CAPÍTULO VI
BARRIO KENNEDY
2008
A Lucas no le costaba trabajo admitir que carecía del espíritu de sacrificio de Ignacio. Era consciente de que, para ser sacerdote, disfrutaba demasiado de las comodidades materiales. Le gustaba ver películas viejas hasta altas horas de la madrugada, lo cual hacía que se despertara tarde algunos días cuando tenía que dar misa. Y cuando se trataba de las relaciones con la jerarquía de la Iglesia, evitaba entrar en conflicto cada vez que sentía que podía poner en peligro su posición en Kennedy. En ocasiones Lucas se consideraba un cobarde.
También aceptaba que, si se comparaban con la magnitud y el alcance de los proyectos de Ignacio en Soacha, sus logros en Kennedy eran más bien modestos. Lucas nunca se había considerado una persona envidiosa, pero ahora sentía que le molestaba un poco la creciente fama de Ignacio en Bogotá. Aunque rezaba para superar su envidia, esta no desaparecía. Cuando habló del tema durante una confesión, su confesor le dijo: «Bueno, Ignacio tiene ambiciones más grandes que tú y así tiene que ser: la gente de Soacha tiene mucho menos que la gente de Kennedy. Si rezas para disipar la envidia y esta no se va, entonces trata de hacer más por tus feligreses, si puedes. Tal vez tengas que aceptar que la envidia es una parte de tu naturaleza que te gustaría cambiar».
Lucas se había propuesto ser un sacerdote moderno, amigable y poco rígido. Se vestía con jeans negros, camisas blancas de manga corta y zapatos deportivos, excepto cuando celebraba la misa. Su única concesión a la tradición era usar siempre cuello romano. También había modernizado algunos de los rituales en su iglesia, incluso durante la misa. En lugar de tocar música religiosa solemne, presentaba cantantes con guitarra que tocaban canciones cristianas optimistas, al igual que lo hacían las iglesias evangélicas protestantes. Inspirándose en el ejemplo del padre Jean-Baptiste-Marie Vianney, escribía sus sermones en lenguaje cotidiano, y en ellos hablaba de los problemas diarios de la gente. Para ser un buen cristiano —insistía en sus homilías—, lo único que se necesitaba era experimentar una transformación interior que se reflejaba exteriormente en la manera como tratábamos a los demás y ayudábamos a los más necesitados.
Cuando terminó sus estudios en la Universidad Javeriana, Lucas había llegado a la conclusión de que muchos católicos habían perdido la pasión por la religión debido a que lo que se les enseñaba era muy etéreo. Sí, era cierto que Jesús había resucitado, y que la Virgen María había sido madre a través de una concepción inmaculada, esas nociones eran pilares fundamentales de la cristiandad que él aceptaba sin cuestionarlos. Pero Lucas también sabía que esos no eran los problemas más urgentes de la gente común y corriente en la vida real, porque eran asuntos tan abstractos que ya no significaban nada para muchos creyentes.
En lugar de decirles a sus feligreses: «Ama a tu prójimo» (palabras que lo hacían sonrojar cuando las decía porque le parecían vacías), Lucas los instaba, por ejemplo, a visitar a sus parientes ancianos que vivían solos y aislados, aunque no les cayeran muy bien.
En cierta forma, Lucas también se sentía orgulloso de los logros de Ignacio, cuando este empezó a aparecer con regularidad en la prensa. Hacían segmentos de televisión sobre sus proyectos sociales más ambiciosos, y a Soacha llegaban voluntarios de muy lejos y miles de donaciones hechas por colombianos y gentes del exterior que se habían enterado de lo que Ignacio estaba haciendo. Sin embargo, por primera vez en los años que llevaban de conocerse, Lucas empezó a tenerle resentimiento a Ignacio, cuya creciente celebridad lo hacía sentir inferior. En los momentos de mayor autocrítica, pensaba que él era como esos ratoncitos que siempre se escabullen contra las paredes, sin atreverse nunca a cruzar un cuarto por la mitad debido al miedo a ser aplastados. Habían llegado tantas donaciones para los proyectos de Ignacio que reconstruyeron la casa parroquial de Soacha para agregarle nuevas oficinas y él contaba con un equipo de cinco personas que trabajaba bajo sus órdenes de tiempo completo. Ignacio compró un carro y aprendió a manejar. Lucas también tenía carro, pero era un regalo de sus feligreses, que pensaban que en una ciudad de ocho millones de habitantes era necesario que su párroco contara con su propio medio de transporte. Lucas lo agradeció, pues la posibilidad de manejar le facilitaba visitar a aquellos que necesitaban de sus oficios. Por su parte, Ignacio se había comprado el carro con el dinero que llegaba de las donaciones que no pertenecían a la parroquia y, en opinión de Lucas, resultaba demasiado ostentoso para un sacerdote de un barrio pobre.
No obstante, el amor de Lucas por Ignacio era mucho más grande que su envidia, y consideraba que el hecho de que a Ignacio se le hubiera subido un poco el éxito a la cabeza no era más que una debilidad humana común. Lucas vivía preocupado por la salud de Ignacio: estaba realizando el trabajo de una docena de personas, y Lucas temía que, de continuar con ese horario tan frenético, Ignacio terminara enfermándose a causa del estrés. Ignacio siempre había sido intenso, pero ahora parecía un tren a toda velocidad.
Lucas empezó a notar que cuanto más se involucraba con sus nuevos proyectos sociales, Ignacio se volvía más errático y volátil. Sus ataques de ira alarmaban a Lucas. A veces se comportaba más como un político que como un religioso. ¿Acaso era posible, empezó a preguntarse Lucas, que Ignacio se preocupara más por las necesidades físicas de la gente que por el estado de su alma? Ignacio parecía haber perdido por completo la paciencia con las políticas conservadoras de la jerarquía eclesiástica y la corrupción de las instituciones supuestamente democráticas de Colombia. A menudo parecía un volcán activo a punto de entrar en erupción. En todas sus conversaciones, Ignacio maldecía porque los jóvenes de Soacha desaparecían cada vez con mayor frecuencia a manos de los militares. Lucas tenía miedo de que Ignacio perdiera el control y terminara pisando los callos de alguien importante.
—Ignacio —le rogaba—, quiero que tengas mucho cuidado. Si te enemistas con ciertas personas, tu vida puede correr peligro.
—¿Y qué se supone que haga? —le respondía bruscamente Ignacio—. ¿Que me quede callado? Si no lo puedo hablar contigo… ¡contigo, por Dios santo!, ¿en quién voy a confiar?
—Desde luego que puedes hablar conmigo sobre lo que está pasando, es espantoso, pero estás muy tenso y si te obsesionas con la situación, eso va a afectar tu salud.
—¿Qué tan importante puede ser mi maldita salud? Mis feligreses se están muriendo a mi alrededor y yo he fingido que no he oído ni visto nada. Prefiero estar muerto a seguir haciendo eso.
Lucas no quería seguir importunando a Ignacio, pero una noche no aguantó más y, con toda la calma que pudo reunir, le dijo:
—Ignacio, tú eres la persona más importante de mi vida. Si algo te pasara, me costaría mucho trabajo seguir adelante.
—Está bien —dijo Ignacio—. Prometo no hablar más sobre la gente que está desapareciendo. Ya sé lo miedoso que eres.
—Puedes tacharme de cobarde, si quieres. Admito que soy un cobarde cuando se trata de conservar la vida. Yo…
Ignacio lo interrumpió:
—Yo, yo, yo… pareces un disco rayado. ¡Mierda, juro no volverte a hablar más del asunto! ¿Está bien? ¿Está bien? ¿Contento?
Hacía años que Lucas era consciente de que Ignacio tomaba más que él. Las borracheras de Ignacio podían durar hasta dos días. Cuando Lucas expresaba su preocupación por su reciente incremento en el consumo de alcohol, Ignacio siempre protestaba:
—¡Carajo! ¡Necesito algo para no estallar!
Lucas empezó a preguntarse si Ignacio estaría consumiendo drogas. Cuando iba a Kennedy a cenar los viernes por la noche, con frecuencia se entonaba antes de terminar la cena. De hecho, parecía más interesado en el vino que en la comida. Cuando Lucas lo miraba con desaprobación, Ignacio replicaba:
—¿Qué? El vino es nutritivo, está lleno de vitaminas y es bueno para la sangre.
Pero una noche finalmente reconoció el problema:
—Si no me tomo unos tragos todas las noches, no puedo dormir —le dijo a Lucas— y necesito dormir al menos unas horas para funcionar bien al día siguiente.
Cuando Ignacio se quedaba a dormir, compartían la misma cama, pero con el tiempo dejaron de tener relaciones sexuales. Lucas extrañaba su antigua intimidad. Cuando mencionó el asunto, Ignacio contestó:
—Si tanta falta te hace acostarte conmigo, busca a otro que te satisfaga.
Esas palabras lastimaron profundamente a Lucas. Aunque tenía necesidades sexuales como cualquier otro sacerdote sano de su edad, hacía años que había decidido ser monógamo, incluso si Ignacio se acostaba con otros hombres. Lucas se consideraba chapado a la antigua. No podía tener relaciones sexuales con un hombre a menos que lo amara, y el único hombre al que había amado en la vida, y al que todavía quería, era Ignacio. Lucas no soportaba la idea de perder a Ignacio, así que si Ignacio quería ser promiscuo, lo aceptaba, pues sentía que ese era el precio que debía pagar por estar con él.
Lucas decidió acompañar a Ignacio cuando este visitaba los bares gay de Chapinero. Se preocupaba menos si estaba con él. En caso de que Ignacio se emborrachara, podía llevarlo de regreso a casa. La mayoría de los viernes por la noche, alrededor de las once, Ignacio recogía a Lucas e iban desde Kennedy hasta la zona de bares. Se vestían casi exactamente igual, tal como hacían las parejas gay: jeans, Adidas y chaqueta de cuero negra era su atuendo acostumbrado. La primera vez que fueron a un bar juntos, Lucas se sorprendió al ver que los porteros de Pollitos conocían a Ignacio y lo trataban con deferencia. Y una vez adentro, a pesar de la oscuridad y el humo, y el ruido de la música y la gente que retumbaba en sus oídos, Lucas descubrió que el barman y los meseros también trataban a Ignacio como si fuera un cliente regular. Varios de los jóvenes más atractivos que estaban en el bar lo saludaron con un «buenas noches, padre Ignacio» o «¡qué bueno verlo, padre!». A Lucas lo impresionó ver la forma en que Ignacio mostraba tan abiertamente su homosexualidad, y estaba seguro de que eso no traería más que problemas.
Unos cuantos jovencitos se acercaron descaradamente y le pidieron a Ignacio que les comprara un trago. Lucas se dio cuenta de que no era la primera vez que eso pasaba. También se sintió incómodo al ver la forma en que Ignacio bebía una copa tras otra. Cuando Ignacio veía a un joven atractivo que lo estaba mirando, le mandaba algo de tomar. Todos los «pollitos» aceptaban las bebidas que él les ofrecía, y unos cuantos venían a darle las gracias y a estarse con él un rato. Algunos coqueteaban con Lucas. Aunque varios le parecieron bastante atractivos, Lucas decidió nunca salir del bar acompañado. En los primeros años del nuevo milenio, el sida galopaba de forma rampante por los círculos gay de Colombia, pero muchos todavía se negaban a usar condón.
Cada noche, cuando recitaba las últimas oraciones del día, Lucas rezaba para que Ignacio tuviera cuidado. Estaba seguro de que muchos de esos jovencitos de los bares que Ignacio frecuentaba tenían el virus, aunque todavía parecieran muy deseables.
Sin embargo, a pesar de lo mucho que le disgustaba todo ese ambiente, a Lucas le disgustaba aún más dejar solo a Ignacio en el bar. Con creciente frecuencia, al final de la noche Ignacio estaba totalmente borracho y Lucas tenía que llevarlo de regreso a Soacha. En esas ocasiones se quedaba a pasar la noche para asegurarse de que Ignacio no decidiera volver a salir. A Lucas le daba tristeza notar que Ignacio no parecía disfrutar de esas escapadas. La melancolía de esas noches tenía algo deprimente.
Lucas sabía que Ignacio jugaba con fuego. Por esa época estalló en la prensa un escándalo acerca de un joven sacerdote gay, el padre Juan, un conocido de ellos al que habían visto en los bares gay. El padre Juan había llevado a su casa a un prostituto para hacer un trío con su pareja. Pero en la mañana, cuando se despertó, estaba en medio de un charco de sangre en su cama, y su amante, que yacía junto a él, había sido apuñalado y estaba muerto. El padre Juan logró llamar a la policía antes de desmayarse de nuevo. Más tarde le informaron que los ladrones se habían llevado los electrodomésticos y los computadores de la casa parroquial, además de los candelabros con piedras preciosas, las copas de plata y los crucifijos de oro de la iglesia.
Lucas e Ignacio hablaron de ese incidente, y Lucas se preguntó si esa sería la razón por la cual Ignacio había empezado a acostarse exclusivamente con un muchacho llamado Rafael. Los viernes por la noche, Ignacio iba a Pollitos y esperaba a que Rafael terminara de beber y drogarse y bailar y socializar con sus amigos, para luego irse con ellos. Pero Lucas tampoco confiaba en la habilidad de Rafael para manejar, pues cuando salían del bar, en la madrugada, tanto Ignacio como Rafael estaban borrachos.
Una noche, mientras regresaban a la casa, Rafael sacó una pipa y él e Ignacio fumaron algo que produjo un asqueroso olor a químico.
—¿Qué es eso? —preguntó Lucas.
—Crack —dijo Rafael—. Debería ensayarlo, padre. Es lo máximo.
Más adelante esa semana, Lucas fue hasta Soacha en la tarde para tener una charla con Ignacio. Era una tarde soleada, así que sugirió que se tomaran el café en el pequeño jardín posterior de la casa parroquial. En una parte sombreada del jardín, Ignacio había sembrado unas semillas de perifollo que un amigo le había traído de regalo desde Alemania. Las plantas estaban coronadas por un manojo de flores blancas de una fragancia tan embriagante como la del anís en polvo. Lucas sintió como si ese aroma picante hubiera tenido el efecto de despejar su mente.
Después de que les sirvieron el café, Lucas dijo:
—Me parece que has perdido peso, Ignacio. ¿Estás bien? —Ignacio siempre había sido delgado, pero ahora, a veces, se veía demacrado. Aunque conocía la respuesta, Lucas preguntó—: ¿Sigues fumando crack? ¿Sabes…? —añadió con voz vacilante, consciente de que Ignacio podría estallar en cualquier momento— … he estado haciendo una pequeña investigación y encontré que hay clínicas muy discretas de rehabilitación, a las que va la gente para dejar las drogas.
Ignacio golpeó la mesa con el puño cerrado y casi tumba las tazas de café.
—Trabajo muy duro. ¿Qué tiene de malo que me divierta un poco con algo inofensivo? ¿Qué me dices de todos esos curas borrachos que conocemos? ¿Por qué está bien ser un borracho, pero no divertirse un poco con las drogas?
—La metanfetamina no es inofensiva —dijo Lucas—. En Kennedy he visto lo que le hace a la gente.
Ignacio se levantó de un salto de su silla y empezó a pasearse por el jardín.
—Es peligrosa si uno abusa de ella, y yo no abuso de la droga —gritó—. Sólo consumo un poco con Rafael, los fines de semana. ¿Qué tiene eso de peligroso? Te estás volviendo más papista que el papa —de repente le dio una patada a un rosal y un montón de pétalos se esparcieron por el suelo.
Lucas hizo un gesto con las manos para que Ignacio bajara el volumen de la voz. Hacía mucho tiempo que no lo veía tan disgustado. Ignacio regresó a su silla. Cuando el sol salió por detrás de las nubes, Lucas vio, con el brillo de la luz, que Ignacio tenía el labio superior fruncido y las mejillas hinchadas, y que su cara tenía un tinte verdoso. Aunque no quería enfurecerlo más, esta era la oportunidad perfecta para hablar por fin sobre Rafael.
—No me gusta Rafael —dijo en un tono neutro—. No es una buena influencia para ti. Por favor trata de poner un poco de distancia entre ustedes dos.
Ignacio se quedó muy quieto y dio un largo suspiro con los hombros caídos, lo cual lo hacía parecer más menudo de lo que era. Tenía los ojos cerrados y cuando los abrió lentamente, un par de lágrimas rodaron por sus mejillas.
—Estoy muy enamorado de Rafael —susurró mientras temblaba—. No puedo evitarlo. Pedirme que deje de verlo es como pedirme que deje de respirar. Mi corazón moriría —Ignacio suspiró profundamente y le temblaron los labios—. ¿Que le gustan las drogas y yo tengo que pagarle por hacer el amor? ¿Cuál es la diferencia entre él y todos los otros muchachos de los bares? Lucas, ¿en qué otra cosa podría haberse convertido Rafael en un lugar como Bogotá? Ya veo que tienes una opinión formada sobre él y no crees que tenga posibilidades de redimirse. ¿Dónde está tu compasión cristiana? ¿Sabes…? —siguió diciendo, mientras volvía a alzar la voz— … es fácil tener compasión por los viejos y los niños y los animales. Pero ¿qué hay de los que no inspiran lástima, ni parecen vulnerables, ni despiertan ternura? Una vez le pregunté a Rafael por qué vivía de la forma en que lo hacía. ¿Quieres saber qué dijo? —Ignacio miraba a Lucas con ojos acusadores, haciéndolo sentir como una mala persona por haberse atrevido a cuestionar a Rafael—. Me contó que su padre era un criminal, un sicario, y que mientras crecía, él pensaba que esa era la única opción que tenía en la vida. Para Rafael, su padre era un hombre exitoso, alguien a quien admirar. Siempre tenía dinero y drogas y todas las mujeres bonitas que quisiera, y la gente lo respetaba por eso.
Las palabras de Ignacio pusieron a Lucas de malhumor, como si estuviera escuchando a un desconocido que le disgustaba. Aunque lo irritaba el hecho de sentirse devorado por los celos, un sentimiento que siempre había tratado de mantener a raya porque pensaba que era uno de sus peores defectos, estaba demasiado herido para sentir simpatía por Rafael. No lograba ver nada atractivo en él, a excepción de su apariencia física. A Lucas no le importaba que Ignacio y él ya no tuvieran relaciones sexuales, pero siempre había creído ciegamente que él sería el único hombre al que Ignacio podría amar. Lucas sabía que, sin importar lo que pasara entre ellos dos, él nunca podría amar a otro hombre. Se sentía tan confuso que no estaba seguro de lo que pudiera hacer, así que se levantó de la silla.
—Tengo que regresar a Kennedy —dijo y, antes de salir del jardín, añadió—: Al menos espero que te estés cuidando. No me sorprendería que Rafael tuviera sida.
Ignacio también se puso de pie y Lucas sintió que se le venía encima. Tenía la cara tan roja que, por un instante, Lucas pensó que la cabeza de Ignacio iba a estallar y a botar sangre por todos sus orificios.
—¿Y qué importa que me haya enamorado de un chico abyecto, cruel, iracundo, insensible y egoísta, que vive embrutecido por las drogas y no siente ningún respeto por la vida humana? —mientras decía estas palabras y observaba a Lucas con odio, de la boca de Ignacio salían gotas de saliva—. ¿Sabes qué me contestó cuando le sugerí que debería continuar su educación para poder conseguir un buen trabajo? Dijo: «Ignacio, cuando uno viene de un lugar donde la gente vale menos que una rata muerta aplastada por un camión en la carretera, donde montones de niños y viejos se mueren en la calle y nadie conoce siquiera sus nombres, sencillamente es una puta locura tener aspiraciones. En mi tierra los jóvenes no quieren recibir educación, quieren armas, drogas, plata fácil y mujeres con tetas grandes que desean hombres que puedan darles vida de reinas. ¡Carajo! ¿Qué más quieres de mí? ¿Que sea tu novio y viva en las sombras, fingiendo ser tu asistente porque tú nunca vas a poder ser abiertamente marica? No me hables de novios y amantes, yo no acepto esa mierda. Lo único que tengo en este momento es mi libertad y no quiero perderla. Si el amor significa perder la libertad, entonces no me interesa».
—Lo has idealizado —dijo Lucas al darse cuenta de que no iba a lograr que Ignacio viera a Rafael como lo que era. Peor aún, la posibilidad de que Ignacio viera a Rafael tal como era y no le importara a pesar del peligro inminente que corría parecía todavía más aterradora. Indignado por el silencio de Ignacio, Lucas se marchó sin decir adiós.
Lucas empezó a rezar por Ignacio en cada oportunidad que tenía durante el día. No oraba con tanto fervor desde que le pidió a san Martín de Porres que no le amputaran el brazo. Pero, aunque había visto una y otra vez la forma en que la oración consolaba a la gente, nunca había visto que produjera los milagros que pedían. En la Iglesia les enseñaban que el verdadero milagro de la plegaria era el consuelo que producía en quienes sufrían, en ese momento en que la gente creía tan ciegamente en la compasión de Dios que experimentaba una especie de paz al entregarse de manera incondicional y aceptar su impotencia. Pero esa experiencia ya no lo tranquilizaba: era claro que Ignacio se estaba matando. Lucas se estremeció al admitir que estaba molesto con Dios.
Dejó de ir con Ignacio a los bares gay los viernes por la noche; se dijo que tal vez Ignacio necesitaba pasar un buen susto para entrar en razón. Sin embargo, nunca antes se había sentido tan dolorosamente solo. La confesión no le producía consuelo: no podía admitir libremente ante su confesor que había estado enamorado de Ignacio la mayor parte de su vida y que vivir sin él parecía impensable. Y la única persona que podría haberlo consolado, que podría haberlo entendido sin juzgarlo, su madre, llevaba varios años muerta.
Lucas siempre había admirado la fortaleza de Ignacio; no se podía imaginar haciendo la mitad de las cosas que Ignacio hacía por la gente de Soacha. Pero era obvio que Ignacio tenía que bajar el ritmo: cada vez con más frecuencia se veía hiperfrenético e irritable. Un día llamó a Lucas en medio del llanto. Eso era inusual: en los años que tenían de conocerse, Lucas sólo lo había visto llorar un par de veces, tal vez. Entre sollozo y sollozo, Ignacio logró decir:
—Rafael tiene sida y decidió regresar a su casa, donde su mamá, al pueblo ese de la costa en donde nació —Ignacio lloraba sin parar. De repente gritó—: ¡Lo amo, Lucas! No sé si quiero seguir viviendo sin él.
—Recuerda que hay mucha gente que te necesita —dijo Lucas, haciendo un esfuerzo por mantener la calma—. Esa gente depende de ti, no puedes abandonarla.
Pero lo que Lucas en realidad quería decir era: ¿y yo qué? ¿Acaso no puedes ver que tu falta de consideración me afecta a mí también? ¿Crees que puedo vivir sin ti? ¿Has pensado en eso?
Poco después de esa conversación, Ignacio empezó a quejarse de dolores generales, fiebres frecuentes y escalofríos. Le daban brotes con picazón por todo el cuerpo. Lucas había leído acerca de los sudores nocturnos y sabía que a menudo eran síntoma del VIH. Pero apenas podía contemplar la idea de que Ignacio estuviera enfermo. En las semanas que siguieron, Ignacio se quejó de una gripa de la que nunca se curaba. Su peso cayó en picada y sus mejillas hundidas eran señal inconfundible de deterioro. Lucas trató de tranquilizarse recordándose que los nuevos medicamentos sobre los que había leído prolongaban la vida de los enfermos. También había oído que las drogas funcionaban en la mayoría de las personas, a menos que la enfermedad estuviera muy avanzada. Lucas sabía que esas medicinas eran costosas en Colombia, pero ellos ya no eran curas pobres.
A pesar de que buscaba desesperadamente oportunidades para hablar con Ignacio acerca de su deterioro físico, cada vez que este vislumbraba hacia donde iba la conversación, se despedía. Todas sus llamadas telefónicas terminaban con Lucas diciéndole a Ignacio que pidiera una cita con el doctor Ramírez para que le hiciera un chequeo.
—No te preocupes, lo haré —era la respuesta de costumbre.
Un día Ignacio llamó a Lucas para decirle que tenía fiebre.
—Tienes que ir a ver al doctor Ramírez hoy mismo —lo conminó Lucas.
Ignacio respondió que se sentía demasiado débil para levantarse. Lucas llamó enseguida al doctor Ramírez y le contó lo que Ignacio le había dicho.
—Si está demasiado débil para levantarse, tiene que traérmelo aquí de inmediato —dijo el doctor.
Lucas tomó su carro y se dirigió a Soacha para recoger a Ignacio. Tenía llaves de la casa, y cuando abrió la puerta principal no vio señales de la gente que trabajaba en la parroquia. Entonces fue directamente a la habitación. Al entrar, encontró a Ignacio en la cama, con el cuerpo cubierto por sus propios excrementos y aparentemente inconsciente. La habitación hedía de tal forma que Lucas corrió a la ventana que daba al jardín posterior y la abrió de par en par.
El viento frío revivió a Ignacio. Cuando reconoció a Lucas, dijo:
—Siento que tengas que pasar por esto —luego emitió un gemido—. No llamé a la señora del aseo porque… me daba pena. No quería que me viera así.
—Vamos a asearte antes de ir a ver al doctor Ramírez —dijo Lucas. Siempre les había tenido asco a las funciones corporales, pero logró no vomitar mientras ayudaba a Ignacio a desvestirse. Luego se desvistió él, levantó a Ignacio en sus brazos y lo llevó al baño. Lucas se sorprendió al notar que Ignacio parecía no pesar más que los niñitos de dos o tres años que a veces bautizaba. Después de abrir la llave del agua caliente, recostó a Ignacio contra la pared de baldosa y le enjabonó y le lavó el cuerpo.
Al llegar al consultorio del médico, Ignacio corrió al baño. Pasaron varios minutos. Cuando la enfermera le entregó un formato que Ignacio debía llenar, Lucas fue al baño y golpeó.
—¡Vete! —dijo Ignacio.
Lucas le gritó:
—¡Déjame entrar o voy a tumbar la puerta!
Después de golpear con fuerza unas cuantas veces más, Ignacio le abrió. Tenía la cara cubierta de sudor y una expresión de pánico en los ojos.
—Ya estoy bien —dijo Ignacio—. Vámonos a casa.
—No nos vamos a ir a ningún lado hasta que te vea el doctor Ramírez —dijo Lucas con firmeza.
Cuando Ignacio terminó de llenar el formato, la enfermera se acercó:
—Esto será rápido, padre. Ahora necesitamos una muestra de sangre.
Lucas vio el terror con el que Ignacio miró a la enfermera, así que dijo:
—Yo voy primero —y extendió el brazo derecho.
Pocos días después, los dos regresaron al consultorio del doctor Ramírez por los resultados. Cuando se quedaron solos con el médico, el doctor dijo:
—Padre Lucas, usted es VIH negativo. —Lucas no sintió alivio alguno en ese momento. Aunque estaba casi seguro del estado de Ignacio, esperaba que el doctor dijera que él también era negativo—. Pero usted, padre Ignacio —agregó el doctor— tiene sida. Su sistema inmune está gravemente comprometido.
Ignacio se quedó callado.
El doctor Ramírez continuó:
—Como usted bien sabe, padre Ignacio, el VIH ya no es una sentencia de muerte. Hoy en día se considera una enfermedad crónica manejable, como la diabetes. Con los nuevos medicamentos, y todos los avances en el tratamiento, no hay razón para que usted no tenga una vida larga y productiva.
Ignacio evitó la mirada del médico. Lucas tuvo la impresión de que Ignacio no estaba entendiendo nada de lo que el doctor decía. Con perturbadora intensidad, miraba fijamente a Lucas con ojos brillantes. El doctor Ramírez sugirió distintos tratamientos, le recetó unos medicamentos e hizo recomendaciones sobre cambios en el estilo de vida.
—Tiene que evitar el estrés, padre, y alimentarse de forma nutritiva —dijo. Luego, modulando cada palabra con cuidado, agregó—: Debido a los medicamentos que va a estar tomando, usted no puede ingerir alcohol.
Ignacio asintió y mantuvo la compostura durante toda la consulta, pero cuando llegaron al carro en el parqueadero, lo primero que dijo fue:
—Lucas, prométeme que no le vas a decir a nadie que tengo sida. Si la gente descubre que me estoy muriendo, van a dejar de enviar donaciones y todos mis proyectos se irán a pique.
—Claro que no le voy a contar a nadie —dijo Lucas—. Puedes confiar en mí.
Pero le dolió que Ignacio pudiera pensar que él divulgaría su secreto.
Ignacio dejó de visitar los bares gay y dejó de consumir crack y alcohol, todo de un solo golpe. Los primeros días, las cosas empeoraron y sufrió severos temblores durante largos periodos.
—Se está desintoxicando —le dijo el doctor Ramírez a Lucas, cuando este lo llamó a contarle sus preocupaciones—. Sólo asegúrese de que tome muchos líquidos. Necesita mantenerse hidratado. En pocos días estará bien.
Tal como el médico lo había pronosticado, Ignacio dejó de temblar, se tranquilizó un poco y no volvió a quejarse, como si estuviera resignado a morirse. No obstante, no podía ocultar la paranoia que lo invadía cuando la gente lo miraba fijamente debido a su cara demacrada y su extrema delgadez.
Desde la época en que se mudaron a sus parroquias al salir de la universidad, Lucas e Ignacio siempre habían hablado por teléfono al menos un par de veces diarias. Lucas lo llamaba a primera hora de la mañana para desearle un buen día, y uno de los dos, por lo general Lucas, siempre se aseguraba de llamar al otro por la noche, antes de acostarse. Pero ahora hablaban mucho por teléfono. Lucas llamaba para recordarle a Ignacio que se tomara las medicinas a tiempo y para asegurarse de que no trabajara en exceso y comiera bien. A medida que Ignacio fue haciendo cambios en su estilo de vida y comenzó a tomarse los remedios con regularidad, empezó a ganar peso y recuperó algo de color en las mejillas.
Lucas empezaba a tener cada vez más esperanzas de que habían descubierto la enfermedad antes de que fuera demasiado tarde e Ignacio se salvaría de sufrir un humillante deterioro. Ignacio ya no parecía obsesionado con Rafael; al menos no lo mencionaba en sus conversaciones. Parecía más tranquilo, casi conforme.
Una noche, Ignacio llamó a Lucas hablando de manera incoherente e histérica. Al comienzo Lucas pensó que algo le había pasado a Rafael.
—Guillo desapareció sin dejar rastro —logró decir por fin Ignacio en medio de sollozos—. Estoy seguro de que le pasó algo horrible. Algo me dice que Guillo está muerto.
Tan pronto como oyó la noticia, Lucas tuvo un mal presentimiento, pero sabía que tenía que tranquilizar a Ignacio debido al estado en que se encontraba.
—No tienes certeza de nada. No saquemos conclusiones apresuradas. Tal vez sólo se subió a un bus por error, terminó lejos de Bogotá y todavía está tratando de encontrar cómo regresar.
—O tal vez su angelito de la guarda lo va a recoger y pronto lo dejará en su cama sano y salvo —dijo Ignacio con amargura antes de terminar la llamada.
Los diez días siguientes, Ignacio empezó a portarse de una manera tan errática que daba miedo: le gritaba a Lucas por teléfono cuando percibía alguna crítica y lo acusaba de ser frío y no tener compasión. Una noche, Lucas estaba en piyama viendo el noticiero, cuando la cara de Guillo apareció en la pantalla. Lucas contuvo la respiración: Guillo aparecía en el suelo, con un tiro en la cara. El presentador lo identificó como un guerrillero muerto en combate contra el ejército, en las montañas de Norte de Santander, a un día de viaje desde Bogotá.
Como no se sabía nada sobre los parientes de Guillo, Lucas acompañó a Ignacio a identificar el cuerpo en Medicina Legal. Cientos de personas de Soacha asistieron a la misa del funeral. Por teléfono o en persona, cada vez que hablaba con Lucas, Ignacio se embarcaba en feroces diatribas contra el Gobierno y su complicidad con el ejército.
Un día Lucas le dijo a Ignacio:
—No estoy ciego, estoy de acuerdo contigo. Algunas personas son conscientes de lo que está pasando. Pero ten cuidado cuando hables con gente que no conoces. Uno no sabe qué tan lejos puede llegar lo que decimos ni a qué oídos. En este país, nadie que se meta con las Fuerzas Armadas está seguro.
—No me importa quién me escuche —gritó Ignacio—. Si quieren que me calle, tendrán que matarme. No puedo pasarme el resto de la vida como un ratoncito asustado, temeroso de hacer ruido. Si el ejército me mata por denunciarlos, que así sea. Al menos moriré con algo de dignidad. Eso es mejor que morir a causa de un malparido virus.
Cuando Ignacio hablaba así, se atrincheraba en un lugar en el que Lucas no podía alcanzarlo. Lucas empezó a temer que Ignacio no se muriera de sida sino a causa de una bala en la cabeza. Cuando se sentía forzado a considerar la idea de vivir sin Ignacio, sencillamente no podía soportarlo, aunque eso lo hiciera sentir muy egoísta. En los últimos años había días en los que las infinitas complicaciones de estar a cargo de una parroquia grande lo abrumaban y se despertaba sintiéndose cansado. En esos días, ser sacerdote era lo único que lo motivaba a levantarse de la cama. Pero sin Ignacio, Lucas tenía que admitir que la tarea de atender las necesidades espirituales de su rebaño, la Iglesia e incluso el amor de Dios, no serían suficientes para mantenerlo vivo.
A Lucas se le ocurrió la idea de llevar a Ignacio a dar paseos por la sabana de Bogotá y por las montañas que tanto amaban. Pero incluso cuando se encontraban lejos del ruido de la ciudad y rodeados por las praderas verdosas de los Andes, Ignacio se mantenía enclaustrado en su ira. Cuando regresaban, tarde en la noche, bajo un cielo color cobalto lleno de estrellas que brillaban como diamantes, y que parpadeaban tanto que parecía que el cielo estuviera respirando a través de ellas, Ignacio seguía inmerso en una tristeza que no cedía.
Una noche, cuando Lucas se detuvo frente a la parroquia de Soacha para dejarlo, Ignacio dijo:
—¿Sabes cuándo me di cuenta de que Guillo era realmente especial? Un día, poco después de que se mudó a su propio cuarto, entró a la casa con cara de felicidad y sin camisa. Yo estaba almorzando en la cocina y estuve a punto de decirle que iba a coger una gripa si seguía andando así por la casa, cuando vi que llevaba la camisa enrollada en la mano y adentro parecía sostener algo frágil. Guillo se me acercó con precaución, sonrió y descubrió con cuidado lo que llevaba envuelto para mostrarme la cabeza de un mirlo. «Lo encontré en la calle, padre», me dijo. «Tiene un ala rota y no puede volar. Un gato estuvo a punto de comérselo. ¿Puedo quedarme con él, padre? ¿Puedo?».
Al notar que esta era una historia importante que Ignacio quería compartir con él, Lucas bajó la ventanilla de su lado y apagó el motor.
—Guillo nunca me había pedido nada —continuó Ignacio—. Me imaginé que el pajarito viviría uno o dos días y que ese sería el fin del asunto. Así que le dije que podía quedarse con la pobre criatura. «Voy a hacerle un cabestrillo para el ala y volverá a volar, padre», me dijo Guillo sonriendo y feliz. A mí después se me olvidó lo del pájaro hasta que un día, cuando pasaba por su habitación, oí que de adentro salía el canto de un mirlo. Estuve tentado a abrir la puerta para verlo, pero había dado órdenes expresas para que nadie entrara nunca a la habitación de Guillo sin su permiso. Sabíamos que mantenía la habitación limpia porque constantemente lo veíamos entrar con una escoba y un trapo. Así que decidí no mencionarle que había oído cantar al pájaro. Rápidamente todos los que trabajaban en la casa empezaron a hablar del asunto. A veces, cuando el pajarito comenzaba a trinar, la gente interrumpía lo que estaba haciendo para escuchar ese hermoso canto, que parecía llenar toda la casa.
»Al final de una tarde, me encontraba trabajando en la oficina cuando Imelda golpeó en la puerta y dijo que Guillo quería hablar conmigo. Dejé lo que estaba haciendo y fui a la puerta para hacerlo pasar. «Quiero mostrarle algo, padre», dijo. De inmediato supe que tenía que ver con el pájaro y seguí a Guillo hasta su cuarto. Él abrió la puerta apenas lo suficiente para poder entrar rápidamente y luego me hizo señas para que lo siguiera. Estaba tomando nota de lo inmaculada que tenía la habitación, cuando oí que Guillo hacía una imitación del canto del pájaro. Sentí un alboroto de plumas sobre la cabeza y luego vi que el pájaro se posaba sobre el índice de la mano derecha de Guillo, el cual estaba apuntándome. «Se llama Mariela», dijo, y luego puso la palma abierta de su mano izquierda sobre el cuerpo del pajarito y lo acarició. Lentamente, caminó hacia la puerta y yo la abrí.
La noche se había enfriado, pero Lucas mantuvo la ventanilla abajo. Hacía mucho tiempo que no veía a Ignacio tan locuaz. Ignacio respiró profundo y luego siguió hablando en voz casi inaudible, lentamente:
—Me gustaría que hubieras visto la delicadeza con la que Guillo bajó las escaleras hasta el jardín. Cuando llegamos afuera, frotó su nariz contra la cabeza sedosa del pájaro y luego levantó la palma de la mano del lomo del animalito. Con un aleteo, la mirla se tocó las puntas de las alas por encima de su cabeza y en un resplandor súbito se lanzó al aire.
Ignacio se quedó callado, luego se volteó hacia Lucas y empezó a hablar de forma deliberada, como si llevara mucho tiempo reflexionando sobre lo que estaba a punto de decir:
—Durante muchos años no pude encontrar al Dios de la Iglesia a través de la oración. Pero quiero que sepas que finalmente encontré un Dios en el que puedo creer, un Dios misericordioso, en las lecciones que me han enseñado las personas como Guillo —Ignacio hizo una pausa y luego continuó—: Después de eso, dejé de tenerle miedo al castigo divino del que siempre nos habían hablado. El Dios que encontré sentía compasión por mí, por todos los seres humanos, porque tal vez, mientras contemplaba maravillado su propia creación, se distrajo por un segundo e hizo un mundo que era cielo e infierno al mismo tiempo.
Lucas pensó que Ignacio había terminado de hablar, pero tenía más cosas que decir:
—Yo sé que tener fe significa confiar ciegamente. Pero eso es algo que no estaba dispuesto a hacer. Lucas, yo no encontré la fe siguiendo un camino deductivo lógico, como siempre creí tercamente que lo haría. Encontré algo parecido a la fe a través de un accidente: la llegada de Guillo a mi vida.
Ignacio se bajó del carro y no cerró la puerta ni se despidió. Lucas se estiró, cerró la puerta y esperó a que Ignacio entrara a la casa antes de arrancar.