EL CEREBRO ESTÁ EN EVOLUCIÓN

Todas las elecciones benéficas que hacemos implican la evolución de nuestro cerebro. En cierto momento es lenta, si consideramos que llevó cientos de millones de años que los cerebros animales más primitivos crecieran y se desarrollaran hasta llegar al espectacular y sofisticado cerebro humano. En términos darwinianos, no hay otro tipo de evolución más que ésta, la cual depende de mutaciones aleatorias de genes durante eones. Sin embargo, nosotros creemos que los seres humanos pasan por un segundo tipo de evolución provocado por las elecciones personales que crean nuevas conexiones neuronales y sinapsis, además de neuronas nuevas. Al ser impulsados por lo que queremos de la vida, nuestro crecimiento personal reconfigura el cerebro; por tanto, si elegimos crecimiento y desarrollo, lideramos nuestra propia evolución.

El supercerebro es producto de la evolución consciente. La biología se fusiona con la mente. Más o menos hasta la edad de 20 años, la naturaleza está a cargo de nuestro desarrollo físico, el cual ocurre de forma relativamente automática. No elegimos perder los dientes de leche o aprender a enfocar, pero son muchas menos las cosas que dependieron de la vinculación entre mente y genes. A los tres años, la mayoría de los niños no están listos para leer (con excepción de unos cuantos que tienen un trastorno conocido como hiperlexia, el cual les permite desarrollar la capacidad de lectura antes de los dos años de edad). Al llegar a los cuatro o cinco años, los niños están deseosos de leer, y sus cerebros están preparados. Entonces el niño descubre que las manchitas negras sobre la página tienen significado. También hay una edad óptima para aprender lenguas extranjeras, la cual alcanza su máximo en la adolescencia tardía.

Cuando los neurocientíficos creían que el cerebro era fijo y estable, el aprendizaje era considerado algo distinto a la evolución. Pero si el cerebro cambia a medida que aprendemos, ambos conceptos son sinónimos. Hace poco salió una noticia sobre Timothy Doner, un estudiante de preparatoria de 16 años de la ciudad de Nueva York que decidió aprender hebreo moderno en 2009, poco antes de su bar mitzvah. Su familia contrató un tutor, y las lecciones fluyeron bien. Un día Timothy estaba discutiendo política israelí con su tutor, y eso lo llevó a pensar en aprender árabe (considerada una de las cinco lenguas más difíciles del mundo), así que asistió a un curso de verano universitario.

El artículo continúa: “Le tomó cuatro días aprender el alfabeto, y una semana leer con fluidez. Luego se sumergió en otras lenguas: ruso, italiano, persa, swahili, indonesio, hindi, ojibwa, pashto, turco, hausa, kurdo, yiddish, neerlandés, croata y alemán, las cuales aprendió sobre todo de libros de gramática y apps de iPhone”. Timothy comenzó a colocar en internet videos en otras lenguas, y pronto tuvo su propio club de seguidores internacional. Descubrió que era políglota, alguien que domina varias lenguas extranjeras. Más allá de esta etapa están los hiperpolíglotas, que son individuos obsesionados con aprender docenas de lenguas. “A Timothy lo inspiró un video de Richard Simcott, hiperpolíglota británico que habla 16 lenguas a la perfección.”

El hecho de que el prefijo hiper, “excesivo”, aparezca con tanta frecuencia en este libro (hipertimesia para la memoria, hiperlexia para la lectura e hiperpolíglotas para quienes aprenden muchas lenguas extranjeras) indica lo bajos que son los estándares que le imponemos al cerebro. No hay razones para considerar excesivo un desempeño excepcional, pues ese adjetivo implica que es extraño, si no es que incluso un trastorno. Nuestra teoría es que podemos estar evolucionando hacia un nuevo estándar mucho más alto que los anteriores. La evolución consciente nos lleva al supercerebro, el cual no es extraño, no está trastornado ni es anormal en forma alguna. Las manchas negras sobre la hoja en blanco habrían desconcertado a nuestros ancestros, aunque los cerebros de aquellos primeros Homo sapiens ya habían evolucionado lo suficiente para permitir el lenguaje y la lectura. Lo que les hacía falta era tiempo y el surgimiento de culturas que harían madurar el lenguaje. ¿Qué clase de cosas sorprendentes hará la humanidad en el futuro de forma rutinaria, casi con el mismo cerebro que tenemos ahora? Es más, nuestras vidas actuales son de una complejidad inconcebible para personas de dos generaciones anteriores.

 

¿De quién es ese rostro?

El hecho de que Timothy pudiera aprender las bases de un lenguaje nuevo al mes, e incluso adquiriera un acento decente en hindi o alemán, demuestra que cuando se entrena al cerebro en momentos óptimos, éste puede dar un salto cuántico en una habilidad que ya trae grabada. Pero ¿qué es exactamente lo que se ha grabado? La ciencia encuentra la respuesta por fragmentos, casi siempre como resultado de un problema médico.

Un ejemplo sorprendente es la prosopagnosia, o incapacidad para reconocer los rostros. Algunos soldados que regresaron a casa después de la Segunda Guerra Mundial y que habían sufrido heridas en la cabeza no lograban reconocer los rostros de sus familiares ni de ninguna otra persona. Podían describir cada una de sus características con precisión —color de cabello, ojos, forma de la nariz—, pero cuando al final se les preguntaba: “Entonces, ¿sabes quién es esta persona?”, negaban con la cabeza, confundidos.

Al principio, los científicos vinculaban la prosopagnosia con heridas traumáticas; por su parte, los médicos de los siglos XVIII y XIX habían notado ya algunos déficits mentales extraños en sus pacientes. Sin embargo, durante las siguientes cinco décadas se encontró que hay una predisposición a la prosopagnosia, y que poco más de 2% de la población la padece. En casos extremos, la persona es incapaz incluso de reconocer su propio rostro. (El aclamado neurólogo Oliver Sacks, quien ha escrito un libro sobre el tema, reveló que él padece prosopagnosia. Relata que en una ocasión se disculpó por haber chocado contra alguien, pero después descubrió que se estaba disculpando con su reflejo en un espejo.)

Sea por una lesión o por cuestiones genéticas, la gente con prosopagnosia tiene algún defecto en el giro fusiforme, una parte del lóbulo temporal que se vincula no sólo con el reconocimiento facial, sino también de formas corporales, colores y palabras. Curiosamente, pueden pasar años antes de que la persona descubra que tiene este defecto, pues se apoya en pretextos como: “Soy malo para recordar los rostros” y utiliza otras claves sensoriales, como el sonido de la voz de un amigo o su forma de vestir, en lugar de reconocer su cara. Un hombre con este padecimiento reportó que, cuando su mejor amiga del trabajo se cortó el cabello, él pasó a su lado sin saludarla como si fuera una desconocida.

La prosopagnosia parecería un diagnóstico concreto y localizable en una pequeña zona específica del cerebro. Es un hecho bastante documentado que nuestros cerebros están programados para permitirnos reconocer los rostros de otros. De forma inconsciente, lo que vemos se registra en cinco zonas de la parte posterior del cerebro, pero para que las veamos de forma consciente, estas señales deben transmitirse a la corteza cerebral que está al frente. Cuando estos circuitos no funcionan de forma adecuada, el reconocimiento se vuelve imposible. (Otra zona específica nos permite reconocer lugares. Cuando alguien tiene un problema en ella, es capaz de describir con detalle una casa, pero no logra reconocer su hogar cuando está frente a él.) Todos los animales poseen las cualidades de adaptación básicas, y la evolución los ha dotado de capacidades de reconocimiento sorprendentes. Por ejemplo, los pingüinos de la región antártica que vuelven a casa con alimento para sus crías pueden caminar en medio de una multitud de millones de aves y enfilar directamente hacia donde está su criatura. (La explicación estándar es que el padre o la madre tienen grabado el chillido que emite su crío, aunque también podrían estar involucrados otros sentidos.) Pero hay otro aspecto de la prosopagnosia que no ha sido estudiado con profundidad: la capacidad opuesta que algunos individuos demuestran tener de ser “superreconocedores”.

Los superreconocedores recuerdan casi cualquier rostro que han visto en su vida. Pueden acercarse a alguien en la calle y decirle: “¿Me recuerdas? Me vendiste un par de zapatos en Macy’s hace 10 años”. Por lo regular, la persona abordada casi nunca se acuerda. Dado que estos encuentros son tan alarmantes, en ocasiones se ha acusado a estos individuos de ser acosadores, pues es más fácil aceptar la explicación de que nos han estado siguiendo a creer que en realidad se acuerdan. El paso del tiempo tampoco los engaña. Cuando se les muestran fotografías de chicos de siete u ocho años que después se convirtieron en actores de Hollywood, los superreconocedores saben al instante de quién se trata. Al preguntarle cómo lo hacía, una mujer se encogió de hombros: “Para mí, una cara que envejece sólo cambia a nivel superficial, como cuando alguien se tiñe el cabello o se peina de forma distinta”. Las arrugas de un octogenario no enmascaran las similitudes que tiene consigo mismo al compararlo con su foto de tercer año de primaria.

Si la prosopagnosia es un defecto cerebral, ¿qué será el superreconocimiento? Para responder esta pregunta deberíamos saber de inicio cómo funciona el reconocimiento facial. Por un lado, no utilizamos claves sensoriales, como lo hacen las personas con prosopagnosia para compensar su incapacidad. Cuando nos encontramos a una mujer de cierta edad no revisamos la lista de características de sus ojos, nariz, cabello y boca, y luego afirmamos: “Ah, es mi madre”. La reconocemos al instante, pues esta capacidad se remonta a la predisposición que tiene cada bebé casi desde el nacimiento. Aunque pensemos que las madres son un caso especial, el misterio no se clarifica en lo más mínimo. El cerebro forma imágenes completas, conocidas como gestalts, pues la biología subyace en nuestra capacidad de reconocer rostros al instante y no por partes.

También es un hecho que los fotones de luz que estimulan las células de la retina y las señales que se transmiten a la corteza visual no llevan la imagen en sí misma. El nervio óptico transforma las imágenes en mensajes neuronales sin forma ni luminosidad. La información entonces pasa por cinco o seis pasos de procesamiento. Se ordenan las regiones luminosas y oscuras, se detectan los contornos, se decodifican los patrones, etcétera. El reconocimiento ocurre casi al final del proceso Sin embargo, cuando afirmamos: “Ah, es mi madre”, nadie tiene la más remota idea de cómo la reconoció el cerebro. Las seis fases del procesamiento no abarcan la totalidad de la historia. Los expertos computacionales que trabajan en el campo de la inteligencia artificial han intentado diseñar máquinas que reconocen rostros a través de varias claves de patrones. En el mejor de los casos, los resultados son rudimentarios. Si vemos la fotografía de alguien que conocemos, aunque esté un poco borrosa, sabemos de quién se trata, pero hasta la computadora más sofisticada puede confundirse.

Sin embargo, si fotografiamos un rostro y luego volteamos la imagen, perdemos la capacidad de reconocerlo, ya sea un familiar, una celebridad o nosotros mismos. Es posible demostrarlo al abrir cualquier revista de sociales y ponerla al revés; los rostros famosos se vuelven rompecabezas indescifrables. Por el contrario, a la computadora diseñada para hacer reconocimiento facial no le importa que la imagen esté volteada o no, pues se le puede programar con facilidad para esto. ¿Por qué la evolución nos ha dado el potencial de superreconocimiento, mas no el de reconocer rostros puestos de cabeza?

Nuestra respuesta no se limitaría a cuestiones cerebrales. Afirmaríamos que la mente no necesita reconocer rostros al revés, por lo que el cerebro nunca ha desarrollado esta capacidad. Un darwiniano consideraría este argumento absurdo, pues, en términos estrictamente darwinianos, no hay mente, no hay guía en la evolución, no hay propósito; nada se hereda si no es a través de mutaciones genéticas aleatorias. Para Rudy, como investigador genético, introducir la mente en la ecuación es un acto quijotesco, pero él está convencido de que el cerebro crece y se desarrolla de acuerdo con lo que la mente quiere. Para sustentar su argumento, señalamos la imagen cambiante de la conexión entre mente y cerebro. Si la neuroplasticidad demuestra que el comportamiento y las elecciones de estilo de vida pueden cambiar el cerebro, no es un gran salto afirmar que este proceso es evolutivo. A medida que evolucionamos, las variaciones surgen poco a poco en nuestro cerebro y en nuestros genes.

Sin embargo, en la fase actual de la neurociencia, la predisposición es una imagen mixta con aspectos incomprensibles. Ya no se considera que hay una separación, en el desarrollo humano, entre naturaleza y crianza. Algunas veces domina la naturaleza, como en el caso de ciertos prodigios musicales que tocan fugas de Bach en el piano a los dos años de edad. Pero la música también puede aprenderse, lo cual es un aspecto de la crianza. El campo de estudios que desea que todas las predisposiciones sean genéticas tiene sólo una parte de la verdad de su lado; el campo contrario, que degrada el talento innato al afirmar que 10 000 horas de práctica pueden duplicar la habilidad del genio, también posee sólo la mitad de la verdad.

Regresemos a los políglotas que se obsesionan con aprender docenas de idiomas. Para aprender una lengua, los seres humanos dependen de los genes, junto con algunas características descritas de forma vaga como inteligencia y atención; también dependen de la crianza, la cual implica la práctica necesaria para entrenar al cerebro con una nueva habilidad. Pero ¿dónde entran otros aspectos necesarios, como la paciencia, el entusiasmo, la pasión e incluso el interés? ¿Acaso debe haber un gen especial para modelar vacas de mantequilla en la feria estatal de Iowa año tras año? La gente desarrolla intereses muy específicos y hasta peculiares.

Más misterioso aún es el hecho de que cerebros lesionados o enfermos pueden superar a cerebros sanos. Éste es el caso de la gente con síndrome del savant o savantismo, considerada ahora una forma de autismo que en ocasiones se vincula con una lesión en el lóbulo temporal derecho. Las personas que padecen savantismo (a quienes solía llamárseles “idiotas eruditos”) carecen de habilidades simples y cotidianas, pero poseen otras que son extraordinarias. Los savants musicales, por ejemplo, pueden tocar en el piano cualquier pieza que hayan escuchado una sola vez, incluyendo obras complejas, aunque jamás hayan tomado una clase de piano. Los savants de calendario son capaces de decir en qué día de la semana cae cualquier fecha, aunque sea el 23 de enero de 3323. También hay savants de la lengua. Un niño que padecía este síndrome era incapaz de cuidarse a sí mismo u orientarse en la ciudad sin ayuda. Por sí solo había logrado aprender lenguas extranjeras a través de libros, lo cual no fue descubierto sino hasta que se perdió en un viaje escolar. Sus cuidadores entraron en pánico, pero finalmente encontraron al chico, quien se encontraba con toda calma fungiendo como intérprete de dos extraños, uno de los cuales hablaba chino y el otro finés. Al igual que el árabe, éstas son dos de las cinco lenguas más difíciles del mundo. Lo más sorprendente es que el niño había aprendido chino con el libro de texto al revés.

Los ejemplos espectaculares de este tipo parecen desalentadores, pero la evolución es universal y está al alcance de todos. El cerebro es único entre los órganos del cuerpo, pues es capaz de evolucionar en el presente de forma individual. Un niño de cinco años que aprende a leer está evolucionando, desde el punto de vista de la fisiología cerebral; está desarrollando nuevas conexiones para crear la realidad física de las palabras en un libro para niños. El cerebro adulto está en evolución cuando la persona aprende a controlar su ira, a ser compasiva o a pilotar un avión. La vasta gama de posibilidades de cambio demuestra cómo funciona la evolución en realidad.

 

Las cuatro fases funcionales del cerebro

En estos tiempos, el balance científico se inclina a favorecer al cerebro sobre la mente. La neurociencia utiliza ambos términos de forma intercambiable, como si afirmar “Cambié mi mentalidad” pudiera ser lo mismo que “Cambié mi cerebralidad”. El cerebro no tiene voluntad ni propósito, pero la mente sí. El cerebro tampoco tiene libre albedrío, aunque sea el cerebro superior el que organiza las elecciones y las decisiones. La neurociencia intenta simplificar las cosas al adjudicarle todo el comportamiento humano al cerebro. Incluso encontramos artículos periodísticos titulados “El cerebro enamorado” y “Dios en las neuronas”, los cuales promueven la falsa suposición de que el cerebro es responsable del amor y la fe.

Para nosotros, esto es un error. Cuando se escucha estática en el radio, no decimos “Algo anda mal con Beethoven”. Sabemos cuál es la diferencia entre la mente (la de Beethoven) y el receptor que trae esa mente al mundo físico (el radio). Los neurocientíficos son personas de gran intelecto, incluso genios. Entonces, ¿por qué no reconocen una diferencia tan básica?

En gran parte, la razón es el materialismo, la visión del mundo que insiste en que todas las causas sean físicas. La mente no es física, pero si se le hace a un lado, es posible estudiar el cerebro con puros fundamentos físicos. Esperamos estar progresando para convencerlo a usted y a muchos más de que el cerebro existe para estar al servicio de la mente. Sin embargo, debemos aclarar que estamos de acuerdo en que la evolución, la cual trabaja a través de la genética, ha estructurado el cerebro y con ello nos ha proporcionado un instrumento receptor dividido en partes determinadas. Lo que nos impulsa es que podemos guiar nuestra propia evolución, aunque en el camino le daremos crédito a toda la evolución física que ha ocurrido hasta ahora.

En un afán simplificador, dividiremos las funciones del cerebro en cuatro fases:

 

Instintiva

Emocional

Intelectual

Intuitiva

 

Éstas son las cuatro formas en las que la mente trabaja, según las describe Satguru Sivaya Subramuniyaswami en Merging with Siva [Fusión con Siva], un libro que inspiró e impresionó a Rudy cuando comenzaba a explorar cómo se vinculan las antiguas tradiciones sobre la mente con lo que se sabe en la actualidad sobre el cerebro. En la historia mundial de la humanidad, la evolución comenzó con las partes instintivas del cerebro (el cerebro reptiliano, que tiene cientos de millones de años), continuó con la aparición de la parte del cerebro responsable de las emociones (el sistema límbico) y se amplió recientemente para alcanzar las funciones superiores del pensamiento (representadas por la neocorteza, la cual apareció primero en los mamíferos y no en otros animales). En los humanos, la neocorteza conforma 90% de la corteza cerebral. El neurocientífico Paul D. MacLean fue el primero en proponer esta estructura “trinitaria” del cerebro en la década de los sesenta. Ahora bien, hasta el momento nadie ha logrado localizar con éxito la estructura cerebral que sustenta la intuición, e incluso muchos neurocientíficos preferirían esconder el asunto bajo el colchón. Resulta inconveniente para la investigación sobre el cerebro que, de hecho, Dios no esté en las neuronas, como tampoco lo están el arte, la música, el sentido de belleza y verdad, ni buena parte de las experiencias que más valoramos. Sin embargo, dado que estas experiencias han sido consideradas valiosas desde los inicios de la civilización, las incluimos en el esquema de cuatro fases. Si deseamos decodificar el acertijo que es el cerebro en todos sus niveles de conciencia, dichas fases deben abarcar desde las reacciones instintivas programadas hasta las visiones de los maestros iluminados que han cambiado el mundo.

 

La fase instintiva del cerebro

Los organismos unicelulares que han vivido por miles de millones de años son capaces de reaccionar a su medio ambiente; por ejemplo, muchos de ellos nadan hacia la luz. Desde estos comienzos, la fase más vieja del cerebro evolucionó: el cerebro instintivo. Éste corresponde al comportamiento programado en nuestro genoma con el fin explícito de asegurar la supervivencia. Cientos de millones de años de evolución han refinado el instinto. A pesar de ser animales gigantescos, los comportamientos de los dinosaurios no requerían más que un cerebro básico, del tamaño de una nuez o un chabacano.

 

DIAGRAMA 2: EL CEREBRO TRINITARIO

En el modelo trinitario del cerebro (de tres partes), la parte más antigua es el cerebro reptiliano, o tronco encefálico, el cual está diseñado para la supervivencia. En él se encuentran los centros de control vitales que nos permiten respirar, tragar y que nuestro corazón lata, entre otras cosas. También da lugar al hambre, al impulso sexual y a la reacción de lucha o huida.

El sistema límbico fue el siguiente en evolucionar. En él se encuentran el cerebro emocional y la memoria a corto plazo. Las emociones basadas en temor o deseo evolucionaron para estar al servicio de los impulsos instintivos del cerebro reptiliano.

La última parte en desarrollarse es la neocorteza, la región responsable del intelecto, la toma de decisiones y el razonamiento superior. Mientras que el cerebro reptiliano y el límbico nos impulsan a hacer lo que sea necesario para sobrevivir, la neocorteza representa la inteligencia para lograr nuestros propósitos, al tiempo que impone límites a nuestras emociones e impulsos instintivos. Es de fundamental importancia para el supercerebro, pues la neocorteza es el centro de la autoconsciencia, el libre albedrío y la elección, lo que nos convierte en usuarios y en potenciales amos del cerebro.

Las criaturas que sólo poseen esta fase del cerebro, como las aves, de igual forma muestran comportamientos muy complejos. Aunque su cerebro sea reptiliano, el loro gris africano es capaz de aprender a pronunciar miles de palabras y, si la investigación actual está en lo correcto, de hecho comprende su significado. Sin embargo, si miramos a una lagartija, un avestruz, una rana o un águila a los ojos, no detectaremos emoción alguna. Este vacío puede parecer aterrador, pues lo equiparamos con el ataque despiadado de una cobra o el salto de un depredador sobre su presa. El instinto es anterior a la emoción en la escala evolutiva.

El cerebro instintivo nos proporciona los impulsos naturales del cuerpo físico que permiten la autopreservación, como el hambre, la sed y la sexualidad. (La franqueza de un escritor al referirse al deseo sexual como “el hambre de la piel” es precisa en términos del cerebro instintivo.) También incluye procesos del todo inconscientes, como la regulación de los sistemas digestivo y circulatorio; es decir, casi cualquier función corporal que ocurre de forma automática.

La ansiedad presente en la sociedad moderna proviene en parte de nuestro cerebro instintivo, el cual nos compele de manera incansable a prestar atención a los impulsos de miedo como si nuestra supervivencia dependiera de ello. Sabemos que ir al dentista no mata a nadie, así que otras partes del cerebro intervienen para que el miedo no nos impulse a brincar de la silla del consultorio y salir corriendo. Pero el cerebro instintivo sólo sabe cómo emitir el impulso, mas no cómo juzgarlo.

Si usted se observa a sí mismo, notará que la tregua que ha hecho con el cerebro instintivo es inestable. Si intenta ignorar sus impulsos, se sentirá inquieto, inseguro y ansioso. Rudy recuerda una ocasión, al inicio de sus estudios universitarios, poco después de la muerte de su padre como consecuencia de un infarto al corazón, en la que se encontraba escribiendo sin parar en su diario sobre los abrumadores sentimientos de ansiedad y los deseos que prevalecen durante la adolescencia. A medida que las hormonas pospubescentes se disparaban, a Rudy le sorprendía su incapacidad para pasarlas por alto. (El famoso escritor de gastronomía M. F. K. Fisher relata una anécdota sobre un hombre, abrumado por el dolor ocasionado por la repentina muerte de su esposa, que condujo de ida y vuelta la carretera que recorre la costa del Pacífico y se detuvo en cada cafetería al lado del camino para pedir un bistec.)

Rudy sabía, a nivel intelectual, que su ansia por salir de fiesta con sus amigos durante todo el primer año de la carrera provenía de una necesidad irracional de aceptación social, validación externa y reconocimiento entre sus iguales. Sin embargo, no podía resistirse a la urgencia de salir de fiesta cuando debía estar estudiando. Ese primer año resultó una guerra en apariencia interminable por encontrar de algún modo la disciplina para quedarse en la biblioteca y estudiar, en la que el cerebro instintivo ganó casi todas las batallas.

La ansiedad llevaba las de ganar hasta que el asunto llegó a un punto álgido en 1979, durante su último año de universidad. Era la víspera de año nuevo en Times Square, y Rudy era parte de la multitud colérica. La tensión se sentía en el aire. El ayatola Khomeini, de Irán, mantenía a 52 estadounidenses como rehenes. Los grupos de jóvenes gritaban maldiciones contra Irán y lanzaban botellas de cerveza. Rudy se distanció de sus compañeros de fraternidad, se sentó en la banqueta y se recargó en los barandales de la entrada del metro, mientras sentía que su ansiedad llegaba al máximo a causa de la agresión que lo rodeaba.

En este tipo de momentos de crisis personal, justo cuando el cerebro instintivo parece llevar la batuta, puede ocurrir un cambio radical. Algunos soldados en batalla experimentan una repentina calma y silencio interiores mientras las bombas explotan a su alrededor. En ese instante en Times Square, Rudy se dio cuenta de que toda su ansiedad se fundamentaba en los impulsos básicos de miedo y deseo. El miedo creaba dudas sobre qué tan seguro estaba. El deseo creaba apetitos que exigían ser satisfechos, aun cuando las circunstancias eran inapropiadas.

Sin saber aún cómo los circuitos y las redes neuronales están integrados de forma perfecta (este descubrimiento ocurriría décadas después), Rudy sentía que así era. El miedo y el deseo no son un par de desconocidos, sino que están vinculados. El miedo alimenta el deseo de actividades que calman el miedo mismo, y, de manera recíproca, el deseo genera el miedo de que no es posible o no debemos obtener lo que nuestros apetitos nos exigen. Buscamos a los científicos y a los poetas para validar los conflictos que la fase instintiva del cerebro produce. Freud hablaba del poder de los impulsos sexuales y de agresión inconscientes, fuerzas innombrables y primitivas a las que denominó ello. El ello es poderoso, por lo que la frase favorita de Freud para curar a sus pacientes era: “En donde está el ello, estará el yo”. Con frecuencia el mundo es testigo del poder destructivo de nuestros impulsos primitivos, y el miedo y la agresión están en constante espera para atacar las puertas de la razón.

Shakespeare, al verse persiguiendo mujeres, denominó a la lujuria “derroche del espíritu en vergüenza”. Este soneto podría servir como una lección de anatomía cerebral, pues hace un mapa del conflicto entre impulso y razón:

Derroche del espíritu en vergüenza
la lujuria es en acto, y hasta el acto
perjura, sanguinaria, traidora,
salvaje, extrema, cruel y ruda.

No podría haber descripción más precisa de los impulsos primitivos y de cómo se comporta la gente cuando la sexualidad abruma todo lo demás. Si dos borregos cimarrones que entrechocan sus cuernos en plena temporada de apareamiento escribieran poesía, describirían sus impulsos incontrolables de esta forma. Pero, al ser humano, Shakespeare recuerda la lujuria con remordimiento:

Despreciada no bien se la disfruta,
sin mesura anhelada, y ya alcanzada,
odiada sin mesura, cual un cebo
que desquicia al incauto que lo traga.

Se compara a sí mismo con un animal que ha sido engañado con una carnada, un cebo, y cayó en la trampa. La satisfacción de la lujuria le ha brindado otra perspectiva, la del autorreproche. (No existen evidencias de que Shakespeare haya tenido una amante, pero se casó y tuvo una hija y dos gemelos justo antes de dejar a su familia en Stratford para buscar su fortuna en Londres, en 1585.)

¿Por qué se nos tendió una trampa? Shakespeare no culpa a las mujeres, sino a nuestra propia naturaleza, que nos engañó para enloquecernos.

Desquicio los suspiros, los abrazos,
los gemidos del antes y el durante,
júbilo al gozar, después penuria,
promesa de alegría, luego un sueño.

Se ha movido del cerebro instintivo al cerebro emocional, el cual evolucionó después del primero. Los poetas isabelinos siempre estaban experimentando algún tipo de pasión elevada, fuera amor u odio. Pero Shakespeare sabe que ya ha sido demasiado indulgente con sus sentimientos y ahora invoca al cerebro superior. Observa este comportamiento enloquecido y nos ofrece una moraleja triste.

Lo saben todos, pero nadie sabe
cerrar el cielo que lleva hasta ese infierno.

[Traducción de Carlos Gardini.]

Cuando estamos divididos, el cerebro es capaz de representar de forma física cualquier aspecto de nuestra guerra mental. Para Rudy, en ese momento en Times Square, el mecanismo que causa que el miedo y el deseo controlen el comportamiento era tan claro como el agua. Los chicos revoltosos que gritaban en contra de Irán y lanzaban botellas también eran él mismo, aunque él sólo fuera un espectador pasivo. Los movían el miedo y el deseo. Cualquier buen psicólogo dirá que el deseo instintivo de poder y estatus genera ansiedad promovida por el miedo al rechazo o a perder el poder. El deseo intenso por alcanzar el éxito provoca temores al fracaso aún más fuertes, y, si el miedo aumenta, es capaz de producir fracaso. El cerebro instintivo nos atrapa entre querer demasiado algo y no obtenerlo en absoluto.

Al igual que en las otras fases del cerebro, los instintos se desequilibran.

Si usted es demasiado impulsivo, su ira, su miedo y su deseo se saldrán de control, y lo llevarán a realizar acciones apresuradas y a arrepentirse de ellas después.

Si, por el contrario, controla sus impulsos demasiado, su vida se volverá fría y reprimida, dejará de vincularse con otros y con sus propios deseos básicos.

PUNTOS ESENCIALES: EL CEREBRO INSTINTIVO

Considere que los impulsos son parte necesaria de la vida.

Sea paciente con su miedo y su ira, mas no sea indulgente con ellos.

No intente discutir consigo mismo para derrotar sus impulsos y sus deseos.

No reprima sus pensamientos y sus sentimientos por culpa.

Sea consciente del miedo y del deseo. La conciencia ayuda a equilibrarlos.

No actúe por impulso sólo porque se sienta impulsivo. Debe consultar también a las partes superiores del cerebro.

Soluciones
supercerebrales

       Ansiedad

La ansiedad crea una imagen falsa del mundo y arma una pila de cosas inofensivas a las cuales temer. La mente agrega el miedo. Si la mente logra deshacer la percepción de miedo, el peligro se desvanecerá.

Para empezar, la vida no puede existir sin el miedo, aunque éste produzca parálisis y miseria. Ambos aspectos, el positivo y el negativo, se conjugan en el cerebro. Para la gente que sufre ansiedad flotante (una de las dolencias más comunes en la sociedad moderna), la solución a corto plazo es una dosis química: ansiolíticos. Ya hemos advertido sobre las fallas de las sustancias químicas, en cuanto a sus efectos secundarios, pero el problema fundamental es que los medicamentos no curan los trastornos anímicos, ni siquiera la ansiedad. Al igual que la tristeza es universal mientras que la depresión es anormal y dañina, el miedo es universal mientras que la ansiedad flotante carcome el alma. Como lo señaló Freud, nada es menos bienvenido que la ansiedad. Los estudios médicos han encontrado muy pocas cosas a las cuales el sistema mente-cuerpo no puede adaptarse: una de ellas es el dolor crónico, aquel que no da señales de remisión (como el provocado por el herpes zóster y el cáncer de hueso avanzado), y otra es la ansiedad.

Flotante quiere decir que aquello a lo que se teme no es una amenaza específica. En el esquema natural, nuestra respuesta al miedo es física y dirigida. Por ejemplo, las víctimas de un crimen reportan que, durante el asalto, entraron en un estado de hiperalerta en el que su corazón se aceleraba cuando el arma del asaltante permanecía dentro de su campo visual. Estos aspectos de la respuesta al miedo se activan de forma automática en el cerebro inferior, y se cree que las cosas que nos causan preocupación o ansiedad están programadas en la amígdala. Sin embargo, saberlo no es suficiente. Una vez que la ansiedad se vuelve ubicua —como les ocurre, por ejemplo, a quienes sufren preocupación crónica— el cerebro entero se involucra. El miedo es específico y está dirigido; la ansiedad es ubicua y misteriosa. La gente que la padece no sabe por qué.

La viven como si fuera un mal olor que se queda en el borde de su conciencia sin importar qué tanto traten de ignorarlo. Para sanar la ansiedad, no se le puede atacar como si fuera una sola cosa, pues el mal olor se extiende hacia todas partes. Dicho de otro modo, su capacidad de crear la realidad se ha distorsionado. Cualquier cosa detona su ansiedad, o incluso puede no haber detonante. Siempre hay algo a lo cual temerle, una nueva preocupación o amenaza. Para encontrar la solución, deben aprender a no pelearse con el miedo, sino a dejar de identificarse con sus miedos.

Lograr este distanciamiento sólo es posible si encontramos qué es lo que hace tan persistente al miedo. En un estado positivo y natural, el temor se disipa una vez que escapamos del tigre dientes de sable o matamos al mamut lanudo. No hay un componente psicológico. En un estado negativo y ubicuo, el miedo persiste. Esta persistencia tiene ciertos aspectos que presentamos a continuación.

CÓMO SE VUELVE PERSISTENTE LA ANSIEDAD

 

La misma preocupación regresa una y otra vez. La repetición hace que la reacción de temor persista en el cerebro.

El miedo es convincente. Cuando le creemos a la voz del miedo, le cedemos el control.

El miedo remueve los recuerdos. Aquello a lo que le tememos se parece a algo malo que nos ocurrió en el pasado, lo cual detona la vieja reacción.

El miedo nos lleva al silencio. No hablamos de nuestros miedos por vergüenza o culpa, así que se pudren en nuestro interior.

El miedo nos hace sentir mal, y por ello mandamos el dolor a un lugar lejano, fuera de nuestra vista. Sin embargo, los sentimientos reprimidos perduran. Aquello a lo que nos resistimos, persiste.

El miedo es incapacitante y nos hace sentir demasiado débiles para hacer algo al respecto.

Con anterioridad nos referimos a la reacción depresiva como un comportamiento que se vuelve hábito. Ésa es una forma de describir la persistencia en términos de emociones, pero vale la pena revisar de nuevo los puntos que establecimos acerca de cómo la depresión se vuelve hábito, pues también son aplicables a la ansiedad. Además, añadiremos el aspecto multidimensional. El miedo tiene muchos tentáculos con los cuales asirse a nosotros, cada uno de los cuales es dañino. Para deshacer el miedo, es necesario destruir su realidad, y entonces cada una de sus partes se vuelve manejable por separado. Es posible desmantelarlo por el simple hecho de que estamos en el centro de la creación de la realidad.

 

1. La misma preocupación regresa una y otra vez. La repetición hace que la reacción al miedo
persista en el cerebro
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La repetición intensifica la rutina que fija cualquier reacción. Si al salir de trabajar debe caminar por una zona peligrosa de la ciudad, hacerlo una y otra vez hará que la amenaza sea cada vez más fuerte. Tal vez se acostumbre a ella, como los niños que viven con padres iracundos se vuelven capaces de predecir con bastante precisión cuándo explotarán de nuevo. Sin embargo, la repetición jamás es sencilla. Estos mismos niños descubrirán, por lo regular años después, que el abuso que sus padres ejercieron sobre ellos los afectó mucho. En el caso de la ansiedad, internalizaron la repetición. Se internaliza al agresor, el cual envía el mismo mensaje (“ten miedo”) una y otra vez.

Es de utilidad hacernos conscientes de cuando interpretamos este doble papel de víctima y victimario. Quienes sufren preocupación crónica son incapaces de verlo y se reiteran las mismas preocupaciones (“¿Y si no cerré la puerta de la casa?”, “¿Y si pierdo mi empleo?”, “¿Y si mi hijo consume drogas?”) porque en realidad creen que les son de ayuda. La irritación que esto provoca en familiares y amigos no sirve para eliminar el delirio. En todo caso, la persona preocupada aumenta su preocupación porque nadie le presta atención. Entonces, preocuparse por los demás se vuelve su responsabilidad.

La mente, atrapada en su propio interior, no puede ver más allá de sí misma para observar el hecho de que preocuparse de forma crónica no le hace bien. Es incapaz de reconocer el carácter negativo del reiterado y obsesivo ataque de miedo. Se vuelve una especie de droga. La persona es capaz de soportar un leve dolor molesto con tal de evitar amenazas inmensas que podrían provocar desastres. Esto también involucra un pensamiento radical. La persona preocupada entona una especie de encantamiento que se supone mantendrá la amenaza lejos. (“Si me preocupo por perder mi dinero, entonces quizá no ocurrirá.”)

Para poner fin a la influencia de la repetición, la conciencia debe entrar al juego y pensar en forma activa ideas como las siguientes:

 

Lo estoy haciendo de nuevo.

Me siento mal cuando me preocupo.

Necesito detenerme ahora mismo.

El futuro es incierto. Preocuparse no sirve de nada.

Me estoy haciendo daño.

 

Había una vez una mujer atrapada en un matrimonio terrible que temía por sí misma y con frecuencia se preocupaba por el futuro. Temía quedarse sola, que sus hijos se pusieran del lado de su marido, que él la hiciera quedar mal frente a sus amistades y que su trabajo se viera afectado. Como consecuencia, entró en un estado de ansiedad excesiva. Día con día se atacaba con una cantidad cada vez mayor de preocupaciones.

Sin embargo, los hechos demostraban lo contrario. Sus hijos y sus compañeros de trabajo la adoraban. Era fantástica en su trabajo. Su marido, aunque deseaba divorciarse, proveía al hogar sin quejas. Ni siquiera hablaba mal de ella ni obligaba a sus amistades a tomar partido. El problema real era mucho más sencillo de lo que parecía: la mujer se sentía ansiosa cada vez que pensaba en el futuro. Por fortuna, tenía un confidente capaz de ver este patrón. Sin importar la preocupación que la mujer le compartiera, su confidente le decía: “Te aterras cada vez que piensas en el futuro. Detente. Te conozco desde hace mucho tiempo. Todas las cosas por las que te preocupaste hace dos, cinco o diez años salieron bien. Lo mismo pasará esta vez”.

Como era de esperarse, la reafirmación no arraigó al principio. La preocupación repetitiva de esta mujer se había convertido en un hábito; al traer a la mente una y otra vez las mismas advertencias, sentía que tenía algún tipo de control sobre su miedo. Sin embargo, su confidente insistió. Sin importar qué tan ansiosa estaba, le decía: “Te aterras cuando te anticipas al futuro. Detente”. Pasaron muchos meses, pero a la larga esta táctica funcionó.

La gente estancada en preocupaciones autodestructivas sabe que el viejo patrón no funciona así desde el principio. Para salir de él no necesitan aprender a detener el proceso mental, sino que deben someterlo con una conciencia emergente que afirme: “El miedo no es real. Yo soy quien lo está creando”. La mujer ansiosa se hizo consciente de que se estaba dañando a sí misma a través del miedo autoinducido y aprendió a detenerse cuando la rueda de las preocupaciones comenzaba a girar.

2. El miedo es convincente. Cuando le creemos a la voz del miedo, le cedemos el control.

Si creemos que algo es verdad, persistirá. Es algo bastante evidente. Todos deseamos creer en un “Te amo” cuando viene de la persona indicada; la memoria nos lo puede reafirmar durante años, si no es que toda la vida. Pero que algo sea convincente no significa que sea verdad. La sospecha es un ejemplo ideal. Si usted sospecha que su pareja le es infiel, no importa cuántas pruebas le ofrezca ella, pues no podrá persuadirlo de que está equivocado. Usted está demasiado convencido de su sospecha. Los celos son sospechas llevadas al extremo patológico, y cuando los amantes están bajo el dominio de los celos todos son infieles en potencia. Si los celos persisten, da igual que existan o no evidencias de los hechos.

La ansiedad es la emoción más convincente de todas, en parte porque la evolución ha grabado en el cerebro la reacción de lucha o huida. Si estamos en medio de una batalla en la orilla de un cañón, el corazón acelerado nos dirá en términos certeros lo que debemos hacer. Pero cuando se trata de ansiedad flotante, la voz del miedo no nos dice la verdad, sino que hace uso de su poder de convencimiento, aunque no haya nada que debamos temer. El distanciamiento tiene un gran potencial curativo en este caso. Si podemos decirle al miedo: “No te creo. No te acepto”, su poder de convencimiento disminuirá.

La mente debe guiar al cerebro. Si este último está expuesto a un evento externo terrible (como un accidente de avión o un ataque terrorista), reaccionará con miedo, pero también las imágenes de ese evento o cualquier otro estímulo fuerte que lo evoque provocarán la misma reacción. Estos reflejos nos hablan; tienen voz propia. Por fortuna, la mente existe para distinguir lo real de lo irreal. Cuando la mente guía al cuerpo para salir del estado de ansiedad, tiene pensamientos como los siguientes:

 

No me está ocurriendo nada malo. Puedo controlar la situación.

El peor escenario es muy improbable. Y éste no es el peor escenario.

No estoy solo. Puedo pedir ayuda si la necesito.

La ansiedad es sólo un sentimiento.

¿Tiene sentido este sentimiento?

Todo está bien. Yo estoy bien en este momento.

 

Al poner a la voz del miedo en su lugar con estas afirmaciones, le quitamos el poder de convencernos. Cada vez que digamos estos pensamientos, la repetición vendrá en nuestra ayuda, en vez de en nuestro detrimento. Cada valoración realista hace que la siguiente sea más sencilla. La ansiedad se vuelve incapaz de convencernos cuando vemos que la realidad no encaja con el estado de alarma que experimentamos.

3. El miedo remueve los recuerdos. Aquello a lo que le tememos se parece a algo malo que nos ocurrió en el pasado, lo cual detona
la vieja reacción.

La creación de la realidad ocurre aquí y ahora, pero debemos tomar en cuenta que no vivimos aislados del mundo. Por mucho que intentemos vivir en el presente, el cerebro almacena cada experiencia y aprende de ella al compararla con otras anteriores. La memoria es de inmensa ayuda, pues nos permite subirnos a una bicicleta y andar en ella sin tener que aprender cómo se hace cada vez. Éste es el uso natural y positivo de la memoria. Su lado destructivo, el cual alimenta la ansiedad, nos hace prisioneros del pasado. Los recuerdos de viejas heridas y traumas no deberían tener un componente psicológico tan fuerte, pero lo tienen; de ahí que persistan. (En las ingeniosas palabras de Mark Twain: “El gato que se ha sentado sobre la tapa caliente de la estufa no se sentará de nuevo sobre la tapa caliente, pero tampoco se sentará sobre ella aunque esté fría”.)

Intercambiemos la palabra gato por cerebro, pues éste también se entrena. Una vez que ha estado expuesto a una experiencia dolorosa, el cerebro le da un lugar privilegiado en la memoria para recordar el dolor si es necesario en el futuro. Es una cualidad evolutiva útil, la cual evita que un niño pequeño meta la mano al fuego más de una vez. Sin embargo, el reflejo es inconsciente, así que los viejos recuerdos se mezclan con la experiencia actual, lugar al que no pertenecen. Por ejemplo, los psicólogos infantiles distinguen entre decirle al niño qué hacer y decirle qué o cómo es. El niño olvidará con facilidad el primer tipo de afirmación (¿quién de nosotros recuerda mirar a ambos lados de la calle antes de cruzarla?), pero el segundo tipo se arraiga. Una vez que se le dice al niño: “Eres perezoso”, “Nadie te amará jamás” o “Eres malo, y punto”, crecerá con esas palabras en la cabeza, y se quedarán ahí quizá de por vida. Confiamos en que nuestros padres nos digan qué o quiénes somos de niños, pero si lo que nos dicen es destructivo, es imposible escapar de esas palabras sin sanar de forma consciente los viejos recuerdos.

Para introducir la conciencia en la memoria persistente se requieren pensamientos nuevos como los siguientes:

 

Estoy comportándome como un niño.

Como me siento es como me sentía hace mucho tiempo.

¿Qué podría sentir ahora que fuera más adecuado para la situación?

Puedo mirar mis recuerdos como una película sin creer la historia que me cuentan.

A lo que le temo es al recuerdo.

¿Qué es lo que en realidad tengo enfrente?

 

La memoria es la historia en curso de nuestra vida, y no trae nada bueno seguir reforzando esta historia de forma inconsciente. Necesitamos involucrarnos y agregar un nuevo componente, por pequeño que sea. La memoria es increíblemente compleja, pero tiende a detonar una respuesta sencilla:

 

Está ocurriendo A.

Me acuerdo de B, algo desagradable del pasado.

Tengo una reacción C, la misma de siempre.

 

Este sencillo patrón es recurrente en todo tipo de situaciones, como regresar a casa de nuestros padres en Navidad, ver a un político del partido opositor en la televisión o estar atorado en un embotellamiento. Tenga en cuenta que, aunque no tenga control sobre el evento A y el recuerdo B, la reacción C siempre le proporcionará la oportunidad de intervenir. Mientras está reaccionando, puede trabajar en examinar la respuesta, mover los sentimientos negativos que se evocan y no salir corriendo hasta que sienta que ha tenido la reacción deseada. En una reacción en cadena, A, B y C pueden caernos de golpe al mismo tiempo, pero, aunque sea así, es posible intervenir de forma consciente para romper la cadena. Cuando lo hagamos, la memoria dejará de ser tan persistente.

4. El miedo nos lleva al silencio. No hablamos de nuestros miedos por vergüenza o culpa, así que se pudren en nuestro interior.

Existe la creencia anticuada de que lo noble es ocultar nuestros miedos. Los hombres suelen ser más reacios a admitir que tienen miedo, por el temor a no ser lo suficientemente masculinos a los ojos de sus iguales. Las mujeres comparten sus temores con mayor frecuencia, gracias a la aceptación social entre las mujeres mismas. Pero compartir los miedos también tiene sus inconvenientes, pues existe una presión social por mantener las confesiones o las quejas dentro de los límites aceptados. Las cosas más difíciles, aderezadas por la culpa y la vergüenza, rara vez salen a la luz.

Por eso no nos sorprende que la mayor parte de las veces los niños que han sido víctimas de abuso se queden callados y sufran en silencio. El abuso infantil depende de esta reticencia a hablar. La víctima siente que debe haber hecho algo mal por el simple hecho de haber sido victimizada. Cambiemos el problema de abuso por ansiedad y veremos que la mente juega un papel doble: acusa al niño de haber hecho algo mal, al tiempo que le dice que está siendo ultrajado, y señala al agresor como el culpable. Es una atadura doble. Miremos más de cerca cómo funciona la trampa para paralizar al niño. Imaginemos a una madre enojada con su hijo que desea darle una cachetada, pero le dice con una sonrisa engañosa: “Ven con mamá”. El niño escucha las palabras y al mismo tiempo ve que su madre está enojada, así que sabe que le impondrá un castigo. Los dos mensajes contradictorios chocan entre sí y forman la doble atadura.

Hablar sobre el miedo permite romper esa atadura. Un niño que no quiere ser golpeado apenas puede oponerse y negarse a moverse. Aún no tiene edad para decir: “Me das miedo aunque estás pretendiendo ser amable”. Ahora bien, si estamos ansiosos, depende de nosotros desatar nuestros sentimientos, pero, por definición, hablar de nuestros miedos requiere de otra persona, alguien que sea más que un simple interlocutor. Necesitamos un confidente, alguien que haya vivido un miedo similar. Esta persona debe estar unos pasos adelante de nosotros, ser empática y mostrarnos que hay una luz al final del camino. Dicho de otro modo, es alguien que ya ha recorrido el camino para terminar con la ansiedad. Aunque tengan buenas intenciones, las amistades no siempre son buenas para esto, pues pueden juzgarnos y ponerse del lado de la vergüenza y la culpa. (“¿Desearías que tu hijo no hubiera nacido? ¡Dios mío! ¿Cómo es posible?”)

La madurez emocional comienza por saber que los pensamientos no son acciones. Tener un mal pensamiento no es lo mismo que actuarlo. El problema es que la culpa no reconoce la diferencia. Por lo tanto, para salir del silencio, debemos aprender, al ver las reacciones de otra persona, que está bien tener cualquier pensamiento posible. El punto es salir de la ansiedad que dicho pensamiento induce. Para llegar al punto en el que pueda encontrar un confidente maduro, necesita cultivar pensamientos como los siguientes:

 

No deseo vivir con culpa.

El silencio empeora las cosas.

Sin importar cuánto espere, mi ansiedad no se irá por sí sola.

Otras personas han estado en mi lugar.

No toda la gente creerá que estoy tan mal como yo creo. Incluso puede haber alguien que sienta empatía por mí.

La verdad tiene el poder de liberarme.

 

Uno de los descubrimientos psiquiátricos más peculiares es que la gente que está en lista de espera para ir a terapia suele mejorar antes de la primera sesión, mejoría que puede ser tan buena como la que se espera al ir al psiquiatra. Antes de reunir el valor para ir a terapia, estas personas en conflicto se sobrepusieron a la presión, proveniente del interior, de quedarse calladas. Este paso en sí mismo tiene poder de sanación.

5. El miedo nos hace sentir mal, y por ello mandamos el dolor a un lugar lejano, fuera de nuestra vista. Sin embargo, los sentimientos reprimidos perduran. Aquello a lo que nos resistimos, persiste.

Evitar el dolor es efectivo, pues los seres humanos no somos lemmings. Si nuestros amigos nos retan a lanzarnos a una cantera de mármol vacía, no tenemos que hacerlo sólo porque ellos lo hacen primero. Pero la simple táctica de evitar el dolor resulta contraproducente para el cerebro. Seguramente ha escuchado el viejo reto de: “Intente no imaginar un elefante rosa”. La simple mención de las palabras “elefante rosa” detona asociaciones cerebrales. Éstas son esenciales para la existencia humana, pues así es como aprendemos, por medio de asociaciones. En este instante, usted está asociando las palabras sobre la página con las que ha leído, y entonces decide si asimila y acepta lo que lee o no.

El miedo asocia el dolor con más dolor. Estas asociaciones nos hacen sentir mal, así que, cuando alguien menciona el dolor, intentamos por todos los medios quitarlo del camino. Freud, entre muchos otros estudiosos de la mente humana, creía que el intento por desconocer los sentimientos, los recuerdos y las experiencias, también llamado represión, no funciona, pues las asociaciones que no deseamos enfrentar se quedan flotando por ahí, lejos de nuestra vista. Carl Jung, discípulo de Freud, creía que una parte de nosotros crea una bruma de ilusión para evitar que la vida sea demasiado dolorosa. Llamaba “sombra” a todo el miedo, la rabia, los celos y la violencia ocultos que se guardan en compartimentos secretos en la psique.

Al analizar el panorama, pareciera que Freud se equivocó, pues la mayoría de las personas tienen una gran capacidad de negación y son muy buenas para no enfrentar las verdades dolorosas. Asimismo, bloquean todo tipo de experiencias que desearían no haber vivido. Pero la sombra envía mensajes en medio de la oscuridad, y los sentimientos reprimidos se expresan como fantasmas. La represión es complicada: nos sentimos ansiosos porque nos preocupa guardar un secreto, o porque sabemos que algún día la verdad saldrá a la luz, o porque el dolor de evitar el dolor es demasiado fuerte.

Los antídotos para la represión son dos: ser receptivo y ser honesto. Si uno se mantiene receptivo a todo tipo de sentimientos, no sólo los agradables, no es necesario reprimir nada, ni hay pequeños secretos sucios que ocultar. Si somos honestos, podemos nombrar nuestros sentimientos, sin importar lo inoportunos que resulten. Ahora bien, nadie lo logra a la perfección. Freud conmocionó al mundo cuando afirmó que todos los infantes esconden una atracción sexual por su madre o por su padre. Si éste es un secreto universal (aunque también podría no serlo), entonces la represión es una epidemia. Sin embargo, ésta es una cuestión psicológica compleja que no resolveremos aquí. Lo importante es sanar, y, con el objeto de reunir el valor para exponer los secretos, es necesario tomar distancia. Un niño de un año que moja la cama está distanciado, pues no hay culpa ligada al acto de mojar la cama a esa edad. Un niño de cuatro años recibiría un regaño por la misma acción, e intentaría ocultarlo la siguiente vez que ocurriera. Por su parte, si un hombre de 40 años moja la cama, caería en un múltiples estados intrincados de vergüenza.

Para hablar de los sentimientos que han sido reprimido por años, el riesgo más grande es que la persona en la que confiamos reaccione juzgándonos, punto en el cual uno termina deseando haber mantenido oculto el secreto. La culpa, por su parte, tiene la mala costumbre de hacernos recurrir a las personas menos indicadas cuando deseamos desnudar nuestra alma, porque seguimos jugando el doble papel de víctima y victimario. No buscamos a alguien que quizá después nos juzgue, sino que lo buscamos porque sabemos que nos juzgará. Así que es necesario preparar el camino desde antes, con pensamientos como los siguientes:

 

Sé que oculto algo y que duele.

Da miedo sacarlo a la luz, pero sé que hacerlo me permitirá sanar.

Deseo liberarme de cargas.

Es demasiada la ansiedad que provocan estos fantasmas.

 

Cuando guardamos secretos, en particular emociones ocultas que juzgamos con dureza, es difícil darnos cuenta de que el perdón es posible. El estado de perdón se ve muy lejano, y parece imaginario en comparación con la ansiedad que se siente tan presente. Para alcanzarlo, hay que ir paso a paso. Nuestra única responsabilidad con nosotros mismos es desear perdonarnos y luego descifrar cuál es el siguiente paso, por pequeño que sea, para alcanzar la sanación. El primer paso puede ser leer un libro, llevar un diario o unirse a un grupo de apoyo en línea. Sea lo que sea, el punto de dar un primer paso siempre es el mismo: dejamos de hacerle caso al miedo y aprendemos a aceptar nuestros sentimientos como lo que son: eventos naturales que forman parte de la vida.

6. El miedo es incapacitante y nos hace sentir demasiado débiles para hacer algo al respecto.

Cuando nos asustamos, el miedo es capaz de paralizarnos. Un par de soldados a la carga en Gettysburg o un par de bomberos frente a una casa en llamas sienten el mismo miedo, el cual es medible a nivel físico por los cambios en el cerebro. Pero si uno de ellos es un soldado o un bombero veterano, el miedo no lo inmoviliza, pues se vincula con él de una forma distinta que el soldado que jamás ha estado en medio del bombardeo o que el bombero novato que jamás ha atravesado una llamarada. Dicho de otro modo, paralizarse de miedo depende de factores que van más allá de la reacción corporal al miedo.

La capacidad que tiene el miedo para paralizarnos a medio camino es misteriosa y cambiante. Un escalador experimentado puede estar escalando una roca, como siempre lo hace, sin ningún riesgo especial frente a él, cuando de repente no puede moverse un centímetro más. Se paraliza frente a la roca, porque de pronto su mente, en vez de dar por sentado que hay peligro de caer, piensa: “¡Oh, por Dios! ¿Qué hago aquí?” El miedo ordinario de caer toma el control, sin importar cuántas veces haya escalado el hombre esa roca. Es decir, el escalador ha registrado la experiencia de una manera nueva.

La forma en la que elegimos reinterpretar cualquier fragmento de un estímulo ordinario tiene el potencial de funcionar a nuestro favor. Es lo que nos hizo decidirnos a enfrentar al bravucón de la escuela o subirnos al caballo después de que nos tirara. Ya que no somos nuestro cerebro, tampoco somos sus reacciones. Roosevelt hizo una declaración universal al afirmar: “Lo único a lo que debemos temerle es al miedo mismo”. La forma de superar cualquier miedo es sobrepasar su poder para asustarnos. (Puesto que los economistas no consideran el miedo en las ecuaciones, a muchos les sorprendió el repentino y absoluto colapso de la economía estadounidense tras la explosión de la burbuja del sector hipotecario en 2008 y que los bancos comenzaran a venirse abajo. Según los datos disponibles, la economía tenía la fuerza suficiente para no perder los millones de empleos que se perdieron. En realidad, en este caso los datos eran lo de menos. La gente se dejó atemorizar por el miedo, y la ansiedad moderada se transformó en pánico absoluto.)

La mente, el cerebro y el cuerpo están conectados a la perfección entre sí. Temerle al miedo trae consigo todo tipo de síntomas, como debilidad muscular, fatiga, pérdida del entusiasmo y el impulso, olvidar que no siempre se tuvo miedo, falta de apetito y sueño, y un largo etcétera. Imagine que de pronto está colgando de un risco, agarrado apenas con las puntas de los dedos, y es medianoche. En medio de la oscuridad absoluta, teme caer cientos de metros y morir. Pero de repente alguien se acerca y le dice: “No se preocupe, la caída es de menos de un metro”. Entonces se relacionará de forma distinta con la reacción al miedo. Es fácil sentir pánico e impotencia al colgar de un risco, pero cuando el miedo se disipa, el cuerpo entero cambia. Incluso si el miedo persiste, saber que se está a salvo le indica al cerebro que restablezca el estado natural.

La ansiedad nos indica que estamos en terrible peligro, pero el cuerpo no tiene un reóstato para incrementar o disminuir la reacción al medio; sólo sabe activarla y desactivarla. Incluso el miedo al número 13, conocido como triscaidecafobia, puede hacernos sentir que vamos a morir. Un tratamiento brutal pero efectivo para las fobias se basa en la saturación, la cual provoca un corto circuito en el temor exagerado.

Un paciente tenía pavor al veneno para ratas y a los cables eléctricos. Al ver cualquiera de ellos entraba en pánico, y durante estos ataques el miedo le nublaba la conciencia. El terapeuta lo sentó en una silla y lo sedó. Cuando despertó, estaba cubierto de cajas vacías de veneno para rata y atado por cables eléctricos. Cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, gritó, fuera de sí. Hasta donde su reacción de miedo entendía, él estaba a punto de morir. Las personas con fobia son capaces de cualquier cosa con tal de evitar esta sensación, pero en este caso el hombre no podía escapar. Entró en un frenesí de terror. Sin embargo, a medida que pasaron los minutos y se dio cuenta de que no había muerto, encontró un espacio abierto. La fobia ya no tenía todo el control porque él ya no le tenía pavor absoluto.

Aclaremos aquí que no recomendamos la saturación ni es el mensaje que deseamos enviar, pero sirve para difuminar el miedo provocado por el miedo mismo.

Para superar el miedo a la ansiedad, es necesario cultivar pensamientos como los siguientes:

 

No voy a morir, sin importar qué tan aterrador sea esto.

Debo enfrentar este exagerado sentido del peligro.

Puesto que sé que sobreviviré, puedo arriesgarme a no huir del miedo.

Puedo enfrentar el miedo y hacer cosas que me aterran.

Mientras más enfrente el miedo, más control tendré sobre él.

Una vez que recupere el control absoluto, mi miedo se desvanecerá.

 

Éste es el último paso para desmantelar la persistencia de la ansiedad. Sin embargo, es posible abordar el problema comenzando por cualquiera de los pasos aquí descritos. El objetivo será siempre el mismo: distanciarse. Las fobias demuestran que la realidad no es lo suficientemente fuerte como para derrotar al miedo. Por ejemplo, si acercamos unas cuantas arañas inofensivas a alguien que les tiene pavor, ese pánico puede inducirle un infarto al corazón. ¿Qué es más fuerte que la realidad? Saber que cada uno de nosotros es el creador de su propia realidad. Ése es el factor esencial. Una vez que recuperamos la claridad que trae consigo saber cómo se hace la realidad, somos libres. Invadamos el lugar de trabajo del cerebro y tomemos el control. El creador ha vuelto.