Capítulo 15
Una mañana, Ananda no encontró a Gautama en su tienda. Habían pasado varios días desde la desaparición de Ganaka. Ninguno de los bikkhus estaba enterado, y sólo Ananda sabía la terrible verdad. Era imposible buscarlo en la inmensidad de la jungla, sin importar dónde hubiese ido a morir. Gautama estaba muy conmocionado. Había buscado de verdad, pero no encontró más que cenizas.
—¿Cómo puedo creer en fuerzas sobrenaturales, Ananda? Ninguna de las fuerzas del cielo lo protegió. Ni siquiera se preocuparon —dijo Gautama—. Ganaka cayó en las garras de la desesperación, y no pude salvarlo.
—¿Por qué era tu responsabilidad? —preguntó Ananda.
—¿Sabes quién es Buda?
—No. —Ananda se agitó visiblemente por la vergüenza que sentía.
—Buda puede proteger a las personas —dijo Gautama.
—¿Mejor que esto? —Ananda le mostró un amuleto que le regalaron sus padres cuando era bebé. Lo habían comprado en un templo con los ingresos que obtenían con medio año de trabajo en la granja.
—Sí, mucho mejor que eso. No me preguntes cómo. Nadie lo comprende menos que yo. Debería haber protegido a Ganaka.
La mención de Buda confundió a Ananda, pero éste no dudó ni un segundo que ese dios, aunque nunca hubiese oído hablar de él, estaba ayudando a su amigo. Así interpretaba las palabras de Gautama. Ananda creía que los dioses jamás perdían de vista a nadie, y le molestaba que Gautama hubiese dejado de respetarlos. A veces hablaba de Dios, que era como el alma del universo o un espíritu que impregnaba todas las cosas. De niño, a Ananda le habían inculcado que los dioses eran distintas caras de un único Dios. Sin embargo, últimamente, hasta ese Dios pisaba terreno pantanoso para Gautama.
—Podemos rezarle a Buda juntos —dijo Ananda—. O puedo hacerle una ofrenda en el fuego esta noche. —Pensaba que quizás eso sacara a Gautama de su melancolía.
En lugar de contestar, Gautama cerró los ojos. Era su manera personal de alejarse. Ninguno de los otros monjes podía adentrarse tanto en el samadhi como él y, cuando entraba en ese estado, Gautama no oía ni venía nada. Ananda partió, y la lluvia llegó durante la noche y transformó la tierra pisoteada del campamento en una superficie de barro resbaladizo.
«Habrá dolor si esto sigue así», pensó Ananda. «¿Dónde está?». La búsqueda resultó inútil. Si Gautama se había adentrado en el bosque para meditar, no le importarían ni la lluvia ni el sol. Ananda deseó tener la misma fortaleza. Durante la temporada de monzones, agradecía cualquier protección de la tormenta. Fuera de la temporada, cuando los monjes erraban y la lluvia sólo caía de vez en cuando, los hombres se acurrucaban bajo cobertizos y chozas de paja mientras el agua se filtraba por el techo.
El trueno rugió en el cielo. El mantón de Ananda estaba empapado y ya no le daba calor, pero Ananda se envolvió con él de todos modos, para protegerse de un creciente desasosiego. Todos los monjes habían jurado servir al maestro, pero él había jurado servir a Gautama. Lo hizo en silencio, en la intimidad de su corazón. Para él, Gautama ya era una gran alma. Eso también lo mantuvo en secreto.
Ananda frunció el ceño mientras se apresuraba bajo la lluvia para mirar hacia el interior de los refugios improvisados. Cuando estuvo seguro de que Gautama no se hallaba en el campamento, Ananda respiró hondo y golpeó en la puerta de Udaka. Molestar al maestro podía conllevar algo más palpable que una reprimenda. Sin embargo, no hubo respuesta, y Ananda se dio la vuelta. Después de todo, no tenía pruebas de que hubiese ocurrido algo grave.
Cuando se encontraba apenas a unos pasos de distancia, la puerta de la choza del gurú se abrió de golpe, y salió Gautama. Estaba pálido y demacrado y, cuando fijó la vista en Ananda, era como si en ese momento estuviese mirando a un extraño. A Ananda le latía el corazón con fuerza.
—¿Qué ocurrió?
Gautama sacudió la cabeza y pasó caminando a su lado, sin detenerse. Pero no puso objeciones cuando Ananda lo siguió hasta el interior de su tienda, sumida en una penumbra opresiva por el cielo gris y encapotado. De pronto, Gautama tenía algo que decir.
—Ya no tengo fe, se me ha agotado —dijo—. Esta noche ya no estaré aquí. Querido amigo, no trates de seguirme. Regresaré a por ti en el momento oportuno. Sé paciente.
A Ananda le temblaban los labios.
—¿Por qué no puedo ir?
—Porque tratarás de retenerme, como yo traté de detener a Ganaka. —La comparación provocó una expresión de alarma en la cara de Ananda, pero antes de que pudiera contestar Gautama prosiguió—: No voy a suicidarme, no te preocupes. Pero podría pasar algo, algo grave.
—¿Le has dicho algo al maestro?
Gautama negó con la cabeza.
—Sólo le dije que emprenderé un viaje que puede ser largo o corto. Si él vive según lo que enseña, no lamentará perder un discípulo. Si se enfada, entonces tengo derecho a abandonarlo. Lo único que lamento es verme obligado a despedirme de ti.
Abatido, Ananda se hundió en un silencio melancólico; los dos estaban sentados en la penumbra gris, escuchando las gotas que golpeaban el techo de la tienda. Gautama le tocó en el hombro para consolarlo.
—No tengo por qué ocultarte cosas a ti. Me trajeron un mensaje —dijo—. Un viajero llegó al campamento esta mañana y me topé con él en una de las chozas. Supe por su acento que era un sakya, de modo que traté de irme, pero no fui suficientemente rápido.
—¿Rápido para qué?
—Para que no me reconocieran. El extraño se lanzó a mis pies y se echó a llorar. Le rogué que se levantara, pero se negó. Los bikkhus de la choza empezaron a murmurar y a intercambiar miradas. Finalmente, el extraño se incorporó y me dijo que se suponía que yo estaba muerto.
—¿Muerto? —preguntó Ananda—. ¿Porque lo dejaste todo atrás?
—Peor, mucho peor. Tengo un primo llamado Devadatta. Está lleno de envidia y siempre estuvo sin motivo alguno en mi contra. Cuando abandoné mi hogar, temía que aumentara su influencia en la corte. Y así fue, de la forma más terrible.
Gautama le contó a Ananda lo que le contaron ese mismo día: que Devadatta había encontrado un cadáver decapitado en el bosque, con las túnicas de Siddhartha.
—Todos le creyeron. Nunca hallaron la cabeza. Es probable que el propio Devadatta haya cometido el asesinato. Es muy capaz. —La voz de Gautama se deshizo poco a poco en un silencio penoso—. Yo provoqué este desastre. Todos los que amaba están sumidos en la pena.
—Pero es un fraude —protestó Ananda—. Envía un mensajero a tu hogar para que los ponga al tanto.
—Si hago eso, Devadatta será arrestado y ejecutado. No sacrifiqué la felicidad de mi familia para eso. Matarlo transformaría mi búsqueda en una farsa. Debo seguir adelante. No he hecho lo suficiente.
—Pero sufrirán todavía más si piensan que no regresarás nunca —dijo Ananda.
Al parecer, en lugar de convencer a Gautama, las palabras aumentaron su resolución.
—La persona que conocieron no regresará jamás. Si eso es lo que esperan y desean, da igual que me crean muerto.
Por muy firme que tratara de ser, Gautama no podía ocultar la angustia en su voz. Ananda le cogió la mano.
—Vuelve a tu hogar y pon las cosas en orden. No soy brillante como tú, pero si le provocara un dolor así a mi familia me parecería igual que traicionar a Dios.
El comentario conmovió a Gautama, pero mientras analizaba lo que acababa de decir Ananda, la expresión de su rostro se tornó sombría.
—Me estás condenando a una trampa, amigo. Dediqué todo mi corazón a encontrar a Dios. Lo abandoné todo por él. Si eso es lo mismo que traicionarlo, entonces ya no tengo esperanza. Tampoco tú ni ninguno de los que están aquí.
Hubo más discusiones esa tarde, más ruegos de Ananda, pero Gautama se había decidido. El cielo estaba tan oscuro que se fundía a la perfección con el anochecer. Gautama no permitió que Ananda hiciese guardia junto a su catre hasta el alba, porque recordaba el dolor que había sentido cuando despertó y descubrió que Ganaka ya no estaba.
—Antes de que nos despidamos, quiero que comprendas algo —dijo—. Crecí en un palacio, pero era un prisionero. No tenía más que un amigo, por lo que pasaba las horas solo, o con la servidumbre. Lo que más me fascinaba eran los tejedores de seda. Los descubrí encorvados sobre sus telares en una pequeña habitación de los pisos superiores. El cuarto estaba inundado de olor a azafrán e índigo. Los tejedores no hablaban entre sí; lo único que se oía era el ruido que hacían las lanzaderas cuando iban de atrás hacia adelante, una y otra vez. Había una anciana, jorobada y casi ciega, que hacía algo que yo no podía comprender. Si se cortaba un hilo, descargaba todo el telar y empezaba de nuevo. Le pregunté por qué destruía el trabajo de toda una semana por un solo hilo cortado. Me respondió con una sola palabra: «karma». El karma mantiene el equilibrio entre el bien y el mal, es una ley divina. Cuando se viola la ley, aunque sea con la mayor inocencia, no hay vuelta atrás. Da igual que se trate de una alteración pequeña, despreciable en apariencia. Un hilo cortado altera todo el diseño; una maldad trastorna el destino de una persona.
Ananda escuchaba con atención, tratando de recordar todo lo que decía Gautama, por si se daba el caso de que no volvieran a verse.
—Quieres decir que el hilo de tu vida se cortó.
—Creí que se había cortado el día en que abandoné mi hogar. Pero fui ingenuo. Cuando dejé de ser Siddhartha, su karma no dejó de seguirme. Me siento tan atribulado como cuando dejé a mi esposa y a mi hijo, hace un año. Tengo hambre de libertad, pero la trampa se acerca cada vez más. En lugar de atacarme directamente, los demonios siembran discordia en todo lo que me rodea. Sólo me queda una cosa por intentar. —Gautama eludió la verdad: que los demonios, de hecho, le temían.
—Pero ¿qué harás? —preguntó Ananda, tratando de no pensar en lo solo que estaría después de esa noche.
Gautama quería ocultar sus intenciones, pero bajó un poco la guardia. Había muchas posibilidades de que fracasara, y si ocurría eso regresaría a su hogar y no trataría de buscar a su siguiente gurú.
—La muerte me ha acechado desde que nací. En última instancia, por mucho que luche, la muerte triunfará: el cazador matará a su presa. Pero hasta entonces, tengo una oportunidad de cambiar las cosas. Si me muevo con rapidez, tal vez pueda matar a la muerte antes de que ella me mate a mí. No hay otra manera, si lo que quieres es ser libre.
En un país donde las aldeas estaban separadas por un día de marcha y donde los viajeros se pegaban a un camino que serpenteaba a lo largo de kilómetros de tierras inhóspitas y desconocidas, Gautama podía desaparecer en el mundo salvaje y perderse para siempre. Estaba dispuesto a hacer eso, pero era demasiado peligroso ir solo. Los tigres no tienen miramientos a la hora de devorar idealistas. Por lo tanto, una vez que dejó atrás el campamento de Udaka, Gautama buscó una compañía más rigurosa. Tendrían que ser monjes. Deberían, además, estar dispuestos a permanecer en silencio durante días o semanas. Por último, tendrían que llevar sus cuerpos a un punto en el que sólo quedaran dos opciones: estallar y alcanzar la libertad o perecer como mortales.
Gautama les hizo la misma propuesta a todos los monjes que encontró: «Ven conmigo y derrota al karma de una vez y para siempre. La muerte está jugando con nosotros. Es un juego largo, pero al final el resultado es seguro. Ésta es la única oportunidad que tienes de vencer el dolor y el sufrimiento que heredaste el día de tu nacimiento».
No eran palabras extrañas: todo hombre santo sabía que el mundo no era más que una ilusión. En los Vedas se repetía una y otra vez. Sin embargo, todos los monjes que escucharon a Gautama sacudieron la cabeza y desviaron la mirada con sentimiento de culpa. «Tu verdad es demasiado dura, hermano. Ya llevo una vida que las personas comunes consideran imposible. Un día conoceré a Dios, pero si trato de torcer su voluntad, la única recompensa que podría obtener es la muerte».
Algunos usaban esas palabras, otros utilizaban otras, pero nadie se atrevía a aceptar el desafío de Gautama. Cuanto más elocuente era, más reticentes se tornaban sus interlocutores. «Pareces santo, pero podrías ser un demonio con labia», le recordó un viejo monje. Al final, Gautama encontró compañía, aunque no fue gracias a sus palabras. Empezó a comer sólo un puñado de arroz por día, se le fue consumiendo y demacrando el cuerpo y su piel se convirtió en una membrana tirante y traslúcida pegada a los huesos: Gautama adquirió una suerte de aura resplandeciente. Sus manos, que extendía para bendecir a todo el que se lo pidiese, parecían ahora más grandes, al igual que sus ojos de color castaño oscuro. Semejante aura de inanición santa atrajo a otros cinco monjes y, encabezando el grupo así formado, Gautama marchó río arriba, hacia las tierras altas, donde encontraron una gran caverna aislada.
Era un lugar imponente donde podían sufrir. Los picos centinelas del gran macizo del Himalaya marcaban el horizonte lejano. El aire era frío, como las primeras capas de hielo que se forman en un estanque cuando llega el invierno. Gautama despertaba con una extraordinaria agudización del sentido del oído. Las leves corrientes de aire que bañaban el valle se oían en su interior como si fueran la respiración del mundo. Pero la humedad de la lluvia hacía que le dolieran los huesos y el rugido de los truenos le partía la cabeza en dos. Su sensibilidad llegaba a un punto tal que la cabeza le latía con dolor durante días. Los primeros meses, él y los cinco monjes se quedaban sentados en la cueva, hablando tan poco como fuera posible, recolectando raíces para alimentarse y llenando sus calabazas en un arroyo.
En un principio, Gautama tenía miedo de estar siendo demasiado indulgente consigo mismo, ya que, por muy precaria que fuera su situación, él amaba la vida de austeridad. Quizá demasiado. Hizo la prueba de sentarse durante horas en la nieve para ver si podía sentir un dolor tal que le permitiera abandonar toda esperanza de placer. Repitió esto día tras día, hasta que ocurrió un milagro. A través de la nieve, que caía copiosamente, vio a un extraño que caminaba hacia a él. Al principio no era más que una sombra borrosa sobre el fondo de nívea blancura, pero, a medida que se acercaba, Gautama vio que no se trataba de un hombre que estuviera haciendo frente a la tormenta, sino del dios Krishna. Tenía la cara más hermosa y serena que jamás había visto, y su piel era de un azul violáceo oscuro, muy lejos del negro.
Gautama se postró en la nieve.
—He esperado toda mi vida para conoceros —murmuró—. He abandonado todo por vos.
—Lo sé —contestó Krishna. La voz resonaba entre las montañas como un trueno sordo—. Ahora vete a casa y no vuelvas a hacer semejante estupidez.
El dios se dio la vuelta y se alejó. En ese momento, Siddhartha despertó, temblando y muerto de hambre. El cielo estaba despejado; no había tormentas de nieve. Gautama regresó a la cueva, pero no dijo nada a los cinco monjes. Quizá no había sido más que un sueño; o tal vez Krishna era real. En cualquier caso, Gautama estaba decidido a no dejarse llevar por delirios. Pero necesitaba algún tipo de indicio de que su guerra contra la muerte estaba progresando. Lo único que tenía era una mente que empezaba a rebelarse una vez más. En un principio, se quejaba por la soledad y por el miedo: sostenía que Gautama se estaba lastimando sin necesidad. En esa etapa, la voz que oía Gautama en su mente era quejosa y débil, como la de un niñito. Sin embargo, con el transcurso de las semanas, su mente se volvió turbulenta y feroz. Odiaba a Gautama por haber traicionado todo lo que era importante: familia, deber y dioses. ¿Por qué era tan arrogante? Esa voz sonaba como la de un amante despechado, amarga y acusadora. Si Gautama no dejaba lo que estaba haciendo, la voz amenazaba con volverse loca por el sufrimiento.
Gautama ya había atravesado esas crisis otras veces, por lo que no estaba sorprendido, ni siquiera cuando su mente se volvía más insistente que nunca. Como el monje quería acelerar su victoria, cuanto más se quejaba su mente, más privaciones se obligaba a sufrir. Se sentaba desnudo todo el día en un lago congelado, mientras su pensamiento daba alaridos de agonía.
«Si quieres matarme, hazlo ahora», pensó Gautama, desafiante. No sabía a ciencia cierta a quién se dirigía. Quizá no a su mente, sino a Yama, el señor de la muerte. Cuando llegó el alba y descubrió que no había muerto, Gautama se sintió sumido en un éxtasis. Había recibido el indicio que buscaba, porque el frío y la naturaleza no lograron derrotarlo. Seguía vivo, y eso probaba que era más poderoso que el sol, el viento y el frío. Sobrevivía sólo con un puñado de semillas y bayas silvestres por día. Eso era posible porque el hambre y el dolor no eran más que ilusiones. Controlaban a los hombres a través del miedo, no porque fuesen reales.
Con bríos renovados, decidió esforzarse más. Su futuro traería austeridades más extremas: podía amontonar rocas sobre su pecho o perforarse las mejillas con maderas afiladas. Las leyendas hablaban de yoguis que eran capaces de arrancarse sus propios brazos y arrojarlos al fuego. Pero los cinco monjes se resistían. Ellos no habían recibido indicios. Gautama sabía que tendría que predicar si pretendía que sus hermanos monjes tuvieran su convicción. De otro modo, un día despertaría tras soportar una austeridad cruel y se encontraría solo.
—Dudáis de mis métodos, ¿no? —dijo.
—Sí —contestó el monje más viejo, llamado Assaji—. Si pudieras verte, te asustarías. ¿Por qué crees que invitar a la muerte es el modo de derrotarla?
—Porque cuando todo lo demás ha fallado —dijo Gautama—, lo que queda debe de ser la respuesta. Aún no he hecho nada para ganarme vuestro respeto, pero creedme cuando os digo que lo he intentado todo para liberarme. He aprendido el Dharma del yo superior, pero nunca conocí a mi yo superior ni oí una palabra de él. He aprendido el Dharma del alma, que se supone que es mi punto de contacto con la divinidad. Aun así, por muy lleno de dicha que me sintiera, la ira y la pena siempre volvían a abrumarme. Vuestra experiencia debe de ser similar.
Ninguno de los monjes respondió, y Gautama supuso que estaban de acuerdo.
—Con el tiempo, concluí que mis penurias podrían durar toda la vida. ¿Con qué fin? Aún sería un esclavo del karma y un prisionero en este mundo. ¿Qué es ese karma que nos visita y nos trae tanto sufrimiento? El karma son los deseos eternos del cuerpo. El karma es el recuerdo de placeres pasados que queremos recuperar y de dolores pasados que queremos evitar. Lo que asedia nuestra mente son los engaños del ego y las tormentas de ira y miedo. Por esa razón decidí extirpar el karma de raíz.
—¿Cómo? ¿Crees saber algo que los demás desconocen? —preguntó Assaji. El cuerpo enjuto del monje ya mostraba los efectos de años de austeridad.
—No, no yo. Pero vosotros lleváis la vida del asceta. ¿Acaso no habéis pasado años sentados en silencio, repitiendo vuestras plegarias, contemplando imágenes de los dioses, recitando mil ocho nombres de Vishnu? —el monje más anciano asintió—. ¿Y habéis alcanzado con eso la libertad?
—No.
—Entonces, ¿por qué deberíais seguir haciendo algo que no funciona? Los sacerdotes de los templos os enseñaron cómo llegar a Dios, pero eran sacerdotes que tampoco han hallado la libertad, pese a lo cual se creen dueños de las escrituras sagradas como los granjeros se sienten amos del ganado que marcan. —Gautama no había comido nada en días y a duras penas dormía. Se preguntó por un instante si hablaba como un trastornado.
Uno de los monjes más jóvenes lo interrumpió.
—Muéstranos tu camino.
—En el camino conocí a un viejo sannyasi llamado Ganaka, y él me dijo algo importante: «Deja que el mundo sea tu maestro». Al principio no pude entender qué quería decirme, pero ahora sí. Todas las experiencias que me apresan son terrenales. El mundo seduce y es difícil interpretar su verdadera esencia. Sin embargo, el mundo no es más que deseo, y todo deseo me obliga a ir tras él. ¿Por qué? Porque creo que es real. La lección que enseña el mundo, entonces, es sutil: dejad de creer en mí. Los deseos son fantasmas que ocultan la cara sonriente de la muerte. Sed sabios. No creáis en nada.
Hicieron falta varias noches en torno al fuego, pero Gautama y los cinco monjes llegaron a un acuerdo: no da rían a sus cuerpos ninguna razón para permanecer en el mundo, ningún deseo que saciar, ningún ansia de la cual hacerse esclavo. Se sentarían como estatuas, de cara a una pared y, por muchos deseos que los asaltaran, rechazarían con frialdad hasta el último de ellos.
—Incluso sin son diez mil los hilos que nos atan a nuestro karma —dijo Gautama—, podemos romperlos todos, uno por uno. Cuando se haya ido el último, habrá muerto el karma y no nosotros.
Gautama creía en cada palabra que decía. Quizá los cinco monjes no estaban tan seguros, pero lo seguían. Se sentaron como estatuas, de cara a una pared, y esperaron. Gautama tenía un ímpetu tan ferviente que creía que pronto alcanzaría su objetivo. Assaji, sin embargo, no estaba dispuesto a comprometerse.
—La infelicidad es hija de expectativas que no se cumplen —le recordó a su hermano monje—. No esperar nada también puede ser una trampa.
Gautama inclinó la cabeza.
—Comprendo. —Sin embargo, su gesto de humildad ocultaba el fuego que lo quemaba por dentro. Según las leyendas, otros yoguis habían encontrado la inmortalidad. Eran grandes aspirantes, y Gautama no se consideraba menos que ellos. Escogió un lugar lejos del refugio, se sentó sobre un montón de piedras y esperó.
—Si debes ir, ve. No necesito explicaciones —dijo Assaji. Se dirigía a Kondana con una mirada tierna y en absoluto reprobatoria. Kondana era el más joven de los cinco monjes, pero había demostrado ser el más resistente al final.
—Ya conoces mis razones: míralo —protestó Kondana. Señaló una estatua nudosa que estaba tendida en el suelo de la jungla y se parecía tanto a un trozo gastado de madera que a veces debía recordarse a sí mismo que, de hecho, era una persona viviente: Gautama—. No puedo quedarme viendo cómo se suicida —dijo Kondana—. Es como ver a un cadáver que se descompone mientras sigue respirando. —Ya se había quedado más tiempo que tres de los cinco monjes. Ninguno fue impaciente. Desde el día en que juraron seguir a Gautama, habían pasado cinco años buscando la iluminación.
—Ya no se mueve. Me pregunto dónde está —dijo Assaji.
—Creo que en el infierno —contestó Kondana con pena.
Los años de austeridad habían provocado muchas cosas. Durante la meditación, todos experimentaron cosas que no creían posibles ni en sueños. Hasta el mismo Assaji había visitado el hogar de los dioses. Llegó a ver a Shakti, la sinuosa consorte de Shiva, que le mostró un baile en el que cada paso que daba sacudía los mundos mientras el tintineo de las alhajas de sus tobillos se convertía en estrellas. Había conversado con los más grandes sabios, como Vasishtha, que llevaba siglos muerto. Gautama era el único que no contaba cosas como ésa y, después de que el invierno se instalara entre las cumbres del Himalaya, fue cuestión de vida o muerte obligarlo a encontrar un lugar menos expuesto. Gautama aceptó con reticencia, pero a condición de que le permitieran seguir con su vida de austeridad y que los cinco monjes no entraran en contacto con otros seres humanos.
No todos pueden soportar la imagen de un hombre escuálido, con la piel convertida en cuero marrón y curtido, que había subsistido con la décima parte de la comida que recibe un recién nacido. Algunos lo consideraban un fraude; otros, un loco. Unos pocos supersticiosos lo llamaban santo.
—Ya no sé quién soy —dijo Gautama—. Pero estoy bendito, porque sólo me hicieron falta cinco años para darme cuenta de quién no soy.
Assaji se acercó a Gautama y, con ayuda de Kondana, lo levantaron. Se había caído durante la noche, y el samadhi en el que había pasado esos días era tan profundo que el monje no registraba nada del mundo exterior. Los demás debían ocuparse de alimentarlo, abriéndole la boca y metiéndole en ella un puñado de arroz masticado. Lo llevaban al río para bañarlo y lo movían cuando azotaba la furia del sol calcinante. Con todo esto, parecía que Gautama estaba indefenso y paralizado. Pero Assaji sabía que las apariencias engañan. La búsqueda de Gautama era de aquellas que se remontaban a tiempos inmemoriales.
Kondana se puso las sandalias y guardó algunas bayas secas en su manto.
—¿Vendrás? —le preguntó a Assaji.
—No.
—¿Aún crees que tiene posibilidades... de tener éxito?
—Yo no diría eso.
No había nada más que hablar. Kondana hizo una reverencia frente a Gautama y puso una orquídea silvestre rosada a sus pies en señal de respeto. Ya no se sentía culpable por haber perdido las esperanzas: estaba demasiado exhausto para sentir algo. Mientras Kondana se alejaba del campamento, Assaji le tocó el hombro.
—Cuando llegue el momento, mandaré a buscarte. Los cinco tendríamos que llevar el cuerpo a los suyos.
Ésa fue la última palabra que Assaji dijo u oyó en los tres meses siguientes. Llegó la primavera y, día tras día, trajo una lluvia de flores blancas como la crema, que caían de los árboles de sal y cubrían como un manto el bosque del norte. Gautama no se había alterado. Por momentos, mostraba más signos de vida que los habituales. De noche, Assaji oía que salía del campamento para hacer sus necesidades, pero no ocurría con frecuencia. A veces bajaba el nivel del agua en la calabaza que Assaji había puesto junto a su hermano.
Lo que finalmente cedió fue el cuerpo de Assaji. Enfermó estando solo en la jungla y, hasta donde él sabía, aquello era un signo. Envuelto en su manto, sufrió los delirios de la fiebre durante cinco días y sus noches. Cuando se manifestó la fiebre, temblaba, bañado en un sudor frío. Poco a poco, su cuerpo recuperó la salud, pero al mismo tiempo se produjo un cambio inesperado. Assaji volvió a sentir hambre. Ansiaba una comida de verdad y solía recorrer el suelo de la jungla buscando un loro muerto que pudiese cocinar en el campamento.
«Si no como algo nutritivo, mi búsqueda habrá terminado», pensó. No estaba dispuesto a hundirse en un nivel infrahumano, por muy grande que fuera la meta de la iluminación. Decidió decírselo a Gautama. Una mañana, se agachó frente a su hermano inmóvil y le limpió la tierra que le cubría el rostro con agua de la calabaza.
—Me voy —dijo. Gautama no dio indicios de haberlo oído—. Debo pensar en mi alma. Si tú mueres y yo te dejo, mi pecado sería tan grave como un asesinato. No deberías ser responsable de eso. Me da vergüenza hablar de pecados con alguien como tú, pero no deberías sentirte avergonzado si decides venir conmigo.
La culpa hizo sentir a Assaji que ya había dicho demasiado. Al igual que los demás, su fe se había desgastado demasiado. Assaji permaneció en el campamento unos días más. Apiló un poco de fruta junto a Gautama y le dejó agua para una semana. Qué extraño era que aquel icono inmóvil siguiese vivo y que, detrás de su máscara, estuviese librando una batalla tan grandiosa. «Poneos de cara a la pared, como estatuas, y no deis nada a vuestros cuerpos». Assaji recordó las palabras de aliento de Gautama, pero ya no podía hacerle caso. Abandonó el campamento antes del alba y sin hacer ruido.
Gautama no lo oyó partir; no había oído nada desde el momento en que advirtió —sólo en el límite más remoto de su conciencia— que Kondana ya no estaba. No importaba. Se había dado cuenta de que estaba transitando el camino en soledad. Había dos travesías que debían hacerse sin compañeros: la travesía hacia la muerte y la travesía hacia la iluminación.
En sus meditaciones, logró alcanzar el cielo antes que los demás, pero no había dicho nada. La belleza era deslumbrante; había seres celestiales dorados que se materializaban a su alrededor. Sin embargo, tomó un camino que los demás monjes no estaban dispuestos a seguir: también dio la espalda a los seres celestiales.
—Ya conozco el placer. ¿Qué gano sintiendo más placer?
—Este placer es celestial —contestaron los seres del cielo.
—Que sólo después de muerto podré disfrutar para siempre —dijo Gautama—. Por lo tanto, es tan bueno como una maldición. —Se alejó y pidió ver más sufrimiento.
De ese modo llegó a la puerta del infierno, donde vio los terribles tormentos que se aplicaban al otro lado de ella. Pero no salió ningún demonio a buscarlo. En lugar de eso, oyó estas palabras: «Ningún pecado te trae aquí. No pases».
Entró de todos modos, por su propia voluntad. «Conozco el miedo», pensó, «y el miedo es la principal arma de la muerte. Dejadme sufrir el peor de los tormentos y entonces el miedo ya no podrá controlarme».
La fase de tormentos infernales se prolongó durante un largo tiempo, ya que una vez que los demonios le desgarraron la piel, disfrutaron demasiado de su trabajo, y para prolongarlo lo curaban: los huesos rotos y la carne desollada sanaban todas las mañanas.
—¿Dónde está Mara? —preguntó Gautama—. También tengo que saber qué es lo peor que puede hacerme él.
Pero, por alguna razón, Mara nunca apareció. Gautama se preguntó si no era algún tipo de trampa, pero, tras un tiempo, los tormentos se volvieron rutinarios, y su mente empezó a aburrirse. Una mañana, los demonios no aparecieron, y las escenas del infierno se esfumaron, dando paso a un silencio inmóvil, oscuro.
Gautama esperó. Sabía que había derrotado a todas las formas de sufrimiento que podía imaginar. Su cuerpo ya no sentía dolor; su mente no albergaba el menor deseo. Y, aun así, no había ningún indicio de que hubiera alcanzado su meta. El silencio lo bañaba como una noche tranquila, eterna. Decidió abrir los ojos.
Al principio, no tuvo más que la leve sensación de estar envuelto en un manto, que después de un tiempo reconoció como su cuerpo. Miró hacia abajo. Era mediodía, pero alguien lo había puesto bajo el techo de la jungla, que el sol no penetraba nunca. Al mirarse, Gautama vio dos palos cruzados: sus piernas, y dos garras de mono secas: sus manos. Advirtió un montón de fruta podrida a su lado, cubierto de hormigas y avispas. De pronto notó que estaba sediento. Buscó su calabaza, pero las últimas gotas que quedaban eran verdes y hervían de larvas de mosquitos.
Pudo sentir, a medida que se acostumbraba a estar en su cuerpo una vez más, que su físico no podía resistir más. Aun así, sólo podía pensar en encontrar a los cinco monjes para decirles que había alcanzado la iluminación. Trató de descruzar sus piernas de palo y levantarse, pero, cuando las movió un poco, los músculos debilitados gritaron de dolor. Las miró con desaprobación, frunciendo un poco el ceño, como un padre primerizo que siente que no puede hacer nada para que su hijo deje de llorar.
Gautama no tenía simpatía alguna por su cuerpo, pero debía hacer algo para lidiar con él. Con mucha fuerza de voluntad, logró mover las extremidades y empezó a arrastrarse con lentitud por el suelo del bosque. Estaba húmedo y caliente; había hongos, piedras e insectos que se deslizaban bajo su piel. Podía oír el rumor de un curso de agua cercano. Percibió la sed desesperada de su cuerpo. Quizás llegaría al agua a tiempo, quizás no. Siguió arrastrándose, pero el suelo del bosque prácticamente había dejado de moverse debajo de él. Casi podía contar cada escarabajo que aplastaba con su peso. Una pequeña serpiente de un color rojo furioso huyó, muy cerca de su cara. El aire se volvió denso, y cualquier movimiento, el más pequeño intento de arrastrarse pasó a ser imposible.
Tendido allí, advirtió que nunca había esperado que la iluminación fuera lo último que le ocurriese antes de morir.