Capítulo 13
En cuanto Gautama pisó el pequeño claro supo que había encontrado lo que estaba buscando. Frente a él había un cobertizo rústico, bajo la sombra de un viejo árbol. La penumbra lo cubría casi todo, pero el monje podía ver a un ermitaño sentado en posición de loto. No se veía rastro alguno de huellas ni humo delator en el aire que hubieran guiado a Gautama hasta ese lugar. Llevaba tres meses lejos de su hogar, y ya era un diestro habitante del bosque. Su mente ya no lo torturaba por haber tomado la decisión de abandonar su casa. A medida que sus pensamientos dejaban de atormentarlo, empezó a sentirse más libre. Ya no se despertaba sobresaltado a mitad de la noche, asustado por el simple ruido de una rama que se quebraba. Podía dejar que sus pasos lo llevaran a donde quisieran ir, y ahora había llegado allí.
Cruzó el claro y se paró frente al ermitaño, que bien podría haber sido Asita: delgado, de cuerpo correoso, piel aceitunada, pelo escaso y barba larga. Gautama se movía con el mayor sigilo posible, y no habló para saludar al viejo asceta, que por su parte no hizo ningún movimiento, ni siquiera un parpadeo, para demostrarle al visitante que había advertido su presencia. Gautama buscó la sombra de un árbol cercano y se sentó con las piernas cruzadas. Ya llevaba diez años practicando la meditación y, tal como le había prometido Asita, la actividad se había transformado en un refugio del acoso del mundo exterior. La soledad era un lugar familiar. Pero eso era tan positivo como negativo: tampoco quería abandonar el mundo en pos de la soledad absoluta, como hacían los ascetas.
—Entonces no esperéis encontrar un lugar intermedio —le había advertido Canki—. O estáis en el mundo o no. Así funciona la realidad. Las reglas no se amoldarán a vos porque seáis un príncipe.
—¿Por qué el mundo pide un precio tan alto? —preguntó Siddhartha—. Los que están en él deben sufrir todo lo que el mundo les pone por delante. ¿La única opción es escapar?
Canki frunció el ceño.
—Estáis tergiversando lo que dije. Estar en el mundo es un deber espiritual. Vuestro deber espiritual.
—Pero todas las personas mundanas que he conocido desean riquezas, poder y placeres. ¿Qué hay de espiritual en eso?
—Los dioses nos dan abundancia —le recordó Canki.
—¿Entonces por qué todos nacen destinados a sufrir? —preguntó Siddhartha—. Cuando conozco a alguien que ha sido suficientemente afortunado como para tener más placer que dolor en su vida, esa persona no cree que su posición sea cuestión de suerte. Cree que es magia. Todos los demás nacieron para sufrir, pero él no.
—Hasta que se dan cuenta de que están equivocados —contestó Canki—. En eso consiste crecer.
Sentado a la sombra, frente al ermitaño, Gautama cerró los ojos y se concentró en su interior. Al principio había tenido problemas para tranquilizarse por completo. Como dicen las escrituras, la mente es como un carruaje que huye, cuyo cochero no deja nunca de fustigar a los caballos. Pero desde dentro del carruaje, una voz susurra: «Por favor, detente». Al principio, el cochero y el tiro ignoran la voz. Es muy leve; jamás insiste. Sin embargo, con el tiempo, la voz consigue que la obedezcan, y el conductor y los caballos abandonan su carrera desenfrenada. Poco a poco bajan la velocidad, hasta que la mente encuentra reposo. Así aprendió Siddhartha una lección básica: si algo puede correr, también puede quedarse quieto.
Paulatinamente, la sombra del árbol se fue moviendo, y Gautama, expuesto al sol, empezó a sudar. Vio un resplandor anaranjado a través de sus párpados y supo que, si el sol estaba poniéndose, habían pasado horas. Miró y advirtió que el ermitaño seguía inmóvil bajo su cobertizo. No había garantía de que tuviese sabiduría alguna o de que pudiese enseñarle algo útil. Pero Gautama se había prometido buscar a alguien como Asita. ¿Quién, sino alguien libre, podría enseñarle lo que era la libertad?
La oscuridad se abatió sobre ambos, pero aún no había indicios de actividad. Gautama se puso de pie y se acercó a un arroyo que había cruzado cerca del claro. Cuando se agachó para beber, pensó que la espera podría ocupar más tiempo del que había previsto. Recogió algunos frutos de los árboles y regresó al claro. Hizo una tosca cama con ramas y se acostó a dormir. El ermitaño se convirtió en una silueta negra recortada contra el fondo casi negro del cielo nocturno.
Así pasaron tres días. Gautama estaba muy asombrado por la habilidad del ermitaño para mantenerse inmóvil como una de las estatuas de Shiva que había fuera del templo de Canki. Le dolía el cuerpo por las horas que había pasado sentado y esperando a que algo ocurriese. Se movía inquieto, hacía sus necesidades y comía y bebía si era necesario. Mostrando un inmenso poder, el hombre viejo y fibroso permanecía inmóvil. Una o dos veces, Gautama tosió para anunciar su presencia. Al segundo día se atrevió a decir «namaste» en voz baja. Por la tarde del tercer día, se acercó al asceta, se puso en cuclillas a su lado y habló.
—¿Señor?
El ermitaño abrió los ojos.
—Hablas demasiado —dijo, con voz clara y alerta: el trance del que se despertaba no era nada común.
—¿Podéis enseñarme? —preguntó Gautama, tratando de aprovechar la oportunidad antes de que el ermitaño volviera a hundirse en su profundo samadhi. Pero ya era demasiado tarde. El ermitaño cerró los ojos, y el sol no tardó en ponerse. Gautama se estiró sobre el suelo para pasar la noche, sin saber si había logrado algo. Todo indicaba que sí. Cuando despertó al día siguiente, el ermitaño estaba en pie frente a él.
—Quizás —dijo el ermitaño.
Gautama se puso en pie de un salto.
—¿Qué debo hacer primero?
—Silencio.
El ermitaño regresó a su lugar bajo el cobertizo y retomó la meditación. Gautama sospechaba que no abriría los ojos en otros tres días. Fueron cuatro. Sin embargo, mientras tanto, el nuevo discípulo no se aburrió. Poco a poco, empezó a llenarse de la presencia de su maestro. Ocurrió sin que pudiese percibirlo. Gautama estaba de pronto obligado a meditar junto a su maestro. Imitar al gurú era el principal sendero que debía seguir el discípulo: comer cuando el gurú comía, dormir cuando el gurú dormía, escuchar cuando el gurú hablaba. Siddhartha había aprendido, cuando interrogaba a quienes visitaban la corte, que los más grandes maestros enseñaban en el más absoluto silencio.
Todo indicaba que Gautama había encontrado a uno de esos maestros: cada vez que cerraba los ojos ocurría algo nuevo. Encontró la quietud, al igual que antes, pero ahora era vibrante y viva, como una lluvia de luz blanca y brillante que bañaba su interior. La efervescencia le hacía sentir un suave cosquilleo en el cuerpo, una sensación deliciosa que le permitía sentarse a meditar durante horas sin el menor esfuerzo. En medio de tales trances, cuando se le agarrotaban las extremidades y se sentía demasiado inquieto para seguir sentado, se entretenía en los alrededores del claro, barriendo la basura, poniendo una calabaza con agua junto a su maestro, reuniendo frutas y leña para la noche. Estaba ansioso por preguntarle al ermitaño cómo lograba entrar en un discípulo y llenarlo con su presencia, pero luego recordó las reprimendas de su maestro por hablar demasiado. Cuando se acercaba la noche del cuarto día, el ermitaño salió de su samadhi.
—¿Y bien? —fue lo primero que dijo.
Gautama se postró a los pies del ermitaño. Podría haber dicho que estaba satisfecho, pero su gesto de reverencia fue suficiente. Su maestro le había dado una muestra de lo que vendría, y cuando dijo «¿Y bien?», en realidad quería saber si Gautama lo aceptaba. El vínculo entre un gurú y un chela, o discípulo, habita en lo más profundo del corazón. Gautama había adquirido una sensibilidad tal que esa sola pregunta, «¿y bien?», lo decía todo: «Así serán las cosas. Si quieres cumplidos y sonrisas, búscate a otro. No estoy aquí para halagarte».
Gautama estaba satisfecho con el acuerdo; había pasado un proceso de fermentación durante veinte años, y ahora estaba listo para escapar de la barrica de su viejo yo y derramarse. En ese estado, una mente receptiva puede absorber enormes cantidades de conocimiento sin necesidad de palabras, así como un niño puede absorber muchísimo amor de las miradas de su madre o de la presencia reconfortante de su padre.
La rutina no tardó en establecerse en el campamento. El discípulo estaba a cargo de las tareas menores, aquellas destinadas a satisfacer las necesidades básicas. La mayor parte del tiempo se quedaban sentados los dos, enfrentados, con el claro por medio, como dos estatuas de tamaño real abandonadas por un escultor en el bosque. Después, la cara de Yashodhara empezó a aparecerse en la mente de Gautama. Ella sonreía, y él no podía evitar concentrarse en la sonrisa femenina. Las escrituras permitían meditar sobre diversas imágenes divinas, ¿por qué no sobre su esposa? Si el amor es divino, ¿no era posible que también lo fuera una mujer? Sin embargo, en cuanto Gautama lograba imaginar el rostro de Yashodhara, también aparecía el resto de su cuerpo, que no llevaba ropas. El joven monje se retorcía, rezando para que su maestro no viera la reacción física que le provocaba eso, que no era su culpa.
Luchó contra la reacción. Las escrituras no permitían meditar en ese estado de excitación sexual. El rostro de Yashodhara cambió; empezó a burlarse de él. Ella se recorría el cuerpo con las manos, acariciándolo. Él luchó con más ahínco. Quizá podía concentrarse en la pureza del amor que sentía por ella. Pensó en el día que la escogió para que fuera su esposa. Ella tenía dieciséis años y él diecinueve. Ya había dejado de buscar a Sujata, pero estaba lejos de olvidarla. Cuando se anunció que el príncipe iba a comprometerse, los padres recorrieron grandes distancias para presentar a sus hijas en la lejana Kapilavastu. Muchos nobles, príncipes y reyes de los dominios vecinos cruzaron la frontera con ostentosas comitivas de esclavos y caballos. Siddhartha estaba sentado sobre las murallas, observando la escena con Channa.
—Si las entrevistas son demasiado para ti, puedo echarte una mano con algunas —dijo Channa.
El anuncio de que tarde o temprano debía casarse no había mejorado en su momento el humor de Siddhartha. Se determinó que podía permanecer comprometido durante años. Algunas de las muchachas más jóvenes tenían apenas doce años; no se esperaba que convivieran de inmediato, había que hacer arreglos. Pero el retraso sería sólo provisional. Era imposible disuadir a Suddhodana.
—Escoge a una niña que juegue con muñecas, si quieres, o a una vieja doncella de diecinueve —dijo el rey—. Pero no puedes irte sin haber elegido a alguien. —Ambos sabían que lo que estaba en juego era el futuro de la dinastía.
El día de la ceremonia, cuando todas las muchachas esperanzadas estaban reunidas en la corte, Siddhartha entró en la sala con su abrigo pesado y lleno de adornos y el turbante rojo con plumas que había usado cuando cumplió dieciocho años. Las muchachas estaban postradas en el suelo y, mientras caminaba a lo largo de la fila, el príncipe notaba miradas tímidas o descaradas, brillos en algunos ojos que prometían placer sensual, una timidez fugaz en otros, que delataban inocencia y hasta asombro. Se recordó que esas jóvenes no estaban allí por propia voluntad, al menos no del todo. Sólo una chica no levantó la vista para mirarlo y la mantuvo fija en el suelo, con la cara cubierta por un velo. Despertó de inmediato la curiosidad de Siddhartha.
—¡Qué gran día! —declaró Suddhodana con voz alta y jovial. Pero cuando su hijo se acercó para abrazarlo, le susurró al oído—: No quiero que hagas ninguno de tus trucos. No vinieron aquí para rezar contigo.
Siddhartha se arrodilló.
—Conozco mis deberes, padre.
Había mantenido un estado de aparente obediencia desde el día del combate con Devadatta. «Ríndete y serás libre». La frase seguía resonando en su cabeza. Era lo único a lo que podía aferrarse. Mientras se daba la vuelta, un chambelán se acercó y le entregó una ristra de collares de oro. Siddhartha tomó uno y se acercó a la primera muchacha.
—Eres muy hermosa. ¿Por qué quieres casarte conmigo? —le preguntó, ayudándola a levantarse. La mirada directa de ella le dijo que no era tímida.
—Porque sois gentil y bueno. Y bien parecido. —Le lanzó una mirada seductora, gesto que había practicado mucho y muy bien. Siddhartha sabía que en los manuales de amor que les entregaban a las muchachas para que los leyeran la mirada se denominaba «el cuchillo del asesino». Hizo una reverencia y le entregó el collar de oro. Le ofreció una sonrisa elegante, pero él no había practicado cómo ocultar sus sentimientos, y la muchacha supo entonces que no tenía posibilidades. Su padre se pondría furioso.
A la siguiente muchacha le dijo:
—Si alguna puede ser incluso más hermosa que las demás, ésa eres tú. ¿Por qué quieres desposarme?
La segunda mujer había observado con atención lo que ocurrió con la primera.
—Para daros hijos tan magníficos como vos —respondió. La voz tenía un matiz de sinceridad, pero Siddhartha sospechó que sólo estaba mejor entrenada que la anterior. Los manuales de amor enseñaban que un hombre siempre debía sentir que tomaba sus propias decisiones, pero que al mismo tiempo había que manipularlo con sumo cuidado. Si la mujer era habilidosa, y aplicaba el erotismo en el momento indicado, el hombre ni siquiera se daría cuenta de lo que ocurría. Siddhartha se inclinó y le entregó un collar. Ella se lo puso con un movimiento altivo de la cabeza, mientras el príncipe reanudaba la ronda.
El rey estaba nervioso.
—No le gusta ninguna —le susurró a Canki.
El sumo brahmán estaba sereno. Sabía que las exigencias no podían dominar el deseo eternamente.
—Paciencia, mi señor. Es joven. Cuando los duraznos están maduros, nadie se va del mercado sin comprar uno.
Pero no había nada prometedor en la actitud de Siddhartha cuando llegó hasta la última muchacha. Ella lo miró, pero no se quitó el velo.
Desde atrás, el padre de la niña la empujó y susurró con ímpetu:
—¡Vamos! ¡Levántate y míralo!
Ella tardó en ponerse de pie. Siddhartha recordó entonces quién era: la única muchacha que había despertado su curiosidad.
—No puedo ver si eres hermosa —dijo—. ¿Cómo te llamas?
—Yashodhara.
—¿Puedo verte?
Ella no se quitó el velo.
—¿Sólo valgo por mi apariencia? Si es así, no me miréis. Mi cara podría ocultar un corazón falso.
Siddhartha sonrió.
—Buena respuesta. ¿Por qué quieres desposarme?
—Todavía no estoy segura. No os conozco, y no me ofrecisteis ningún discurso bonito, como hicisteis con las demás.
Siddhartha estaba intrigado por aquellas palabras, pero también necesitaba verla. Levantó el velo de Yashodhara: no tenía la misma belleza que las demás muchachas, modeladas en función de los manuales de amor. Pero el príncipe supo al instante lo que sentía.
—Eres maravillosa, porque fuiste hecha para que te amaran.
Hasta ese momento, ella había tenido la iniciativa. Pero al oír esas palabras Yashodhara se sonrojó. Sólo necesitó un segundo para poner en orden sus ideas.
—Eso fue bonito, pero demasiado corto como para considerar que me habéis elegido. Mi padre estará muy decepcionado si vuelvo con las manos vacías. ¿Me dais un collar?
Extendió la mano, y Siddhartha frunció el ceño.
—¿Un collar justifica que hayas venido hasta aquí?
—Mi señor, vivo en la profundidad de los bosques, a cuatro días de viaje. Mi padre está desesperado por que me case con vos. Pero un collar de oro serviría para alimentar a cien de los hambrientos habitantes de mi pueblo, a los que dejé atrás.
—¡Muchacha! —la reprendió su padre.
Siddhartha levantó la mano.
—Está bien. —Hizo una reverencia ante Yashodhara—. Con tus primeras palabras supe que eras sincera, y ahora también sé que tienes buen corazón. ¿Qué más puedo pedir? —La tomó de la mano y la llevó frente al rey, para que se arrodillase, mientras la sala se llenaba de voces de júbilo. No había necesidad de acordar un compromiso prolongado. Como Siddhartha había dicho, Yashodhara era una mujer que existía para que la amaran, y la unión entre ambos fue tan real como la de Suddhodana y Maya. Sin embargo, Siddhartha y Yashodhara eran los únicos que sabían cómo había llorado ella la noche de bodas.
Siddhartha se sonrojó.
—Si fui torpe o hice algo mal...
Ella le puso un dedo en los labios.
—No. No digas nada.
—¿Por qué eres tan desdichada, entonces? Hace una hora parecías enamorada.
—Hace una hora no me había dado cuenta de que me dejarás un día.
La ahogó en un mar de besos para devolverle la confianza y la reprendió con delicadeza por ser una muchacha supersticiosa, como las doncellas que corrían al templo a buscar un amuleto de buena suerte cada vez que derramaban leche. Jamás volvieron a hablar de las palabras de Yashodhara. Sin embargo, diez años no bastaban para borrar el recuerdo, y cuando su esposo, de hecho, decidió dejarla, Yashodhara se sintió desolada por ver que se cumplía su premonición.
Todos estos recuerdos danzaban en la mente de Gautama junto con la imagen de su esposa. Rememorar la pena de Yashodhara fue lo único que le permitió vencer la excitación. A decir verdad, la reemplazó con melancolía. Gautama sintió que se desplomaba y se preguntó, por primera vez desde que encontró a su maestro, si abandonar a su familia no había sido un pecado imperdonable.
De pronto, Gautama sintió un dolor agudo en una mejilla. Abrió los ojos y vio a su maestro de pie ante él, con la mano levantada. La mano bajó con violencia y lo golpeó en la otra mejilla.
—¿Por qué hicisteis eso, señor? ¿Qué hice para ofenderos?
El viejo ermitaño se encogió de hombros.
—Nada. Olías como un hombre que duerme con mujeres. Te quité la peste a golpes.
Ese episodio quedó en la memoria de Gautama por dos razones: porque desterró para siempre de su mente todas las imágenes de Yashodhara y porque fue la sucesión más larga de palabras que hasta entonces pronunciara el ermitaño. Desde luego, al hablar su maestro no estaba sentando un precedente de locuacidad. Pasaron semanas, llegaron los monzones y no dijo otra palabra. Ése fue un periodo de gran serenidad para Gautama. Un día buscaba leña para el fuego, pero no pudo encontrar nada que no estuviese húmedo por las lluvias. Recordó una caverna formada por rocas caídas, donde quizás hubiera algunos troncos secos.
Mientras caminaba por el bosque, sintió que caía la lluvia, pero los monzones eran cálidos y él estaba curtido por meses de exposición a los elementos. No le temblaba el cuerpo, y la mente no se quejaba. Sin embargo, mientras seguía caminando, Gautama advirtió que empezaba a sentir un frío intenso. Unos cuantos metros más adelante, su cuerpo ya era presa de violentos escalofríos. Cuando llegó a la caverna, se sentía bastante incómodo, y su mente lo atacaba sin piedad. «Vete a casa. Ese maestro loco te transformará en su esclavo o en un ermitaño desquiciado como él. ¡Corre!». Era como si de golpe lo hubiesen devuelto a la flaqueza de su primer día de monje errante.
Gautama decidió ignorar las incomodidades. Encontró unas cuantas ramas secas y, cuando la lluvia amainó, regresó al campamento. Ahora el proceso se revertía: cuanto más se acercaba al claro, mejor se sentía. Su mente se calmó, y cesaron los temblores de las extremidades. Cuando pisó el campamento y volvió a ver a su maestro, la serenidad más perfecta le cubrió todo el ser como un manto. Gautama dejó caer la leña al suelo y miró al viejo ermitaño con expresión confundida.
Durante varios días, batalló con cada idea loca que se le cruzaba por la cabeza. Perseguía todas las ideas hasta que ya no podía seguir su propia lógica. Su mente le jugaba malas pasadas y su ego recibía golpe tras golpe. Jamás había advertido que estar sentado pudiera ser tan doloroso.
Pasado un tiempo, sus pensamientos atribulados empezaron a resolverse solos. Él no había fracasado. Aceptó el camino de las enseñanzas silenciosas. Sólo se tenía a sí mismo, y todas las tormentas a las que debía enfrentarse estarían en su interior. Gautama ya había llegado a esas conclusiones cuando una mañana, de pronto, el ermitaño abrió los ojos y pronunció otra palabra.
—Mara.
Gautama estaba sorprendido.
—¿Qué?
Esperaba que su maestro cerrara los ojos una vez más y volviera a sumirse en el samadhi algunos días. En lugar de eso, sacudió la cabeza con desazón.
—Mara está interesado en ti. —Gautama abrió la boca, pero el ermitaño volvió a sacudir la cabeza abruptamente—. Sabes que es cierto. Lo sabías antes de venir aquí.
Gautama temblaba. Presentía que se abría un abismo entre él y su maestro. Estaba sorprendido por lo aterradora que parecía esa posibilidad.
—No he pensado en Mara en años —protestó.
—Y así lo mantuviste a raya. Por un tiempo.
—¿Pero no para siempre?
El ermitaño dejó escapar un profundo suspiro, como si hubiese tenido que recordarle a su cuerpo cómo regresar al mundo físico antes de poder decir otra palabra. Se hizo una pausa agónica. Siddhartha sintió que se le desplomaba el corazón. «Puede oler que tengo esposa, ¿cómo será el olor de un demonio?», pensó.
El ermitaño dijo:
—Mara no se acercará a mí. No le interesa alimentarse si el cuenco está vacío. Tú eres diferente.
—¿Por qué habría de interesarle yo? —preguntó Gautama.
—¿No lo sabes? —El viejo ermitaño vio la expresión de desconcierto que apareció en los ojos de su discípulo—. Hay algo que no puede dejar que descubras. Si lo descubrieses, sería fatal.
—Ayudadme entonces, señor. Si hay algo que puede matar al demonio, decidme qué es —imploró Gautama.
El ermitaño lo miró y, por primera vez, había una chispa de emoción en sus ojos. Fue el único gesto personal que Gautama pudo ver en él.
—Debes superar cualquier cosa que pueda enseñarte yo. Ésa es la única forma de librarte del demonio —dijo su maestro.
Gautama sintió pánico. Se postró y abrazó los pies nudosos del ermitaño.
—Estoy perdido. Al menos decidme qué estoy buscando.
Cuando no recibió respuesta, Gautama levantó la vista y vio que el viejo ermitaño había cerrado los ojos y ya estaba muy lejos de allí. El discípulo casi no pudo dormir esa noche. Cuando despertó, antes del alba, no vio la silueta oscura recortarse contra el cielo oscuro de la noche: su maestro se había marchado. Gautama se sintió abrumado por la pena, pero, en el fondo, no estaba del todo sorprendido: su maestro sólo podía hacer lo correcto. Ése era el vínculo que los unía, y el jamás lo rompería. En ese momento, abandonarlo había sido lo correcto.
Gautama podría haberse quedado en el campamento unas horas, o quizás un día, en caso de que el abandono fuera pasajero. Pero la tormenta que se abatía sobre su corazón y el regreso de los pensamientos de desesperación le dijeron algo definitivo: su maestro le había retirado su protección; por lo tanto, la relación entre ambos había terminado. Con cuidado, el joven monje ordenó el campamento. Barrió el suelo y puso una calabaza con agua fresca bajo el cobertizo, junto al lugar donde solía sentarse el ermitaño. Luego hizo una reverencia a la alfombra de pasto, que había sido el único trono de su maestro, y partió.
Mientras regresaba con dificultad al camino principal, muy alejado de allí, Gautama se entregó a sus profundas cavilaciones. Vio la cara del ermitaño y su expresión de lástima. Oyó su propio ruego desesperado: «Al menos decidme qué estoy buscando». El ermitaño se volvió implacable; cerró los ojos y se negó a hablar. Sin embargo, esta vez, la respuesta apareció en silencio en la mente de Gautama.
«Hay una sola cosa que Mara no puede dejar que sepas jamás: la verdad de quién eres realmente».