio había conocido querían que sus hijos asistieran a la escuela, que aprendieran las costumbres de los blancos y que entendieran cómo funcionaba su mundo. Los barís siempre habían usado remedios ancestrales cuando se enfermaban, pero ahora sabían que debían recibir tratamiento de los médicos blancos si no se recuperaban. Sin embargo, por mucho que Ignacio había adoptado las costumbres de los blancos y de los mestizos, sentía que sólo podía conocerlos desde el exterior. Y aunque estaba prohibido por la ley abusar de los indígenas o discriminarlos, las personas de la etnia de Ignacio eran vistas como seres inescrutables, incapaces de asimilar plenamente la cultura de los blancos colombianos. Esta había sido una dolorosa conclusión para Ignacio.

De vez en cuando, Ignacio sentía nostalgia de los festivales de la etnia barí, ocasiones en que las familias se reunían en el campo para bailar, cantar, emborracharse con chicha, contar historias de sus antepasados y buscar el consejo de los curanderos, unos hombres que eran reverenciados por el conocimiento que habían acumulado viajando de un plano de la realidad a otro.

A menudo, los barís cantaban canciones que eran simplemente listados de palabras en su idioma que aún recordaban. Ignacio tenía reminiscencias vívidas de los ancianos que bebían pociones hechas con hongos y raíces alucinógenas, y luego compartían sus visiones alrededor de una hoguera.

En el mes de agosto, sus padres solían enterrar ofrendas de flores, frutas, caramelos, incienso, maderas aromáticas, conejos sacrificados y cabritos en honor a Pachamama, la diosa de la Madre Tierra. Más adelante, Ignacio leería que la Pachamama era venerada en los Altos Andes de Bolivia, Perú, Ecuador y Chile, pero en Colombia sólo era reverenciada en las montañas donde él había crecido en el departamento de Norte de Santander. Aquellas montañas eran el último tramo del ramal oriental de los Andes antes de que la cordillera terminara en Venezuela. En secreto, como si temieran ser considerados salvajes, el pueblo de Ignacio había diseminado en las partes boscosas de sus pequeñas parcelas altares hechos de rocas, plumas, huesos de animales, huevos y collares de cuentas para apaciguar y dar gracias a las poderosas deidades que vivían en los árboles, ríos, estanques, arroyos y bajo la tierra.

A excepción de aquellas ocasiones especiales, los padres de Ignacio eran católicos devotos que iban a misa los domingos, se confesaban, comulgaban y bautizaban a sus hijos con nombres cristianos. Durante el mes de mayo, honraban a la Virgen María y a la Virgen de Chiquinquirá, que para ellos era mitad Virgen María y mitad Pachamama.

Después del inicio de sus estudios en Facatativá, Ignacio raramente pensaba en la religión barí, no porque se avergonzara de las tradiciones de su familia, sino porque no creía en aquellos seres mágicos, así como tampoco creía que existiera un Dios. Y, sin embargo, no podía negar que sentía algo similar a la presencia de Dios que se manifestaba en la naturaleza, en la Luna y en el Sol, en los elementos como el fuego y el agua, y especialmente en el viento. Aunque las creencias barí se habían diluido a lo largo de los siglos, no rechazaba la idea de que la gente viviera en un nivel intermedio: la llamada Tierra. En este nivel medio, la deidad más temida era el Anciano Viento, pues cuando estaba enojado era responsable de barrer las nubes y crear periodos de hambruna a consecuencia de la sequía. El Anciano Viento también era responsable de traer gente nueva al nivel intermedio, y de reubicar a aquellos que necesitaban pasar a otra vida más allá de este plano de la existencia. Allí las reglas de la vida eran las mismas que en el mundo que acababan de dejar, y se les daba la oportunidad de comenzar de nuevo y evitar los errores que habían cometido en el pasado mundo. Aquellos que habían aprendido sus lecciones en el primer mundo no tenían necesidad de pasar al siguiente.

Ignacio llegó a aceptar que siempre estaría dividido entre estas dos creencias, por lo que decidió dejar atrás las nociones de su infancia y vivir como un blanco. Se prometió no avergonzarse de sus orígenes baríes, pero al mismo tiempo aceptar que el mundo pertenecía a los blancos y a los mestizos, y que los indios —fuese cual fuese su etnia— siempre serían considerados inferiores.

A pesar de que le dolía no conocer a su propio pueblo, Ignacio se propuso dejar de mirarlos como criaturas ignorantes e incivilizadas, y verlos en cambio como un pueblo trágico, condenado a desaparecer y —peor, a su modo de ver— condenado a olvidar quiénes habían sido.

Transcurrieron dos años, años que parecían réplicas exactas entre sí debido a la violencia incesante en el Putumayo. Para no explotar de la ira, Ignacio cerraba los ojos con el fin de no ver el sufrimiento generalizado. Los días pasaban al ritmo de la selva, las horas se arrastraban como los perezosos que veía subir y bajar muy lentamente por los árboles. A menudo los minutos parecían tan interminables como si contuvieran una vida entera. Su futura graduación como seminarista sería su único escape posible del Putumayo.

Ignacio iba a misa, rezaba, meditaba y guardaba silencio cuando era requerido. Odiaba hacer todas estas cosas mecánicamente, al igual que cuando se cepillaba los dientes por la mañana. Hacía todo lo posible por mostrarse conforme, por no expresar su descontento y por llevarse bien con todo el mundo, aunque le resultaba difícil sentir afinidad con sus compañeros seminaristas de mansa resignación y mentes que no se hacían preguntas ni objetaban nada.

Comenzó a creer que cada día corría el riesgo de ser enterrado vivo en una cripta funeraria verde, repleta de sustancia vegetal y gusanos gigantes. Para combatir estas sensaciones su primera prioridad fue la de centrarse en los temas que eran esenciales en la educación de un seminarista, y por consiguiente su disciplina académica se reflejaba en sus buenas calificaciones. Se esforzaba por refrenarse —su afilada lengua ya lo había metido en problemas en el Colegio San José—, pero su rebeldía intelectual no disminuía. A pesar de haber mejorado en sus propósitos para no llamar la atención sobre sí mismo o para no hacer enemigos, continuó planteando preguntas que sus profesores no podían responder de manera satisfactoria. Por ejemplo, un día en la clase de Teología había preguntado: «¿En qué parte del Evangelio dijo Jesús que las mujeres no podían ser sacerdotes? En los inicios de la Iglesia, san Pedro estaba casado. Esa era la norma cuando se fundó la Iglesia. ¿Cuándo y por qué la jerarquía eclesiástica decidió que el matrimonio era perjudicial para la vida religiosa?».

Mientras que en el Colegio San José había sido reprendido por hacer aquel tipo de preguntas, en Palos de la Quebrada su maestro de Teología respondió:

—Ignacio, tal vez llegues a ser teólogo.

Lo que más le gustaba a Ignacio del seminario era que, por primera vez en su vida, no tenía que esconder su homosexualidad. Había camarillas de seminaristas abiertamente homosexuales. Poco después de su llegada se había dado cuenta de que muchos sacerdotes y seminaristas de Palos tenían pareja y nadie los censuraba. Nadie en el seminario estaba en peligro de ser expulsado por sus preferencias sexuales. Iván le contó que el padre superior se reunía regularmente en su despacho con el jefe de policía de Palos para sus propios encuentros amorosos.

Ignacio dejó de sentirse culpable por el hecho de que le atrajeran sexualmente los hombres. Llegó a la conclusión de que el cristianismo nunca había encarado los interrogantes homoeróticos presentes en el meollo de la historia de Cristo y sus discípulos. Sin embargo, decidió guardarse esta conclusión para sí mismo, ni siquiera quiso compartirla con Iván, por más que le perturbaran las referencias homoeróticas —y sadomasoquistas— de la imagen de Cristo medio desnudo y clavado en una cruz.

En la época de su llegada a Palos, Ignacio no logró animarse a escribirle al padre Daniel por temor a que se reavivaran los sentimientos confusos hacia su antiguo profesor. Ahora estaba listo para contactarlo. Le escribió una carta en la que le preguntaba si estaría dispuesto a mantener una correspondencia sobre dudas que todavía le preocupaban.

El padre Daniel le respondió a vuelta de correo: «Me alegra saber de ti. Siempre puedes escribirme y yo te responderé si me es posible hacerlo». En una segunda carta, como respuesta a las preguntas de Ignacio sobre sus opciones para servir y ayudar a la comunidad del Putumayo afectada por la guerra, escribió: «Quiero que sepas que la vida que llevo en el Colegio San José ya no me satisface. Todavía no he tomado la decisión de si quedarme o abandonar la Iglesia organizada, pero te mantendré informado sobre lo que decida. Mientras tanto, voy a enviarte por correo material impreso sobre un grupo de sacerdotes en Colombia que se han unido a la guerrilla para luchar contra el Gobierno. Después de leer esos materiales, por favor, destrúyelos. Si son encontrados por una persona indebida, podrías meterte en problemas».

Ocho días después le llegó un sobre grueso de parte del padre Daniel. Ignacio esperó hasta la hora de su caminata vespertina para abrirlo. Antes de hacerlo, lo apretó contra su pecho, como si todavía conservara el calor de las manos del sacerdote. Sentado bajo la gigantesca ceiba cercana al pueblo, el corazón de Ignacio empezó a latir con rapidez mientras leía, y sus manos le temblaban tanto que las palabras se desenfocaban. Estaba haciendo algo que sus profesores muy probablemente no aprobarían y que podría causarle problemas. No obstante, se encontraba desesperado por comprender la posición de la Iglesia con respecto al conflicto genocida en el Putumayo. Leyó tan rápido como pudo porque no quería llegar tarde a la cena ni despertar sospechas.

En el abultado sobre había unos cuantos folletos acerca de dos sacerdotes españoles que habían venido a Colombia inspirados por el padre Camilo Torres, quien había muerto en combate contra las tropas del Gobierno en 1966. Ignacio estaba familiarizado con el nombre del padre Torres, muerto a los treinta y tres años. Un profesor en la escuela de su pueblo en la montaña mencionó alguna vez que un sacerdote de nombre Camilo Torres había dicho: «La Revolución no solamente es permitida sino obligatoria para los cristianos». Aunque por aquel entonces sólo tenía once años, Ignacio sintió fascinación por el hombre que había dicho aquellas inquietantes palabras. Más adelante, cuando estaba estudiando en Facatativá, cada vez que un estudiante mencionaba el nombre del padre Torres, se le prohibía volver a hacerlo. En la biblioteca del colegio, Ignacio había encontrado una fotografía de Camilo Torres en un libro sobre la historia de Colombia en los años sesenta. Ignacio decidió que cuando llegara el día en que tuviera acceso a información que no fuera filtrada a través de los sacerdotes del colegio, averiguaría más sobre el padre Torres. Pero los amarillentos panfletos mimeografiados del padre Daniel no eran sobre Camilo Torres, sino sobre dos sacerdotes españoles, los padres Domingo Laín y Manuel Pérez Martínez, quienes habían dejado su país natal por venir a Colombia. El segundo era conocido como el Cura Pérez. A su llegada a Colombia, Laín había sido párroco de Meissen, uno de los barrios más pobres de Bogotá. Había encontrado empleo en una fábrica de ladrillos con el propósito, como explicó en una entrevista a un periódico, de vivir «en carne propia la situación de explotación y miseria de la mayoría de la población».

Ignacio decidió que la mejor manera de ocultar los panfletos, hasta que estuviera listo para destruirlos, era dejarlos en un sitio accesible a todos. Los colocó entre dos polvorientos libros en latín en un estante de la biblioteca. Tan desesperado estaba por leer el resto del contenido del paquete que no pudo dormir aquella noche. Al día siguiente, en clase de Latín, Ignacio estaba tan distraído que el maestro le preguntó si se sentía bien.

Aquella tarde leyó sobre el padre Laín, y se enteró de cómo se había unido a un grupo de sacerdotes interesados en la justicia social, lo que motivó su expulsión de Colombia. En 1969 regresó al país acompañado por el padre Manuel Pérez. Entre los pronunciamientos del padre Laín, a Ignacio le gustó uno en particular que se refería a la injusticia en Colombia: «Una vez que conoces aquello ya no puedes quedarte al margen. Tienes que implicarte en sus problemas si de verdad quieres tener la conciencia tranquila». Pero la afirmación que sacudió a Ignacio, y que leyó una y otra vez, era una que decía: «No se puede huir. El mundo está lleno de hambre y de pobreza, y yo quiero estar allí».

Ignacio quedó hipnotizado por las fotos del padre Domingo Laín quien, al igual que Camilo Torres, era guapo y usaba gafas oscuras. Los folletos contenían sólo lo esencial de su vida, e Ignacio quedó con ganas de saber más sobre cómo Laín había muerto en una escaramuza militar contra las fuerzas gubernamentales en 1974, varios años antes de que naciera Ignacio. Se enfadó al pensar que había tenido que esperar hasta ingresar en el seminario para enterarse de todo ello. ¿Qué otras cosas cruciales desconocía?

La siguiente tarde Ignacio leyó el material acerca del padre Manuel Pérez, quien durante muchos años había sido uno de los dirigentes de la guerrilla del ELN, cuyo brazo armado aún estaba activo en el Putumayo. El padre Pérez había sido excomulgado de la Iglesia en 1986 por su participación en la muerte del obispo de Arauca. Ignacio no se había sentido tan atraído por la figura del padre Pérez como le había ocurrido con el padre Laín: Pérez era un hombre de guerra que había estado involucrado en muchos actos sangrientos.

Ignacio le escribió al padre Daniel, agradeciéndole los recortes y los artículos. «He leído todo», empezaba diciendo. «En este sitio no hablamos de política, es difícil saber quién es responsable de qué. Casi no tenemos noticias de lo que está sucediendo en el resto de Colombia. Aunque el seminario es liberal en lo que se refiere a la vida de los sacerdotes homosexuales dentro de la Iglesia, se nos disuade de discutir la política nacional». El padre Daniel nunca había dicho o hecho nada que pudiera indicar que fuera gay, pero Ignacio esperaba que entendiera su necesidad de hablar sobre los sentimientos que lo atormentaban. Añadió: «Yo lo considero a usted como mi mentor, y lo que piensa acerca de la vida como sacerdote es importante para mí».

Siguieron manteniendo correspondencia con frecuencia regular, pero el padre Daniel apenas tocó las preguntas de Ignacio sobre la homosexualidad. Por otra parte, tampoco desalentó a Ignacio a hacerle preguntas sobre el tema.

En la siguiente ocasión en que salieron a dar un paseo, Ignacio le habló a Iván sobre los padres Laín y Pérez. Iván se detuvo, miró detrás de ellos para asegurarse de que nadie estuviera lo suficientemente cerca para escucharlos, y le dijo:

—Eres muy joven. A tu edad, en el pueblo en el que crecí, no sabía nada de política excepto lo que escuchaba en la radio. Mis profesores en la escuela nunca criticaron al Gobierno o a la Iglesia, probablemente por temor a perder sus empleos o a ser asesinados por los paramilitares. Cuando mi padre y sus amigos mineros se emborrachaban en nuestro patio, maldecían al Gobierno colombiano. Eran hombres sin educación, así que aprendí poco acerca de la vida fuera de nuestro pueblo —frunció el ceño y sacudió la cabeza antes de continuar—. Por tu propio bien, te aconsejo que te guardes para ti mismo tu interés en los sacerdotes españoles. Aquí en el Putumayo la gente puede perder la vida sólo por ser curiosa. Espera a que salgas del seminario, cuando estés lejos de aquí, podrás conocer de todo eso sin arriesgar tu pellejo.

En la siguiente carta, el padre Daniel le anunció a Ignacio que abandonaba la vida religiosa. «No estoy seguro de lo que quiero hacer después, pero no soporto más el Colegio San José y no quiero ser transferido a otro colegio católico. Mientras una parte de mí anhela convertirse en un hombre de acción, otra parte quiere ser una persona normal en el mundo exterior. Como tu amigo, ruego por que encuentres el camino que sea mejor para ti. No voy a escribirte de nuevo por un tiempo. Que Dios te bendiga. Con gran afecto, Daniel».

A Ignacio le dolió el repentino final de su correspondencia, pero el dolor no fue tan grande como cuando Lucas lo había rechazado. Aunque las circunstancias eran diferentes, y ya habían pasado un par de años desde que Lucas terminara su amistad abruptamente. Pero lo que Lucas le había hecho todavía le dolía. El padre Daniel había sido más delicado: le había ofrecido una explicación.

A pesar de que los seminaristas en Palos no se involucraban en asuntos políticos, habían adoptado las ideas que surgieron a partir del Concilio Vaticano II, y hacer buenas obras era su mayor virtud. Grupos de a dos seminaristas empezaron a ser enviados con las comunidades aisladas donde no había escuelas ni iglesias para convertirlos al catolicismo. Los seminaristas emprendían la misión con sus rosarios como única arma. A los que estaban a un año de graduarse los acompañaba un seminarista más joven. Iván pidió permiso para entrenar a Ignacio.

A veces caminaban durante días enteros por carreteras o por senderos serpenteantes, que se sumergían y se volvían a elevar en esa selva sin sol, colmada de insectos. Otras veces viajaban en autobús o en la parte trasera de camiones descubiertos o bien por los ríos a bordo de minúsculas canoas que a menudo parecían a punto de volcarse, de inundarse o de quedar atrapadas bajo oscuros y rugientes caudales, o incluso de estrellarse contra gigantescas rocas que parecían haber sido puestas allí el día de la Creación.

En las aldeas, en lo profundo de la selva, encontraban indios enfermos y desnutridos que subsistían sólo con la yuca y los plátanos que cultivaban en pequeñas parcelas de tierra arrancadas al bosque. En otras ocasiones se topaban con lo que quedaba de un asentamiento: montones de cenizas que indicaban el sitio en el que habían estado alguna vez las chozas. En los alrededores descubrían fragmentos de vasijas de arcilla, de plumas y de huesos de animales cazados por los indios.

—Mira —dijo Iván en uno de estos asentamientos fantasma—, los huesos ennegrecidos que ves dispersos son de personas que fueron asesinadas y quemadas —suspiró profundamente—. Es obvio que la gente de aquí se marchó tan rápido como pudo y nunca regresó a enterrar a sus muertos.

Ignacio hervía de la ira, pero Iván se mostraba estoico, pues ya había visto, muchas veces antes, este tipo de escenarios horribles.

Al cabo de un tiempo, las explicaciones eran innecesarias: las Farc o el ELN o los paramilitares dotados de poderoso armamento —y que exigían su parte en el comercio de la planta de coca y de las amapolas— eran responsables de la carnicería. Las personas que Ignacio e Iván veían caminar por las carreteras destapadas que conducían a las ciudades eran los sobrevivientes.

—Los más afortunados —comentó Iván un día— son los que huyeron a la selva, en donde la codicia del hombre blanco no puede alcanzarlos.

Algunas veces Iván e Ignacio regresaban al seminario sin haber hecho contacto con ningún pueblo nativo. En aquellas ocasiones, Ignacio se sentía agradecido por no haber tenido que ver otra escena espantosa.

Después de su año de labor misionera junto con Ignacio, Iván se graduó del seminario y se marchó de Palos para asistir a la universidad en Medellín. Ignacio, que persistió en su hábito de no hacer amistades, se sentía más solo que nunca. Se había acostumbrado a la compañía de Iván y no podía haber tenido un profesor más amable para aprender sobre las realidades del Putumayo. Ahora tenía una apremiante necesidad por contar con la compañía de otra persona que fuera amable con él y con quien pudiera compartir una amistad. Después de presenciar de primera mano tanta miseria, era difícil permanecer optimista sobre la naturaleza humana. Pero Ignacio sabía que si sucumbía a la desesperación tendría que abandonar el seminario.

Ignacio todavía les escribía a sus padres un par de veces al año, siempre que la sensación de culpabilidad lo impulsaba a hacerlo. Las hermanas de Ignacio leían y contestaban sus cartas de forma breve e impersonal, como si hubieran perdido la habilidad de hablar con él íntimamente. En su imaginación, su familia comenzó a tener el aspecto de personajes de un sueño descolorido y silencioso. Sabía que lo rechazarían si se enteraban de sus sentimientos acerca de la Iglesia, acerca de Dios y, sobre todo, si supieran de su homosexualidad. Un día quedó devastado cuando se dijo en voz alta: «No hay nadie en el mundo al que le importe si vivo o muero».

Ignacio se había hecho la pregunta de si debería seguir el ejemplo del padre Daniel y abandonar el seminario para unirse a un grupo guerrillero y luchar contra el Gobierno. Pero tras ser testigo de los estragos de la guerra, convertirse en guerrillero había dejado de parecerle un noble ideal. Además, tenía que admitir que la perspectiva de vivir en la selva no le atraía. No estaba interesado en cambiar una vida intelectual y de aprendizaje por una vida de lucha para tener que estar siempre escapando y matando. Lo que más lo había impactado fue descubrir que no había gente buena en la guerra, que los guerrilleros, al igual que el Gobierno y los paramilitares, estaban interesados no en la justicia sino en derramar sangre ajena y enriquecerse.

Ignacio se entregó de lleno a sus estudios como una forma de consuelo. A más tardar en dos años podría ir a la universidad, tal vez en Bogotá, que había sido su mayor ilusión. Sería en ese momento, después de haber dejado la selva atrás para siempre, cuando realmente se conocería a sí mismo, y su verdadero trabajo de vida comenzaría.

El padre Daniel le había dicho a Ignacio antes de ser enviado al Putumayo: «Es posible que nunca llegues a tener fe. Pero esto no es un problema insalvable para un sacerdote si puedes ser de utilidad para Dios». Al percibir la ambivalencia de Ignacio, había añadido: «Trata de hacer mejor la vida de los que sufren y serás recompensado cuando veas su transformación, incluso si no dura mucho tiempo. Cualquier momento de gracia que nosotros los seres humanos podamos alcanzar, esa es la mayor bendición».

En el Putumayo, Ignacio finalmente entendió el significado de las palabras del padre Daniel.

Lucas entró de nuevo en la vida de Ignacio a principios del siguiente semestre. Ignacio no se había olvidado del único amigo cercano que había tenido en toda su vida. En Facatativá, el temor lo había hecho reprimir sus sentimientos por Lucas, pero en el Putumayo había aprendido que dentro de la Iglesia todo estaba permitido y todo era perdonado, siempre y cuando se manejara con discreción. Ignacio anhelaba tener contacto físico con otro hombre, pero aún no había puesto en práctica sus deseos porque las heridas abiertas por el rechazo de Lucas seguían siendo dolorosas. Además, se consideraba poco atractivo por su aspecto indígena. Tenía temor de coquetear con otros hombres por miedo a ser rechazado o ridiculizado.

Tan pronto como Ignacio volvió a ver a Lucas, en el momento de la cena en que fue presentado como el nuevo seminarista en la comunidad, tuvo que admitir que durante todo el tiempo que estuvo en el Putumayo, Lucas nunca había estado lejos de sus pensamientos. Se sentaron frente a frente en la mesa. Cuando sus miradas se encontraron, Ignacio sonrió tímidamente, esperando que sus ojos mostraran la felicidad que sentía al verlo de nuevo. Lucas devolvió la sonrisa y levantando levemente la mano que descansaba sobre la mesa saludó de forma casi imperceptible.

En Facatativá, Lucas había parecido casi inconsciente de su belleza, pero ahora tenía el aspecto de alguien que, a pesar de su modestia, entendía el efecto que sus atributos físicos y sus encantadores modales tenían en los demás. Era difícil no mirarlo. En un recinto con muchos hombres homosexuales, el atractivo de Lucas causaba una silenciosa perturbación. En el comedor su presencia electrificaba la atmósfera. Las yemas de los dedos de Ignacio ansiaban intensamente poder acariciar el abundante y brillante cabello castaño de Lucas. Sintió el impulso de acariciarle el cuello, abrazarlo con fuerza, presionarlo firmemente contra su pecho, posar sus labios sobre la boca de Lucas. Se sentía alarmantemente indefenso y vulnerable, incapaz de escapar del encanto de los ojos dorados de Lucas. Ignacio apretó las manos debajo de la mesa para contenerse de estirarlas y tocar a Lucas.

Cuando terminó la comida y se levantaron de la mesa, Ignacio observó que aunque Lucas había crecido, sus movimientos aún tenían la agilidad de un bailarín. Ignacio se sintió acalorado en presencia de Lucas.

Al igual que cuando se habían conocido, Lucas miró a Ignacio de forma desprevenida, como si no viera razón alguna para ocultar sus pensamientos. Ignacio recordó cuán encantadora era la manera de hablar de Lucas, llena de interrupciones, como si no pudiera pensar mucho más allá de lo que estaba diciendo. Y podía escucharlo con la mayor atención posible, como si entendiera exactamente las cosas que Ignacio no podía expresar del todo. Ignacio habría querido desnudarlo y poseerlo. La necesidad de tocarlo era tan poderosa, que cuando se acostó esa noche, Ignacio no pudo dormir por la emoción de pensar que una vez más sus caminos se habían cruzado.

Al día siguiente, durante el receso, Ignacio vio a Lucas en el patio hablando con otro seminarista. Durante las horas que había estado despierto, había reconocido para sus adentros que todavía no era capaz de perdonar a Lucas por haberlo abandonado como lo hizo. Con gran aprensión, intentó un primer acercamiento. Lucas se apresuró a interrumpir la conversación con el seminarista y se precipitó en dirección a Ignacio. Ignoró la mano que Ignacio le extendía y lo abrazó con una fuerza que lo sorprendió. Las manos de Ignacio temblaron cuando los labios húmedos de Lucas le rozaron la mejilla y los pelillos de su barbilla le rozaron la frente. Cuando finalmente se soltó del abrazo, Lucas dijo:

—Tenía la esperanza de que todavía siguieras en el Putumayo.

Ignacio trató de recuperar la compostura.

—¿Por qué estás aquí en Palos? —le preguntó—. Se considera un castigo ser enviado a este lugar.

Lucas se sonrojó.

—El padre superior de Facatativá me tenía ganas, pero yo no quería ser el mozo de ese sapo repulsivo —se estremeció y luego soltó una risa nerviosa—. Por eso estoy aquí.

—Bueno, bienvenido —dijo Ignacio. Todavía tenía miedo de mostrar a Lucas lo feliz que estaba de volver a verlo.

—Pensé que todavía estarías enojado conmigo porque te rechacé sin darte una explicación —dijo Lucas—. La razón fue que me dijeron que si no cortábamos de plano nuestra amistad, me enviarían de vuelta a casa de mi madre.

A partir de ese momento empezaron a caminar juntos todos los días, inmersos en sus conversaciones, tal como lo habían hecho en el pasado. De repente, lo único que quería Ignacio de la vida era ver a Lucas todos los días y pasar tiempo a solas con él. Tal vez terminemos viviendo juntos, trabajando en la misma parroquia, pensaba a menudo.

Desde su llegada a Palos, el sueño de Ignacio había sido irregular. Incluso durante las pausas en los disparos que perforaban las horas de la noche, no podía expulsar de su mente los gritos, las escalofriantes súplicas que decían: «¡No! ¡Por el amor de Dios! ¡No!». Otras noches, incluso el inocente ladrido de los perros del pueblo era suficiente para mantenerlo despierto hasta el amanecer. Los paleros afirmaban que los perros ladraban porque veían las almas de los muertos vagando por las calles de la población, a la espera de ver a sus seres queridos. Ignacio no era supersticioso, así que se preguntaba si los perros ladraban porque los guerrilleros o los paramilitares estaban en la cercanía. Era consciente de que el solo hecho de que se tratara de una comunidad religiosa no era garantía de que el seminario no fuese atacado y los seminaristas asesinados. Cuando se sentía muy atemorizado, Ignacio rezaba para que, si su muerte era inminente, muriera mientras dormía.

Después de que el seminarista que ocupaba la cama contigua a Ignacio se marchara a estudiar en una universidad en Cali, Lucas rápidamente trasladó sus cosas a esa cama, y nadie dijo nada. Tener a Lucas durmiendo tan cerca de él era al mismo tiempo reconfortante e inquietante. Después de que las luces se apagaban y los ruidos se apaciguaban, Ignacio anhelaba cruzar los pocos centímetros que separaban sus camas y meterse a hurtadillas bajo las sábanas con Lucas. Ardía de deseos por tener a Lucas en sus brazos, desnudo, besarlo en los labios y penetrarlo. Eran muchas las parejas de seminaristas que tenían sexo durante la noche en el dormitorio en el que todos dormían. La agitación constante de las camas, los gritos apagados de dolor o de éxtasis, los olores penetrantes que brotaban en medio de la noche —parecidos al dulce olor a carne podrida que las flores de la selva producen para atraer insectos— eran prueba de ello. Sin embargo, Ignacio no quería dar el primer paso por miedo a ser rechazado.

Ignacio y Lucas volvieron a ser los mejores amigos, como si no hubiera habido un corte en el tiempo, y se quedaban a solas cada vez que tenían la oportunidad de hacerlo. En el Putumayo, nadie parecía desaprobar su intimidad. Aunque Ignacio sentía que los otros estudiantes chismoseaban acerca de ellos, y muchos seminaristas y sacerdotes miraban a Lucas con lujuria, y tal vez con envidia, no reprochaban su cercanía.

Para ese entonces, ya Ignacio era un veterano en la tarea de ir a la selva a llevar el mensaje a las comunidades indígenas. Le pidió al padre superior que le permitiera instruir a Lucas, y el permiso le fue otorgado. De modo que una vez a la semana, Lucas e Ignacio salían del seminario al amanecer y pasaban dos o tres días en camino, a veces más tiempo, dependiendo de la distancia que tuvieran que recorrer, de las condiciones de las carreteras en la temporada de lluvias o bien de la seguridad en las áreas controladas por cualquiera de los grupos involucrados en la guerra. Ignacio sabía que cada vez que los seminaristas iban a hacer proselitismo en la selva, podría ser el último día de sus vidas, pero en un principio él se reservó esta información para sí mismo y no le dijo nada al respecto a Lucas. El consuelo de Ignacio era que si los secuestraban o asesinaban, por lo menos moriría acompañado por la persona que a él más le importaba.

A veces iban a pueblos a poca distancia de Palos. Cuando se dirigían a partes más remotas de la selva, viajaban en autobús o, a veces, iban en canoa o lancha hasta asentamientos aislados a orillas del río Orito, en los cuales no había escuelas ni iglesias. Cuando viajaban más lejos de lo habitual y quedaban atrapados en medio de lluvias torrenciales, pasaban la noche en algún poblado indígena, en el que usualmente eran bienvenidos y se les daba una choza para dormir. Al día siguiente levantaban un techo de palma que fijaban sobre cuatro postes. Ese espacio se convertía en su aula, donde enseñaban a los indígenas el abecedario. En visitas sucesivas, cuando ya se habían ganado la confianza de los aldeanos, Ignacio y Lucas empezaban a enseñarles el catecismo.

Al final de una tarde en el seminario de Palos, estaban sentados bajo una gran ceiba cerca de la cancha de fútbol. No había nadie en los alrededores, así que Ignacio pensó que el momento era propicio para decir algunas de las cosas que había querido expresar durante mucho tiempo. Pero aún albergaba dudas porque siempre se había sentido poco atractivo en comparación con Lucas, y había utilizado como excusa su supuesta falta de atractivos para reprimir sus sentimientos sexuales por Lucas. Sin embargo, desde la llegada de Lucas allí, habían hablado abiertamente de la homosexualidad, y el antiguo temor de que Lucas pudiera delatarlo había desaparecido. De todas maneras, Ignacio se preguntaba si Lucas pensaría que corresponder a sus sentimientos sería el equivalente a traicionar su amor por Jesús.

Las palmas de las manos se le humedecieron, pero estaba resuelto a hablar en ese momento.

—Quisiera decirte —empezó Ignacio—, yo… —pero se quedó sin palabras.

Lucas agarró la mano de Ignacio. Estaba casi fría. Lucas la soltó; Ignacio permaneció en silencio. Finalmente, con algo de exasperación, Lucas le dijo:

—Creo que sé lo que vas a decir. Por ahora debes saber que la homosexualidad ya no es un problema para mí. Durante mucho tiempo luché poderosamente con la atracción que sentía por los hombres y recé para no convertirme en homosexual. Pero un día, ya exhausto, acepté que había sido creado de esta manera, lo cual sólo podía significar que Dios me aprobaba como era.

Después de esta conversación, el deseo que Ignacio sentía por Lucas se hizo tan abrumador que en sus clases escuchaba las voces de sus profesores como si le estuvieran hablando desde el otro lado del mundo o en idiomas que no entendía. Se olvidaba de barrer el piso cuando le correspondía el turno, o lo barría dos veces en el mismo día. Cuando rezaba el rosario en compañía de los demás seminaristas, con frecuencia no podía seguirlos.

Una noche, en una cabaña de un poblado indígena, Ignacio yacía junto a Lucas en su estera de paja y llegó a la conclusión de que si no dejaba a un lado sus inhibiciones, se iba a enloquecer. Puso una mano sobre el hombro de Lucas e inmediatamente quiso retirarla. El cuerpo entero de Ignacio quedó congelado; dejó de respirar.

Con gentileza, Lucas le dijo:

—Deja tu mano ahí. Me gusta.

Luego se volvió hacia Ignacio. En la penumbra, Ignacio vio que Lucas sonreía. Lucas estiró el brazo, metió la mano por debajo de la ropa interior de Ignacio y agarró su verga endurecida. Se abrazaron sin dejar espacio entre sus cuerpos sudorosos. Se besaron con los labios abiertos, con un ansia que a Ignacio le pareció casi aterradora, porque él no tenía control alguno sobre la carnalidad de su deseo. Mientras se besaban, con las manos se exploraban el rostro, el cabello, la nuca, los hombros, agarrando y apretando las nalgas del otro, halando suavemente los testículos del otro. Ignacio nunca había estado con un hombre, por lo que sabía que era VIH negativo. Por miedo a romper la perfección del momento, no se atrevió a preguntarle a Lucas si había estado antes con un hombre. Las lágrimas de Lucas cayeron sobre el rostro de Ignacio.

—¿Qué te pasa? —preguntó Ignacio—. ¿Quieres que me detenga?

—Estoy llorando de felicidad —susurró Lucas—. Todavía soy virgen.

Luego agregó:

—Quería que fueras el primer hombre en penetrarme.

Después de que terminaron de hacer el amor, se durmieron el uno en brazos del otro, sudando en medio del aire pegajoso de la selva, con el semen que habían derramado actuando como un adhesivo entre sus cuerpos. De vez en cuando, el zumbido de los zancudos tras el mosquitero despertaba a Ignacio, quien encontraba a Lucas abrazándolo, con el pecho presionando su espalda, la nariz tan cerca de su oreja que podía sentir cada vez que Lucas tomaba la más mínima inhalación. Su exhalación tenía un aroma a albahaca dulce. Cuando despertó a la mañana siguiente, Lucas le besó el labio inferior.

Ignacio retrocedió suavemente.

—Buenos días, Lucas —dijo, y con esas palabras se dio cuenta de que una nueva vida, hasta entonces desconocida, comenzaba para él.

Lucas se inclinó sobre Ignacio y presionó sus labios abiertos sobre los de él, y no los despegó de su boca hasta que Ignacio cedió y entonces volvieron a hacer el amor.

Salieron de la comunidad indígena cuando el sol apenas se estaba levantando, antes de que el calor del día pusiera a arder el suelo. Caminaron en silencio durante horas, cruzando puentes de madera, pasando por pequeñas aldeas indígenas, deteniéndose en alguna choza sólo para pedir un trago de agua. En cierto momento, cuando estaban solos en un tramo solitario de la carretera, Lucas rozó su hombro con el de Ignacio y luego tomó su mano.

—¿Qué estás haciendo? —exclamó Ignacio, apartando la mano—. ¿Estás loco? Nunca vuelvas a hacer eso en público. ¿Sabes en qué problema nos podríamos meter si la gente nos viera?

Lucas extendió la mano y agarró nuevamente la de Ignacio, esta vez con fuerza, y se negó a soltarla mientras caminaban en silencio por senderos desiertos el resto del día.

Años más tarde, Ignacio recordaría aquel periodo, cuando él y Lucas caminaban de pueblo en pueblo, como el más feliz de su vida, porque estaban a solas durante días enteros. Cada nueva mañana se despertaba emocionado de estar vivo. Mientras caminaban por los senderos rojizos de la selva, Lucas solía tener un rosario en la mano derecha, y recitaba las decenas en voz alta al tiempo que acariciaba la siguiente cuenta. A Ignacio le parecía que Lucas obtenía un placer sensual al frotar las desgastadas esferillas de cedro. De tanto tocarlas, las cuentas se habían puesto negras y habían adquirido un resplandor ceroso, barnizado. A Lucas, estas monótonas repeticiones le resultaban consoladoras; Ignacio envidiaba su fe tan sencilla. En momentos menos generosos se le ocurría que para Lucas el rezar remplazaba el pensar. La oración parecía liberar a Lucas de las inseguridades sobre sí mismo con las que Ignacio luchaba todo el tiempo. Lucas no era un alma atormentada como él: encontraba alegría en las actividades más sencillas. A medida que pasaba el tiempo, Ignacio empezó a preguntarse si eso era lo que significaba vivir iluminado por la gracia.

Un día, al pasar cerca de un claro a la vera del camino, Lucas dijo:

—Parece que nadie ha pasado por aquí en mucho tiempo.

Con su habitual entusiasmo de cachorrillo añadió:

—Vamos a averiguarlo.

Lucas apartó un matorral que oscurecía el sendero. Con sus manos desnudas despejó un espacio suficiente para poder seguir adelante; temeroso, Ignacio lo siguió. A medida que avanzaban, el estrecho sendero cubierto de vegetación se hacía más agreste y más espeso. Ignacio era mucho menos curioso que Lucas cuando se trataba de explorar nuevos lugares. A veces, durante sus viajes en la selva —después de asegurarse de que no había nadie en los alrededores— se detenían para besarse o para ocultarse detrás de un árbol y tener sexo oral. Lucas no era tan tímido como Ignacio cuando se trataba de tomar la iniciativa para tener sexo en medio de la selva.

Lucas siguió abriéndose paso. La vegetación silvestre había reclamado casi completamente el sendero y la luz del día a duras penas alcanzaba a llegar hasta el suelo. Ignacio estaba a punto de decirle a Lucas que ya debían regresar. Según sus cálculos, estaban todavía a varias horas de su destino, un pueblo de indios siona, y la selva estaba llena de peligros en horas de la noche. Pero Lucas era como un niño que buscaba un tesoro. Cuando Ignacio abrió la boca para protestar, Lucas apartó una gruesa rama baja que ocultaba un claro lleno de luz y una laguna inquietantemente tranquila. No había una sola ave cantando o volando sobre ella; a su alrededor no revoloteaba ni una sola mariposa; no se escuchaban chillidos de monos en los árboles frutales. Incluso los insectos, siempre ansiosos de sangre, parecían estar ausentes. Los árboles que rodeaban la laguna estaban tan inmóviles como si fueran hechos de arcilla.

Llegaron a una zona despejada en una playa de arena. La cristalina laguna era alimentada por una cascada que fluía por encima de una roca que estaba a una altura mayor que la cima del árbol más alto. Lucas gritó de gozo, dejó su mochila, se desnudó y se zambulló en las inmóviles aguas.

—¡Es genial! —gritó al salir a la superficie—. Entra. Es refrescante.

—¡¿Estás loco?! —gritó Ignacio—. Allí puede haber serpientes o caimanes. Y debe estar lleno de sanguijuelas.

Ignacio se estremeció de miedo por Lucas.

Lucas ya estaba nadando con fuertes brazadas. Ignacio se enojó, pues Lucas estaba enterado de que él no sabía nadar. En las montañas donde creció no había lagunas ni ríos, sólo arroyos que se crecían y se volvían peligrosos durante la temporada de lluvias. Los baríes sólo se bañaban en esos arroyos durante la temporada seca, cuando no eran lo suficientemente profundos como para nadar en ellos.

De repente, al ver a Lucas que nadaba desnudo, con las nalgas perfectamente moldeadas, los músculos de los hombros y la espalda brillando a la luz del sol, sus brazos bien formados que golpeaban la superficie del agua con confianza, Ignacio comprendió que lo que más temía no era ser incapaz de nadar, sino convertirse en prisionero de su lujuria por Lucas.

Ignacio se sentó sobre la arena ardiente, vencido por el mareo. Se sintió aliviado al no ver las detestables hormigas rojas que eran capaces de arrancarle pedacitos de piel. Al cerrar los ojos, con la cabeza apoyada en las rodillas, tuvo una sensación de déjà vu: conocía aquella laguna, conocía su forma: era esa la imagen que había torturado sus sueños desde que tenía diez años. Esta era la laguna donde las Farc habían masacrado a los cuarenta y ocho chicos. Ignacio empezó a temblar, temeroso de abrir los ojos, aterrorizado de ver la laguna cubierta con los cadáveres hinchados y putrefactos de los niños. «Con razón el sendero estaba tan cubierto de maleza», murmuró para sí. Era un lugar en donde había sucedido algo tan horrible, que las personas de la región habían decidido dejar que la selva recobrara la zona para nunca sentirse tentados de visitarla de nuevo.

Ignacio no creía en fantasmas o en espíritus del bosque, como era el caso de sus padres. Pero de repente se sintió abrazado por una poderosa fuerza que trataba de aplastar sus pulmones. Su corazón bombeó tan fuerte que se levantó de un salto. Dio un paso y trastabilló en dirección al agua. Escuchó a Lucas que le decía:

—¿Estás bien?

Ignacio se dio la vuelta y empezó a alejarse de la laguna tan rápido como se lo permitían sus temblorosas piernas. Oyó que Lucas lo llamaba a los gritos. Finalmente no oyó nada más que el sonido de su corazón galopante y de sus pies que rompían ramas al pararse sobre ellas.

Llegó hasta la carretera y allí se desplomó, jadeante. Estaba tumbado de espaldas sobre el camino, paralizado. Sus ojos eran la única parte de su cuerpo que se movía. Ignacio había tenido sueños en los que se veía en un ataúd, y todo el mundo a su alrededor pensaba que estaba muerto, y entonces él quería abrir los ojos y gritar, pero no le era posible.

La selva daba vueltas a su alrededor.

Lucas llegó resollando, vestido a medias y empapado. Dejó caer las mochilas en el camino, se arrodilló y suavemente colocó la cabeza de Ignacio sobre su regazo.

—¿Qué pasa? ¿Estás bien? —le preguntó. Lucas empezó a mirar a su alrededor frenéticamente, pero nadie se acercaba en su dirección. En ese momento, Ignacio supo lo mucho que Lucas lo amaba. Lentamente, comenzó a sentir un hormigueo en sus brazos y en sus piernas, y con gran esfuerzo fue capaz de mover la cabeza de un lado al otro, con cautela. Aún estoy vivo, pensó. Pero todavía no podía hablar.

Con gentileza, Lucas besó su frente una y otra vez.

—Me pegaste un susto horrible. ¿Qué pasó en ese sitio, Ignacio?

¿Cómo podría empezar a explicar lo que había pasado en aquella laguna?

—Luego te cuento… Ahora vámonos —murmuró.

Lucas lo ayudó a ponerse en pie. Ignacio comenzó a caminar rápidamente, arrastrando su mochila sobre el polvo rojo. Lucas corrió tras él, envolvió sus brazos alrededor de Ignacio para hacer que se detuviera y dijo, casi con desesperación:

—Te amo, Ignacio. Créeme. Te amo.

Ignacio se giró hacia Lucas y lloró sobre su hombro.

En las semanas y meses que siguieron a la confirmación del amor que tenían el uno por el otro, Ignacio sintió como si una losa de granito hubiera sido removida de su pecho; se sentía menos solo y había momentos en que al pensar en Lucas y soñar con una relación que él esperaba sería para el resto de sus vidas, experimentaba una alegría y una paz completamente nuevas. Por otra parte, seguía atormentado porque, a diferencia de Lucas, no podía convertir su amor en algo espiritual. Lo que sentía por Lucas era sexual, carnal, telúrico.

Ignacio siempre había despreciado a aquellos seminaristas que elegían la vida religiosa porque no podían enfrentarse a ser abiertamente homosexuales ante el mundo. No quería terminar odiándose a sí mismo porque su vida fuera una mentira hipócrita. Sin embargo, no tuvo más remedio que pedirle consejo a un Dios en el que no creía. Sólo envíame una señal, imploró, dudando todo el tiempo de que Dios pudiera escucharlo. La señal nunca llegó; o, si llegó, no consiguió descifrarla.

No era ningún secreto que el padre Humberto, su confesor, estaba enamorado de un seminarista, por lo que Ignacio decidió hablarle de sus sentimientos por Lucas durante su confesión semanal.

—Me alegra que seas sincero conmigo —le dijo el padre Humberto, sin un atisbo de desaprobación en su voz—. Como sabes, si omitimos confesar la verdad, seguimos mintiendo —hizo una pausa—. Ignacio, no creo que sea pecado ser sacerdote y amar a un hombre. Las dos cosas no son incompatibles. Lo que tienes que tener claro siempre es que no puedes dejar que tu amor por un hombre remplace tu amor por Jesucristo. El amor por nuestro Señor siempre debe estar de primero. Todos los otros amores son de un orden menor. Mientras hagas eso, no hay razón para que no te conviertas en un buen sacerdote.

Incluso después de esta conversación, Ignacio no quedó por completo tranquilo. Si era demasiado cobarde para hacer otra cosa que no fuera convertirse en sacerdote, entonces quería asegurarse de que al menos pudiera llevar una vida útil. Se dijo a sí mismo que debía existir algo superior a enseñarles a los indios a leer y cristianizarlos. Rememoró sus conversaciones con el padre Daniel en Facatativá acerca de la Teología de la Liberación. El padre Daniel le había dicho: «Los pobres necesitan medicinas, agua corriente, escuelas, comida, más de lo que necesitan estudiar los Evangelios». Ignacio había visto mucha gente en el Putumayo desnutrida, devastada por la enfermedad, masacrada por el ejército o la guerrilla, y le avergonzaba tener que admitir que el seminario no estaba haciendo mucho para aliviar su miseria. «No podemos hablar con la gente acerca de sus almas y olvidar que viven dentro de sus cuerpos», le había dicho el padre Daniel. Estas palabras seguían resonando en los oídos de Ignacio.

Después de cuatro años en el seminario, la formación de Ignacio y de Lucas estaba llegando a su fin. Durante aquellos años la vida en Palos se había vuelto cada vez más peligrosa. La violencia había escalado y nadie estaba a salvo. La situación se agravó cuando dos hombres de la aldea llegaron hasta el seminario en busca de refugio. Las Farc le exigieron al padre superior que se los entregara. La guerrilla le dio veinticuatro horas de plazo antes de que asaltaran el seminario y se llevaran a los hombres por la fuerza. Esa noche, lograron salir del sitio sin ser detectados y desaparecieron en la selva oscura. Nadie volvió a oír hablar de ellos. Pero ese no fue el final: los hijos de aquellos hombres fueron tomados por las Farc y sus esposas e hijas violadas. Unos meses después de estos hechos, dos seminaristas desaparecieron en la selva mientras evangelizaban a los nativos. Nadie asumió la responsabilidad del hecho. Salir del seminario, incluso para ir a la ciudad, empezó a ser inseguro.

Ignacio había comprendido que a los ojos de las fuerzas que luchaban en esta guerra, los indios y los campesinos eran prescindibles, puesto que, aparentemente, había una fuente interminable de ellos. Los campesinos eran vistos como una plaga inconveniente que se oponía a la guerrilla, a los paramilitares y a los narcotraficantes que intentaban controlar el negocio de la cocaína y la heroína. Era como si la fertilidad de la tierra, sus ricos recursos minerales, la variedad de la fauna, en lugar de ser una bendición para la gente del Putumayo, fueran una maldición.

Ignacio había hablado con Lucas sobre la posibilidad de abandonar el seminario antes de terminar su formación e ingresar a la universidad, uniéndose en su éxodo a los miles de aldeanos que estaban abandonando sus parcelas de tierra para mudarse a las ciudades. A Lucas no le gustó la idea, así que Ignacio decidió quedarse. No se iría sin Lucas.

Un tiempo después, Lucas e Ignacio recibieron la noticia de que habían sido becados para estudiar en la Universidad Javeriana de Bogotá. Allí pasarían los próximos cinco años siguiendo estudios de Teología y preparándose para ser ordenados.

Ignacio estaba ansioso por ser sacerdote y dedicarse a trabajar por el tipo de gente a la que Jesús se había empeñado en ayudar. Todavía tenía dudas sobre el Dios en el que se les enseñaba a creer, pero esperaba que, como sacerdote, podría hacer una diferencia en la vida de los demás. Se sentía reconfortado al pensar que Lucas iría con él para iniciar esta nueva fase de su vida. Para entonces, Ignacio había comenzado a pensar en Lucas como su compañero por siempre. No podía imaginar la vida sin él.

Ignacio salió del seminario en Palos de la Quebrada todavía preocupado porque no podía emular la sencillez de Lucas a la hora de creer en la existencia o la bondad de Dios. Pero cuando se alistaba para despedirse del Putumayo, se tomó el tiempo para disminuir su ritmo cotidiano y deleitarse con la belleza de este lugar en el que había encontrado su misión en la vida… y el amor. Se detuvo a contemplar la manera desbordada en que crecía y continuamente se renovaba toda vida natural, observó con atención las poderosas corrientes de los ríos, capaces de arrastrar cualquier cosa a su paso, y llegó a la conclusión de que sólo un Dios todopoderoso podría haber creado una energía tan inexorable, tanta belleza, caos y terror, y que todos ellos coexistieran. La naturaleza por sí sola no podría haber sido capaz de esa creación; la naturaleza, había concluido, tendía a la anarquía. Pero mientras se encontraba bajo las inmensas ceibas para despedirse de ellas, esos «árboles de vida», como los llamaban los nativos, parecían tan erectos y poderosos como columnas de mármol en alguna antigua ciudad de Mesopotamia. Observó cómo en su cúpula las ceibas se desplegaban en un vasto tazón verde que servía de vivero y ofrecía protección a una variedad de criaturas dispares, proporcionaba frutos a los indígenas, así como a los monos y a las aves que los indios comían, y a las abejas que producían la miel con la que los nativos endulzaban sus brebajes y sus vidas difíciles. Una vez más, Ignacio se maravilló ante las deslumbrantes bandas caleidoscópicas de brillantes loros y guacamayos, que utilizaban los árboles como estaciones de descanso, reuniéndose para alimentarse e intercambiar noticias de la selva, chismoseando alborozadamente. Ignacio prestó atención por última vez a ciertos fenómenos sencillos; a cómo las nubes, por ejemplo, soplaban en una dirección y los ríos fluían en la dirección opuesta. Llegó entonces a la conclusión de que la selección natural por sí misma no podría haber creado tal principio organizador y perfeccionado tal sentido de equilibrio, porque era evidente para él que la naturaleza en sí misma no tenía ningún interés en el ser humano. Esto a su vez lo condujo a su siguiente conclusión: el Dios que había creado la vida no era ni bueno ni malo, sino más bien era como un científico insaciablemente curioso, a quien, embriagado en su capacidad infinita de invención, le encantaba ensayar todas sus ideas sobre sus creaciones, incluida la especie humana, sólo para ver qué ocurría. De modo que los desastres naturales, las criaturas bestiales, la crueldad del hombre, la abrumadora belleza y abundancia, todas estas cosas tenían lugar por voluntad propia, una vez que Dios hubiera puesto en marcha toda la maquinaria.

Después de tantos años de estudio y de llevar la llamada vida religiosa, la mejor manera que Ignacio encontró para explicar todo lo que lo angustiaba y asustaba fue admitir que los seres humanos nos encontrábamos indefensos para controlar las poderosas fuerzas desatadas por la naturaleza. La humanidad no había encontrado otro recurso que inventar la idea de Dios para justificar la aparente futilidad del esfuerzo humano, especialmente cuando intentamos sondear de manera infructuosa en el misterio de lo que pasa después de que la carne se pudre y vuelve a ser parte de la tierra. Así que dimos el siguiente paso al frente e imaginamos una vida después de la muerte en la cual las cosas tenían sentido, e inventamos una religión para que pudiéramos convencernos de que Dios había enviado a su único hijo como una señal de que se sentía arrepentido por la fragilidad de los seres humanos y del mundo que Él había creado. Entonces ahora dependía de nosotros dar esperanza a otros que estaban sufriendo, ayudarlos de cualquier manera que pudiéramos, y no por otra razón que la de que todas las creaciones de Dios necesitan ser cuidadas y que anhelan un consuelo. El sacerdocio, se dijo Ignacio, es tan bueno como cualquier otra cosa para ayudar a calmar el dolor que la vida nos exige a cambio de la dudosa recompensa de vivir.

Ignacio dejó Palos convencido de que no importaba cuánto lo intentara, nunca podría creer en Dios. Pero tal vez, sólo quizá, sin importar sus creencias o la falta de ellas, podría ayudar a aquellos que necesitaban la idea de un Dios, y guiarlos y alentarlos mientras lo buscaban.