CAPÍTULO 5

TRAS LOS PASOS DE SENNA

A la pregunta de cuál había sido su mayor sueño hecho realidad antes de desembarcar en la F1, Lewis Hamilton respondió sin vacilar: «Fichar por McLaren». Sin aquel primer acto de fe de Ron Dennis, allá por 1998, cuando él tenía trece años, no habría emprendido la meteórica carrera hacia el éxito que ahora disfruta. Su padre, Anthony, lo resumió así: «McLaren fue el catalizador. El objetivo de Lewis es permanecer en McLaren».

McLaren y Lewis Hamilton representan el equipo perfecto: la escudería más rápida y el mejor piloto del planeta. El coche en el que Lewis firmó su fantástica temporada de debut, el Vodafone McLaren Mercedes MP4-22, fue un verdadero cohete propulsado por los ocho cilindros que alimentaban su enorme motor Mercedes-Benz FO 108T de 95 kg.

Se comentaba que el coche había sido diseñado específicamente para la llegada del doble campeón español Fernando Alonso, a principios de la temporada 2007. Pero fue Lewis quien más cómodo se sintió a sus mandos. Antes de la primera carrera lanzó una advertencia: «Esperad y veréis: ¡este coche va a ir como un avión!». Y, la verdad, no estaba desencaminado. Alonso había expresado sus temores tras el bajo rendimiento de McLaren, aun cuando el rapidísimo Kimi Raikkonen había sido el piloto de referencia de la escudería el año anterior. Y se dice que antes de marcharse de Renault había pedido garantías de que el nuevo coche sería supercompetitivo. Sin duda lo era.

Sin embargo, con lo que Alonso no había contado era con que se vería eclipsado por su joven escudero, de quien daba por sentado que asumiría su papel secundario y se limitaría a aprender de él: el, en teoría, superior y experimentado número uno. Lewis es un trabajador metódico, una persona que dedica el tiempo que haga falta para hacer las cosas bien. Ese respeto por la planificación y la preparación también explica su interés de toda la vida por formar parte de McLaren. Al fin y al cabo, no es un equipo cualquiera, sino, junto con Ferrari, la escudería más legendaria del automovilismo, con una historia acorde. No había pasado por alto que no solo estaría poniéndose a prueba frente a Alonso, sino que le compararían con los míticos pilotos históricos de McLaren. Algunos comentaristas afirman que McLaren es un equipo «gafado». Tres de sus pilotos más laureados perdieron la vida en pleno apogeo: el fundador, Bruce McLaren; el genio brasileño Ayrton Senna, aunque no en un coche de McLaren; y el formidable piloto inglés James Hunt. Lewis dijo esto de Senna: «Es mi ídolo. Veía cómo se la jugaba para adelantar a otros pilotos. He estudiado muchos libros y vídeos suyos, y espero haber aprendido algo de él. Es una satisfacción correr para el mismo equipo en el que corría Senna. Siento que de alguna manera estoy continuando su legado».

El equipo de F1 de McLaren lo fundó en 1963 el neozelandés Bruce McLaren. Bruce McLaren Motor Racing Limited, como se le conocía entonces, se animó a fabricar un monoplaza de F1, y tres años después el equipo debutó en el GP de Mónaco de 1966. En muchos sentidos, McLaren era como Lewis: no le valían los atajos hacia el éxito. Detallista como pocos, su lema también podría haber sido el de Lewis: «El éxito depende del compromiso». McLaren, también, era un formidable piloto. Pero fue su visión más allá de las carreras de automovilismo (he aquí otro paralelismo con Lewis) lo que lo catapultó al éxito.

Desde muy pequeño, a Lewis Hamilton le gustaba acercarse a los talleres para aprender sobre la mecánica y las especificaciones de los karts y los coches. Gracias a ello adquirió un conocimiento interno y una ventaja a la hora de competir, amén del sentido común para saber cómo tratar el coche casi como si estuviera cabalgando un caballo hacia la victoria. Bruce McLaren secundaba todo aquello; seguramente habría asentido sabiamente y sonreído ante la insistencia de Hamilton por asegurarse de que todo estaba en orden antes de ponerse el casco.

McLaren también se tomó muy en serio su papel como inventor, constructor y probador. En julio del 2007, el equipo que había fundado iba directo a convertirse en el más grande de la historia, tras haber vencido en 152 carreras desde su formación. Es cierto que Ferrari se había impuesto en 195, pero llevaban compitiendo desde 1950, 16 años más que McLaren, y gracias a los éxitos de Lewis y Alonso, estaban acortando distancias más que nunca. El equipo también había mostrado su dominio en la CamAm (56 victorias entre 1967 y 1972) y conquistado tres ediciones de las 500 Millas de Indianápolis.

En su libro McLaren: A Racing History, Geoffrey Williams escribe: «Al igual que Jackie Stewart llegó a personificar el creciente profesionalismo, comercialismo y la concienciación en materia de seguridad de los grandes premios de automovilismo en la década de 1970, Bruce McLaren caracterizó el espíritu alegre y, a menudo, de camaradería de las épocas anteriores. Considerado el piloto más querido de su tiempo, todo apuntaba a que Bruce, por sus orígenes, podía contribuir a este deporte con algo fuera de lo común».

Williams dio en el clavo en su análisis de Bruce McLaren, un pionero que, como Lewis, siempre estuvo destinado a la grandeza. Nacido el 30 de agosto de 1937, tuvo una infancia feliz, con la certeza de que pasaría sus años formativos en el entorno perfecto: el taller de su padre. Sus padres, Ruth y Les, eran propietarios de una estación de servicio y, por regla general, Bruce estaba en el taller. Les había participado en carreras de motociclismo antes de la Segunda Guerra Mundial. Pero, tras el fin de las hostilidades, centró su atención en el automovilismo. Su hijo, Bruce, sentía la misma fascinación por los coches y conocía su funcionamiento y la forma de sacarles el máximo partido.

Ya antes hemos hablado de los obstáculos a los que Lewis tuvo que enfrentarse siendo un crío para asegurarse de que su sueño se mantuviera vivo. No fue muy distinto en el caso de Bruce: con nueve años le diagnosticaron síndrome de Perthes, una enfermedad que debilita la cadera, afectando a la cabeza del fémur. Suele manifestarse en niños y provoca cojera y otros síntomas. No obstante, como aspecto positivo, el hueso afectado se recupera gradualmente a medida que el niño crece.

Esta enfermedad solo la padece uno de cada 10 000 niños. Le tocó a Bruce McLaren y durante dos años sus movimientos estuvieron muy limitados: sin duda, una época muy difícil para un crío al que le encantaba vagar y curiosear en el taller de su padre. Para que pudiera recuperarse, lo enviaron a un centro de rehabilitación en Auckland (Nueva Zelanda), donde le colocaron una férula de tracción y le vendaron buena parte del cuerpo. Durante meses tuvo que permanecer allí, inmóvil. Posteriormente, lo pasaron a una silla de ruedas, pero durante un tiempo temieron que no pudiera volver a caminar. Sin embargo, al igual que Lewis, este niño estaba hecho de otra pasta. Y en cada visita de su padre hablaban de coches y de la actividad en el taller.

Al volver a casa, Bruce padecía cojera permanente —su pierna izquierda era 4 cm más corta que la derecha—, pero estaba totalmente decidido a recuperar aquellos dos años perdidos. Se pasaba el tiempo ayudando a su padre en el taller y aprendió a conducir en el pequeño terreno de 1000 m² que tenían en la parte trasera. El punto de inflexión se produjo cuando, a los trece años, él y Les reconstruyeron con piezas un Austin 7 Ulster. Fue entonces cuando Bruce supo con total certeza dónde estaba su futuro. Desde siempre le había picado la curiosidad por los coches; con el tiempo lo describió así: «Mi carrera en el automovilismo empezó con un camión lleno de cajas de repuestos y tras remolcar un Austin Ulster hasta el 8 de Upland Road. Lo que nunca sabré es cómo hacía mi madre para aguantarnos a mí y a mi padre, que, aunque estuviéramos comiendo, siempre teníamos la mesa de la cocina llena de piezas de motor. Siempre nos decía: “Si os diera pan duro y agua, no os daríais ni cuenta”».

Con catorce años convenció a su padre para que lo dejara correr con el viejo Austin 7 Ulster, que por entonces habían restaurado por completo para su primera cita: una carrera de subida en la que los conductores competían contrarreloj para ver quién llegaba antes a la cima. Dos años después, participó en su primera carrera de verdad e hizo un buen papel. Cambió el Austin por un Ford 10 Special y un Austin-Healey, antes de hacerse con un Cooper-Climax F2, preludio de lo que estaba por llegar. Las incontables horas que dedicó a mejorar su rendimiento dieron sus frutos y, en 1957, terminó segundo en el Campeonato de Nueva Zelanda.

Su osado pilotaje aquella temporada hizo que reparara en él la leyenda del automovilismo Jack Brabham, lo que evoca otro paralelismo con Lewis Hamilton. Así, del mismo modo que Lewis se beneficiaría de los consejos de Ron Dennis, el propio McLaren obtuvo su gran oportunidad de la mano de Brabham. El rendimiento de Bruce en la campaña doméstica le valió el pase al GP de Nueva Zelanda aquella temporada, y aunque no ganó, su destreza no pasó inadvertida para el genio australiano, quien llegado el momento le propondría correr para él.

Paradójicamente, más si cabe teniendo en cuenta que este libro versa sobre un nuevo héroe británico, aquel día en el GP de Ardmore perdió la vida otro meritorio de ese país: el piloto nacido en Smethwick Ken Wharton. No estaba a la altura de Lewis Hamilton —el mejor resultado en su palmarés había sido un cuarto puesto en Berna en 1952—, pero, al haber sentido la misma pasión por el automovilismo desde niño, puede decirse que habían compartido el mismo sueño.

Brabham animó a la organización del GP de Nueva Zelanda a que eligiera a Bruce McLaren para participar en el Programa Europeo de Pilotos, cuya meta era proporcionar a una joven promesa neozelandesa un año de experiencia en una de las mejores escuderías del mundo. McLaren sería el primer beneficiario, en 1958. Al igual que con el tiempo Ron Dennis y McLaren acogieron a Lewis Hamilton desde una edad todavía más temprana, Bruce McLaren terminó aprendiendo el oficio en primera línea con el equipo británico Cooper. Se dio a conocer en la F2, pero la verdadera prueba de fuego fue el GP de Alemania de 1958 en Nürburgring. Como participaban pilotos de F1 y F2, Bruce tuvo que conformarse con un puesto de partida en la lista de reservas. Pese a todo, demostró temple y acabó quinto en la clasificación final y primero en la de F2.

Los días de mendigar una oportunidad terminaron tras su ascenso al equipo de F1 de Cooper para la temporada 1959, con Brabham como compañero. Bruce disfrutaría de un productivo período de seis años con Cooper, llegando a ganar aquella primera temporada el último gran premio del año en Sebring. Esa victoria, con veintidós años, lo convirtió en el piloto más joven de la historia en ganar un grand prix, y como colofón, Brabham conquistó el Mundial. El récord de Bruce se mantuvo hasta el 2003, cuando Fernando Alonso venció en el GP de Hungría, convirtiéndose con veintidós años y veintiséis días en el piloto más precoz en ganar una carrera.

En 1960, Cooper era el equipo a batir: Jack Brabham había terminado el año en primera posición en la tabla de pilotos, seguido de Bruce McLaren y Sterling Moss, también en Cooper. Aquel año, Bruce ganó el GP de Argentina y logró mantenerse entre los diez mejores pilotos del mundo durante el siguiente decenio. El chico de Auckland había protagonizado un notable ascenso a la fama, típico de la mentalidad ganadora del equipo McLaren y del carácter voluntarioso que caracterizaría al propio Bruce y a todos aquellos que seguirían sus legendarios pasos.

En 1963 creó su propia marca tras desilusionarse con Cooper. No pensaba que sus diseños estuvieran progresando lo suficiente en el plano técnico, pero aun así registró el nombre de Bruce McLaren Motor Racing Ltd. Hasta 1966 siguió corriendo para Cooper, diseñando y desarrollando su propio coche en sus ratos libres, hasta que un día estuvo convencido de que finalmente estaba preparado para competir. En 1966 anunció la puesta de largo de su propia escudería de F1, acompañado por el piloto Chris Amon, también neozelandés. Aquel año ganaron las 24 Horas de Le Mans con un Ford GT40. Un año después, Amon fichó por Ferrari. En 1968, el diseñador de McLaren Robin Herd montó en su coche el motor Ford Cosworth y Bruce fichó como su segundo piloto al campeón del mundo neozelandés Denny Hulme, quien había conseguido el título en 1967 con un Brabham. Fue una época muy emocionante para un equipo todavía en ciernes.

Bruce consiguió su primera victoria en un gran premio con su propio coche McLaren en Spa, en 1968, mientras que Hulme hizo doblete con el McLaren-Ford. En homenaje a su tierra natal, los monoplazas de McLaren siempre lucen el logo del Speedy Kiwi, la emblemática ave neozelandesa. Bruce ganó en Bélgica sin saberlo: «¡Fue la mejor noticia que me habían dado en la vida! Al principio de la última vuelta, Jackie [Stewart] entró en boxes a repostar sin que yo lo viera, así que gané sin haberme enterado».

Sin embargo, todo pasó a un segundo plano a las 12.22 del 2 de junio de 1970, cuando Bruce McLaren se estrelló en el circuito inglés de Goodwood. Apenas tenía treinta y dos años. Su madre, Ruth, quien entonces dormía en Auckland, contaría más tarde cómo se despertó repentinamente en el momento preciso del impacto, presintiendo que su amado hijo había muerto. Bruce falleció tras colisionar con su propio coche de CanAm durante un test. Había estado probando su flamante M8D en cada una de sus fases cuando el carenado trasero se desprendió a gran velocidad. La pérdida de aerodinámica del efecto suelo desestabilizó el coche, que, tras girar y salirse de la pista, colisionó contra un búnker de hormigón utilizado como puesto de un comisario. Murió en el acto.

En McLaren: The Man and His Racing Team, Eoin S. Young resumía así el pesar posterior a la tragedia: «En los sombríos días que siguieron a su muerte, reparamos en que Bruce, íntegro como pocos, había dejado entrever su propio epitafio en el último párrafo de su libro, From the Cockpit, escrito en 1964. Había plasmado en papel el dolor que lo invadió tras la muerte de su compañero de equipo Timmy Mayer, quien había perdido la vida en un entrenamiento en Tasmania. Pero, al mismo tiempo, había explicado su motivo para seguir corriendo, y sin duda aquellas últimas frases de su libro representan un comienzo apropiado para este: “La noticia de que se había matado en el acto fue un duro golpe para todos nosotros. Pero ¿quién puede asegurar que no había visto más, hecho más y aprendido más en sus pocos años de existencia que mucha gente en toda una vida? Vale tanto la pena tratar de hacer algo bien que morir en el intento por superarte no puede considerarse una temeridad. Para mí, desperdiciar la vida sería no aprovechar tu potencial. Por eso, a mi juicio, la vida no debería medirse en años, sino en función de los logros”».

En 1991, Bruce McLaren fue incluido en el Salón de la Fama de la FIA y, en 1995, en el Salón de la Fama del Automovilismo de América. En este último, su ingreso se conmemoró con unas reveladoras palabras que definen a la legendaria figura fundadora de McLaren. Se decía que «había sido una persona extraordinariamente discreta, querida en todo el mundo. Jamás se jactó de ser el piloto más rápido y, a menudo, subestimaba con una sonrisa su habilidad para la ingeniería. A su equipo solía pedirle que hiciera las cosas lo bastante sencillas como para que hasta él pudiera entenderlas. Pero su propia labor como diseñador y piloto dio como resultado bólidos que superaban a todos los demás».

En el momento de su fallecimiento, McLaren había ganado 4 de los 101 grandes premios en los que había participado, sumando un total de 196,5 puntos. Pero su legado es mucho más valioso que esas cifras por sí solas, pues se extiende hasta el descomunal grupo empresarial que McLaren International es hoy. Con sede en Woking (Inglaterra), donde trabaja un equipo de más de 325 diseñadores, ingenieros y personal cualificado, complementado por los más vanguardistas métodos de fabricación y diseño asistidos por ordenador, McLaren representa la última palabra en automovilismo moderno.

Y el equipo continúa llevando el nombre de McLaren del mismo modo que Lewis Hamilton lo lideró hacia una nueva generación de éxitos, como sucedió en 1974 cuando el brasileño Emerson Fittipaldi se convirtió en el primer campeón del mundo con McLaren. Fittipaldi, otrora el campeón más joven de F1, logró con el equipo su segunda corona en 1974, después de haberlo hecho dos años antes con Lotus, cuando tenía veinticinco años. Luego, en junio del 2007, el primer campeón brasileño del mundo, y el más joven hasta que Alonso hiciera lo propio con Renault en el 2005, a los veinticuatro años, demostró su lealtad a su antigua escudería al expresar su alegría por la evolución de Lewis Hamilton: «Mi favorito al campeonato es Lewis. La presión es tremenda cuando de joven te ves ganando y en lo alto de la clasificación. Sin embargo, él sabe gestionar muy bien esa presión».

Al comparar a Lewis con Tiger Woods o Pelé, por su poder para llevar el interés por la F1 a un público más amplio, Fittipaldi mostró su convencimiento de que Lewis estaba iniciando una nueva y emocionante era: «Tengo muy claro que, con Lewis, vamos a traspasar fronteras como nunca antes se ha visto en este deporte. Hamilton goza de mayor repercusión entre los aficionados que ningún otro campeón en la historia de la F1».

En mayo del 2007, Fittipaldi fue testigo en Montreal de la primera victoria de Lewis en un gran premio, y quedó asombrado por lo relajado que el joven se mostró fuera de la pista y por su control al volante en comparación con su compañero de equipo Fernando Alonso: «Lewis le habla al coche y este le habla a él. Se entienden muy bien el uno al otro, mientras que Fernando parecía gritarle al coche. No estaba teniendo una conversación civilizada».

Fittipaldi siempre será un ídolo en McLaren por llevar el título mundial a Gran Bretaña, pero nunca ocupará el mismo lugar en el corazón de los aficionados que Ayrton Senna o James Hunt, quienes también murieron jóvenes. Al igual que Bruce McLaren, ellos también eran rápidos e impetuosos al volante. Dos años después del triunfo de Fittipaldi, James Hunt ganó el título para McLaren. «Vistoso» o «privilegiado» son dos términos a menudo asociados a él. Aunque también hubo quienes le llamaron afortunado, algo que tal vez conviene explicar. James Simon Wallis Hunt nació el 29 de agosto de 1947 en Belmont, Surrey. No tuvo que sacrificarse para abrirse paso en la vida; más bien, todo lo contrario, pues era hijo de un exitoso corredor de bolsa y estudió en el Wellington College de Berkshire. En su adolescencia su ambición era ser médico, pero a los dieciocho años vio un motor deportivo por primera vez y de inmediato le picó el gusanillo, hasta el punto de que abandonó los estudios y depositó todas sus esperanzas en el automovilismo. Tras su meteórico paso por las categorías de la Fórmula Ford y la Fórmula 3, le apodaron Hunt the Shunt (Hunt el Salidas), por su propensión a los accidentes aparatosos.

Se le conocía por su conducción agresiva, pero su mayor logro lo conseguiría a los veintiséis años, cuando su pudiente amigo lord Alexander Hesketh lo fichó en 1975 como piloto de Hesketh, su incipiente equipo de F1. Su primera victoria la firmó en 1975 en el GP de Holanda, en Zandvoort. Al año siguiente, Hesketh se quedó sin dinero, su equipo quebró y Hunt se unió a McLaren para la campaña de 1976. Su temporada de debut fue sublime: consiguió el título mundial y se impuso en seis carreras. Pero para algunos, con eso no bastaba: había voces que lo menospreciaban, afirmando que solo había ganado porque Niki Lauda, su principal adversario, había sufrido un terrible accidente en Nürburgring el 1 de agosto de 1976.

El austríaco quedó atrapado en su Ferrari, en llamas, después de perder el control de su bólido, estrellarse contra el guardarraíl y quedarse en medio de la pista. Finalmente, el piloto de veintisiete años —que se disponía a revalidar el título tras liderar el campeonato desde el inicio de la temporada— fue rescatado. Lauda volvió a correr seis semanas después, pero Hunt se hizo con la corona por un solo punto de diferencia. A mi modo de ver, aunque Lauda iba lanzado a por el título, Hunt, que todavía tenía opciones después del accidente, mantuvo la serenidad, pilotando con confianza y estilo. Creo que no tuvo el reconocimiento que merecía, pero, pese a ello, el título lo elevó a la categoría de héroe para los que verdaderamente importan en el deporte: los aficionados.

Hunt alcanzó el cénit de su carrera aquel año. En 1977 solo logró tres grandes premios y, al año siguiente, apenas consiguió puntos. En su vida personal también todo se fue a pique rápidamente. Se cuenta que aparecía en las galas de alto copete en pantalones cortos y con camisetas sucias, que bebía como un cosaco y que siempre andaba detrás de las mujeres. Una periodista lo sedujo y escribió sobre su «rendimiento» en una revista holandesa. En 1979 corrió para el equipo Wolf en la que sería su última temporada en la F1. Luego, intentó hacer carrera como comentarista acompañando al mítico Murray Walker. Su debut no pudo ser más bochornoso: llegó tarde y ebrio a su primera cita en el GP de Mónaco. Descalzo, con una pierna escayolada tras accidentarse esquiando (también bajo los efectos del alcohol), puso la pierna izquierda sobre el regazo de Murray Walker y empezó a comentar, haciendo una pausa para descorchar una botella de vino.

Pese a todo, la asociación entre ambos continuó y prosperó, gracias, en buena medida, al empeño de Murray en ver a James recuperarse. Su vida terminó trágicamente justo cuando parecía que estaba restableciéndose tras años de excesos y de malas decisiones financieras que casi lo llevan a la ruina. Con todo, su muerte a causa de un infarto, en 1993, con cuarenta y cinco años, no fue provocada por sus excesos, sino consecuencia de un defecto congénito. Horas antes de morir le había pedido a su novia, Helen, a la que doblaba en edad, que se casara con él. Ella había aceptado e iba a ser su tercera esposa.

Hasta su muerte mantuvo la amistad con Niki Lauda, y una de las citas más elocuentes acerca del verdadero James Hunt la firmaría el austríaco cuando se enteró de su fallecimiento: «Mierda. James era uno los pocos tipos grandes de verdad».

McLaren tuvo que esperar hasta 1984 para conseguir su siguiente título mundial, cortesía de Lauda. En 1980, Marlboro acordó la fusión de McLaren y Project Four, con Ron Dennis a la cabeza. Esto revitalizó a McLaren y llevó al triunfo de Lauda por medio punto en detrimento de su compañero de equipo, Alain Prost. El francés tomaría el relevo de Lauda, coronándose campeón en 1985, 1986 y 1989, aunque para entonces ya había una nueva estrella en el equipo, y posiblemente, la más legendaria de todas.

Ayrton Senna da Silva sigue siendo considerado por muchos el piloto con más talento jamás visto en la F1. Fichó por McLaren en 1988 y su rivalidad con Prost se hizo legendaria. Eran el día y la noche: Prost, un conductor reflexivo y mesurado; Senna, un piloto de talento inconmensurable, pero con una vehemencia que rayaba lo temerario. Sus duelos, en pugna por la supremacía y con el título mundial de por medio, siempre serán recordados, lo mismo que su rivalidad, la más encarnizada jamás vista en la F1. Los dos ganaron tres coronas para McLaren (Senna en 1988, 1990 y 1991), aunque el brasileño consiguió más victorias en grandes premios: 35 frente a las 30 de Prost.

Andrew Benson, especialista en F1 de la BBC, resumió así la maestría de Senna: «Puede que Michael Schumacher sea estadísticamente el mejor piloto de F1 de la historia, pero para muchos de los que seguimos la carrera de Ayrton Senna no hay nadie comparable al genio brasileño. La grandeza de Senna no está respaldada por las estadísticas, por más impresionante que sea su palmarés, sino por la fuerza incontenible con que dominó una era de la F1».

El potencial del brasileño, como el de Hamilton, era evidente antes de desembarcar en la F1. Nacido el 21 de marzo de 1960, fue el segundo hijo de Milton da Silva, un exitoso empresario y terrateniente. Se crio en Santana, un barrio de clase media de São Paulo. A los cuatro años empezó a conducir un kart que le había regalado su padre y a los ocho ya se atrevía con el coche familiar; con trece años ya disputaba competiciones. Su progreso hacia la F1 también fue similar al de Lewis. En 1977, tras destacar en el karting, ganó el Campeonato Sudamericano de Karts.

Le invitaron a Europa para hacer pruebas de velocidad, donde adoptó el apellido de soltera de su madre, Senna, pues Da Silva era muy común. Después, ganó los campeonatos de Fórmula Ford y de Fórmula 3. Y, en 1983, el equipo Williams ofreció al entonces prometedor piloto de F3 hacer un test en su monoplaza de F1. Al cabo de 40 vueltas había logrado rodar en Donington Park más rápido que cualquiera de sus pilotos habituales, incluido el entonces vigente campeón del mundo Keke Rosberg. Williams inexplicablemente no lo fichó y terminó compitiendo para el modesto Toleman.

Senna debería haber ganado en Mónaco en 1984, su año de debut. En la vuelta 31, en medio de un aguacero, adelantó al McLaren de Prost y se puso primero. Sin embargo, una vuelta después ondeaba la bandera roja, por lo que hubo que detener la carrera, y la clasificación que se tuvo en cuenta fue la de dos vueltas antes. Prost ganó, pero el joven brasileño había dejado su impronta. Senna había estado negociando en secreto con Lotus y, finalmente, en 1985, se incorporó a la mítica escudería, con la que ganaría su primer gran premio en Estoril en condiciones aún más peligrosas. Otras cinco victorias seguirían con Lotus en los tres años posteriores. Pero, poco a poco, Senna se dio cuenta de que este no era el equipo de ensueño que había imaginado. Ya no era el Lotus de Jim Clark, sino una escudería en decadencia. En 1988, al fin, se concretó su salto a McLaren.

Era el equipo que siempre había deseado, el que le proporcionaría un coche a la altura de su talento y ambición. Prost lo recibió de buen grado en su primera temporada, pero la calidez no duraría mucho. De hecho, esto podría haber sido un preludio de la frialdad con que Alonso trató a Hamilton después de que Lewis ganara su primer grand prix. Tras imponerse en ocho carreras, Senna le arrebató el título a su compañero. La temporada siguiente las disputas entre ambos fueron cada vez más enconadas. Prost recuperó el título y Senna acabó segundo. El campeonato acabó en manos de Prost después de que ambos colisionaran en la última carrera, en Suzuka. Prost culpó a Senna, y eso supuso el fin de su relación.

Para Andrew Benson, de la BBC, «parecía que, a veces, Senna anteponía su ambición a su instinto de supervivencia, como pudo verse en el GP de Japón de 1990, cuando Senna se aseguró el segundo de sus tres títulos tras embestir al Ferrari de Prost a 250 km/h, lo que obligó a ambos a abandonar».

Pese a su notoria propensión al exceso en los circuitos, Senna era una persona muy religiosa y seria en su vida cotidiana, que reflexionaba mucho sobre su papel en la F1 y en la vida. Temía no estar siempre al máximo nivel y eso lo motivaba a ser mejor cada día: «Puedes hacer algo que el resto sea incapaz de hacer. Pero en el momento en que te ven como el mejor, el más rápido y alguien intocable, te vuelves enormemente frágil, porque en una fracción de segundo todo se desvanece. Esos dos extremos son sentimientos que no experimentas cada día. Son cosas que ayudan a conocerte mejor. Y eso precisamente es lo que me anima a seguir».

Con esa motivación en mente, Senna se unió en 1994 a las filas de Williams en busca de un nuevo reto: demostrarse su valía a sí mismo en un nuevo equipo. Williams había dominado la F1 en 1992 y 1993, y se daba por sentado que Senna recuperaría el que sería tercer título de la escudería y que él había ganado por última vez en 1991, con McLaren. Pero no fue así. El coche de Williams presentaba un grave defecto de diseño, y durante el GP de San Marino, en Imola, el 1 de mayo de 1994, Senna las estaba pasando canutas para seguir el ritmo de Michael Schumacher (a los mandos del superior Benetton) en la carrera por el título. Aun así, al entrar en la curva Tamburello a más de 300 km/h aventajaba en un segundo al alemán, cuando de pronto el Williams FW16 impactó contra un muro. Una rueda delantera salió despedida hacia el piloto, y el brazo del amortiguador perforó la visera del casco de Senna. Si esta hubiera ido en otra dirección, el piloto habría salido ileso. Ayrton Senna, el genio de McLaren y de la F1, murió con solo treinta y cuatro años.

Murray Walker reflejó con estas palabras la tristeza a la jornada siguiente: «Es el día más aciago que recuerdo en la F1». El cuerpo de Senna fue repatriado, y cuatro días después, se calcula que medio millón de personas le rindió tributó en el funeral de Estado oficiado en São Paolo.

Era el fin de un sueño. McLaren también se sumió en un período aciago. Tuvieron que pasar cuatro años para que el equipo, finalmente, viera la luz tras la muerte del brasileño. Fue Mika Hakkinen quien le devolvió al Olimpo de la F1 con su título mundial. El legendario equipo que Bruce McLaren había fundado, y por el que dio la vida, había pasado por momentos angustiosos, pero, también, gloriosos.

Paradójicamente, cuando Hakkinen volaba hacia el título de la temporada 1997-1998, Lewis empezaba su formación en McLaren. Tras los éxitos y las tragedias inolvidables de Bruce McLaren, James Hunt y Ayrton Senna, se asomaban a una nueva era: la del chico nacido para coronarse rey de la F1 en los albores del siglo XXI. No obstante, Lewis sería el primero en reconocer que nada de esto habría sido posible sin la ayuda de su padre, Anthony, y la del hombre al que muchos llaman su segundo padre: Ron Dennis.

Él fue responsable de la llegada de Lewis a la F1 y de él hablaremos en el siguiente capítulo, examinando su importancia en el desarrollo de este joven talento.