CAPÍTULO VII
CASA PARROQUIAL DE SOACHA ENERO DE
2011

Después del asesinato de Guillo, Ignacio volvió a beber en exceso. Cuando Lucas lo llamaba para desearle buenas noches, la mayoría de las veces arrastraba las palabras y le costaba trabajo hablar con claridad. Lucas podía oír al fondo los boleros de Julio Jaramillo: las cuerdas de la guitarra tensando las fibras del corazón, el despecho en la voz, las letras que hablaban de amores perdidos, desesperación y un mundo cruel; canciones que para muchos eran una especie de himno nacional. Esa era la música que Ignacio escuchaba cuando se emborrachaba con aguardiente. Luego de dar el primer sorbo, no podía parar. La mayoría de las noches, caía en un estado de estupor y perdía la consciencia hasta el día siguiente.

Cuando los lacrimosos monólogos de Ignacio se convirtieron en furibundas diatribas, Lucas se dio cuenta de que había vuelto a fumar metanfetamina. Una noche le gritó:

—Me he dedicado a mejorar la vida de la gente de Soacha. Sin embargo, muchos aquí creen que soy un transgresor. Vivirían felices con un cura que fuera más distante e impersonal, más parecido a Dios. —La rabia de Ignacio preocupaba a Lucas—. ¿Por qué me critican, cuando lo único que quiero es ayudarlos? Si bebo mucho y fumo crack es porque ninguna otra cosa puede aliviar mi dolor.

Desde el comienzo de su ministerio, e incluso desde antes, en la época de la escuela, el entusiasmo irrefrenable de Ignacio había pisado los callos de distintas autoridades de la Iglesia. Lucas entendía por qué en Soacha había gente a la que Ignacio no le agradaba (de la misma forma en que sabía que en Kennedy había gente que tampoco lo quería a él, debido a que sus ideas eran más modernas que las de ellos). Sin embargo, Lucas estaba seguro de que la mayor parte de la gente de Soacha estaba agradecida con Ignacio. Lucas le regaló un ejemplar de El amor más grande, de la madre Teresa, el libro que él leía cada mañana, tan pronto se despertaba.

—Me gustaría tener un corazón sencillo como el tuyo —le dijo Ignacio cuando recibió el libro—. Es verdad que ella hizo grandes cosas por la gente, pero sabes bien que la mujer era una tirana aterradora.

—Sé que tenía muchos defectos —respondió Lucas—. Eso simplemente prueba que era como el resto de nosotros. Tal vez es más admirable hacer el bien si uno es un pecador.

—Lo que yo hago por los demás lo hago porque tengo conciencia —replicó bruscamente Ignacio—. No tiene nada que ver con el deseo de ser bueno o ser piadoso. Rara vez veo actos de bondad a mi alrededor. Adonde miro, veo más dolor que dicha, más enfermedad que salud, y veo al mal aplastando a la bondad. He llegado a la conclusión de que tu Dios tiene una vena sádica.

A riesgo de enfurecerlo todavía más, Lucas dijo:

—Tal vez hemos terminado por pensar que el mal es lo único que hay porque se extiende como una fístula infectada que daña todo aquello que toca, mientras que la bondad hay que ganársela.

—¡Como sea! —exclamó Ignacio—. Tu teología diluida me da ganas de vomitar.

Esa noche Lucas no le pidió a Dios que salvara a Ignacio del sida; rezó para que Ignacio encontrara algo de paz. Lucas tenía miedo de que la tristeza que habitaba en el alma de Ignacio fuera contagiosa.

La noticia sobre la desaparición de Guillo fue tan absurda (¿cómo se podía haber unido a la guerrilla un chico que tenía una deficiencia mental?), que los medios cayeron en picada sobre Soacha, al sentir que ahí había una historia jugosa. Las cámaras de televisión, los locutores de radio y los periodistas vinieron a entrevistar a Ignacio cuando descubrieron que Guillo vivía en la casa parroquial.

—No hables con los periodistas —le rogó Lucas—. No te vayas a involucrar en eso, ten cuidado.

Ignacio le confirmó a la prensa que Guillo llevaba tres años viviendo en la parroquia, pero eso fue lo único que dijo sobre el tema. Sin embargo, para horror de Lucas, empezó a hablar con todos los que quisieran oírlo sobre la muerte de Alejandro Grisales. Después de que se mencionara públicamente el asesinato de Grisales, aparecieron un montón de historias sobre jóvenes de toda Colombia que habían sido asesinados por los soldados en circunstancias similares.

Desde que se ordenó, Lucas siempre se había sentido culpable por meter la cabeza en la tierra para no tener que hablar sobre la violencia en Colombia. Se había dicho que sentir empatía por los menos favorecidos y ofrecerles los servicios sociales de los que carecían en Kennedy era lo único que podía hacer. Sin embargo, después de que Ignacio empezó a denunciar los «falsos positivos», como les llamaban ahora a los muchachos desaparecidos, Lucas comenzó a preguntarse cuánto había tratado de proteger siempre a la Iglesia de la controversia simplemente porque él estaba satisfecho con su placentera vida y no quería arriesgarse a cambiarla.

Un grupo que se autodenominaba las «Madres de Soacha» confirmó públicamente que las desapariciones venían sucediendo desde hacía más de dos años, y que sus hijos y maridos habían sido asesinados en circunstancias similares a las de las muertes de Guillo y Alejandro.

Por su parte, Ignacio acusó públicamente a los militares de estar involucrados en el asunto, y Lucas empezó a temer que Ignacio se estuviera buscando que lo mataran. Todavía daba misa diaria, pero empezó a delegar más y más responsabilidades en los voluntarios que trabajaban en la parroquia. Lucas sospechaba que Ignacio había dejado de tomar sus medicamentos, porque su apariencia física seguía deteriorándose.

—Si quieres que se acabe lo de los falsos positivos —le dijo un día Lucas—, necesitas estar vivo. Y para eso tienes que tomarte los remedios.

Ignacio no contestó, pero por la manera como miró a Lucas, este entendió que la perspectiva de morir no lo asustaba.

Los dos recibieron una llamada del secretario del obispo Mota citándolos a una reunión. Lucas pensó que era un mal presagio que les hubieran pedido presentarse juntos ante el obispo, pero no se lo mencionó a Ignacio. Su amigo se había vuelto tan volátil que Lucas tenía miedo de sus estallidos cada vez más explosivos.

Acordaron llegar juntos a la reunión con el obispo. Después de que les sirvieron café y charlaron un poco sobre el desastre del tráfico, el obispo Mota se volvió hacia Lucas y dijo:

—Quería que usted estuviera presente en esta conversación, padre Lucas, porque sé que usted y el padre Ignacio son como hermanos siameses. Y espero que pueda ayudarme a hacerlo entrar en razón.

Lucas se revolvió en la silla y entrelazó las manos. Aunque él e Ignacio suponían que todo el mundo en el entorno religioso de Bogotá conocía la naturaleza de su relación, se sobreentendía que la Iglesia nunca interferiría en ella a menos que se volviera una vergüenza pública.

«Después de todo», había dicho Ignacio alguna vez, «no somos, ni mucho menos, las únicas almas gemelas dentro de la Iglesia». Más aún, desde la época en que iniciaron su ministerio, nunca había habido ni siquiera una insinuación de que la Iglesia desaprobara su relación. Por su parte, Lucas siempre había tratado de comportarse de manera discreta, aunque no quería vivir pensando que tenía que esconder algo. Pero las palabras del obispo contenían una acusación velada. Lucas se preparó para una entrevista desagradable y esperó que Ignacio también mantuviera la compostura.

El obispo Mota se volvió para encarar a Ignacio:

—No sé si usted está consciente de los rumores de que tiene sida, padre Ignacio —dijo—. Rezo para que eso no sea cierto —continuó con su tono neutro—. Tal como están las cosas, con toda la publicidad negativa que hemos tenido últimamente, la Iglesia prefiere evitar este tipo de escándalos.

El obispo Mota se refería, obviamente, a las historias de pedofilia que habían salido a la luz en los medios de todo el mundo durante la década anterior. Ignacio hizo una mueca de disgusto; ese era un tema incómodo para él. Lucas e Ignacio habían tenido muchas discusiones acaloradas sobre la forma en que el público solía meter en el mismo paquete a los homosexuales y a los pedófilos de la Iglesia.

Antes de reunirse con el obispo, Lucas le había dicho a Ignacio:

—Por favor, haz un esfuerzo especial para controlar tu carácter. Pase lo que pase, no vayas a empezar a hablarle al obispo con insolencia. Le tengo terror a su ira vengativa; he sabido de carreras religiosas enteras que han terminado destruidas porque alguien lo puso de mal humor.

Al escuchar la mención del obispo Mota sobre su enfermedad, Ignacio se mordió el labio inferior y clavó la vista en la alfombra color vino que adornaba el piso.

—He hecho algunas consultas con otros miembros de la curia sobre este asunto —dijo el obispo—. Al comienzo pensé que podríamos transferirlo a un seminario para ser profesor. Pero hemos decidido que no podemos ponerlo a trabajar como mentor de los seminaristas, no sólo porque usted no se ve bien, sino debido a su notoriedad. Los chismes malignos se difunden como una gripa. Al parecer usted ha molestado a importantes miembros del estamento militar con sus imprudentes declaraciones a la prensa. Así que pensamos que será mejor que salga de Bogotá y regrese al seminario de Palos de la Quebrada.

Lucas se frunció cuando oyó ese nombre. Ignacio se había puesto blanco, como si la llama de la vida se hubiera extinguido en su interior.

—Es un lugar que usted conoce bien y donde podría ser útil —siguió diciendo el obispo Mota—. En Bogotá, usted es como un imán para las controversias, y eso es algo que la Iglesia no puede permitirse en este momento.

Como Ignacio seguía sin decir nada, el obispo se volvió hacia Lucas:

—Aquí es donde entra usted, padre. Esperamos que pueda usar su influencia sobre su mejor amigo para convencerlo de que el Putumayo será la solución ideal para la situación tan difícil en que se encuentra.

—No vayas a responder a eso, Lucas —bramó Ignacio—. No planeo regresar al Putumayo. Ni ahora ni nunca.

El obispo se puso de pie.

—En ese caso, debo decirle, padre Ignacio, que me veo en la penosa obligación de informarle que será transferido de su iglesia.

Ignacio también se puso de pie.

—¿Por qué motivo, Su Excelencia?

—Eso no importa, hay múltiples razones, créame. No piense que ha escapado a nuestro conocimiento el hecho de que su nombre haya estado ligado a varios prostitutos de los bares gay de Chapinero, y que usted haya sido visto consumiendo drogas con esos delincuentes. Es mi deber informarle que, si no deja su parroquia de Soacha por voluntad propia, tendremos que sacarlo de las instalaciones a la fuerza, si es necesario. Por favor, renuncie a su ministerio con algo de dignidad. Tiene treinta días a partir de hoy para mudarse. De lo contrario, ya no será considerado sacerdote de la Iglesia.

A continuación, se volvió hacia Lucas.

—Buenas tardes, padre. Rezo para que usted pueda hacerle entender a su amigo que lo que estamos haciendo es por su bien… y por el bien de la Iglesia —y entonces clavó la mirada en la alfombra para indicar que la entrevista había llegado a su fin.

Más tarde ese día, Ignacio le dijo a Lucas:

—Siempre, desde que era niño, he sentido una angustia que nada ha podido aplacar. Pero nunca he tenido dudas sobre lo que he hecho con mi vida. Con los años he notado que mi corazón se ha vuelto de metal. Entiendo por qué Dios, si es que existe, no presta atención a las oraciones de un corazón muerto. La verdad es que ya no siento que el espíritu del amor guíe mi camino. No debería quedarme en la Iglesia, Lucas.

Durante los días que siguieron a la entrevista con el obispo Mota, se volvió evidente para Lucas que Ignacio había perdido por completo el entusiasmo por su trabajo para mejorar la calidad de vida de las personas más pobres de Soacha. Se sentía descorazonado al darse cuenta de que había perdido la batalla contra las bandas de traficantes de droga, quienes cada vez ganaban más control sobre el barrio. Las bandas empezaron a pedirles a los comerciantes que pagaran vacunas a cambio de protección. Esto ocurría frente a los ojos del propio Ignacio, y Lucas lo vio perder el poco control que le quedaba.

Una noche, mientras hablaban por teléfono, Ignacio le dijo:

—De ahora en adelante, en mis sermones voy a denunciar a las pandillas. Les he pedido a mis feligreses que me den los nombres de la gente que les está exigiendo pago por vacunas.

—No creo que eso sea muy prudente —dijo Lucas—. Tú sabes lo que le pasa a la gente que se interpone en su camino.

—Ya no tengo miedo de nada, no tengo nada que perder. Voy a denunciarlos públicamente —dijo Ignacio—. ¿Qué es lo peor que pueden hacerme? ¿Matarme? —Ignacio soltó una carcajada. A Lucas siempre le había encantado la risa estridente de Ignacio: cuando se reía, apuntaba la barbilla hacia arriba y lo que brotaba de su garganta era como una ráfaga de aire que se alzaba hacia el cielo, como un antídoto para espantar los días encapotados y tristes. Pero esta vez la risa de Ignacio hizo que Lucas se estremeciera—. He desperdiciado mi vida —agregó Ignacio.

—Estás jugando a la ruleta rusa —le dijo Lucas—. Si te metes con esos delincuentes, te van a matar. Eso es un suicidio.

—Escucha esto —dijo Ignacio—. Hay un hombre que se llama Julio y es dueño de un almacén de zapatos. Pagó la vacuna porque pensó que eso sería más fácil que luchar contra esos criminales. Pero luego una pandilla rival le exigió una vacuna más alta que la que ya estaba pagando. Don Julio vio que entre las dos pandillas lo iban a arruinar e iba a perderlo todo. La segunda pandilla le dijo que si no pagaba en veinticuatro horas, matarían a uno de sus hijos. Don Julio tomó todo el dinero que pudo retirar del banco, montó a su familia en un bus y los mandó adonde unos parientes en la costa Atlántica —Ignacio hizo una pausa.

—¿Y dónde está don Julio ahora? —preguntó Lucas.

—Se negó a cerrar su negocio de manera definitiva, así que acudió a la estación de policía de aquí de Soacha para denunciar la extorsión. De inmediato se dio cuenta de que la policía no iba a hacer mucho para ayudarlo. Don Julio recibió una llamada anunciándole que unos hombres ya estaban en camino para matarlo. Como no sabía dónde esconderse, corrió a la iglesia y pidió asilo. Ahora está viviendo con nosotros, Lucas. Está durmiendo en el cuarto que usaba Guillo.

—¡Por Dios, Ignacio! —exclamó Lucas—. Esos hombres te van a matar a ti también.

—¿Qué más puedo hacer? ¿Quieres que les entregue a don Julio para que lo maten impunemente?

Lucas cerró los ojos y empezó a orar en silencio. Le elevó una plegaria a san Martín de Porres.

—¿Estás rezando? Gracias, eso me va a ayudar mucho. Buenas noches, Lucas.

—Por favor, no abras la puerta esta noche —le suplicó Lucas—. Llama a la policía y pídeles que manden unos hombres… —entonces se dio cuenta de que Ignacio había colgado.

Lucas se dirigió a la capilla para rezar. Cuando ya no pudo tener los ojos abiertos, se acostó. Eran las 6:50 a.m. cuando se despertó. Ignacio debía estar alistándose para dar misa. Era demasiado temprano para llamarlo, así que le envió un mensaje de texto: «¿Estás bien?». No hubo respuesta. Lucas decidió que si no tenía noticias de Ignacio a las ocho, lo llamaría.

Lucas se duchó, se afeitó y se dirigió a la cocina para tomarse su primera taza de café del día. Se sentía como si estuviera caminando sonámbulo; no entendía nada de lo que decía la gente que trabajaba en la parroquia. Cuando se encerró en la oficina, abrió las cortinas para dejar entrar la luz del sol, se sentó en la silla, subió los pies sobre el escritorio y se quedó mirando el cielo color aguamarina. Por momentos volvía a la realidad, cuando veía un avión cruzando el firmamento como si fuera un ave migratoria prehistórica. Lucas recordó el fragmento de una canción de Julio Jaramillo que a Ignacio le encantaba, algo sobre «las aves errantes de la memoria». El timbre del teléfono lo sacó de su ensoñación. Era Ignacio.

—¿Estás bien? —preguntó Lucas.

—Estoy vivo, si eso es lo que quieres saber.

Lucas sonrió de forma involuntaria.

—Estaba a punto de llamarte. Estaba tan preocupado.

—Yo también estoy preocupado —dijo Ignacio—. Esta mañana encontré una carta debajo de la puerta de la parroquia. Dice: «Métase en sus propios asuntos… o le va a pesar».

—No salgas a la calle hoy —le dijo Lucas—. Yo voy esta noche y me quedo a dormir. Prométeme que no vas a salir.

—Nos vemos más tarde —dijo Ignacio.

Ese viernes por la noche, cuando Lucas caminaba desde donde estacionaba el carro hasta la puerta de la casa parroquial de Soacha, vio un letrero escrito en la pared del frente, con pintura blanca y en letras grandes, que decía: «Maricón drogadicto. Llévate tu sida contigo. No infectes a nuestros hijos».

Por el barrio corría la noticia de que había unos matones que querían hacerle daño a Ignacio, y la parroquia estaba llena de voluntarios preocupados, que se habían distribuido en pequeños grupos por toda la casa y hablaban en voz baja. Alrededor de las siete de la noche, Ignacio salió de su oficina, reunió a todo el mundo en la sala de la casa parroquial, les agradeció la preocupación y les dijo que debían irse. Para tranquilizarlos les explicó que unas cuantas personas, Imelda, don Julio, doña Tulia la cocinera y Lucas, se iban a quedar con él. Algunos hombres se ofrecieron a montar guardia afuera de la casa durante la noche.

—No —respondió Ignacio a esta sugerencia—. No puedo permitir que ustedes expongan su vida. Además, no me pueden proteger de esa gente todas las noches.

Cuando la casa se desocupó, doña Tulia anunció que estaba lista para servir la cena. El pequeño grupo se congregó alrededor de la mesa para tomarse un caldo de pollo con papas y compartir una canasta de pan que todavía estaba caliente. No sirvieron vino. El silencio en la mesa era opresivo. Imelda le informó a Lucas que había una habitación lista para él.

—¿Y dónde va a dormir usted? —le preguntó Lucas.

Doña Tulia, que estaba recogiendo los platos, lo oyó y dijo:

—Imelda va a dormir en mi cuarto, padre Lucas. Tengo una cama extra que ya arreglamos.

Ignacio parecía sombrío y distraído. Apenas tocó la comida. Doña Tulia le preguntó si quería que le preparara unos huevos revueltos.

—No, gracias, doña Tulia —dijo Ignacio—. Hoy no tengo hambre.

A Lucas le preocupaba que Ignacio hubiera perdido su espíritu combativo. Parecía derrotado, listo para morirse, pensó.

Imelda se levantó de la mesa.

—Voy a ayudar a doña Tulia a arreglar la cocina y luego me voy a acostar. Necesito dormir bien.

Después de que ella saliera del comedor, Lucas le preguntó a don Julio si había tenido noticias de su familia.

—Eso me recuerda —dijo don Julio— que tengo que ir a llamarlos. Buenas noches, padre Lucas. Buenas noches, padre Ignacio. Dios lo bendiga por su generosa hospitalidad.

Ignacio levantó la mirada para despedirse y, al tratar de sonreír, su cara se torció en una mueca extraña.

—Hasta mañana —dijo finalmente el sacerdote—. Me dicen que hay un televisor nuevo en su habitación. A veces dan buenas películas los viernes por la noche. Trate de descansar.

Cuando se quedaron solos, Ignacio le dijo a Lucas:

—Bueno, creo que es hora de que yo también dé por terminado este día —pero cuando trató de levantarse del asiento, se tambaleó.

Lucas se apresuró a ayudarlo.

—Espera, déjame ayudarte a ponerte de pie.

Ignacio no protestó. Cuando Lucas puso la mano sobre la cintura de Ignacio, sus manos se rozaron. Ignacio tenía la piel muy caliente.

Lucas e Ignacio caminaron lentamente y en silencio hasta la habitación. Lucas lo ayudó a acostarse, le acomodó la cabeza sobre la almohada y luego le quitó los zapatos. Mientras apretaba suavemente el dedo gordo de Ignacio le preguntó:

—¿Un masaje de pies?

Cuando se volvieron amantes, cada vez que Ignacio se quejaba de dolor de pies al final del día, Lucas se los masajeaba. A medida que fueron pasando los años y dejaron de hacer el amor, estas demostraciones de afecto e intimidad también se acabaron. Pero esa noche Ignacio no lo rechazó. Tenía los pies limpios, pero Lucas notó que sus uñas estaban largas y parecían deformes. Lucas mojó una toalla en agua caliente y la envolvió alrededor de los pies de Ignacio para ablandar las uñas. Con el pequeño cortaúñas que tenía colgado de su llavero le hizo una pedicura. Luego le secó los pies y se los enfundó en un par de medias limpias.

No dijeron ni una palabra durante todo ese tiempo, pero cuando Lucas terminó, Ignacio levantó la vista y sonrió. Por un instante, una expresión de felicidad cruzó por su cara. Entonces Lucas fue al baño a buscar un frasco de alcohol para darle un masaje y bajarle la fiebre. Cuando regresó, le mostró el alcohol y dijo:

—Te voy a dar un masaje de espalda. Tienes fiebre —Ignacio no opuso resistencia. Parecía tan feliz como un chiquillo que ha recibido una recompensa.

Lucas lo ayudó a voltearse bocabajo y le masajeó la espalda durante un rato. Ignacio tenía varias manchas oscuras que Lucas no recordaba haber notado la última vez que lo vio sin camisa. Los huesos de los omoplatos sobresalían tanto que a Lucas le dio miedo que la presión resultara dolorosa. Cuando terminó de masajearle la espalda, lo volteó de nuevo. Entonces empezó a hacerle un masaje con las yemas de los dedos alrededor de los hombros y los brazos. Estaba tan concentrado masajeando la piel de Lucas, esa piel que había amado con tanta pasión cuando eran más jóvenes, que se sobresaltó cuando oyó que Ignacio empezaba a roncar. Fue entonces cuando Lucas pudo estudiar el pecho de Ignacio sin timidez. Habían pasado tantos años desde la última vez que hicieron el amor, que el tamaño de las tetillas de Ignacio lo sorprendió: era como si las estuviera viendo por primera vez. Eran más grandes, más protuberantes y más oscuras de lo que Lucas recordaba, y contrastaban con el resto de su cuerpo consumido. Aunque en ese momento no le parecieron particularmente atractivas o bien formadas, captaron toda su atención. Quería besarlas con suavidad, pero se contuvo. Cuando terminó de masajear el pecho de Ignacio, Lucas sacó una manta de algodón del armario y la tendió sobre el cuerpo de su amigo.

Lucas apagó la lámpara. Luego, en lugar de salir de la habitación, rodeó la cama y se acostó junto a Ignacio. Había olvidado lo duro que roncaba Ignacio y no llevaba con él los tapones para los oídos. Había sido un día largo y agotador. Cuando empezó a quedarse dormido, recordó la forma en que, recién se convirtieron en amantes, solía rezar para que Ignacio y él envejecieran juntos. Esta noche no parecía existir la más mínima posibilidad de que eso sucediera. Lo último que pensó Lucas antes de quedarse dormido fue: ¿cómo seguiré viviendo sin Ignacio?

Lo primero que hizo Lucas cuando se despertó el sábado por la mañana fue mandarle un mensaje de texto al padre Roberto, un sacerdote recién ordenado que había sido enviado por la oficina del arzobispo para que Lucas lo entrenara en Kennedy. Si las cosas funcionaban bien, se suponía que se quedaría ahí de forma permanente, pues los deberes de Lucas habían aumentado con los años y en la actualidad estaba desbordado de trabajo. «Estoy en Soacha con el padre Ignacio», escribió. «Él está muy enfermo. Me quedaré aquí todo el fin de semana».

Lucas se quedó con Ignacio todo el sábado. La cocinera, su secretaria, la señora del aseo y algunos voluntarios entraron y salieron de la casa hablando en voz baja, con los ojos llenos de lágrimas y una expresión de temor en la cara. Ignacio se despertó sin fiebre, pero en estado de paranoia: cualquier ruidito lo asustaba; si no reconocía a alguien de inmediato, decía: «Quiere hacerme daño».

Sin embargo, con la ayuda de Lucas logró vestirse. Luego anunció que quería ir a su oficina. Lucas trató de convencerlo de que volviera a llamar a la policía para pedir protección. Pero a pesar de lo débil que estaba, Ignacio le gritó:

—Ellos están confabulados con los militares. ¿Acaso no lo ves?

Lucas decidió no volver a mencionar el tema.

A la hora del almuerzo, don Julio salió de su habitación y se reunió con ellos. Parecía demacrado, tenía los ojos rojos y le temblaban tanto las manos que no hizo más que regar la sopa sobre el mantel. Todos comieron en silencio. Ignacio apenas probó la comida; luego, de manera abrupta, se levantó de la mesa.

—Voy a mi oficina —anunció—. No quiero que me molesten.

Lucas estaba nervioso, así que se refugió en el jardín posterior de la casa y empezó a arrancar la maleza de las materas, que parecían un poco descuidadas. Era un día soleado. El ejercicio de meter los dedos en la tierra y arrancar la maleza tuvo un efecto calmante sobre él. De vez en cuando, por breves instantes, Lucas pudo olvidar la terrible situación en que se encontraba Ignacio. Después pareció que toda su energía lo abandonaba, así que se tendió sobre una silla de lona y se quedó quieto, observando el cielo azul inmóvil. Una oleada de imágenes y recuerdos de su infancia en Güicán empezó a cruzar por su mente: se vio a sí mismo jugando golosa con sus hermanas frente a la casa en la parcela. Luego recordó los días en que vivía con Ema, mientras se estaba recuperando de la operación en el brazo y la pierna. Y recordó, sin placer, casi en cámara lenta, como si estuviera viendo lo que ocurría dentro de un acuario, al vecino con quien tuvo sus primeras experiencias sexuales. Lucas sacudió la cabeza para alejar los recuerdos de esa triste época de su vida. Enseguida vio imágenes del seminario en Facatativá, se vio caminando con Ignacio por el patio, tan concentrados en sus conversaciones que podrían haber sido las únicas dos personas sobre la Tierra. Era difícil controlar la ráfaga de recuerdos y a veces tenía que hacer un esfuerzo para que no se atropellaran. Después de llevar un rato inmerso en sus evocaciones, el verde del Putumayo penetró en el presente y Lucas casi pudo sentir el sol abrasador de la selva y se vio a sí mismo con Ignacio durante sus viajes evangelizadores por las aldeas indígenas. En ese estado de ensoñación, pensó que oía los disparos agoreros que se escuchaban continuamente en Palos de la Quebrada, mezclados con el canto de aves que nunca podía ver, y por encima de la música y los disparos oyó los gritos persistentes de los monos. Después se vio a sí mismo y a Ignacio entrar a la Universidad Javeriana, sentados uno al lado del otro en las clases, y pasar los fines de semana en Suba, en casa de su madre, y hacer el amor durante toda la noche, tratando de no hacer ruido. Lucas estaba sumergido en esas imágenes cuando sintió un frío que recorrió su cuerpo de arriba abajo y lo obligó a abrir los ojos y a incorporarse. De repente se sintió atrapado por un vacío lúgubre que nunca antes había sentido, al darse cuenta de que cuando Ignacio muriera, iba a sentir el mismo vacío que lo afligía en ese momento. Como esta tarde, pero esta vez será para siempre.

Las campanas de la iglesia anunciaron las seis de la tarde. Había caído la noche. Lucas tenía la cara quemada por la larga exposición al sol. En el cielo sin nubes brillaba una luna llena que parecía un disco hecho del oro más puro.

Lucas entró a la casa de la parroquia en penumbra. Sin encender las luces, caminó hasta la sala, donde encontró a Ignacio y a don Julio, sentados alrededor de una mesita en la que había una lámpara encendida.

—Me quedé dormido afuera —dijo—. Buenas noches, don Julio.

—Estamos teniendo una pequeña charla —dijo Ignacio. Parecía tranquilo—. Doña Tulia tendrá lista la cena en cualquier momento. ¿Te gustaría tomar algo?

Lucas se sentó y notó que había una botella de whisky y un par de vasos sobre la mesa, pero declinó el ofrecimiento; parecía que Ignacio ya se había tomado unos cuantos tragos.

En ese momento se oyó un golpe fuerte que venía de la puerta del frente. Todos se enderezaron en sus sillas. Se oyó otro golpe. Doña Tulia llegó desde la cocina, con un cucharón de madera en la mano.

—Padre —dijo—, acabo de mirar por la ventana y vi a unos hombres frente a la parroquia.

Ignacio hizo el ademán de levantarse de la silla.

—Por favor, padre, se lo ruego —dijo la cocinera—, no salga.

—No me puedo quedar aquí para siempre con la esperanza de que algún día me dejen en paz. Tengo que enfrentarlos —dijo Ignacio. De repente parecía lleno de energía, rejuvenecido. Entonces se levantó con rapidez y, antes de que Lucas tuviera tiempo de detenerlo, abrió la puerta del frente.

Lucas se apresuró a acompañarlo y lo siguió cuando Ignacio salió de la casa. Un grupo de jóvenes que llevaban armas esperaban en corrillo a unos veinte metros de la puerta. Lucas podía ver que estaban rabiosos y drogados.

Ignacio dio unos cuantos pasos hacia la pandilla, con Lucas siguiéndolo de cerca.

Uno de los hombres le apuntó un arma a Ignacio y gritó:

—Sólo entréguenos a Julio y no saldrá herido.

—No puedo hacer lo que ustedes quieren —dijo Ignacio—. La iglesia es un refugio.

Un joven alto y agitado que parecía ser el líder gritó:

—Si no hace lo que decimos, tendremos que matarlo.

Ignacio siguió caminando hacia ellos. Lucas se quedó congelado en su puesto y empezó a recitar en silencio el Padre Nuestro.

—Adelante —dijo Ignacio en voz alta, sin mostrar señal de miedo alguna—. Tendrán que pasar sobre mi cadáver para llevarse de aquí a don Julio.

Hubo unos disparos al aire, pero Ignacio siguió avanzando hacia los matones.

—Ustedes son unos cobardes y una escoria humana —estalló—. Van a arder en el infierno por toda la eternidad. Adelante, dispárenme. Ni siquiera van a tener las pelotas para matarme, porque saben que se condenarán para siempre.

Lucas cerró los ojos. No quería ver el momento en que le dispararan a Ignacio. Y si me disparan a mí también, pensó, no quiero que sus caras sean lo último que vea de este mundo.

El líder dijo:

—Vámonos —y se oyeron gruñidos de inconformidad—. Pero pronto volveremos por don Julio. Y la próxima vez, si se interpone en nuestro camino, padre Ignacio, será mejor que esté dispuesto a morir. Hay mucha gente que lo quiere ver muerto, sus días están contados.

Lucas abrió los ojos. Mientras se alejaban, algunos hombres se voltearon y gritaron «drogadicto», «maricón», «pervertido».

Antes de montarse en los carros en los que se fueron, empezaron a cantar: «El cura tiene sida. El cura tiene sida».

Más tarde esa noche, cuando estaban solos, sentados uno junto al otro sobre la cama, Ignacio dijo:

—Lucas, he pensado mucho sobre esta situación y creo que la mejor solución es matarme.

Últimamente Lucas se había preguntado si Ignacio estaría considerando la posibilidad de ponerle fin a su vida. Siempre había dicho que, si la vida se volvía insoportable, el suicidio era una opción honorable. Pero esa noche, esas eran las últimas palabras que Lucas quería oír.

—No tienes que morir por tener sida. Hay demasiadas personas que cuentan contigo —le contestó. Pero mientras hablaba, Lucas sabía que sus palabras no serían suficientes para hacer que Ignacio cambiara de opinión.

—Es por ellos que tengo que hacerlo, Lucas. Sus necesidades tienen que tener prioridad sobre las mías. Mi congregación no necesita un cura débil y postrado en cama, que no pueda cumplir con sus obligaciones. No te lo dije, pero ahora ya no importa que lo sepas: la semana pasada el médico me dijo que había esperado mucho tiempo para empezar el tratamiento y que, aunque probablemente viviría varios años más, sólo es cuestión de tiempo para que pierda la vista. ¿Qué clase de vida sería esa? En ese momento no podría servirle a nadie. Sería una carga para ti, para la gente de Soacha, para todos los que me respetan. Además, prefiero morir por mano propia a ser enviado de regreso al Putumayo —Ignacio agarró la mano de Lucas—. Pero necesito que no me abandones ahora. ¿Me ayudarías a morir con dignidad?

Lucas dijo entonces lo que nunca se había atrevido a decirle a Ignacio:

—Tú eres lo que más me importa en la vida, Ignacio. Ni siquiera la fe ni mi amor por Jesús serían suficientes para mantenerme vivo si tú te mueres y yo me quedo solo.

Ignacio sonrió con remordimiento, levantó la mano de Lucas y se la besó. Lucas no pudo recordar la última vez que Ignacio había tenido un gesto de ternura con él.

—Me gusta lo que acabas de decir. Somos un matrimonio viejo que rara vez se ha dicho «te amo». Pues bien, voy a decirlo ahora: te amo, Lucas. Sé que si no te hubiera tenido a mi lado, no habría sido capaz de enfrentar la vida durante mucho tiempo —Ignacio miraba a Lucas con ternura, una expresión que Lucas no le había visto en años—. Por favor, no dejemos que las emociones se inmiscuyan en todo esto. Soy perfectamente consciente de lo que estoy haciendo. Si hay un Dios, me voy a ir directo al infierno, ¿no? Pero prefiero arder en el infierno a seguir sintiendo el dolor que estoy sintiendo ahora. Así que prométeme que me vas a ayudar a morir cuando llegue el momento. Será más fácil si tú me ayudas. Prométemelo, si de verdad me quieres.

El corazón de Lucas latía tan rápido que se asustó, pero no quería dificultarle más las cosas a Ignacio. Lucas lo conocía lo suficiente como para aceptar que las palabras de Ignacio eran definitivas. Sabía que no cambiaría de parecer. Entonces dijo:

—Ignacio, quiero morir contigo. Hemos estado juntos desde que nos conocimos en el Colegio San José. He compartido mi vida contigo. Ahora, por favor, déjame morir a tu lado.

—No me hagas eso —dijo Ignacio, y parecía molesto—. Tú no estás enfermo, no hay razón para que te mueras ahora —luego soltó el aire y con él pareció salir toda su rabia—. Claro que espero que te sientas triste por mí —siguió diciendo—, pero después quiero que te recuperes y sigas adelante. Ahora prométeme que me vas a ayudar a morir. Será más fácil con tu ayuda. Por favor.

—Compartí mi vida contigo, Ignacio —protestó Lucas—. Déjame compartir también la muerte contigo.

—Te estás portando como un sentimental y un egoísta —replicó Ignacio—. No me decepciones cuando más te necesito.

Luego se metió entre las cobijas y le dio la espalda.

Don Julio logró salir de la casa parroquial sin que lo vieran, rodeado por un grupo de voluntarios. Dos días más tarde, Ignacio y Lucas supieron que había llegado a la costa Atlántica.

Después de su conversación sobre la muerte inminente de Ignacio, Lucas notó que este empezó a hablar de sí mismo en pasado, como si ya estuviera muerto. Cuando Lucas le señaló que no debía hablar sobre él como si ya todo se hubiera terminado, Ignacio dijo:

—El solo hecho de que todavía esté respirando y mi corazón siga latiendo no significa que esté vivo.

Lucas empezó a pasar todas las noches en Soacha y dormían en la misma cama. Aunque hacía varios años que no existía cercanía física entre ellos, ahora se abrazaban con timidez. Lucas se ruborizaba al tocar a Ignacio como si fuera la primera vez. Pero lo hacía feliz comprobar que con su presencia Ignacio se sentía tranquilo al abrir los ojos y ver que él estaba a su lado.

Durante años, sus largas conversaciones habían girado en torno a proyectos y planes para extender la labor social que desarrollaban en sus parroquias. Pero ahora hablaban casi exclusivamente del pasado, sobre cosas que no sabían del otro. Una noche en que se quedaron despiertos conversando hasta más allá de la medianoche, Lucas notó que Ignacio estaba de buen ánimo y quería seguir hablando.

—¿Quieres saber cuál fue la época más feliz de mi vida? —Ignacio cerró los ojos y siguió diciendo en voz baja—: Lo recuerdo ahora de manera tan viva que parece una de esas películas en tecnicolor sobre la pasión de Jesús que solíamos ver por la época de Semana Santa, ¿te acuerdas? Bueno, fue durante nuestro último año en el seminario en el Putumayo. Tú habías viajado a Bogotá a visitar a tu mamá durante las vacaciones de Semana Santa. El Viernes Santo le pregunté al padre superior si podía representar con la gente de Palos las estaciones del viacrucis de Jesús hasta el Monte de los Olivos. El padre superior pensó que sería una buena manera de enseñarle a la gente las Escrituras, en lugar de darles un largo sermón. Yo organicé un grupo de voluntarios y en dos días teníamos todo lo que necesitábamos. Le pedí al señor Segismundo, el carpintero, no sé si lo recuerdas, que fabricara una cruz con restos de madera y que la pintara de café. Yo quería que la procesión pareciera muy realista: llené una docena de globos pequeños con jugo de corozo y los escondí debajo del manto que llevaba Isaac Martínez. Lo elegí a él para que hiciera de Jesús por su pelo largo y también porque era muy apuesto —Ignacio se rio entre dientes—. Le dije a Isaac que se detuviera cada veinte pasos, más o menos, y pinchara uno de los globos con una aguja que le había pegado con cinta en el pulgar. Cada vez que él reventaba uno de los globos y el jugo rojo escarlata corría por su túnica blanca y a lo largo de todo su cuerpo, las personas que estaban viendo la procesión gritaban, como si ellas también estuvieran sufriendo. La gente de Palos lloró, conmovida por el sacrificio de Jesús por todos nosotros.

Ignacio hizo una pausa para tomar aliento y Lucas aprovechó para decir:

—Debió ser todo un espectáculo. Me gustaría haber estado ahí.

Ignacio hizo un gesto brusco de impaciencia y siguió hablando. Sus ojos brillaban en la oscuridad de la habitación, como si tuviera fiebre alta.

—Como sea… Yo había elegido hacer el papel de uno de los filisteos que están entre la multitud, para poder verlo todo desde afuera. Insulté a Jesucristo mientras caminaba penosamente sobre la tierra hirviente de Palos. Y ¿sabes, Lucas? Esa tarde, durante la procesión, descubrí algo sobre mí que no sabía antes: había creado un espectáculo que emocionó tanto a la gente de Palos que lloraron y se arrojaron al suelo mientras Jesús de Nazaret pasaba frente a ellos… y en ese momento experimenté la felicidad más perfecta que había conocido. Por primera vez noté que mi intelecto arrogante y orgulloso había endurecido mi corazón, y entonces me hizo feliz ver que yo había hecho algo que podía conmover a la gente. Salí de aquel lugar de prisa y me escondí detrás de un viejo almendro, cerca de la iglesia. Cuando estuve seguro de que nadie podía verme, lloré abiertamente, pero con lágrimas de alegría, porque mi corazón endurecido por fin había sentido algo de manera profunda.

Después de terminar de contarle a Lucas esta historia, Ignacio eligió la fecha de su muerte. Lo único que quedaba por decidir era cómo lo iba a hacer.

—Puedo contarte lo que he estado pensando, pero debes prometerme no ponerte bravo —Lucas asintió con la cabeza—. No quiero fracasar en este intento de suicidio porque eso empeoraría todo para mí y para los demás.

Aunque era un difícil ejercicio de humildad, Lucas escuchó a Ignacio sin interrumpirlo.

Desde esa noche, Lucas empezó a pensar en Ignacio como si ya estuviera muerto. Su corazón se llenó de una tristeza que amenazaba con paralizarlo. Lucas pensaba cómo serían todas las mañanas del resto de su vida, cuando despertara y ya no pudiera oír la voz de Ignacio por teléfono, o ya nunca pudieran ver una película juntos metidos entre la cama, o ya no pudiera escuchar sus diatribas contra el Gobierno, y el dolor que sintió fue tan intenso como si le estuvieran enterrando un cuchillo en el pecho una y otra vez. Por primera vez en su vida, Lucas conoció la desesperanza absoluta, algo que les había sido enseñado como una ofensa contra Dios. Agitado y lleno de culpa, Lucas concluyó que no tenía otra opción que suicidarse él también después de que Ignacio muriera. Ante los ojos de la Iglesia, el suicidio era el pecado imperdonable, y Lucas sabía que se condenaría a arder en el infierno. Le asustaba pensar que, a lo largo de los años, había sido testigo, una y otra vez, de que sólo aquellos que creían en la vida eterna aceptaban la muerte con serenidad.

A medida que se acercaba la fecha que Ignacio había elegido para suicidarse, la determinación de Lucas empezó a debilitarse y cada vez tenía más miedo de las consecuencias de lo que había decidido hacer. Siempre había sido un hombre tímido, reacio a asumir riesgos. Había pasado por la vida tratando de no llamar la atención. Pero ver su cobardía expuesta, de repente y de manera tan abierta, lo abrumó. Lucas también se sentía triste por las cosas que ya nunca sabría, las cosas que habría vivido de haber llegado a viejo. Siempre se había regocijado viendo la forma como se develaban los pequeños misterios de la vida.

Lucas pasó los últimos días de su vida en la parroquia de Kennedy, aunque ya no celebraba la primera misa del día. Por las noches iba en su carro hasta Soacha para estar con Ignacio. Por su parte, Ignacio recibía a diario correos amenazantes que pronosticaban su muerte. Un día le mostró a Lucas uno particularmente explícito que mencionaba cómo desmembrarían su cuerpo. Ignacio se rio con amargura:

—Será mejor que se apuren o van a quedar frustrados cuando vean que me les he adelantado.

A Lucas siempre le había costado trabajo aceptar el humor negro de Ignacio, pero ese día no pudo evitar sonreír cuando se dio cuenta de que el espíritu irreverente de Ignacio, que era una de las cosas que más le gustaban de él, seguía intacto.

Habían cogido la costumbre de acostarse al mismo tiempo, como hacían cuando eran jóvenes amantes y tenían que aprovechar cualquier oportunidad para dormir juntos. Pocos días antes de la fecha en que se suponía que Ignacio se iba a matar, cuando estaban a punto de acostarse, Ignacio dijo:

—Te conozco, Lucas, y sé que después de que yo muera tú te vas a rendir, lo cual me parece una tontería de tu parte. No hay absolutamente ninguna razón para que no sigas adelante con tu vida. Tienes salud, nadie está tratando de matarte ni te están amenazando con expulsarte de la Iglesia. Pero el otro día pensé que si tú murieras antes que yo, probablemente yo querría seguirte. Así que hice planes para que muramos juntos, si decides que eso es lo que quieres.

Lucas se quedó quieto, conteniendo las lágrimas y el deseo de abrazar a Ignacio, a quien tal vez le espantara esa muestra de afecto.

Ignacio siguió diciendo:

—Averigüé sobre un tipo que se llama Matías y que nos matará por una suma de dinero. Voy a verlo mañana.

—No me cuentes nada sobre él —dijo Lucas—. No quiero saber.

A la noche siguiente, Ignacio le informó a Lucas que Matías estaba listo y que ya habían fijado la fecha. Ignacio sacó diez millones de pesos del banco. Cuando le mostró a Lucas el montón de plata entre una bolsa plástica, dijo:

—Esto es lo que quiere.

Lucas se estremeció, pues sabía que ya no había vuelta atrás.

—¿Te gustaría conocer a Matías? —dijo Ignacio.

Lucas se preguntó si Matías sería uno de los delincuentes que frecuentaban los bares gay de Chapinero. ¿O era un matón del barrio?

—No, preferiría no conocerlo —dijo Lucas—. Sólo espero que sea un tipo de fiar y pueda llevar a cabo el plan.

—Ah, no te preocupes por eso —dijo Ignacio con una sonrisa—. Me han asegurado que su historial es impecable.

Ignacio se durmió alrededor de la medianoche, pero Lucas se quedó despierto. Al amanecer, mientras Ignacio todavía dormía profundamente, Lucas se vistió y se fue para Kennedy, donde trabajó durante horas, haciendo listas de instrucciones para su sucesor en la parroquia. Cuando terminó, puso sobre el escritorio las llaves de la casa y las carpetas que contenían información sobre los extractos bancarios y las cuentas por pagar. Decidió no dejar una nota, pues pensó que sería demasiado complicado explicar las razones de su decisión.

En la tarde fue a visitar la tumba de su madre, en un pequeño cementerio que había a las afueras de Suba. Puso dos docenas de claveles blancos contra la lápida, se arrodilló sobre el lote de césped en el que estaba la tumba y le pidió a Clemencia que lo perdonara.

—Doy gracias a Dios de que no tenga que padecer el dolor y la humillación de verme morir de esa manera, mamá —susurró. A Lucas lo entristecía pensar que, debido a que él había decidido acabar con su vida, no habría un feliz reencuentro de sus almas, pues no tenía duda de que el alma de su madre estaba en el cielo y, si la Iglesia tenía razón, él iría directamente al infierno. Luego puso sus labios contra la fría losa de mármol, se persignó, se levantó y se fue.

Más tarde, mientras se dirigía a Soacha, a pesar del tráfico se sintió en paz y agradecido con la vida que había llevado. Tal vez su optimismo se debía al hecho de que le habían pasado pocas cosas malas, aparte de no volver a ver a sus hermanas después de que se marchó para siempre de Güicán. Había tratado de ser un buen sacerdote: había consolado a los enfermos siempre que pudo; había tenido el privilegio de oír la confesión de muchas personas, de convertirse en el receptor de los secretos más vergonzosos de sus feligreses; de escuchar, sin juzgar, la forma como sus almas se desnudaban ante él; de estar presente en el momento de la absolución, cuando sus pecados se borraban y ellos volvían a quedar tan puros como el día en que habían nacido. Le habían enseñado a creer que en ese momento Dios toca al pecador porque los sacerdotes son vehículos para acercarse a Dios. Le gustaba creer que, como sacerdote, había servido de conducto entre Dios y sus criaturas. Se consideraba bendecido porque lo único que había querido en la vida era ser amado por Ignacio y, a pesar de todas las dificultades que habían enfrentado, su amor por él nunca había disminuido y siempre lo había mantenido vivo. A medida que se acercaba la hora de su muerte, Lucas sentía más amor por el sacerdocio del que alguna vez había sentido, porque el sacerdocio lo había llevado a Ignacio, a ser uno de los afortunados que había hallado un amor que no podría separar ni siquiera la muerte.

Ignacio se quedó dormido tarde en la noche, pero Lucas de nuevo permaneció despierto, en medio de un trance, observando momentos memorables de su vida, que pasaban frente a sus ojos en una procesión fantasmal en cámara lenta. No estaba seguro de que Dios los perdonara por lo que habían decidido hacer. Pero si Dios es amor, trató de tranquilizarse, entonces él entenderá.

Antes del amanecer, Lucas notó que Ignacio seguía profundamente dormido, así que salió de la habitación y se dirigió al jardín posterior de la casa. Durante la noche, la luna llena se había desplazado hacia las cordilleras, en el sur, y a pesar de que ya estaba amaneciendo, arrojaba tanta luz que lo cubría todo con una pátina dorada. Lucas recordó aquel día de enero, hacía seis años, cuando pasó la primera noche en la parroquia de Ignacio en Altos de Cazucá. Ahora acababan de pasar su última noche sobre la Tierra.

Seis años más tarde, era otra vez el mes de enero, el más caliente del año en Bogotá, y Venus brillaba con su mayor resplandor sobre la sabana, en medio de las madrugadas frescas y transparentes. La Estrella de la Mañana parecía una pequeña luna llena de platino; se veía tan cerca de la Tierra que Lucas se preguntó si sería posible que estuviera a punto de caerse del cielo. Un súbito viento frío lo hizo estremecer y se dio cuenta de que estaba descalzo. A pesar del aire helado y de que los pies se le estaban congelando, quería quedarse un rato más en ese lugar. El amanecer inminente hacía que las montañas resplandecieran ligeramente a lo lejos, como si fueran formaciones de un planeta a mucha distancia de la Tierra. Pero esta mañana no tenía tiempo para perderse en la contemplación del amanecer andino, tenía que apresurarse a regresar a la casa; estaba listo para el último acto de su vida. Lucas buscó el Lucero del Alba, para mirarlo por última vez, pero Venus ya había desaparecido del cielo color rosa. Entonces bajó la barbilla pesadamente hasta la base del cuello, respiró profundo y dio media vuelta. Pero justo antes de cruzar la puerta, sintió una punzada en el corazón. Al darse cuenta de que Ignacio y él no yacerían uno junto al otro en la muerte, sintió como si sus piernas fueran pesados monolitos. Los parientes de Ignacio probablemente se llevarán su cuerpo de regreso a la tierra de sus ancestros, mientras que la Iglesia me enterrará a mí en Bogotá, en terreno no consagrado. Qué cruel que no estemos juntos en la muerte como hemos estado en vida, pensó.

Lucas cerró la puerta tras él. Caminó tambaleándose en la oscuridad mientras se dirigía a la cama de Ignacio.