Capítulo 3
Las cortinas de seda de los aposentos de Maya se abrieron y Kumbira salió corriendo. Sólo podía sentirse agradecida porque nadie más lo supiera aún. Las chinelas se movían rápida y silenciosamente por el corredor. Ya había caído la noche. Despuntaba el séptimo día después de la luna llena que había bañado el nacimiento del pequeño príncipe, proyectando barras de luz mortecina sobre los bruñidos pisos de teca del palacio. Kumbira no prestó atención al juego de luces.
Después de la cena, Suddhodana se había retirado a la guardería para estar a solas con su hijo. Cuando Kumbira entró a la carrera, sin habla y sin aliento, tenía una expresión que el rey había visto una sola vez en su vida, el día en que su padre, el antiguo rey...
—¡No! —El grito salió de sus labios sin que él pudiese evitarlo. El horror ahuyentó la dicha y le apretó el pecho como una tenaza de acero.
Desbordante de pena, Kumbira se cubrió la cabeza con el sari para ocultar la cara. Los ojos cansados derramaban lágrimas.
—¿Qué le habéis hecho? —preguntó Suddhodana. Salió corriendo e hizo a un lado a Kumbira, empujándola y tirándola al suelo de golpe. Al llegar a la cama con dosel, arrancó las cortinas cerradas para ver a su esposa. Maya parecía dormida, pero la quietud que se había apoderado de ella era absoluta. Suddhodana cayó de rodillas y tomó las manos de la reina. La frialdad parecía pasajera, la misma que él solía remediar con caricias cada vez que Maya tenía frío. Involuntariamente, empezó a frotarlas.
Kumbira dejó que pasara una hora antes de entrar con sigilo en la habitación, seguida por una comitiva de damas de la corte. Estaban allí para dar consuelo, pero también para dignificar el momento. La pena, como todo lo que rodea a un rey, implicaba un ritual. Cuando Suddhodana aceptó retirarse, los miembros del séquito ya estaban listos con ungüentos, mortajas y caléndulas ceremoniales para adornar el cuerpo. Las plañideras estaban preparadas y, por supuesto, había una docena de brahmanes, encargados de las oraciones y los incensarios.
—Alteza. —Con una palabra, Kumbira orientó la atención del rey a todo lo que ocurría. Suddhodana alzó la vista, sin expresión alguna. Kumbira esperó un momento antes de hablar de nuevo. El rey se estremeció cuando colocó el brazo de Maya cruzado sobre el pecho. No era sólo porque su esposa durmiese a menudo en esa posición, con un brazo cruzado sobre su propio cuerpo y el otro sobre el de él, sino que también le impresionaba que una leve rigidez empezara a apoderarse de las extremidades de Maya. El tacto es el sentido que más cultivan los amantes, y él supo entonces que jamás volvería a tocarla. Asintió con un movimiento seco y el llanto empezó a oírse por los pasillos.
La pena es para los demonios lo que la música para los mortales. Sin que nadie lo viera ni oyera, Mara recorría el palacio. La formalidad de la muerte es estricta. Yama, el señor de la muerte, está al tanto de todas las expiraciones y es quien autoriza al jiva, el alma individual, a que pase al otro mundo. Los señores del karma esperan para asignar la próxima vida, sentados, sopesando buenas y malas acciones. La justicia cósmica es impuesta por los devas, los seres celestiales que prodigan recompensas al alma por las buenas acciones, y los asuras, o demonios, que la castigan por las malas, aunque no a discreción: la ley del karma es precisa y asigna sólo el castigo merecido. Nada más.
Eso hacía que la presencia de Mara fuese innecesaria: Maya ya estaba en manos de los tres devas que la habían visitado en el sueño y que volvieron a encontrarse con ella en los últimos estertores. La muerte en un mundo era un nacimiento en otro. Sin embargo, Maya se había aferrado a su cuerpo tanto como le fue posible. Deseaba que la última chispa de su energía vital fluyera por su mano y llegara a Suddhodana, que la sostenía, de rodillas junto a la cama.
De cualquier modo, a Mara no le interesaba nada de esto. Pasó junto a los aposentos de la reina y siguió su camino hacia la guardería, donde ahora no había nodrizas, guardias ni sacerdotes. El bebé estaba completamente desprotegido. Mara se acercó hasta la cuna y miró al niño inocente. El joven príncipe estaba boca arriba, con la garganta indefensa ante el ataque de cualquier depredador que pasara por allí.
Pero ni siquiera el rey de los demonios podía provocar un daño físico directo. La gran habilidad de los demonios es la capacidad de acentuar el sufrimiento de la mente, y eso es lo que Mara se disponía a hacer con el niño, ya que nadie nace sin las semillas del dolor en la mente. Asomándose a la cuna, Mara dejó que su cara adoptara una sucesión de facciones terroríficas. «No volverás a ver a tu madre», pensó Mara. «Se ha ido, y la están lastimando». Siddhartha no desviaba la mirada, aunque Mara estaba seguro de que lo había oído. De hecho, no tenía dudas de que Siddhartha lo había reconocido.
—Bien —dijo el demonio—, has llegado. —Se acercó para susurrar al oído del bebé—. Dime qué quieres. Te escucho. —La clave era siempre ésa: jugar con los deseos del oponente—. ¿Puedes oírme?
El bebé pateó.
—Son muchas las almas que te necesitan —dijo Mara con melancolía, apoyando los brazos sobre la cuna—. ¿Sabes qué es lo irónico del asunto? —Hizo una pausa para acercarse—. Me gusta que hayas venido, pues cuando te derrote ¡todos vendrán conmigo! Te estoy contando el secreto para que no digas que fui injusto. Conviértete en santo. Lo único que lograrás es transformarte en un instrumento de destrucción terrible. ¿No te parece maravilloso?
Como si respondieran a la pregunta, los lamentos por la reina muerta crecieron en intensidad. El bebé desvió la mirada y se durmió al instante.
El humo funerario, aceitoso y denso, se enroscaba en el aire y manchaba el cielo mientras el cuerpo de Maya ardía en la enorme pira de troncos de sándalo que habían talado en el bosque. El ghatraj, señor de los campos fúnebres, era un hombre enorme y sudoroso. Se le enrojecía la cara cuando gritaba y exigía más leña, llamas más altas, más ghi derretido para verter sobre el cadáver. Ghi hecho con leche de vacas sagradas. Los sacerdotes caminaban despacio alrededor de la pira, cantando, y las plañideras arrojaban miles de caléndulas al fuego. Detrás, un grupo de dolientes contratados se fustigaba en su penar y caminaba en círculo en torno al cuerpo, una y otra vez.
A Suddhodana se le revolvía el estómago ante semejante espectáculo. Había desafiado a los brahmanes y decidió no llevar a Maya a los escalones junto al río. Por el contrario, ordenó que la pira funeraria se erigiera en los jardines reales. Maya recordó alguna vez haber jugado allí de niña, cuando llevaban a las muchachas nobles de la región a la corte, con la esperanza de que alguna agradara al joven Suddhodana. Era lógico que la última morada de la reina fuese un lugar que ella había amado. En secreto, Suddhodana sabía que este gesto era tan hijo del amor como de la culpa: sólo él tenía un futuro por delante.
Canki, el más importante de los brahmanes, concluyó las exequias levantando un hacha. Había llegado el momento más sagrado, en el que rezaría por la liberación del alma de Maya mientras Suddhodana destruía lo que quedaba del cráneo de su esposa para soltar al espíritu allí encerrado. El rey se acercó a la pira con expresión adusta. Miró el collar que llevaba en la mano, elaborado con oro y rubíes. Se lo había regalado a Maya en su noche de bodas y ahora lo depositaba con delicadeza junto al cráneo.
Cuando Suddhodana se echó atrás sin levantar el hacha, Canki lo agarró del brazo sin vacilar. Por el momento, él era quien mandaba.
—Debéis hacerlo.
Suddhodana no sentía un gran aprecio por la casta sacerdotal y sabía que había roto una tradición sagrada, cuando su obligación era respetarla y hacer que se cumpliera. Pero en ese momento el contacto del sacerdote le dio asco. Volvió la espalda y caminó con paso firme hacia el palacio.
Una mujer le cerró el paso.
—Debéis mirarlo, majestad. Por favor.
En el lapso que tardó en oír las palabras, Suddhodana comprendió que la nodriza Kakoli no lo dejaba avanzar. Tenía a Siddhartha en brazos y, con movimientos inseguros, lo alzaba en dirección al rey. Los ojos le brillaban por las lágrimas.
—Es precioso. Es una bendición.
Desde la muerte de su esposa, el rey no había querido saber nada de su hijo. No podía evitar pensar que si el niño no hubiese nacido, su mujer seguiría viva.
—¿Que yo debo mirarlo? ¿Por qué no mira él?
Suddhodana lanzó una mirada furiosa a la nodriza y le quitó al infante de los brazos. El bebé empezó a llorar cuando su padre lo alzó por encima de las cabezas de los dolientes, para que pudiese ver bien el cuerpo incendiado.
—¡Señor! —Kakoli trató de recuperar al niño, pero Suddhodana se lo impidió. Todos se volvieron para ver lo que ocurría. El rey los desafió con la mirada.
—¡Su madre está muerta! —gritó—. No me queda nada. —Se dio la vuelta para enfrentarse a Kakoli—. ¿Es eso parte de la bendición?
La vieja nodriza se tapó la boca con una mano temblorosa. Su debilidad sólo conseguía enfurecer más a Suddhodana. El rey avanzó hacia ella y disfrutó cuando vio que la anciana se encogía ante la amenaza.
—Deja de gimotear. Que Siddhartha vea la inmundicia que es el mundo en realidad.
Le entregó el niño y se marchó hacia el palacio a grandes zancadas. Entró en la gran sala, buscando un oponente más aguerrido que una mujer o un sacerdote. Necesitaba una batalla con urgencia, algo a lo que pudiera arrojarse con desenfreno.
Se detuvo en seco ante lo que vio. Había una vieja fregona arrodillada, raspando cenizas del hogar con las manos nudosas. Una cortina de pelo gris y desordenado le cubría los ojos legañosos. Cuando la mujer lo vio, sonrió, abriendo las fauces desdentadas. Suddhodana tembló. Allí estaba su propio demonio personal. Se quedó paralizado, preguntándose con pesar qué daño habría de hacerle.
La vieja sacudió la cabeza, como si comprendiera. Con parsimonia, tomó un puñado de cenizas de las brasas frías y lo sostuvo sobre su cabeza, dejando que cayeran poco a poco en su pelo. Se burlaba de los dolientes que estaban afuera y del rey al mismo tiempo.
—Tu pobre esposa, tan bonita. Ahora está con nosotros. Y la amamos tanto como la amaste tú.
La fregona se frotó la ceniza por la cara, tanto que sólo la boca arrugada y los ojos penetrantes quedaron libres de manchones y franjas negras. Lo tenía atrapado. Si él perdía el control y liberaba toda la pena y el horror que había reprimido, se abriría una brecha que podrían utilizar los demonios. Cada vez que pensara en Maya, su mente se vería invadida por imágenes monstruosas. Pero si resistía la tentación y guardaba su pena en una prisión de acero, jamás la liberaría, y los demonios flotarían a su alrededor, esperando el día en que el dolor lo destruyese desde dentro.
La vieja sabía todo esto y esperaba la reacción del rey. Los ojos de Suddhodana perdieron todo rastro de ansiedad y se volvieron duros como el pedernal. Invocó en su mente el rostro de Maya, tomó un hacha y destruyó el recuerdo, de una vez y para siempre. El aire que lo rodeaba estaba viciado con el humo funerario que llegaba desde los jardines. Había elegido el camino del guerrero.
En el salón de recepciones brillaban cien lámparas de aceite con una luz débil, sostenidas en alto por los cortesanos, que se estiraban para ver mejor. Al principio, el espectáculo había sido bastante tranquilo; pero cuando empezaron los sacrificios de animales, los berridos de los cabritos y el brillo de los cuchillos cambiaron la atmósfera. Ya inquietos, los cortesanos empezaron a caminar y a dar vueltas, elevando un clamor sobre los cantos ceremoniales de los brahmanes.
Suddhodana estaba de pie en medio del tumulto, cada vez más impaciente. Era la ceremonia oficial en la que recibiría nombre su nuevo hijo, y los astrólogos de la corte, los jyotishis, leerían en voz alta la carta astral del bebé. El destino de Siddhartha sería desvelado, y su vida, a partir de ese momento, condicionada para siempre. Sin embargo, los astrólogos no revelaban demasiado. En lugar de ello, los cuatro ancianos se inclinaban sobre la cuna, rascándose la barba y balbuceando ambigüedades y lugares comunes. «La posición de Venus es beneficiosa. La décima casa parece prometedora, pero la luna llena está alineada con Saturno; necesitará tiempo para desarrollar su mente».
—¿Cuántos de vosotros seguís vivos? —gruñó Suddhodana—. ¿Cuatro? Habría jurado que erais cinco.
Era inútil, no obstante, lanzar amenazas implícitas. Los astrólogos eran criaturas extrañas, pero respetadas; y el rey sabía que era peligroso desafiarlos. Pertenecían a la casta de los brahmanes y, si bien trabajaban para el rey, él no era más que un miembro de la casta de los chatrias: a los ojos de Dios, los sacerdotes eran superiores. Después del funeral de Maya, Suddhodana había pasado varios días solo, encerrado bajo llave en sus aposentos. Sin embargo, había un reino que cuidar y una línea de sucesión que mantener frente al mundo y los enemigos que acechaban. Cualquier cosa oscura que dijesen los astrólogos sería un estigma de debilidad para todo el linaje de Suddhodana.
—¿Está a salvo o morirá? Decídmelo ahora —exigió Suddhodana.
El jyotishi más anciano negó con la cabeza.
—La muerte era el karma de la madre, pero el hijo está a salvo. —Las palabras eran poderosas. Todos los presentes las oyeron y las aceptaron. Servirían para disuadir a los posibles asesinos, en caso de que alguien hubiera sido contratado para matar al príncipe furtivamente: las estrellas predecían que cualquier intento de ese tipo fracasaría.
—Continúa —volvió a exigir el rey. La expectación acalló el clamor circundante.
—Esta carta pertenece a alguien que algún día será un gran rey —declamó el mayor de los jyotishis, asegurándose de que las palabras llegaran a tantas personas como fuese posible.
—¿Por qué no empezasteis por ahí? Continuad. Quiero oírlo todo. —Suddhodana ladraba, impaciente, pero en su interior sentía un inmenso alivio.
Los astrólogos se miraban entre sí, nerviosos.
—Hay... complicaciones.
—¿Qué quiere decir eso, exactamente? ¡Hablad! —La mirada de Suddhodana destilaba odio, desafiándolos a que se atrevieran a retirar siquiera una palabra del vaticinio. El jyotishi más anciano carraspeó. Canki, el brahmán principal, se acercó, movido por la sospecha de que tendría que intervenir.
—¿Confiáis en nosotros, alteza? —preguntó el jyotishi más anciano.
—Por supuesto. Sólo he ejecutado a un astrólogo, tal vez a dos. ¿Qué tenéis que contarme?
—La carta vaticina que vuestro hijo no reinará en el reino de los sakya. —Se hizo una pausa dramática, mientras el rey maldecía entre dientes—. Dominará los cuatro rincones de la tierra.
La afirmación causó gran asombro entre la multitud. Algunos cortesanos quedaron boquiabiertos, otros aplaudieron, pero casi todos estaban anonadados. Las palabras del jyotishi habían tenido el efecto deseado. Suddhodana, sin embargo, no se dejó intimidar.
—¿Cuánto os pago por vuestra labor? Debe de ser demasiado. ¿Realmente esperáis que crea semejante cosa? —preguntó, afectando un tono burlón. Quería poner a prueba la firmeza del anciano.
Sin embargo, antes de que el jyotishi encontrara una respuesta, la multitud se estremeció. Las lámparas de aceite, que hasta entonces se habían mecido en el aire como estrellas errantes, se detuvieron repentinamente. Los cortesanos se apartaban y hacían reverencias, dejando paso a alguien que acababa de entrar en la sala, una eminencia.
«Asita, Asita».
No hizo falta que Suddhodana oyera el nombre que iba de boca en boca. Reconoció a Asita en cuanto lo vio; se habían conocido mucho tiempo antes. Cuando Suddhodana tenía siete años, los guardias lo habían despertado en mitad de la noche. Había un poni listo junto a su padre, que montaba un corcel negro. El viejo rey no dijo nada y se limitó a hacer gestos para que avanzara la caravana. Suddhodana estaba nervioso, como cada vez que se encontraba junto a su padre. Cabalgaban entre un grupo de guardias hacia las montañas. Cuando el pequeño pensó que estaba a punto de dormirse sobre la montura, el viejo rey se detuvo. Pidió que pusieran al niño en sus brazos y subió con él por el pedregal de una ladera, hacia una cueva que había sobre sus cabezas. La entrada estaba oculta con malezas y rocas caídas, pero su padre parecía conocer el camino.
De pie bajo la luz del alba, el rey gritó:
—¡Asita!
Tras una pausa, salió un ermitaño desnudo, con una actitud que no delataba ni obediencia ni rebeldía.
—Has bendecido a mi familia durante generaciones. Ahora bendice a mi hijo —dijo el rey. El niño miró con atención al hombre desnudo. A juzgar por la barba, que todavía no era del todo gris, no podía tener más de cincuenta años. ¿Cómo era posible que hubiese bendecido a la familia durante generaciones? Luego, el viejo rey depositó a su hijo en el suelo; Suddhodana corrió y se arrodilló frente al eremita.
Asita se inclinó.
—¿Realmente quieres que te bendiga? —El niño estaba confundido—. Sé sincero.
Suddhodana había recibido muchas bendiciones en su corta vida; convocaban a los brahmanes incluso cuando el heredero tenía un pequeño resfriado.
—Sí, quiero que me bendigas —respondió automáticamente.
Asita le clavó la mirada.
—No, tú quieres matar. Y conquistar. —El niño trató de contestar, pero Asita lo interrumpió—. Sólo te digo lo que veo. No necesitas una bendición para destruir. —Mientras decía esas palabras, el ermitaño sostuvo su mano sobre la cabeza del niño, como haciendo lo que le habían solicitado. Asintió en dirección del viejo rey, que estaba a cierta distancia y no podía oírlo.
—Te doy por tanto la bendición de la muerte —le dijo Asita al muchacho—. Es la que te mereces, y te servirá en el futuro. Ahora ve con tu padre.
Sorprendido, pero sin sentirse insultado, el chico se puso de pie y volvió corriendo junto a su padre, que parecía satisfecho. Pero con el paso del tiempo, Suddhodana se dio cuenta de que su padre era un rey débil, un vasallo de los soberanos del lugar, que dominaban con mayor energía y decisión y ejércitos más poderosos. Acabó avergonzándose de ello y, aunque nunca supo qué había querido decir Asita cuando le dio la bendición de la muerte, no le molestó advertir que su propio carácter había resultado ser feroz y ambicioso.
—Tu presencia nos honra. —Suddhodana se arrodilló mientras Asita se acercaba. Aunque el ermitaño parecía más viejo, no se le notaban las tres décadas que habían pasado desde su último encuentro. Asita ignoró al rey y caminó directamente hacia la cuna. Miró en el interior; luego se volvió para dirigirse a los jyotishis.
—La carta. —Asita esperó a que le entregaran el pergamino de piel de oveja. Lo estudió unos instantes.
—Un gran rey. Un gran rey —dijo Asita, repitiendo las palabras con voz monótona y carente de emoción—. Jamás será un gran rey.
Silencio tenso. Los cortesanos sabían lo que podía suscitar la ira de Suddhodana. Pero el rey no estaba furioso. Asita ya había acertado en sus predicciones antes.
—Entonces... ¿mi trono está perdido? ¿Soy el último?
Asita respondió:
—¿Y por qué habría de importarme un trono? —Tal vez Asita ignoraba al rey, pero no podía despegar los ojos del bebé.
—No hay duda de que se ve un gran líder en esta carta —insistió el más anciano de los jyotishis.
—¿Lo ves tú? —preguntó Suddhodana.
Pero el ermitaño actuaba de manera extraña. Sin responder, se arrodilló frente al bebé con la cabeza inclinada en una reverencia. Siddhartha, que hasta entonces había estado tranquilo, se interesó por el nuevo visitante; movió los pies, y uno de ellos rozó la cabeza de Asita. De pronto brotaban lágrimas de los ojos del ermitaño. Suddhodana se inclinó para ayudarlo a ponerse de pie. El venerado asceta no rechazó la atención, a pesar de que en circunstancias normales habría sido una grave ofensa para un hombre santo.
—¿Qué preguntaste? —dijo. En ese momento parecía un hombre viejo y marchito.
—Mi hijo... ¿Por qué no gobernará? Si su destino es la muerte temprana, dímelo.
Asita miró al rey como si acabara de advertir su presencia.
—Sí, morirá... para ti.
El revuelo y la agitación se habían apoderado de la corte, pero Suddhodana, que debería haber preguntado esas cosas en privado, estaba demasiado excitado para temer que lo oyeran.
—Explícate —dijo.
—Es imposible hacer una predicción certera: es Siddhartha, el que puede satisfacer cualquier deseo. Pero eso no es suficiente. El deseo puede traer la ruina, en especial en el caso de este niño, porque está dividido en su interior. —Asita hizo una pausa cuando advirtió la confusión y la desazón en la cara del rey—. Tiene dos destinos. Tus jyotishis no vieron más que uno, sin advertir el otro.
Aunque Asita hablaba con el rey, no apartó en ningún momento la vista de la cuna.
—Tú quieres que sea rey, pero quizás cuando crezca elija el otro rumbo. Su segundo destino.
La expresión de Suddhodana delataba una confusión absoluta.
—¿Cuál es su segundo destino?
—Dominar su propia alma.
En la cara del rey se esbozó una sonrisa de alivio.
—¿Crees que es tan fácil? —preguntó Asita.
—Creo que sólo un tonto cambiaría el mundo por un destino como ése, y me encargaré personalmente de que mi hijo no sea un tonto.
—Una vez que haya muerto para ti, no estarás seguro de nada ni podrás encargarte de nada. —La sonrisa del rey se desvaneció—. Cometes un error. Dominar el mundo es un juego de niños. Dominar de verdad tu alma es como dominar la creación. Es algo que está incluso por encima de los dioses.
El viejo ermitaño no había terminado.
—Tú también estás en esta carta. Dice que sufrirás por tu hijo como ningún padre ha sufrido jamás, o te inclinarás ante él con reverencia.
Suddhodana soltó un rugido de furia e incredulidad.
—Estás equivocado, viejo monje. Él será lo que yo quiera. —La cara del rey estaba lívida de ira—. ¡Fuera de aquí ahora mismo! ¡Todos vosotros! ¡Marchaos!
La situación había sido demasiado dramática, incluso para los cortesanos, siempre ávidos de sucesos que alimentaran el cotilleo. La mitad de las lámparas de aceite ya se había extinguido. Bajo la luz mortecina, las siluetas eran como sombras incorpóreas que se apartaban de la vista del rey haciendo reverencias. Los jyotishis ocupaban la parte delantera de la comitiva, deshaciéndose en disculpas y bendiciones nerviosas. Canki quería ser el último en retirarse, pero le pareció más prudente esfumarse en cuanto el rey le lanzó una mirada incandescente. Apenas unos instantes después, Asita era el único que quedaba.
Sin el público, Suddhodana podía hablar sin tapujos.
—¿Es cierto todo lo que dijiste? ¿No hay nada que yo pueda hacer?
—No importa lo que te diga, lo harás de todos modos. —Al no recibir respuesta, Asita se dispuso a retirarse, pero el rey lo retuvo una vez más.
—Sólo dime una cosa más. ¿Por qué lloraste cuando viste a mi hijo? —preguntó Suddhodana.
—Porque no viviré lo suficiente para escuchar las verdades de Buda —contestó Asita.