Capítulo 8

El día después del banquete todos concentraron su atención en los entretenimientos que había preparado el rey y en el papel que desempeñaría su hijo, ya elevado a los ojos del mundo. Sin embargo, nadie vio al príncipe. Esa mañana, Canki fue convocado a los aposentos de Suddhodana, donde encontró al padre y al hijo reunidos. La atmósfera de la habitación era tensa. Siddhartha miraba hacia otro lado, perdido en su propio mundo. Era evidente que su padre había estado hostigándolo, cada vez con menos éxito.

—Dile algo —ordenó Suddhodana al viejo cuando Canki entró en la habitación—. Haz que entienda. Tiene que comprender cuán serio es todo esto.

—El príncipe conoce sus deberes a la perfección, alteza... —empezó a decir Canki.

Poniéndose en pie de un salto, Suddhodana estalló.

—¡Basta! No necesito un político. El muchacho no entiende nada.

—¿Cuál es el problema, exactamente? —Canki recurrió a su tono más conciliador.

Suddhodana, que odiaba que lo manipularan, lo miró con odio.

—He organizado unos simulacros de batalla para mañana. El ejército ya está listo. Quiero que él —dijo, señalando a su hijo— pelee como se supone que debe pelear.

Canki se volvió para dirigirse a Siddhartha.

—¿Y vos os negáis? Estoy sorprendido.

Siddhartha bajó la mirada y se mantuvo en silencio. Canki ya tenía noticias del simulacro y del celo con que lo había organizado Suddhodana. El rey no quería conformarse con inspirar respeto reverencial en sus invitados: quería que fuesen testigos presenciales de lo que le ocurriría a cualquiera que albergara planes secretos de derrotar al hijo tras la muerte del padre.

Era como volver a los viejos tiempos. El ejército había sido sacado de su largo y perezoso letargo. «Decidles que pelearán de verdad», había ordenado Suddhodana. «Tres piezas de oro para los guerreros más sangrientos al final del día. Nada impresiona tanto como la sangre». Entonces, en lugar de embotar sus espadas y cubrirse de paja para protegerse, los soldados se prepararon para provocar y recibir heridas de verdad. La única regla era que ningún golpe podía ser intencionadamente mortal. «Si golpeáis a vuestro enemigo y no se levanta, dadlo por muerto, sólo por hoy», ordenaron los generales.

Desde el panorámico observatorio que era el templo de Shiva, sobre la colina, Canki había estudiado la planicie que se extendía frente al palacio, ocupada día tras día por ejercicios militares. Los soldados se tomaban las órdenes a pecho. Estaban sedientos de violencia. Todos los días, en las prácticas, había soldados que salían heridos, casi muertos, y el entusiasmo por pelear era cada vez mayor. Suddhodana cabalgaba entre sus tropas, demostrando su aprobación a medida que los simulacros se hacían más y más violentos. Detrás de él cabalgaba Siddhartha, con expresión pensativa, pero sin poner objeciones. Sin embargo, no hace falta decir que cuando llegó el momento de que él dirigiese el combate, rehusó.

Canki no quería quedar mal con ninguno, pero no se atrevía a desobedecer al rey.

—¿Tenéis miedo de pelear? —le preguntó a Siddhartha. El príncipe negó con la cabeza, pero no dijo nada para defenderse.

—Lo he visto con Channa. Se esfuerzan. Hasta se hacen sangre, un poco. No, es otra cosa, algo que no quiere decirme —gruñó Suddhodana.

Canki tocó la barbilla de Siddhartha y lo obligó a que lo mirase.

—El silencio puede ser una forma de traición —dijo, con seriedad. Sorprendido, Siddhartha rompió el silencio.

—Ser el príncipe no es lo mismo que ser el rey.

Si Siddhartha pretendía que con eso lo comprendieran, lo único que logró fue que el rey estallara una vez más.

—¿Qué se supone que eres ahora? ¿Un oráculo? ¡Habla claro cuando te diriges a mí! ¡Te lo exijo!

Ignorando la presencia del sacerdote, Siddhartha se echó de bruces al suelo y se agarró a los pies de su padre. Suddhodana desvió la mirada, avergonzado por ese gesto de humildad, que para él era un signo de debilidad.

—¡Por Dios, levántate!

—No lo haré, a menos que pueda hablar libremente.

Los ojos de Suddhodana recorrían toda la habitación, confundidos.

—Lo que tú quieras, pero levántate.

Siddhartha no se levantó. Con la cara contra el suelo, dijo:

—Nunca he sido lo que tú quieres que sea, y cuanto más exiges, menos soy.

—Si no eres lo que yo quiero, ¿qué eres? —preguntó el rey, más sorprendido que furioso.

—No lo sé.

—¡Es ridículo! Yo sé quién eres. Él sabe quién eres —Suddhodana miró a Canki, buscando apoyo. El sacerdote no supo cómo reaccionar. Canki estaba al servicio de un rey guerrero, pero en su interior despreciaba la violencia y sentía desdén por quienes la usaban para conseguir todo lo que querían. Los reyes no eran mejores que los asesinos. La única diferencia es que tenían el monopolio legal sobre la muerte. Los métodos del brahmán eran la astucia, la paciencia y la persuasión. Para él, ésos eran los signos de auténtica superioridad.

Tras un momento, se arrodilló junto a Siddhartha y le puso una mano en el hombro.

—Haced lo que os piden. Si lo hacéis poco a poco, todo será más fácil. Esto no es más que un espejismo, una farsa de guerra. ¿Cómo podéis saber acerca de vos, conocer vuestra propia naturaleza, antes de haber tratado de poneros a prueba?

Por muy habilidoso que se creyera, Canki no logró convencer al príncipe, que lo ignoró y mantuvo los ojos fijos en su padre.

—Quiero irme —le dijo.

Un escalofrío, heraldo gélido del fracaso, recorrió el cuerpo de Suddhodana.

—No, eso no es posible —respondió, con voz ahora monótona y carente de emoción—. Pídeme cualquier cosa menos eso.

La repentina debilidad de la voz de su padre estremeció a Siddhartha, que se puso de pie con lentitud.

—¿Qué he dicho para que estés tan perturbado? Si me amas, déjame ver qué hay al otro lado de estas paredes.

—No sabes nada del amor —espetó Suddhodana. Miró a su hijo a los ojos. Pero no había respuesta para lo que vio en ellos. De improviso, se dio la vuelta y salió de la habitación, deteniéndose junto a la puerta un momento para hacerle un gesto al sumo brahmán.

—Basta de palabras. Dejadlo en paz.

Canki estaba sentado en su estudio, con un plato de arroz con sésamo intacto a su lado. Ocupaban su mente los problemas que vendrían cuando el mundo descubriese la brecha abierta entre el rey y el príncipe, cosa que sin duda ocurriría. Los pensamientos del brahmán se vieron interrumpidos por un golpe suave en la puerta. El sacerdote tuvo que ocultar su sorpresa cuando la abrió y entró Siddhartha, solo y sin haberse anunciado.

—Háblame de los dioses —dijo.

Canki sonrió sin demostrar inquietud. Echó a un lado el plato de arroz con sésamo, preguntándose si no debía preocuparse por la visita. Ponerse del lado del príncipe o incluso aparentar estar de su lado podría considerarse una traición en muy poco tiempo.

—Yo me encargo de los dioses —dijo Canki—. Vos no debéis preocuparos por ellos.

—Pero ¿qué quieren los dioses? —preguntó Siddhartha—. ¿Por qué habrían de maldecir a alguien? ¿Puede una persona pecar sin darse cuenta?

Canki carraspeó para ocultar su confusión momentánea. No sabía que Siddhartha lo considerara un confidente, y nunca lo había visto en ese estado de ansiedad. El joven era comedido, como deben ser los príncipes. El sacerdote decidió no preguntar el porqué de ese repentino interés por las maldiciones.

—¿Deseáis saber cómo ganar el favor de los dioses? —preguntó—. Deberíais hacerlo. Es admirable.

Por primera vez, Siddhartha se puso a los pies del sacerdote, adoptando la típica pose del discípulo que busca la sabiduría de su maestro.

—Los dioses consienten grandes sufrimientos, guerras, hambrunas, crímenes e inmoralidad, porque la gente ha olvidado cómo complacerlos —dijo Canki—. Como nadie puede ser completamente bueno, hay muchos pecados en el mundo. Los rituales y los sacrificios honran a los dioses y borran esos pecados.

—Pero todos honran a los dioses, y no todos son felices —respondió Siddhartha—. ¿Por qué nos visita la desgracia?

Canki sacudió las manos, señalando los montones de escritos en hojas de palma secas y pergaminos, los cientos de rollos que ocupaban los estantes del estudio estrecho y viciado.

—Todo pecado es un karma, y cada karma tiene su remedio. Se necesitan años para aprender lo suficiente. Estudiad y tratad de comprender cada detalle. El mundo invisible es complejo, y los dioses son caprichosos. Incluso así, estudiando en profundidad, es posible que os equivoquéis.

—¿Te has equivocado alguna vez?

Canki estaba desconcertado.

—Los brahmanes no nos equivocamos. No hay palabra de las escrituras que no haya recibido cada brahmán.

—¿Y nadie más? ¿Los dioses no hablan si no encuentran un sacerdote?

Canki tenía una respuesta preparada. Su trabajo era saber la respuesta a todas las preguntas, pero vaciló mientras su mente buscaba una solución al problema que se dibujaba ante él. A pesar de todos los esfuerzos del rey, el muchacho estaba tomando el otro camino. No habían podido desviar la parte más profunda de su carácter. Sin embargo, Canki no estaba alarmado. Ahora tenía una oportunidad de influir en Siddhartha, quizá la última. Miró al muchacho sentado a sus pies y decidió que la opción más astuta, por una vez, era decir la verdad.

—Sois de los pocos que pueden comprender. Siempre lo presentí, desde que erais un niño —dijo. Se acercó y le puso la mano en el hombro. No sentía ningún aprecio real por su alumno, pero la experiencia dictaba que el contacto físico era un vínculo más fuerte que las palabras—. Quiero contarte algo acerca de la Edad de Oro. —Ignoró la expresión de desconcierto de Siddhartha, apretando con los dedos la carne del joven—. Sólo escucha. Hubo una época, hace mucho, mucho tiempo, en la que el mundo era perfecto. Las escrituras nos dicen que nadie pasaba penurias. No había maldades ni fechorías. Las personas sólo conocían una vida de abundancia. Pero luego, poco a poco, todo comenzó a decaer. Ese mundo perfecto sólo era posible porque los dioses mantenían a raya a los demonios, que no podían acercarse a los seres humanos ni hacer daño. ¿Os gustaría traer de vuelta una época como ésa?

Siddhartha se estremeció.

—¿Yo?

—Cuando nacisteis, las profecías indicaron que podríais convertiros en el rey de una nueva Edad de Oro. Vuestro padre lo sabe. De lo contrario, ¿por qué habría de protegeros con tanto celo y poner vuestra seguridad por encima de todo lo demás?

Siddhartha se perdía en las palabras del brahmán, y Canki sonreía, satisfecho, para sí. El príncipe escuchaba con tanta atención porque se sentía culpable. Creía que había cometido un pecado ignoto y que estaba prisionero en el palacio a modo de castigo.

—Vuestro padre os ama, pero también os tiene un temor reverencial. Si arruina la posibilidad de traer de vuelta la Edad de Oro, ¿cuánta culpa sentirá en sus próximas cien vidas?

Siddhartha reflexionó con expresión seria.

—Entonces, ¿no está decepcionado conmigo?

—Todo lo contrario: el fracaso que lo desazona es el suyo. Debéis demostrarle que os ha criado como las estrellas y los dioses profetizaron. Si podéis hacer eso, ambos seréis favorecidos durante el resto de vuestras vidas. Si no... —Canki contuvo el aliento, esperando una reacción. Tenía sus propias dudas acerca del destino que le esperaba a Siddhartha. Por el momento, no había dado demasiados indicios de que hubiese un gran guerrero o un gran santo en él.

—Háblame de los demonios —dijo Siddhartha de pronto.

Ahora era Canki quien estaba sorprendido. «¿Demonios?». El brahmán estuvo a punto de preguntarle si había visto alguno, pero se contuvo: no podía ser tan directo con un muchacho retraído que acababa de salir del cascarón.

—Los demonios son eternos: siempre han existido y siempre existirán. Su batalla con los dioses es interminable, y no hay nada que se pueda hacer al respecto. Pero en la Edad de Oro estuvieron controlados, como el río que no puede superar una represa. ¿Comprendéis?

—¿Ninguno de los bandos ganará jamás?

—No deben ganar. Ni el bien ni el mal pueden prevalecer. Eso destruiría el equilibrio de la creación. —Canki estaba diciendo algo que creía de verdad. Los Vedas le habían dicho que el mundo había sido creado mezclando leche en un mantequero cósmico. Había dos cuerdas que accionaban el mecanismo. A un lado, los ángeles o devas tiraban en una dirección, mientras que los demonios o asuras lo hacían en la otra, en el lado opuesto. La paleta giratoria del mantequero era una montaña conocida como monte Meru, que para algunas eminencias estaba en el Himalaya y que para otras era la residencia mítica de los dioses. De cualquier modo, la creación surgió como una serie de cuajadas hechas a partir de aquella leche batida. Por lo tanto, los ángeles fueron tan necesarios como los demonios para generar el orden en el caos espumoso, y así sería siempre. El bien y el mal, la luz y la oscuridad, eran los ingredientes primordiales de la existencia, la materia fundamental de la naturaleza humana.

—No os preocupéis por los demonios; son indestructibles y vos no podéis derrotarlos. Preocupaos por los hombres que se han dado al mal. No habrá Edad de Oro hasta que sean derrotados. Tal vez no creáis que todo esto depende de vos, pero estoy dispuesto a apostar que terminaréis por aceptar la verdad.

Siddhartha se puso de pie, con expresión más seria. Canki pudo ver que sus palabras habían surtido efecto. Había planteado un misterio ante el joven, y pocos pueden resistirse a un misterio, en especial si son los protagonistas.

Suddhodana se había quedado solo y enfadado en sus aposentos. En un principio estaba furioso con su hijo, pero poco a poco fue hundiéndose en un estado de ánimo taciturno. Enfrentarse con la rebeldía del príncipe en un momento tan cercano a la victoria era un trago demasiado amargo. El talante taciturno dio paso a la pena. Suddhodana estaba seguro de que había perdido a su hijo.

Esa noche, el rey se despertó sobresaltado. Una silueta había entrado en sus aposentos, envuelta en las sombras. Suddhodana buscó a tientas en la mesa que estaba junto a su cama, tratando de encontrar una campana para llamar a los guardias.

—No temas, padre —dijo Siddhartha en la oscuridad, con voz suave—. Lucharé.

* * *

Canki estaba sentado en las gradas con los demás dignatarios, abanicado por esclavos que agitaban hojas de palma, y encantado con las muchachas con velos que entregaban dulces. Supuso que su charla con Siddhartha había logrado cambiar las cosas. Aun así, todavía había peligro. El príncipe pareció entrar en razón, pero... ¿por cuánto tiempo? Era errático e impredecible.

El brahmán recordó la amenaza que le había hecho el rey años antes: «Procura vivir lo suficiente para ver lo que haré contigo si este plan falla».

Como demostración pública de fuerza, los simulacros de combate fueron un éxito. El increíble tamaño del ejército de Suddhodana, combinado con la ferocidad de sus guerreros, impresionó a los soberanos de las naciones vecinas y deprimió a sus generales. Hubo un estremecimiento general cuando uno de los arqueros a caballo cayó muerto, pero para entonces Canki ya se había retirado y no vio nada, ni siquiera a las damas de compañía que se desmayaron y tuvieron que ser retiradas de la escena.

Por haberse ido antes, Canki se había perdido la única parte de los combates que en verdad importaba.

La rendición de Siddhartha ante la voluntad de su padre no era falsa. La gran queja del muchacho ante la vida siempre estaba a punto de estallar en su interior: «¿Por qué soy diferente?». De niño, no podía poner su inquietud en palabras. Sólo sabía que los demás niños tenían madre; él tenía tías, que con el tiempo desaparecieron. Los otros niños lo saludaban con reverencias, pero luego salían corriendo y lo dejaban solo. Channa podía traspasar las puertas del palacio montado en un corcel acabado y medio ciego, y él tenía un hermoso semental blanco que sólo podía usar dentro de las murallas.

«Lucharé», se había dicho Siddhartha, porque no luchar era otra manera, desastrosa, de ser diferente. Lo desastroso radicaba en lo que le había advertido su padre, en todos esos invitados sonrientes que devoraban el banquete y, en secreto, deseaban tener un vecino débil que pudiesen invadir y saquear.

Siddhartha llegó a esa conclusión por su cuenta y, una vez que vio cuál era su deber real, creyó que allí podría encontrar serenidad. Esa mañana se levantó temprano y se puso su armadura. Despidió a los mozos de su padre: lo avergonzaba que lo vieran con tantas almohadillas y protecciones. Era el único guerrero que no podía correr el riesgo de recibir heridas. Suddhodana se había jactado de que el príncipe llevaría la misma armadura que los soldados comunes, pero ésa era una mentira calculada. Los armeros del rey habían descubierto una manera de construir una coraza y unas grebas que parecían finas pero que en realidad ocultaban una docena de capas de piel de buey, dura y comprimida.

—No es que nadie vaya a acercarse a ti, mucho menos a atacarte.

Siddhartha se volvió. Devadatta había entrado sin tomarse la molestia de golpear la puerta. Sonrió con malicia.

—Te tienen bastante cubierto. ¿Para qué se molestan? Podrías salir desnudo de pies a cabeza y nadie se atrevería a hacerte un rasguño. A menos que quieran que mañana por la mañana los arranquen de la cama para saludar al verdugo.

Siddhartha apretó las mandíbulas.

—Tendrán que defenderse si yo los ataco. No voy a salir a mirar y nada más.

—Seguro que no. —El desdén de Devadatta se había vuelto más evidente de un tiempo a esa parte. Se agachó y empezó a lidiar con los intrincados nudos de correas que sujetaban sus grebas.

—Puedes desafiarme, si quieres —dijo Siddhartha, con tono calmo.

Devadatta estalló en carcajadas.

—No hablas en serio.

—¿Qué te hace pensar que no? —Siddhartha se puso de pie y se colocó frente a su primo. Los dos ya casi tenían la misma altura y fuerza, a pesar de los cuatro años que los separaban. Devadatta no sería tan fácil de derrotar como Channa; el primo del príncipe peleaba con habilidad y controlaba su furia fríamente. Sin embargo, Siddhartha sabía que tenía una gran ventaja: Devadatta era tan arrogante que casi nunca practicaba. Era posible que hubiese perdido su destreza sin darse cuenta o sin poder reconocerlo.

—¿Con qué arma? —Devadatta parecía interesado ahora.

—Espada y daga —Siddhartha había terminado de preparar su equipo, y sostenía el yelmo en el brazo doblado—. Me están esperando.

—Por supuesto. La farsa continúa.

Los dos primos se saludaron con un gesto de falsa cortesía y Siddhartha salió. Cuando llegó a los establos encontró a Channa, con las riendas de su corcel blanco favorito en la mano. El caballo era un animal salvaje que, al principio, nadie podía domar. Pero Siddhartha descubrió y aprovechó el miedo del animal. Siempre que llevaba una caña de azúcar para el corcel, se sentaba y esperaba tanto como fuera necesario que el caballo se acercara. El príncipe nunca iba hacia el animal, ni siquiera si el corcel tardaba una hora en calmarse.

Si estaba suficientemente tentado, el caballo trataba de tomar el dulce y escapar, pero Siddhartha siempre procuraba tocar al caballo antes de soltar la comida. Con el tiempo, el corcel blanco aceptó que lo acariciaran a cambio de la recompensa, hasta que un día Siddhartha se le acercó en público y le puso una brida, hazaña que nadie había logrado antes. A partir de ese momento, fue cuestión de tiempo que comenzaran a correr rumores de que el príncipe había domado a un potro salvaje indomable. El día en el que el caballo permitió que lo montaran, Siddhartha lo llamó Kanthaka.

Channa parecía inquieto y molesto.

—Espero que no estés demasiado cargado con todo ese equipo. Recuerda que debes cabalgar bien —refunfuñó.

—No te preocupes. —Siddhartha sabía que el resentimiento de Channa no era algo personal. A pesar de todas las horas de entrenamiento militar que había recibido junto a Siddhartha, técnicamente Channa seguía siendo un mozo de cuadra y no un guerrero.

—Supuse que querías éste —dijo Channa—. El rey no quiere poner en peligro los mejores caballos, pero no dijo explícitamente que tú no pudieras. Te llevará mejo que cualquiera de los otros. —Channa posó su ojo experto sobre los hombros altos y la cincha amplia del corcel. Siddhartha asintió con la cabeza mientras acariciaba los flancos de Kanthaka. El animal necesitaba el contacto, y aunque había estado temblando, nervioso, ante todos los relinchos y los galopes que llenaban el establo esa mañana, se calmó y esperó.

Channa se las ingenió para sonreír.

—También supongo que sabes que alguien te está mirando. Estoy seguro de que es un error. Debe de haberte confundido conmigo.

Una muchacha había seguido a Siddhartha hasta los establos sin que nadie la viera. Channa no sabía quién era, pero Siddhartha reconoció a Sujata en cuanto se volvió. Estaba parada tímidamente bajo la sombra de un gran árbol, pero en el instante en que su mirada se encontró con la del príncipe, dejó caer la seda azul que cubría su rostro a medias. Siddhartha estaba azorado.

—¿Qué está haciendo aquí? —balbuceó.

—No lo sé. Supongo que no pudo resistir la tentación. —Channa rió y golpeó a Siddhartha en el hombro—. Todavía tienes un poco de tiempo. Ve.

—No es lo que piensas.

—No importa lo que piense. Ve. —La sonrisa de Channa ya era burlona, y como suele ocurrir entre dos muchachos que hablan de todo menos de eso, su mirada parecía decir: «¿Aún no sabes todo lo que hay que saber sobre las mujeres? Te aseguro que yo sí». Ambos estaban bastante seguros de que el otro seguía siendo virgen, pero Siddhartha sospechaba que Channa había tenido más oportunidades que él entre la servidumbre, en las cocinas; Channa, por su parte, sospechaba que Siddhartha había tenido más oportunidades que él en la glorieta del placer, junto al estanque de los lotos. Esta duda sorda creaba un secreto entre ambos, que en realidad tenía muy poco de secreto. Ninguno de los dos se atrevía a constatar que el otro no sabía casi nada de mujeres.

—Que ella venga a mí si quiere —declaró Siddhartha. Esperaba evitar la vergüenza de tomar la iniciativa. No quería arriesgarse a acercarse a Sujata; al menos en ese momento, con testigos. Por fortuna, no fue necesario. Ella respiró hondo y se acercó. Dejando de lado la delicadeza de las mujeres de la corte, que actuaban como si el establo fuese un lugar profano, Sujata caminó hasta donde estaban los muchachos, sin despegar la mirada de Siddhartha.

—Vine a desearos suerte. Por favor, tened cuidado hoy —dijo ella, hablando demasiado rápido y demasiado alto, como se hace cuando se ha preparado el discurso de antemano.

Siddhartha se maldijo: sabía que Channa podía ver cómo se sonrojaba. Lo único que tenía que decir era «gracias», pero la confusión lo hizo tartamudear.

—¿Por qué piensas que debo tener cuidado? —El tono de voz era brusco, y Sujata se puso colorada. Se quedó sin aliento ante la humillación, y Siddhartha sintió que moría por dentro cuando advirtió que él era el culpable—. Quiero decir... —empezó a balbucear, pero calló. Nadie sabía qué quería decir, y mucho menos él.

No está claro si Channa escogió ese momento para tener su primer ataque de caballerosidad, pero tosió y murmuró:

—Debo buscar otra brida, ésta está demasiado floja.

Luego desapareció, y los dos se quedaron solos. La vergüenza cegó a Siddhartha por un momento, pero cuando se le aclaró la vista, lo primero que advirtió fue la belleza de Sujata. Había bastado para que él reparara en ella y luego la siguiera por el laberinto. Sintió que lo cubría una nube cuando recordó el episodio. Dio un paso atrás.

Sujata había estado esperando el más leve gesto de aprobación, y ese paso atrás destruyó sus esperanzas.

—No debería haber venido. Si podéis perdonarme...

—No hay nada que perdonar. En ningún caso habría nada que perdonar. —Siddhartha no sabía por qué había pronunciado esas últimas palabras, pero ahora que ya estaban dichas, decidió arriesgarse—. Hace tiempo que deseaba verte. No sabía si estaba bien o no, pero me alegra que hayas venido. Me alegra mucho.

Aunque Sujata mantuvo su postura tímida y alarmada, con la cabeza gacha entre los hombros caídos, se sentía extasiada. Algo la había mantenido despierta por la noche. Ella había decidido confiar en ese algo, y ahora Siddhartha le sonreía. Se sintió torturada en cuanto reparó en el cuerpo musculoso y esbelto del príncipe, no del todo oculto para ella bajo la armadura. Hay represas que se resquebrajan y hay represas que se derrumban sin aviso. La represa de Sujata era del segundo tipo.

—Pienso en vos todo el tiempo. He ido a vuestros aposentos por las noches, pero luego escapé corriendo. ¿Qué puedo hacer? Esto es demasiado, es imposible. No podemos estar juntos, pero pienso en vos todo el tiempo. Ah, ya había dicho eso. Debéis creer que soy estúpida.

—No, de ninguna manera —Siddhartha, de hecho, estaba encantado con todo lo que decía Sujata. Cuando los balbuceos son música para los oídos, el amor no puede estar muy lejos. Quería quitarse la armadura y abrazarla, porque era tan consciente de los senos pálidos de Sujata y del movimiento suave de sus caderas como ella del cuerpo del príncipe. Siddhartha jamás había oído hablar del deseo carnal, pero en ese momento lo sentía con más fuerza que cualquier sensación que hubiese experimentado en su vida. Llevado por el instinto, acercó la mano al costado de su coraza, buscando a tientas las correas de cuero.

—¿Por qué no podemos estar juntos? Mi padre no tiene por qué enterarse.

—Oh.

Una sombra oscureció de pronto la expresión de Sujata. Siddhartha parecía lleno de ansias, y aun así estaba pensando en su padre y en la desaprobación que caería sobre ambos si alguien sospechaba que ella amaba a un príncipe. Eso implicaba que Siddhartha era consciente, incluso en ese momento, de la enorme diferencia que los separaba.

—No puedo quedarme —murmuró ella. Ya podía sentir el dolor del desdén con el que la trataría la corte. Y además estaba su secreto, lo que nadie sospechaba.

Siddhartha la sujetó por el brazo antes de que pudiera darse la vuelta.

—¿Qué ocurre? Parece como si fueras a desmayarte. ¿Dije algo malo?

—El rey. —Dicho eso, Sujata rompió en llanto y huyó. Siddhartha estaba azorado y dolido, pero en ese momento Channa regresó con una nueva brida.

—¿Quieres esto?

—Claro que no. Lo sabes tan bien como yo. —En lugar de agradecerle a Channa su discreción, Siddhartha hablaba como enojado. Sin darse cuenta, había cometido un error desastroso con Sujata, pero no había tiempo de correr tras ella—. Ayúdame a subir —dijo, con tono cortante.

Sin decir palabra, Channa se agachó y formó un escalón con sus manos para que Siddhartha pudiese montar a Kanthaka con todo el peso de la armadura. Las capas de protección de cuero de buey crujían mientras se acomodaba en la montura. Siddhartha galopó en dirección al campo, sin esperar a los secretarios que debían rodearlo en la procesión. Tenía la mente ocupada con la expresión de dolor de Sujata y con la culpa de saber que él era el motivo de ese dolor. Por más que estuviese de ese ánimo, de pronto reparó en lo que le rodeaba. Había personas reunidas a ambos lados del campo del torneo: los nobles en las gradas, la gente común de pie o sentada en el suelo, en el lado opuesto, sin ninguna protección para el sol. La multitud clamó alegremente cuando advirtió la presencia del príncipe, y él desplegó automáticamente los movimientos de una farsa bien ensayada.

El rey esperaba impaciente la llegada de su hijo. El día había resultado caluroso, y el sol brillaba como un disco blanco y feroz en medio del cielo. Suddhodana estaba empapado de sudor debajo de sus ropajes: temía que los guerreros flaquearan a causa de la sed y el calor. Se puso de pie mientras Siddhartha se acercaba: no podía negar que el muchacho estaba dando un gran espectáculo sobre el corcel blanco. Ojalá no perdiera el valor e hiciera lo debido.

Siddhartha hizo una reverencia.

—Dedico mis victorias a vuestra majestad, y prometo que cada gloria que logre en batalla, sin importar cuántas tenga el honor de librar, serán para vos y para vuestro reino.

Suddhodana respondió con una sonrisa elegante y le indicó a Siddhartha que cabalgara hacia el campo de combate. Él mismo había escrito el discurso, pero el muchacho podría haberlo declamado con más ímpetu. Además había olvidado levantarse sobre los estribos y girarse para que lo vieran todos los espectadores nobles. «No importa», pensó Suddhodana, ahuyentando de su mente el miedo de que Siddhartha le fallara.

Para alivio del rey, todo salió según lo planeado. No tardó en derramarse sangre en los combates cuerpo a cuerpo, la suficiente para avivar el apetito de los espectadores. Suddhodana había ordenado que se permitiera blandir armas peligrosas, del tipo que no suele usarse en los simulacros de combate: un disco afilado que lanzado con bastante fuerza podía decapitar a un enemigo, un látigo con ganchos en las puntas que desgarraba la carne con la que entraba en contacto, un hacha doble y pesada capaz de penetrar cualquier armadura (incluso las de bronce), una maza con clavos y una daga ondulada que rasgaba los músculos cuando entraba y cuando salía del cuerpo. Sus soldados no habrían aceptado utilizar esas armas horrendas en circunstancias normales, pero Suddhodana había procurado tentarlos con enormes recompensas. Además, dejó adrede que se agotara su suministro de comida; de ese modo, cuando esa mañana no encontraran nada en las despensas de arroz y los cajones de carne, recordarían quién los mantenía.

Con estos incentivos, sus hombres pelearon duro, y fue muy afortunado que, a pesar de las muchas heridas cruentas, nadie resultara muerto. Es decir, que nadie hubiera muerto hasta que llegó el momento de los arqueros a caballo. Era el más espectacular de los combates. Siddhartha había participado con vigor en los enfrentamientos con espadas, pero, fuera de eso, se había quedado en la periferia. Ahora era cuando debía mostrar de qué estaba hecho en realidad. En un lado del campo se alinearon nueve arqueros a caballo. Siddhartha se enfrentó a ellos solo, montado sobre Kanthaka. Uno por uno, los arqueros debían separarse del grupo y cargar contra Siddhartha, disparando flechas tan rápido como pudieran. El objetivo de Siddhartha era derribar a cada oponente mientras esquivaba las flechas.

Poco a poco, la multitud guardó silencio. Era una prueba de habilidad que ningún príncipe malcriado podría superar a menos que hubiese nacido para la batalla, y a pesar de que las flechas habían sido emboladas para que no pudiesen penetrar la armadura de Siddhartha, era imposible que estuviera protegido del todo. Los espectadores se asombraron cuando el príncipe, haciendo gala de gran temeridad, se quitó el yelmo y lo tiró al suelo. La multitud aplaudió, pero Siddhartha no se conformó con eso y se deshizo de la amplia coraza. Todos estaban azorados, incluso el rey. Suddhodana se puso en pie de un salto, listo para ordenar que detuvieran los simulacros, pero sabía que no podía. La humillación borraría todo lo que había tratado de lograr en esa semana. ¿Qué le ocurría a Siddhartha? ¿Estaba desesperado por demostrar su valía? Cualesquiera que fuesen sus motivos, Suddhodana se dio cuenta de que lo que su hijo hacía era necesario: los simulacros de batalla podían intimidar a la gente siempre que implicaran cierto peligro de muerte.

El primer arquero se separó del grupo y cabalgó raudo hacia Siddhartha, que espoleó a Kanthaka en los flancos y cargó para enfrentarse a su enemigo. Ambos dispararon la primera flecha al mismo tiempo. La que iba destinada a Siddhartha le raspó las grebas, pero la del príncipe hizo blanco: el jinete recibió el flechazo en medio del pecho y cayó de la montura. En ese momento, un segundo arquero empezó a cabalgar, levantando su arco. Siddhartha tomó rápidamente otra flecha de su carcaj y se preparó para volver a disparar.

En su mente, entendía a la perfección por qué había dado ese espectáculo de coraje quitándose el yelmo y la coraza. Sabía que el rey había ordenado a los arqueros que se dejaran caer si las flechas del príncipe los tocaban en cualquier parte del cuerpo, incluso si era un roce en el hombro, que cualquier jinete diestro puede soportar sin problemas. Siddhartha sólo podía sentir que no estaba participando en una farsa si se exponía a un riesgo real. «Ya no importa nada más», pensó, con la secreta esperanza de ser herido. Si había de convertirse alguna vez en un verdadero guerrero, no existía razón para posponerlo. Disparó, y, una vez más, la flecha llegó a su destino: el segundo arquero se desplomó al recibir el golpe en el pecho. Siddhartha hizo girar a Kanthaka. El potro todavía no jadeaba, pero quedaban siete arqueros más.

—¡Atacadme con más fuerza! —gritó, cruzando todo el campo con su voz—. El que me haga sangre será perdonado por el rey, si pelea limpio. —Eso no era cierto, pero Siddhartha había visto las miradas nerviosas que intercambiaron los arqueros cuando él se quitó la armadura. Ya incitados, sus adversarios querían probar al rey que eran los mejores. Los dos siguientes cargaron con más velocidad y apuntaron mejor. Pero Siddhartha se había tomado en serio su entrenamiento y era diestro para cabalgar. Falló su siguiente disparo, pero mantuvo la calma y volvió a disparar, derribando a su oponente cuando los separaban apenas unos metros. La multitud estaba cada vez más impresionada y, para cuando quedaban sólo dos arqueros por derribar, ya se había puesto de pie y festejaba con sinceridad la gesta del joven príncipe.

Kanthaka ya respiraba con un poco más de dificultad, hinchando los flancos, y Siddhartha estaba un poco mareado. No había comido nada esa mañana, y las vueltas y maniobras constantes hacían que todo girara a su alrededor. Se preparó, porque la última parte del combate era la más dura. Los dos arqueros restantes cargaron al unísono. Siddhartha tenía una flecha lista, pero los nervios lo traicionaron y disparó muy lejos del hombre al que apuntaba. Buscó a tientas otra flecha, pero tardó en encontrarla.

El más audaz de los arqueros ya había disparado dos flechas, y la segunda fue certera: encontró una brecha entre las mantas acolchadas que protegían el pecho de Kanthaka y penetró bastante la piel del animal. Siddhartha sintió que el caballo retrocedía y a duras penas pudo mantenerse sobre la montura. Tiró con fuerza de las riendas y apretó con los muslos los flancos del caballo, para que se calmara y olvidara el miedo. Kanthaka no flaqueó y galopó directamente hacia la amenaza doble, que ahora se acercaba, un enemigo por cada lado.

Estaban demasiado cerca para que Siddhartha buscara las flechas. Oyó una cacofonía de cascos contra la tierra apisonada y se le nubló la vista. Sacudió la cabeza y vio a Mara en la grupa de uno de los caballos, abrazado a la cintura de uno de los arqueros. El demonio rió y desapareció de pronto. Siddhartha no tenía demasiado tiempo para volver a enfocar la mirada. Se agachó sobre la montura cuando ambos enemigos pasaron como rayos por ambos lados. Dispararon, pero Siddhartha tuvo suerte. Las flechas pasaron silbando en el aire por encima de su cuerpo.

Se dio la vuelta y, en cuanto recuperó el control, disparó rápido, primero a la espalda de uno de los jinetes y luego a la del otro. La sincronización fue perfecta. Aún estaban tratando de girar sus monturas cuando las flechas los golpearon y los hicieron caer. Siddhartha había tirado con tanta velocidad que los dos jinetes cayeron casi al mismo tiempo. La multitud enloqueció. Por primera vez en su vida, Siddhartha se regocijaba en una batalla; se levantó sobre los estribos y agradeció el reconocimiento. Era algo, lo primero, que había ganado por sus propios medios.

Sin embargo, a pesar del triunfo, la risa de Mara le seguía resonando en los oídos. Siddhartha estaba desorientado y recorría con la vista el campo de batalla. Sólo uno de los arqueros se había puesto de pie. El otro seguía tendido, retorciéndose en su agonía. Siddhartha desmontó, corrió hacia él y vio con horror que la flecha le había penetrado en la garganta y la atravesaba subiendo hasta la nuca.

Los brazos levantaron al hombre herido y lo sentaron, mientras las manos trataban de quitarle la flecha. El hombre emitió un quejido y estuvo a punto de desmayarse. La mente de Siddhartha se hundía en la confusión. A duras penas advirtió que alguien había roto la punta de la flecha para poder sacar el asta del cuello del hombre. Eso hizo que brotara un terrible chorro de sangre, con la violencia suficiente para manchar el pecho de Siddhartha.

—Haced algo —rogó, consciente, entre tanta confusión, de que su voz sonaba aguda y aterrada, más similar a la de un niño que a la de un hombre. Levantó la vista y vio que había llegado el rey. Los soldados le abrían paso. Suddhodana ordenaba a gritos que alguien buscara a un médico, pero para entonces el hombre herido ya había perdido el conocimiento, y la cabeza le colgaba hacia un lado, como la de un muñeco roto. La fuente de sangre seguía manando, pero cada vez con menos ímpetu: era evidente que no había nada que hacer. Suddhodana tomó un pañuelo de seda y lo apretó contra la herida del hombre.

—¿Lo conocías? —preguntó Siddhartha, aunque no sabía qué importaba eso. Su padre negó con la cabeza, con talante sombrío. La presencia de la muerte acalló a los que estaban por allí, hasta que una nueva voz rompió el silencio.

—Increíble. Alguien se las arregló para salir herido. Despedid al que montó esta farsa.

Devadatta se abría paso entre la multitud que rodeaba el cadáver. Lo miró con frialdad.

—Es culpa suya, por entrar en escena cuando no le correspondía, ¿no? —Se volvió hacia Siddhartha, que temblaba de pies a cabeza—. Es imposible que tú hayas decidido luchar en serio.

Los que rodeaban el cuerpo estaban azorados y esperaban que el rey estallara de furia, pero Suddhodana se quedó en silencio. La culpa que sentía le decía que Devadatta estaba en lo cierto: se suponía que nadie tenía que resultar lastimado si participaba el príncipe. Fijó la mirada en su hijo, y el príncipe advirtió la verdad al instante.

Siddhartha se esforzó por dejar de temblar y ponerse en pie. Desenvainó su espada, mirando con furia a Devadatta.

—Hoy querías pelear conmigo. Acepto el desafío.

—¡No!

Por un momento, Siddhartha creyó que era su padre quien había gritado, pero entonces vio a Channa, que se abría paso entre la multitud.

—No, yo pelearé con el bastardo. Ya es hora.

La ira de Channa era evidente para todos. Antes de que nadie pudiera detenerlo, dio dos zancadas y levantó el puño para golpear a Devadatta. Pero en el descontrol de su ataque perdió el equilibrio y sólo logró rozarle la mejilla.

Devadatta no se movió, escupió en la palma de su mano y se limpió la mejilla con expresión de asco, como si lo hubiesen cubierto de excremento.

—Os imploro mis derechos, majestad. —Devadatta se apoyó sobre una de sus rodillas frente a Suddhodana—. Esta escoria de casta baja me tocó. Todos lo visteis. Reclamo mis derechos. —La multitud se sobresaltó y esperó incómoda mientras el rey permanecía inmóvil y en silencio varios segundos.

—El rey reconoce los derechos de Devadatta —dijo Suddhodana al fin, pero no con el ímpetu que lo caracterizaba—. Puede decidir la suerte de cualquier miembro de una casta inferior que lo haya mancillado.

Devadatta sonrió.

—Muerte —dijo.

Suddhodana frunció el ceño.

—Piénsalo bien. Apenas te tocó, joven príncipe. Déjame que te recuerde que buscamos justicia.

—Lo único que quiero es justicia. Esta escoria trató de atacarme cuando yo estaba con la guardia baja, quiso derribarme y apuñalarme. Ved el arma.

Dos guardias ya habían reducido a Channa y le habían quitado la daga. Postrado a la fuerza, Channa gritó:

—¡Si eso iba a hacer, dejadme terminarlo!

Devadatta se encogió de hombros y le ofreció las palmas de las manos al rey.

—He demostrado mi argumento. Dejadme ejercer mis derechos, como prometisteis.

—No, deja que yo ejerza los míos.

Sin advertencia, Siddhartha se había arrodillado a los pies del rey, junto a su primo, con la voz a punto de transformarse en un grito de ira.

—Tengo derecho a luchar en lugar de mi hermano, y Channa es mi hermano en todo menos en el nombre. Todos lo saben, ¿para qué fingir? Si un hombre de casta se atreve a difamar a Channa, lucharé con ese hombre, sea quien sea.

Éste era el momento que Canki no debería haberse perdido por irse antes. Como sumo brahmán, tenía autoridad absoluta, incluso por encima de la del rey, para resolver disputas relacionadas con las castas, que eran muchas y muy complicadas. Las escrituras decían, por ejemplo, que si la sombra de un intocable cruzaba el camino de un brahmán, eso implicaba que se había producido un contacto impuro y que el brahmán debía volver a su hogar para bañarse. Si un miembro de una casta baja tocaba comida, los miembros de castas superiores no podían comerla. Eso es bastante claro, ¿pero qué ocurre si la persona de la casta privilegiada está muriendo y la comida es necesaria para salvarle la vida? Canki debía dar su veredicto sobre estos temas desconcertantes. Pero se había ido.

—Levantaos. Ambos —ordenó Suddhodana. Le repugnaba saber que la petición de Devadatta estaba más justificada que la del príncipe. A menudo, en el fragor de la batalla, el arma de un miembro de las castas bajas rozaba a un camarada de una casta superior. Aunque sólo le sacara unas pocas gotas de sangre, era suficiente para condenar a muerte al culpable, si así lo exigía el soldado de la casta superior. Era evidente que Channa había intentado herir a Devadatta, y las cosas estuvieron claras hasta que Siddhartha se entrometió con tanta imprudencia. Suddhodana no tenía opción.

—Los dos príncipes están en lo cierto —anunció—. No haría verdadera justicia si fallara a favor de alguno de los dos, así que dejemos que la naturaleza los juzgue. Los príncipes pelearán.

Ninguno esperaba ese fallo, pero el primero en recuperarse de la confusión general fue Devadatta, que esbozó una sonrisa feroz. Entre la arrogancia y la desesperación que le provocaba su situación, sabía que no tenía futuro, por lo menos un porvenir acorde a su valía. Su vena fatalista quedaría satisfecha si lograba matar a ese primo detestable, que había provocado su encarcelamiento, o si moría en el intento.

—Espada y daga —dijo.

Siddhartha asintió con expresión sombría. Ya sin yelmo y coraza, empezó a quitarse el resto de la armadura para tener más movilidad. Pero más que eso, deseaba que la batalla fuera decisiva. La verdad era que cada uno de ellos —Siddhartha, su padre y Devadatta— estaba atrapado por los demás. Para sorpresa de todos, los tres se dieron cuenta de esto en el mismo momento, cuando ya no había vuelta atrás.