Capítulo 16

Mientras yacía inmóvil en el suelo, Gautama se dio cuenta vagamente de que había caído una sombra sobre él. Cuando la sombra se movió, Gautama supuso que tenía que ser el contorno de un animal enorme, un predador atraído por su olor. Era muy probable que el animal estuviese hambriento, pero a Gautama no le importaba cómo terminaría su existencia en la tierra.

—Por favor, no te mueras.

La voz de la chica le hizo levantar la vista, casi contra su voluntad. Ella estaba perpleja y se echó hacia atrás con timidez. Parecía tener unos dieciséis años y haber estado muy sola. Gautama cerró los ojos y esperó que la timidez la obligara a marcharse. En cambio, sintió unas manos suaves y tibias a cada lado de la cara. La chica le levantó la cabeza un poco y le quitó la mugre de las mejillas con una punta de su sari. El azul estaba descolorido y la tela gastada: era el sari de una chica pobre.

—Toma.

Ella apretó algo contra la boca de él. Era un cuenco, y el borde le lastimó los labios agrietados. Gautama sacudió la cabeza y una palabra ronca le salió de la garganta.

—No.

—¿Eres un dios? —preguntó la chica.

Gautama sintió una ola de delirio; las palabras le parecían faltas de sentido.

—Vine al río para que me bendijera el dios que vive allí. Mi boda es dentro de un mes —dijo ella.

¿Un dios? Gautama no podía sonreír siquiera. Apenas sacudió la cabeza y dejó que la cara se cayera hacia atrás para tocar el suelo cálido de la jungla. Pero, por haberse consumido, estaba mucho más débil que la chica, así que no pudo presentar resistencia cuando ella le dio la vuelta y lo levantó en sus brazos, sin hacer el menor esfuerzo.

—Tienes que hacerlo. —Otra vez le puso el cuenco en los labios—. No seas terco. Si mi ofrenda es lo suficientemente buena para un dios, tú no te creerás mejor que él, ¿verdad?

Ahora nacía una sonrisa dentro de Gautama.

—Ve a buscar a tu dios —balbuceó. No tenía idea de si las palabras eran coherentes. Apretó la mandíbula para que ella no pudiera verterle el contenido del cuenco en la boca. No tenía sentido que estuviera allí.

—No voy a dejarte aquí —dijo ella—. No puedo permitir que la gente diga que Sujata hizo semejante cosa.

En medio de su sopor, la mente de Gautama de pronto se puso alerta. Lo que había dicho parecía imposible.

—Dime tu nombre de nuevo. —Oyó que sus palabras salían con claridad.

—Sujata. ¿Qué ocurre?

La chica vio que las mejillas del hombre moribundo se bañaban de lágrimas. El cuerpo consumido empezó a temblar en sus brazos. Se sentía terriblemente apenada por él. Sin fuerza, él abrió la boca, y Sujata vertió un poquito de comida en ella. Había cocinado arroz dulce con leche para la deidad del río. El hombre moribundo aceptó más. Se había desvanecido su terquedad, aunque la chica no tenía idea del motivo.

Con desgarradora voz enferma, él balbuceó:

—¿Qué he hecho?

—No lo sé —respondió ella, confundida. Pero ya se le había pasado la timidez y el miedo ante él—. Tenemos que llevarte a casa. ¿Puedes caminar?

—En un ratito. —Gautama comió el resto del arroz con leche con una lentitud dolorosa. Después Sujata lo dejó unos instantes y volvió con algo de agua. Él bebió con ansia, y los labios heridos le sangraron un poco cuando abrió la boca.

—Te llevaré lo más lejos que pueda y después buscaré a mi hermano —dijo Sujata. Levantó con cuidado a Gautama para que se pusiera de pie. Parecía que las piernas frágiles fueran a quebrarse. No podía caminar, pero era bastante liviano como para que la chica lo recostara contra su hombro. Juntos caminaron con mucho esfuerzo por el sendero angosto que había tomado ella para llegar al río. Se toparon con un camino, y Sujata dejó a Gautama apoyado contra el tronco de un árbol, como un muñeco de trapo.

—Espera aquí. No dejes que nadie te mueva.

Otra vez empezaron a correr lágrimas por las mejillas de Gautama. A Sujata le dolía mirar; se apresuró y pronto desapareció por la curva. Gautama deseó que no se hubiera ido. De pronto se sentía solo y desconsolado. «Sujata». No había oído ese nombre en quince años. Pero no se había olvidado de ella. Por eso lloraba, porque cinco años de austeridad no habían logrado borrar sus recuerdos. Todo volvía como un torbellino: la primera vez que vio a Sujata, en su decimoctavo cumpleaños, cuando sus ropas, tan chillonas, podrían haberle quedado bien a un elefante; cuando se envolvió el turbante rojo; la excitación que reprimió cuando sintió deseos de ella. Nada más recordar esas cosas, fue como si una flor marchita en el desierto hubiera recibido las lluvias de la primavera. Su mente se desplegó en hojas y pétalos, trayéndole una imagen tras otra del pasado y, con ellas, las emociones que había querido extinguir. Estaba muy deshidratado, y pronto sus glándulas no tuvieron más que segregar. Sollozando en seco, volvió a experimentar lo que en su día sintió en la ciudad olvidada cuando se dio cuenta de que había perdido a Sujata y toda esperanza de recuperarla: una pena demoledora, un infierno viviente.

Gautama giró la cabeza y miró atrás, hacia la jungla. La mirada no le devolvió nada. No era ni un cielo amistoso ni una espesura peligrosa. Las flores no sonreían, el aire no tenía una humedad exuberante y envolvente. Lo único que vio fue la expresión en blanco de la naturaleza, y lo invadió un sentimiento de horror. Quería vomitar, pero trató de retener el arroz dulce y el agua con todas sus fuerzas. Débil como estaba, apenas podía oír sus pensamientos, que le decían que tenía que sobrevivir. El karma no había muerto y él tampoco. Cuando reunió algunas fuerzas, pudo pensar en el porqué de su fracaso.

La luz empezó a apagarse. Gautama sabía que era cerca del mediodía, así que seguramente se estuviera desvaneciendo. Sentía la cabeza liviana; un sudor frío le bañaba el pecho. Era un alivio perder la conciencia, así que se permitió hundirse en la sensación de una caída permanente. Unos loros rojos le increpaban desde lo alto; él estaba tan quieto que un par de monos curiosos empezaron a bajar con cautela por el tronco del árbol. Gautama no se dio cuenta. Su mente estaba absorta en la contemplación de la cara de Ganaka, que veía con gran nitidez. Tenía una expresión que no podía descifrar. ¿Pena? ¿Desprecio? ¿Compasión? La negrura se lo tragó todo.

* * *

La choza de Sujata era endeble y las paredes crujían. Casi no tenía protección de las inclemencias del tiempo, lo que significaba que la primavera podía entrar cuando quisiese. Gautama estuvo tendido en la cama, débil y febril, durante algunas semanas antes de notar eso. Una mañana, una flor blanca cayó flotando de los árboles, se meció con la brisa y entró por una grieta enorme de la pared. Aterrizó en la cara de Gautama y allí se quedó. La fragancia le hizo abrir los ojos.

—Mira que eres bonita.

Sujata se rió y se llevó la flor a la nariz.

—Gracias, noble señor. —Se la colocó detrás de la oreja. La chica se ocupaba de sus tareas de enfermera con dulzura, ocultando las preocupaciones que tenía por su paciente.

—A mí nada me parece bonito —dijo Gautama. Se había acostumbrado a decir lo que pensaba.

—No te creo —dijo Sujata.

Estaban solos y juntos todos los días. La choza había permanecido abandonada después de que muriera la abuela de Sujata, y ella suplicó a su familia que dejara que el extraño se recuperase allí. De todos modos, su familia no quería ni ver el esqueleto cubierto de piel, así que Sujata se salió con la suya sin objeción alguna.

Gautama se incorporó sobre los codos. Era el mayor esfuerzo que había hecho desde su llegada.

—Quiero salir.

—Yo no te detendré —dijo Sujata con afectada indiferencia.

Gautama sonrió con ironía.

—¿Desde cuándo eres tan cruel? —Se hundió en su almohada. Ella tenía razón: él todavía no estaba lo suficientemente fuerte como para que lo ayudaran a salir a la luz del sol—. ¿Aún estás contando los días transcurridos?

Sujata echó un vistazo a un trozo de corteza que estaba clavado a una pared; tenía talladas veinte marcas en forma de equis.

—Ahí está, ¿lo ves?

—Tienes que haberte olvidado de varios días. ¿Ha pasado un mes, quizás tres meses?

Sujata no quería que él supiera que había estado enfermo durante cinco semanas, así que procuró soltar evasivas.

—No tendría prometido si te hubieras quedado tres meses. Ya está todo bastante mal así. —Empezó a ponerle en la boca una mezcla de arroz hervido y lentejas. No se quejaba. Al bueno de su futuro esposo no le importaba esperar un poco más; al fin y al cabo llevaban comprometidos desde que ella tenía once años.

—¿Te irás a casa cuando te recuperes? —preguntó. Gautama giró la cabeza, evitando la siguiente cucharada de comida—. Lo siento —dijo Sujata—. Has hecho votos.

Él le lanzó una mirada seria.

—¿Respetarías a un hombre que quisiera mantener un voto aunque muriera?

—¿Te refieres a ti? —Sacudió la cabeza—. No.

A Gautama no le importaba estar tan pasivo y dependiente como un bebé. Lo único que sabía hacer, básicamente, era quedarse quieto. No le quedaba ni un ápice de iluminación. Los dioses se habían burlado de él. Ahora no era más que otro desgraciado muerto de hambre a quien habían encontrado, confundido y extraviado, vagando por la jungla.

Se pasaba el tiempo mirando, más que nada. Como se curaba tan despacio, el tiempo transcurría despacio también. Dejaba pasar una hora mirando cómo se movía por el suelo un rayo de sol matinal. Las motas de polvo flotaban, vagas, en el rayo, y le vino a la mente un verso sagrado. «Los mundos van y vienen como motas de polvo en un rayo de sol que brilla por un agujero del techo». Gautama solía pensar que esas palabras eran hermosas; ahora le parecían vacías. Cada día se ponía más fuerte, pero en su interior nunca desaparecía el horror. La expresión en blanco de la naturaleza seguía mirándolo dondequiera que posara la vista. Los ojos de Gautama iban de las ampollas de su piel al sol que brillaba por la ventana abierta, luego a la cara de Sujata y a la flor que tenía en la oreja. Todo aquello era la misma nada opaca.

—A partir de hoy, me voy a alimentar solo —dijo Gautama—. Y mañana saldré, aunque tengas que llevarme tú.

Sujata sonrió.

—Te has puesto demasiado gordo. Te dejaré caer al suelo, ya no puedo contigo.

Como no podía guardarse lo que pensaba, Gautama dijo:

—¿Sabes lo bella que eres?

—¡Oh! —Sujata había cogido una escoba para barrer el suelo de lodo apisonado. Tenía el pelo recogido hacia atrás; era demasiado pobre para tener maquillaje, y se coloreaba las mejillas con zumo de fresas cuando sabía que vendría su prometido—. ¿Por qué hablas así? Has dicho que hiciste un voto. —Parecía avergonzada y contrariada.

—Mi voto debe de ser muy poderoso. Puedo ver que eres hermosa, pero no me importa.

Ahora Sujata parecía más contrariada todavía. Dándole la espalda, barrió el suelo con furia, como para vengarse, levantando nubes de polvo. Durante media hora, no tuvieron nada que decirse. Pero después dos monos que peleaban en el patio arrancaron una carcajada a Sujata y, cuando ella acomodó las sábanas de Gautama, sus ojos lo miraron con gentileza, sin el más mínimo rastro de resentimiento.

Después de eso, tal como había prometido, Gautama comió solo y salió al patio, con la ayuda de Sujata y de sus piernas temblorosas. Ya no era un muñeco de trapo, así que podía sentarse en una silla de mimbre en lugar de quedarse recostado contra un árbol. Sujata estaba sorprendida de que no le importara dónde lo pusiera, al sol o a la sombra. Un día, salió y se encontró con que había pisado unas hormigas coloradas y que cientos de ellas, feroces mordedoras, le trepaban por la pierna. Gautama no se estremeció, ni siquiera las miró.

Haciendo a un lado de un manotazo a las agresoras y, con ellas, la sangre de sus picaduras, Sujata dijo:

—¿Qué estás haciendo contigo? No te rescaté del bosque para que no te importase nada. Busca algo que te dé vida, y rápido. —Se dio la vuelta y empezó a llorar.

—Te obedecería si pudiera —dijo Gautama—. Sé muy bien que te lo debo todo.

Su voz sonaba humilde y sincera, pero por dentro sentía tanta indiferencia hacia la angustia de ella como hacia el resto de las cosas. Sujata presintió eso, sin duda. De lo contrario, ¿cómo explicar el hecho de que al día siguiente él se levantara y encontrase la choza vacía? Sujata había dejado cuencos de comida, pero nada más. La puerta estaba cerrada, el suelo seguía húmedo después de haber sido lavado. Gautama asimiló todo lo que vio y se dispuso a esperar. Se preguntó, como un espectador imparcial podría hacerlo al mirar a un extraño, si su mente experimentaría la tristeza o se sentiría abandonada. Cuando no pasó nada, salió para mirar las nubes, cosa que hacía todos los días, no porque fueran hermosas, sino porque se movían tan despacio que le llamaban la atención.

Si dejaba que su atención se centrara en él mismo, su mente repetía una y otra vez: «Fallaste». Gautama no se defendía; ya no podía defenderse. Todos los días se volvía más fuerte, se sentía más distanciado de ese monje de certeza extrema que había estado dispuesto a morir por Dios. Gautama ya no era un fanático, pero no había nada con que reemplazarlo. Apartó los ojos de una nube con joroba de camello y se miró las manos. Habían echado carne de nuevo, e igual ocurría con sus piernas y brazos antes consumidos. Ya no necesitaba una enfermera. Trató de recordar cuántos años tenía. Treinta y cinco. Le parecieron una buena edad. Lo suficientemente joven como para empezar un trabajo honesto o retomar la vida de monje, o incluso volver a casa y convertirse de nuevo en el buen príncipe.

Era hora de elegir, ya que no podía quedarse solo en la choza de Sujata. Pero elegir parecía imposible. Más que un hombre era un vacío. A lo sumo, una nube vaporosa, a la deriva, como las que miraba. Después de un rato, Gautama decidió imitar a las nubes y dejarse ir, no dirigirse a ningún lugar en especial. Limpió la choza y borró todos los signos de su presencia, cerró la puerta a sus espaldas y se fue caminando.

Cuando sus sandalias hicieron contacto con la tierra apisonada del camino, tan familiar, su andar se transformó en un paso mecánico. Pronto adelantó a otros viajeros, pero ellos no lo advirtieron. Quizá también hubiese perdido su presencia, o tal vez la apariencia medio hambrienta le hacía demasiado insignificante, casi invisible. Los ojos de Gautama vieron el paisaje de la jungla —aves, animales, la luz que se filtraba en rayos brillantes por la bóveda inmóvil de hojas— y tuvo la impresión de que lo atravesaban todas las sensaciones. «Soy agua», pensó. «Soy aire».

No era desagradable. Si iba a pasar el resto de su vida como un vacío, sentirse transparente no era lo peor. Caminó un poco más, y tuvo otro pensamiento. «No estoy sufriendo». Se le aceleró el corazón un poco: era la primera vez que Gautama pensaba que no era un fracasado absoluto. ¿Cuándo había dejado de sufrir? No lo sabía, porque su cuerpo estuvo demasiado dolorido durante semanas, y eso lo había distraído. Se daba cuenta de que el dolor físico no era lo mismo que el sufrimiento. El sufrimiento es algo que le pasa a una persona, y él estaba casi seguro de que se había convertido en algo nuevo, una no persona.

Se quedó mirando el atardecer, los rayos de color entre rojo y dorado que atravesaban las nubes blancas y altas. Debían de haber pasado horas, y eso lo sorprendió, porque no se había percatado del tiempo transcurrido en absoluto. Sobre el techo de la jungla, vio la cresta de un árbol alto y se dirigió hacia él. El suelo que rodeaba al árbol era suave y mullido, y no tenía setas. Alzó la vista y vio que era una higuera de agua. El cielo se oscureció rápidamente; pronto se tornó casi imposible ver trozos azules entre la silueta negra del follaje. Gautama se sentó a meditar.

Se preguntó si una no persona necesitaba meditar, y en un principio la respuesta pareció ser negativa. Cuando cerró los ojos no se hundió en un silencio fresco, seguro. Por el contrario, era como estar en una caverna sin luz, donde no había diferencia entre tener los ojos abiertos o cerrados. Pero como no tenía nada que hacer ni adónde ir, decidió que meditar era lo mismo que hacer cualquier otra cosa. Divisó la luna menguante, que estaba en tres cuartos. Vagamente, Gautama pensó que sería hermoso ser la luna. Y entonces fue la luna.

No le sucedió de inmediato. Se sentó y la luna menguante se transformó en una porción fina, después en una línea delgada de luminiscencia en el cielo, antes de crecer de nuevo. La veía sólo una vez por noche, pues casi siempre tenía los ojos cerrados. En su interior no cambiaba nada. Sólo por la luna se dio cuenta Gautama de que habían pasado siete semanas.

—Aquí estoy. Ahora puedes abrir los ojos.

Gautama había dejado de delirar, así que la voz tenía que ser real. Abrió los ojos. Un yogui con pelo largo y barba lo había encontrado y estaba sentado bajo el árbol con las piernas cruzadas. La luz de la luna era lo suficientemente brillante como para revelar la cara de Ganaka, el monje condenado.

—No tienes que disfrazarte —dijo Gautama—. Esperaba verte, Mara.

—¿De veras? —El falso Ganaka sonrió—. No quería asustarte. Como sabes, soy básicamente amable.

—¿Amable como para mostrarme una imagen de la pena? Ya superé la pena —dijo Gautama.

—Entonces toma esta imagen como un saludo de Ganaka. Yo lo conozco bien —dijo Mara—. Está a mi cuidado ahora.

—Entonces debe de estar en un lugar de tormento. Pero yo ya superé el horror también. Así que dime rápidamente para qué has venido, con la menor cantidad de mentiras posible.

—Vine a enseñarte. Recuerda, ésa fue mi oferta cuando eras joven —dijo Mara—. Pero tú me juzgaste mal, como todos. Ahora tienes que ser más sabio.

—¿Tú crees que es más sabio tener a un demonio por maestro? —Mientras hacían bromas, Gautama no sentía nada hacia Mara, ni miedo ni aversión. Incluso preguntarse por qué el demonio había ido a buscarle fue poco más que un impulso débil al borde de su mente.

—Sigues juzgándome mal —dijo Mara con una voz que engatusaba—. Conozco los secretos del universo. No se me puede ocultar ningún conocimiento, porque mi función consiste en inspeccionar las grietas de todas las almas. Compartiré todo lo que sé contigo.

—No.

—Haré como que no he oído lo que has dicho. Has deseado el conocimiento al menos desde que te conozco. Lo vi en tus ojos. ¿Por qué tienes que darme la espalda ahora? Soy más grande que esos yoguis con los que has perdido el tiempo —dijo el demonio.

—El que quería saberlo todo ya no existe —respondió Gautama—. No tengo nada más que preguntar.

—La terquedad no te sienta bien, amigo mío. Estoy decepcionado. —El tono de voz de Mara era suave y seguro, pero estaba sentado tan cerca que Gautama sentía que el cuerpo del demonio temblaba de ira reprimida—. Pensé que estabas por encima de otras almas. Pero si insistes en ser vulgar, déjame cumplir lo que realmente quieres.

Esas palabras fueron recibidas con carcajadas. Entre los árboles llegaron tres hermosas mujeres con una lámpara de aceite en la mano; el incienso se arremolinaba alrededor de ellas. Mientras Gautama miraba, apareció un estanque en el bosque. Las mujeres empezaron a desnudarse, lanzándole miradas sugerentes y dejando escapar risitas suaves.

—Mis tres hijas —dijo Mara—. Son siempre encantadoras, así que... ¿para qué fingir? Las deseas.

Las mujeres tenían la piel blanca y sedosa y los pechos turgentes. Gautama siguió mirando mientras ellas se bañaban usando todos los gestos tentadores que se les ocurrían; tenían las manos delicadas, y la forma en que se tocaban sugería lascivia.

—Les dije que no eras tosco, pero, como ves, ellas se adaptarán a todos y cada uno de tus deseos —dijo Mara.

—Sí, ya lo veo —respondió Gautama—. El hombre que alguna vez tuvo esposa ya no existe. Puedo aceptar a tus hijas como mis nuevas esposas. Diles que se acerquen.

Mara sonrió con satisfacción. Las tres mujeres emergieron del estanque y se envolvieron con unos saris ligeros que dejaban traslucir sus cuerpos desnudos a la luz de la luna. Mara hizo un gesto, y la primera de las hijas se arrodilló, sumisa, ante Gautama.

—¿Cómo te llamas, hermosa? —preguntó Gautama.

—Soy Tanha.

—Tu nombre quiere decir «deseo». Te tomaré por esposa pero, desgraciadamente, no te deseo. Si te casas conmigo, jamás desearás ni serás deseada de nuevo. ¿Puedes aceptar eso?

Ante sus ojos, la cara adorable de Tanha se convirtió instantáneamente en el rostro de un demonio de colmillos largos que, dando un aullido, desapareció.

—Muéstrame a tu segunda hija —dijo Gautama. Mara, que parecía disgustado, hizo un movimiento brusco con la mano y se arrodilló ante ellos la segunda joven.

—¿Cómo te llamas, hermosa? —preguntó Gautama.

—Raga.

—Tu nombre quiere decir «lujuria». Yo nací varón y, por lo tanto, conozco muy bien tu atractivo. Te tomaré por esposa, pero si nos casamos, deberás respetar mis votos. Tu corazón de fuego se convertirá en hielo y jamás sentirás lujuria por nadie ni serás objeto de lujuria de nuevo. ¿Puedes aceptar eso?

Instantáneamente, Raga se transformó en una bola de fuego, que se abalanzó sobre Gautama para quemarle la carne. Pero el fuego lo atravesó y se desvaneció.

—Preséntame a tu última hija —dijo Gautama—. Las dos primeras no me quieren.

Mara se puso de pie de un salto, iracundo.

—Tratas muy mal a mis niñas amables. Lo único que quieren es servirte, y tú, a cambio de eso, las insultas con crueldad.

—Pero la tercera es tan hermosa que es imposible que la maltrate. Tráemela. Estoy seguro de que nos casaremos —dijo Gautama con tacto. Mara lo miró con una oscura sospecha, pero hizo un pequeño gesto. La tercera hija se arrodilló ante ellos.

—No me preguntes cómo me llamo —dijo—. Estoy libre de todo deseo y lujuria. Me eres tan indiferente como yo a ti. Estamos perfectamente de acuerdo.

—Eres muy sutil —dijo Gautama—. Pero yo ya sé cómo te llamas: Arati, o «aversión». No quieres nada porque lo odias todo. Te tomaré por esposa, pero sólo con la condición de que te abras al amor. ¿Puedes aceptar eso?

La cara de Arati adoptó una expresión de disgusto inefable. Alarmado, Mara estiró los brazos para sujetarla, pero era demasiado tarde. Instantáneamente, se desvaneció al igual que las otras. El demonio dio un aullido que se hizo cada vez más fuerte y feroz, hasta que llenó todo el bosque. Mara se hinchó y desapareció la forma de Ganaka. Empezaron a crecerle las cuatro caras horrendas.

—Voy a verte tal como eres de verdad. Bien —dijo Gautama.

—¡Arrogancia! —gritó Mara—. Me verás, así es, y en cuanto lo hagas morirás.

Empezó a hacer en el aire signos misteriosos que Gautama no entendía y, como por arte de magia, el reino de los demonios descendió a la tierra. El suelo del bosque estaba plagado de demonios venenosos parecidos a las víboras, que reptaban por el regazo de Gautama, mientras otros que parecían murciélagos trataban de morderle la cara. Una falange de elefantes tiró abajo los árboles y pisoteó a otros demonios y almas condenadas cuyos cuerpos quedaron deshechos bajo sus patas. Como el mundo de los demonios consiste en las formas más desagradables y terroríficas que pueda concebir la mente humana, no tenían fin las oleadas de súbditos de Mara que emergían bajo la luz de la luna.

El propio Mara montaba un elefante enorme que masticaba entre las mandíbulas unas almas que se retorcían. Al principio, se mantuvo distante, esperando que su ejército aniquilara a Gautama absorbiéndolo en un torbellino de tormento. Pero cuando vio la tranquilidad de la mirada de Gautama, se puso nervioso.

—Resiste todo lo que quieras. Jamás me iré de ti, ni yo ni mis súbditos. Este espectáculo es lo que verás el resto de tu vida.

—No me estoy resistiendo. Todos están invitados a quedarse —dijo Gautama—. No puedes atacar lo que no está aquí, y yo no estoy aquí —agregó—. No puedes subyugar lo que no se te resiste, y yo no me resistiré.

—¿Que no estás aquí? —preguntó Mara—. Estás loco.

—O quizá ya no tenga alma. ¿No se necesita un alma para estar condenado?

—¡Imposible! —La tranquilidad de las palabras de Gautama no sólo hizo enfurecer al rey de los demonios, sino que logró que los súbditos empezaran a desvanecerse como figuras hechas con sombras sobre una pantalla o un rayo de verano dentro de una nube.

—Compruébalo —dijo Gautama—. Si puedes encontrar mi alma, es tuya. A mí ya no me importa.

Mara bajó de un salto del elefante y se puso en cuclillas en el suelo, frente a Gautama.

—¡Trato hecho! —siseó. Jamás había encontrado a un ser, mortal ni divino, que no tuviera alma, y ahora este tonto había cedido voluntariamente la suya—. Eres mío, y te reclamaré cuando me plazca. —Ya habían desaparecido todos los demás espectros demoniacos. Las cuatro caras malignas de Mara siguieron allí unos segundos más, antes de que él se desvaneciera también.

Gautama dudó si volvería a verlo. La existencia de su alma, como todo lo demás, no le interesaba. La indiferencia total es la única cura para el karma. Que Mara se preocupara de ver si tenía alma o no; Gautama había prescindido de ella. Aun así, un susurro le decía con suavidad:

—No me mates. Ten piedad. Deja que conozca incluso tu deseo más ínfimo.

Gautama alzó la vista y recordó la luna, que estaba perfectamente llena mientras flotaba sobre el techo de la jungla.

—Deja que me convierta en la luna —respondió Gautama—. No tengo nada que desear aquí abajo.

Quería controlar su propio destino. Era el deseo más simple de cualquier ser humano, pero había sido una fuente de miedo e incertidumbre durante toda su vida. Todos le habían dicho, directa o indirectamente, que era imposible. Gautama incluso sentía una leve resistencia ahora, como si los dioses fueran a destruirlo al instante por usurpar su poder. Pero le pareció que se caía el último velo que había en su mente, una sensación cien veces más delicada que dejar caer una telaraña que estuviera pegada al cuerpo. Entonces se convirtió en la luna y experimentó lo que experimentaba la luna. Era imposible traducirlo en palabras: una serenidad impasible que se estremecía con su propia existencia. Una indiferencia por el mundo que estaba debajo. Una preocupación muy simple, sólo por la luz misma. Gautama era consciente de todos esos ingredientes de su estado, pero el nuevo estado en sí era inefable.

Entonces sucedió algo nuevo. La luna parecía saber que él había llegado y él sintió que le hacía una reverencia. «Hemos esperado». Gautama estudió el cielo con la mirada, y esas palabras parecían provenir de todos lados, no sólo de la luna, sino también de las estrellas y de la negrura que había en medio de las estrellas. Empezó a hinchársele el corazón.

«Yo también he esperado».

El cielo se agachó para envolverlo. Ahora Gautama entendía por qué se vio forzado a convertirse en una no persona. El mundo visible era una ilusión, pero mientras creyera en su karma, el mundo no podía revelarse. Él tenía que estar desnudo. Sólo en la inocencia se cae la máscara. «Así que es esto», pensó. «La verdad». Gautama le dio permiso a su corazón para que se hinchara y rebasara el cielo. No sabía lo que había más allá ni cuán lejos podía llegar. Había encontrado su libertad, y en la libertad todo está permitido.