Capítulo 2
Un manto de lluvia gris cubría a Suddhodana y a sus hombres a medida que empezaban a erguirse sobre ellos las torres del hogar. El centinela gritó desde su puesto y se abrieron las grandes puertas de madera de la capital. «¡Atención!», gritaban los sargentos en las filas. Habían salido a recibirlos unos pocos ciudadanos. Suddhodana sabía que las mujeres agolpadas a ambos lados de la calle estaban allí para escudriñar las filas del ejército con expresión preocupada, rezando para que sus esposos e hijos siguieran entre los vivos.
Esa mañana, la reina se habría levantado al alba en caso de que su esposo hubiese decidido volver temprano, pero luego llegaron las lluvias y lo retrasaron todo. El viaje de regreso desde lo alto de las montañas había pasado para ella como una suerte de éxtasis, que aumentaba incluso aunque empezara a flaquearle el cuerpo. En la corte circulaban muchos rumores, porque ella se había negado a aceptar los servicios de una nodriza. «No es posible que amar a mi hijo me mate», había dicho.
La mente de la reina volvió a un sueño que la había visitado diez meses antes. Al principio, Maya despertaba en sus aposentos privados. Se cubría los ojos para protegerse de una luz que había aparecido en el cuarto. De la luz salían tres seres angelicales con forma de doncellas jóvenes y sonrientes. En cuanto se incorporaba, Maya se daba cuenta de lo que eran en realidad sus visitantes: devas o seres celestiales.
Los tres devas la invitaban a unirse a ellos con un gesto. Sin comprender por qué la habían elegido a ella, Maya abandonaba la tibieza de su cama para seguirlos. Volviéndose de cuando en cuando para mirarla, los devas atravesaban las paredes de la alcoba como si fuesen de humo. La reina tampoco sentía la pared cuando la atravesaba. Una vez al otro lado, Maya era arrastrada con más velocidad, y el palacio y el mundo que quedaban más allá se iban desdibujando. A lo lejos se cernía una luz más brillante, y en cierto momento Maya se daba cuenta de que era el reflejo del sol sobre la nieve. Miraba asombrada alrededor. El resplandor diurno deslumbraba sobre la superficie cristalina de un lago de alta montaña rodeado de picos centinelas.
Los montes del Himalaya (porque la reina estaba segura de que era allí donde la habían llevado los devas) siempre habían sido presencias distantes, imponentes, para ella. Maya nunca había imaginado que alguna vez estaría entre ellos, y ahora las tres doncellas la guiaban hacia la ribera de guijarros del otro lado del lago. La superficie estaba tranquila y brillaba como un espejo.
Los devas empezaban a desvestirla. Maya no estaba turbada; se relajaba ante las atenciones que le dispensaban. Casi con la misma presteza con que le habían quitado la ropa, la cubrían con los atavíos más hermosos que jamás viera. Con sonrisas silenciosas, se inclinaban para tocarle el vientre. La caricia era cálida y excitante. Sentía deseo. Maya se adentraba más y más en las profundidades del lago. Entonces se despertaba y se encontraba sentada en la cama, como si nunca se hubiese levantado. Pero ocupaba toda su alcoba una criatura que tenía un ojo fijo en la mirada de la reina. De ese ojo surgía, abriéndose, una blancura que, a medida que la mente de Maya salía de su sopor, tomaba la forma de un enorme elefante, blanco como la nieve. La criatura la miraba con una inteligencia cálida, confiada. Luego levantaba la trompa a modo de saludo reverencial. Inesperadamente, Maya sentía un hambre ardiente. Entonces volvía a despertar, sentada en la cama, pero sola. Aún sentía el inusual deseo y no podía ignorarlo.
Velozmente, casi temblando, abandonó la cama, se cubrió con su bata y corrió hacia los aposentos de su esposo. Suddhodana estaba acurrucado entre las sábanas, a la luz mortecina de las velas. Tras años de esperar un hijo en vano, ahora solía dormir solo. Otro rey habría buscado una amante que pudiera darle un hijo. Otro rey la habría mandado asesinar o encerrar como a una loca para rescindir el contrato matrimonial. Pero Suddhodana no había hecho nada de eso: en el amor, al igual que en la guerra, siempre había sido valiente y leal.
«Esta noche será distinta», se dijo Maya. «He sido bendecida». Con cuidado, tratando de no sobresaltar demasiado a Suddhodana cuando se despertara, se tendió en la cama junto a él. Le acarició la cara suavemente para que abandonara el sueño. Las manos del rey se crisparon cerrando los puños al principio; luego, abrió los ojos y fijó la mirada en los de ella. Se dispuso a hablar, pero la mujer le puso un dedo sobre los labios.
El deseo que sentía la reina no la enloquecía ni la tenía prisionera ni esclava. Con las piernas de su esposo enredadas en las suyas, buscaba la unión más que el placer. Lo invitó con palabras que jamás se había creído capaz de decir.
—No me hagas el amor como un rey. Hazlo como un dios.
El efecto fue asombroso. Con delicadeza, el rey se acercó, y ella vio en sus ojos cuán maravillado estaba. Sus encuentros habían sido una rutina durante tanto tiempo que ninguno de los dos creía que pudiese surgir algo de ellos. Sin embargo, esa noche, él sintió en parte la certeza que se había despertado dentro de ella.
Cuando la reina estuvo lista, giró las caderas y aceptó al rey en su interior. La respiración se le cortaba en la garganta. La extraña urgencia que sentía dentro de ella se convirtió en un crescendo. Por un instante, se perdió en esa oscuridad de dicha que se acerca a la inmortalidad. Poco a poco, volvió a la realidad con un suspiro y se dio cuenta de que el rey la abrazaba con todas sus fuerzas. Él la acercó hacia sí como tratando de que la carne de ambos se uniera por completo. Se besaron y se acariciaron; y sólo el cansancio delicioso de Maya impidió que dijese lo que sabía con certeza: habían creado un niño.
El sueño le había dado fuerzas en la aterradora travesía por el bosque y en el dolor del parto. Ahora regresaba todos los días, y en forma cada vez más fantasmagórica. Ella hundió la cabeza en la almohada. «Aun así es un sueño hermoso», pensó. También era una manera de huir del cansancio que la agobiaba. Llegó a pensar que hubiese sido mejor vivir en el sueño para siempre, de haber sido posible.
En la guardería del palacio, Suddhodana contemplaba a su hijo con reverencia y amor. Para presentárselo, habían vestido al niño con pañales de seda carmesí. No tenía dudas de que el infante lo había reconocido; incluso empezó a creer que Siddhartha tuvo los ojos cerrados justo hasta ese momento, ilusión que nadie se atrevió a contradecir.
«¿Es normal que duerma tanto? ¿Por qué le gotea la nariz? Si lo dejan solo, aunque sea por un instante, me encargaré de que el responsable sea azotado». Las exigencias de Suddhodana eran incesantes y enloquecedoras. Tal como se estilaba entonces, Maya estaría en cuarentena durante un mes después del parto, para ser sometida a rituales religiosos y de purificación. A Suddhodana lo irritaban esas normas, pero no podía hacer más que escabullirse a la luz de las velas cuando la reina estaba dormida, para mirarla unos instantes. Se preguntaba si todas las madres primerizas se veían tan lánguidas y débiles, pero al final dejó a un lado las ideas que tanto lo perturbaban.
«Vestidlo siempre con sedas y tiradlas cuando las ensucie. Si os quedáis sin seda, conseguid más, aunque tengáis que hacer jirones los saris de las mujeres de la corte». Suddhodana no quería que nada que tuviera el menor rastro de impureza tocase la piel de su hijo. Por otro lado, la seda también era un símbolo: Suddhodana regresaba a su hogar por la Ruta de la Seda, cuando un mensajero enviado por Kumbira lo alcanzó para darle la noticia de que tenía un hijo, y que éste y su esposa estaban vivos.
Todas las mañanas, el rey atravesaba con aire resuelto el círculo de mujeres que abanicaban al joven príncipe con sus mantones. Lo levantaba de su cuna y lo sostenía en alto. Le quitaba el pañal.
—Miradlo. —Suddhodana mostraba a su hijo en toda su gloria desnuda—. Una obra maestra. —Todas las mujeres sabían a lo que se refería. Kakoli, la enfermera real, empezó a murmurar para asentir—. Una obra maravillosa —agregó Suddhodana—. No es que tenga tu experiencia, Kakoli. —Suddhodana rió y pensó una vez más en lo fácil que le resultaba reír con su hijo en brazos—. No te sonrojes, hipócrita. Si él tuviese veinte años más y a ti pudiésemos quitarte unos cuarenta, te cansarías de correr detrás de él.
Kakoli sacudió la cabeza y no dijo nada. Las doncellas ahogaron una risita y se ruborizaron. Suddhodana estaba seguro de que estaban más entretenidas que escandalizadas por su falta de sutileza.
Asita despertó en el bosque pensando en demonios. Hacía años que no le ocurría. Podía recordar que había visto uno o dos demonios tiempo atrás, en el curso de una hambruna o una batalla, cuando había cadáveres que cosechar. Conocía la miseria que causaban, pero la miseria ya no preocupaba a Asita. Llevaba cincuenta años viviendo como ermitaño en el bosque. Había mantenido lejos los problemas mundanos y pasaba los días en una cueva oculta, a la que ni siquiera llegaban las andanzas de los animales. Mucho menos las de los hombres.
Estaba de rodillas junto a un arroyo, pensando. Veía los demonios en su mente con toda claridad. Habían llegado por primera vez con la luz moteada del sol que le bañaba los párpados al alba. Asita dormía sobre ramas desparramadas en el suelo y disfrutaba del juego que hacían luces y sombras en sus ojos por la mañana temprano. Su imaginación distinguía libremente formas que le recordaban el pueblo en el que había crecido. Podía ver mercaderes ambulantes, mujeres que llevaban jarras de agua sobre la cabeza, camellos y caravanas. A decir verdad, podía ver cualquier cosa contra la pantalla de los ojos cerrados.
Pero nunca había visto demonios, al menos hasta esa mañana. Asita entró en el agua casi helada del arroyo de montaña, sin más que un taparrabos para cubrirse. Como asceta que era, no llevaba ropa, ni siquiera las vestiduras de una orden monástica. Recientemente había empezado a sentir el impulso de viajar a tierras altas, donde casi pudiese ver los picos nevados de la frontera norte del reino de los sakya. Eso lo acercaba a otros lokas, mundos separados de la tierra. Todos los mortales están confinados en el plano terrenal. Pero, así como el aire denso de la jungla se diluye y se transforma poco a poco en la fina atmósfera de la montaña, también el mundo material se deshace en mundos más y más sutiles. Los devas tenían sus propios lokas, al igual que los dioses y los demonios. Los antepasados moraban en un loka reservado para los espíritus que transitan de una vida a la siguiente.
Asita había sido criado y educado en tales verdades. Sabía también que todos esos planos se funden, se entrelazan, como telas teñidas e incluso húmedas, colgadas muy cerca la una de la otra: el azul destiñe en el rojo; y el rojo, en el amarillo azafrán. Los lokas estaban separados y juntos a la vez. Los demonios podían moverse entre los humanos, y a menudo lo hacían. La incursión opuesta, la visita de un mortal al loka de los demonios, era mucho menos habitual.
Asita hundió la cabeza en el agua y luego la echó hacia atrás, dejando que chorrearan el pelo y la barba, largos y sin cortar. En los días en que necesitaba comida, llevaba su cuenco de mendigo a alguna de las aldeas cercanas. Ni siquiera los niños más pequeños se asustaban cuando veían a un anciano desnudo en la calle, con el pelo y la barba por la cintura. Los ascetas eran cosa de todos los días, y si un ermitaño errante llegaba al umbral de una casa con la puesta del sol, el dueño de la casa tenía el deber sagrado de ofrecerle comida y hospitalidad.
Sin embargo, Asita no tenía hambre ese día. Había otras maneras de mantener en movimiento el prana, la corriente vital. Si visitaba el loka de los demonios, necesitaría enormes cantidades de prana para sostener el cuerpo. Entre los demonios, sus pulmones no encontrarían aire que respirar.
Dejó que el sol brillante de la cordillera del Himalaya le secara el cuerpo mientras él subía y cruzaba la línea de los árboles. Los demonios no viven propiamente en las cimas de las montañas, pero Asita había aprendido a usar unos poderes especiales que le permitían penetrar en el mundo sutil. Para utilizarlos, debía alejarse tanto como le fuera posible de los seres humanos. La atmósfera era densa cerca de las áreas pobladas. A los ojos de Asita, los pueblos tranquilos eran un caldero hirviente de emociones; todas las personas —a excepción de los niños pequeños— estaban inmersas en una niebla de confusión, un manto espeso de miedos, deseos, recuerdos, fantasías y ansias: una niebla tan densa que la mente a duras penas lograba perforarla.
Sin embargo, en las montañas, Asita encontraba un lecho de silencio. Sentado, envuelto por la levedad, podía enfocar su mente hacia cualquier objeto o lugar, con la exactitud de una flecha. Era su mente la que en realidad viajaba al loka de los demonios, pero Asita podía viajar con ella gracias a la precisión de su clarividencia.
Y entonces ocurrió que Mara, el rey de los demonios, se encontró con la vista fija en un intruso que no le era nada grato. Miró con rabia al anciano desnudo que estaba sentado en posición de loto frente al trono real. Hacía mucho tiempo que no pasaba algo como eso.
—Vete —gruñó Mara—. El hecho de que hayas conseguido llegar no significa que no puedas ser destruido.
El anciano no se movió. Su concentración yóguica debió de ser muy intensa, porque el cuerpo marrón y enjuto, duro como los tendones que se advertían bajo la piel, adoptó un contorno cada vez más nítido. A decir verdad, Mara no tenía preocupación alguna, sólo sentía la repugnancia súbita que provoca una cucaracha que sale de una alacena. «¡Vuelve a tu plano!», hubiera querido gritar, antes de ordenar a algún demonio menor que atormentara al intruso. Pero deshacerse de estos ermitaños no era tan sencillo, por lo que Mara decidió esperar.
Unos instantes después, el anciano abrió los ojos.
—¿No me das la bienvenida? —La voz era suave, pero Mara advirtió la ironía que había en ella.
—¡No! Nada hay aquí para ti. —Todos los muertos pasaban por las manos de Mara, y a él le disgustaba encontrarse con mortales en circunstancias que no fueran las de un tormento presente o una tortura próxima.
—No vine por mí. Vine por ti —dijo el anciano. Se puso de pie y miró alrededor. El loka de los demonios es un mundo tan variado como el mundo material, y tiene regiones de mayor y menor dolor. Como el tormento no era una amenaza para Asita, no vio más que una niebla densa y tóxica que lo envolvía—. Te traigo noticias.
—Lo dudo. —Mara se movía inquieto sobre su asiento. Como suele verse en muchas de las representaciones que hay en los templos, el trono estaba hecho de calaveras. El cuerpo de Mara era rojo, estaba envuelto en llamas, y en lugar de una sola cara horrible tenía cuatro, que giraban como una veleta y mostraban el miedo, la tentación, la enfermedad y la muerte.
—Alguien vendrá a verte. Pronto, muy pronto —dijo Asita.
—Millones me han visto —contestó Mara, encogiéndose de hombros—. ¿Quién eres tú?
—Soy Asita. —El viejo ermitaño se irguió y miró a Mara directamente, cara a cara—. Buda está por llegar. —Ante esas palabras, un ligero temblor, no más que eso, recorrió el cuerpo de Mara. Asita lo advirtió—. Sabía que la noticia te intrigaría.
—Dudo que sepas algo. —Mara no estaba siendo arrogante, sino cauteloso. Para él, Asita era un ser vacío. No había nada en el anciano a lo que pudiese aferrarse, ningún resquicio para sembrar la tentación o el miedo—. ¿Quién te eligió como mensajero? Estás delirando.
Asita ignoró esas palabras y repitió la frase que había hecho temblar a Mara:
—Buda está a punto de llegar. Espero que estés preparado.
—¡Silencio! —Hasta ese momento, Mara había prestado tanta atención a Asita como a una pequeña hambruna estacional o a una plaga insignificante. Pero ahora bajaba del trono de un salto y se encogía hasta adoptar un tamaño humano, conservando sólo una de sus cuatro caras demoniacas, la de la muerte—. ¿Y qué, si viene? Abandonará el mundo, igual que tú. Nada más.
—Si crees eso, has olvidado lo que Buda es en verdad —dijo Asita con tranquilidad.
—No sabrá quién es.
—¿De veras? No es muy sabio por tu parte pensar eso.
—¡Mira! —Mara abrió la boca, mostrando una negrura sólida detrás de los colmillos. La oscuridad se expandió, y Asita pudo ver la masa de sufrimiento que personificaba aquel demonio. Vio una red de almas atrapadas en el caos, una maraña de guerras y enfermedades y todas las variedades del dolor que podían idear los seres malignos.
Cuando Mara calculó que el espectáculo había surtido efecto, cerró la boca lentamente y dejó que la oscuridad volviese a su interior.
—¿Buda? —preguntó con sorna—. Les haré creer que es un demonio. —La idea le hizo sonreír.
—Entonces déjame hablar como amigo, y te diré cuál es tu mayor debilidad —respondió Asita. Se sentó en posición de loto, doblando una pierna sobre la otra y haciendo el mudra, signo de la paz, con el pulgar y el índice—. Por ser el monarca del miedo, te has olvidado de cómo asustarte.
Mara rugió y se hinchó hasta alcanzar un tamaño monstruoso, mientras el ermitaño se desvanecía. Podía sentir la posibilidad de Buda como la luz más tenue que precede al alba. Mara estaba ciego. Seguía creyendo que los humanos volverían a ignorar, una vez más, a un alma pura. Se equivocaba. El niño no pasaría inadvertido, porque así lo había querido el destino.