Giuseppina no entendía muy bien lo que le pasaba con Vittorio. Pensaba en él todo el día, toda la noche. Acababa de conocerlo. No veía la hora de llegar al restaurante para verlo. Él ponía vida a su vida. Sí, aunque fuera viejo, mal gestado y casado, y con hijos. “Ay, qué dolor de cabeza…”, pensaba Giuseppina, atenta a la puerta.
“Que llegue. Que llegue. Que llegue”.
Sí, había prometido nada de brujerías, pero cada día y a escondidas alimentaba sus esperanzas puestas en la mano de su propia sapiencia. Me quiere, no me quiere, me tiene que querer. “Me tiene que querer. Me tiene que querer. Claro que me tiene que querer”, pensaba todo el tiempo.
Apenas se fue Giuseppina, Raffaella bajó las escaleras con una bolsa envuelta por sus brazos. Espiando para un lado, para el otro, como si alguien la estuviera siguiendo, como si estuviera haciendo algo malo, como si la hubieran descubierto. ¿De qué?, no lo sabía, pero le costaba dejar ese sentir y disfrutar la vida tal cual se presentaba.
—¡Ey!, acá estamos —gritó Regina blandiendo su brazo apenas la vio en la calle.
Raffaella se acercó, despacio. Tres mujeres la observaban. Se veían familiares. Empezó a toser. A maldecir esa picazón en su garganta, que no se conforma con la tos, quiere más, y luego arde, y luego duele.
—Tuviste suerte, hoy es el único día que coincidimos las tres. Nélida, mi hermana del medio, y Dominga, la mayor. Ella es la chica de la que les hablé, Raffaella.
—Hola —carraspeó Raffaella.
—¿Estás bien? —preguntó Regina al ver que no podía parar de toser.
—Sí, ahora con este caramelo todo se calma —contestó, avergonzada.
—Bueno, ellas trabajan en la fábrica, yo les dije que vos buscabas trabajo —comentó Regina.
—Sí, yo traje algo para que vean lo que puedo hacer —indicó y entregó a Regina el envoltorio.
Regina hizo un espacio sobre la madera y expuso las confecciones de Raffaella..
—Esto es una belleza —exclamó Nélida admirando la costura, los detalles, los bordados.
—Es perfecto —agregó Dominga—. Estos guantes son hermosos.
—¿De verdad todo esto lo hiciste vos? —preguntó Regina.
Raffaella, ruborizada y emocionada, esbozó una sonrisa. Tosía menos.
—Sí, yo sola —aclaró—. Y me gusta, y tejo mucho también, les puedo tejer una bufanda.
—¿Cosés a mano? —preguntó Nélida.
—Sí, todo. Con agujas. ¿Se nota mucho? —contestó Raffaella, abrumada.
—¡Claro que no! Todo lo contrario. Es perfecto —dijo Nélida.
Las tres hermanas comenzaron a cuchichear entre ellas. Raffaella las observaba y escuchaba.
—Estoy escuchando lo que dicen —aclaró en un gesto de honestidad, mirando el piso y moviendo las manos entrelazadas a la altura del regazo.
—Claro, qué pava. Bueno, pero es verdad, nosotras podríamos vender tus cosas, claro, a un precio que nos permita ganar algo. Acá pagamos mucho para poder estar, casi que no ganamos un peso, nos mantenemos, pero… —dijo Regina.
Raffaella, boquiabierta, no sabía qué responder. Nunca se imaginó que podrían vender sus creaciones.
—Yo quisiera hablar con mi hermana Giuseppina, ella sabe.
—Bueno, andá a buscarla —ordenó Regina.
—Ella está trabajando ahora, en el Ristorante Da Vitto. Es la cocinera.
Se quedaron las tres calladas.
—¿En el Ristorante Da Vitto? —preguntó Nélida.
—Sí, ¿por? —se inquietó Raffaella.
—No, por nada… —contestó Regina haciendo una mueca a su hermana—. En todo caso, nos juntamos mañana, a las seis. Podemos las tres.
—Sí, podría ser a la noche, mañana mi hermana tiene libre —confirmó Raffaella—, y, de paso, nos puede cocinar algo rico.
—Listo, nos juntamos en tu casa, mañana, nosotras también podemos —repitió Regina.
Todas coincidieron en que era una pena que, siendo tan habilidosa, fuera a trabajar a la fábrica de camisas. Y que lo mejor sería tal vez vender lo que ella pudiera hacer.
Nélida se detenía en cada detalle, las vainillas, las terminaciones, la costura a mano, prolija. Tenía un don. Sí. Claro que sí.
—¿Te imaginás lo que harías, Raffaella, con una máquina de coser? —dijo a Regina.
—Uf, ah, sería como un sueño. Demoraría menos. Aunque nunca usé una. Pero no creo que sea difícil, ¿no?
—No, es una pavada. En un rato aprendés a manejarla. Estos guantes me gustan tanto… Vi un sombrero que hace juego, me gustaría tenerlo para el desfile de Pascua. ¿Se imaginan? —dijo Nélida.
—¡Ya está! Dijimos que nada de nada, toda la plata tiene que venir acá —la retó Regina.
—Bueno, decía nomás —contestó Nélida.
—Yo te lo puedo hacer —aventuró Raffaella.
—¿En serio? —respondió Nélida, alegre.
—Sí, vamos a verlo, compramos lo que hace falta y te lo hago. Bueno, tal vez no salga igual igual, pero, no sé, se me ocurre —dijo Raffaella algo arrepentida de haber abierto la boca.
—Dejala tranquila —imputó Dominga con las prendas de Raffaella en la mano.
—No, no me importa, me gusta —dijo Raffaella.
Siguieron conversando un momento más y luego Nélida tomó del brazo a Raffaella y la llevó a ver el sombrero tan deseado.
Paradas al frente de la vidriera, boquiabiertas.
—Esto es lo que queremos para nosotras. Así, tal cual. Acá la gente viene pobre y se hace rica, ¿sabés? —comentó Nélida—. Vamos, entremos, así tocas bien las telas. Tal vez algún día nosotras tengamos una tienda como esta…
Ingresaron. Raffaella, apenas sintió la cosquilla en su garganta, tomó un caramelo del bolsillo, claro, los que hacía su hermana, y se lo puso en la boca, eran de menta, miel y propóleo. Calmaba la picazón.
—Esto lo puedo hacer, pero la pluma… Pero podemos poner tul y ¿flores? —dijo Raffaella mientras inspeccionaba el sombrero elegido por Nélida.
Salieron de la tienda discutiendo el color, la gasa o tul. Tomadas del brazo, regresaron con el resto.
Raffaella sintió el mundo a sus pies. Agradeció a su madre, a Dios, a la Virgen, a su abuela y a las cartas, que predijeron buena suerte para ella.
¿Será que al fin las Caralione habían logrado torcer la suerte?