Cuando llegaba al restaurante, Giuseppina abría la puerta y el aire la invadía, el aroma ahumado, espeso ingresaba por sus fosas nasales y se cargaba en el torrente sanguíneo, recorría su cuerpo. Y entonces iniciaba el camino hacia la cocina, comenzaba a danzar, perdón, caminar, sus pasos estaban programados, el vaivén de su cadera y Vitto mirándola, sonriéndole, aplaudiéndola. Sí, la vitoreaba. Ella sonreía, iba directo a sus brazos…
—¡Giuseppina! ¡Cuidado! Casi me tirás la bandeja, mirá por dónde caminás —dijo el mozo que se cruzó justo en la ensoñación de Giuseppina.
—Bueno, no te vi.
Giuseppina imaginaba cada minuto con Vittorio. Algunas veces pasaba más tiempo en sus ilusiones que en su vida real.
—El café —gritó doña Pancha apenas vio que ingresó a la cocina.
Para todo tenía un secreto, o lo inventaba en ese momento. A las infusiones, todas, les agregaba una ramita de canela un día, una gota de vainilla otro, y cada vez tenían un sabor diferente.
Y, entonces, sin darse cuenta, comenzó a desplegar sus dones. Preparó un té para el buen ánimo. Otro para los vómitos. Y uno le dijo al otro, y otro, y otro. Y todos empezaron a pedirle cosas, que el dolor de panza, los oídos.
Y así comenzó a compartir sus dones, otra vez…
Donato casi no estaba en el lugar y eso facilitó que Giuseppina no se detuviera. Y, claro, en ese caso no la abuchearon. Todo lo contrario, la adoraron. Todo lo curaba, todo lo arreglaba, todo lo solucionaba.
—Que no se entere doña Pancha, a ella no les gustan estas cosas, creo —dijo Rose.
—Sí, me di cuenta. Cuando ella está, nada de nada, ¿eh?
—Sí, nada de nada —repitió Rose y salió con la bandeja.
Regresó a los minutos, casi corriendo:
—¡Hoy viene don Vitto a comer! —gritó y en el mismo acto desapareció.
Cuando Vittorio anunciaba que iba a comer, era porque tenía alguna reunión importante y, por lo general, no estaba solo.
—Vamos todo el mundo, tenemos que cocinar —dijo Giuseppina mientras acomodaba su atuendo. Raffaella le había confeccionado un delantal blanco con ribetes pequeños color rosa pálido. Tenía que disimular, su corazón comenzó a latir cada vez más fuerte, parecía que se iba a escapar de su pecho.
—¿Estás bien vos?… —preguntó el Irlandés.
—Sí, sí, vamos a trabajar —contestó. Le temblaban las piernas—. Cebolla picada bien chiquita, a la olla; el ajo, primero, hay que apretarlo y luego lo picamos —repetía Giuseppina a su única ayudante, Rose—. El pimiento tiene que ser rojo y carnoso, y mirá, olelo, tiene que tener ese aroma, ¿sentís?
Rose lo acercó a su nariz, luego inspiró, pero nada.
—Rico —dijo por decir.
—Ahora, mientras todo esto se cocina, picamos los tomates, y buscame una botella de conserva.
Cuando Rose fue en busca del tomate, enseguida Giuseppina fue y sacó casi con la mano una anchoa de la lata. Su secreto. La metió y siguió blandiendo la cuchara de madera tratando de despedazarla, integrarla. Agregó el tomate picado, el tomate conserva, una cucharada de miel y entonces continuó.
—Ahora traeme, de los buenos, los que están atrás, pimentón dulce, pimienta negra, orégano, laurel y comino.
Agregó los condimentos a la salsa y bajó la llama para que la magia hiciera lo suyo.
—¡Vamos, Rose! Traé la carne.
Tomó el trozo entero de carne y lo adobó con semillas de mostaza molidas con pimienta negra, le dio color con el pimentón y un poco de ají picante, y luego machacó algunos ajos y los enterró en la carne.
En una sartén de hierro caliente la dejó caer y le agregó un chorro de vino tinto. Cuando estuvo dorado por fuera, lo puso en otra fuente. Lo decoró con cebollas y papines, ajo y perejil, y al horno.
—La pasta, Rose.
Rose fue con la fuente del horno con los tallarines caseros listos para hundirse en el agua.
—¡Ay, no, no, no, me olvidé del postre! —gritaba Giuseppina. ¿Cómo se iba a olvidar del postre? ¿Qué iba a decir don Vitto?
—¡Ay, no, no, no! —repetía Rose tomando su cabeza con las dos manos.
Rose era hija de José, otro de los hombres de Vittorio, tenía trece años y admiraba profundamente a Giuseppina, era gracioso ver cómo repetía todo lo que ella hacía. Era como una copia de ella misma, más pequeña y morena.
—¡Rose, andá, fijate si queda crema pastelera!
Rose salió corriendo y regresó con la crema.
—¡Ay, qué suerte! Vamos, harina, vainilla, huevo, mantequilla y anís dulce, la botella traé, y azúcar. ¡Dale, dale!
Y los bollos comenzaron a rodar.
—Parejitos, Rose, tienen que ser todos iguales a la vista, no podés hacer uno gordo y otro flaco y deforme.
Sacudió su delantal lleno de manchas rojas y entonces se dio cuenta de que no estaba sola. Elsa y todos los mozos la observaban…
—Ella cocinó para don Vitto —excusó Rose al ver a todos ahí.
—¡Hoy, pasta! —enunció alguien—. ¡Vamos! No se queden parados ahí como tontos…
Cerca de la hora, llegó doña Pancha, se sentaba justo delante de la caja registradora y desde allí comandaba todo.
—Ya están los menús listos, y la pasta para don Vitto, doña Pancha. ¿Quiere que preparemos algo más? —preguntó Giuseppina.
—No, lo que dice en la carta —contestó, fruncida de ceño, observándola.
Giuseppina espiaba a los hombres trajeados que ingresaban delante de Vittorio. Uno de ellos era Donato. Trajes, sombreros imponentes. Y sí, Raffaella tenía razón, estaban armados. “Bueno, tal vez sea para su seguridad, no siempre todo tiene que ser tan malo”, pensaba.
Se ubicaron en el apartado especial dispuesto para su uso exclusivo.
—Traé a la cocinera —pidió al mozo.
Giuseppina se ponía un poco nerviosa ante su presencia, levantó el rostro, planchó su delantal con ambas manos y despejó la cabeza dejando el cabello dorado listo para encandilar con su brillo. Caminó, se detuvo a su derecha.
—Cocinera, dije que iban a comer como en la propia Italia, ¿eh?
—Enseguida, señor —dijo y, cuando estaba a punto de irse, volvió, enderezó su espinazo y dio rienda libre a su inesperada actuación.
—Don Vitto, cociné para usted tallarines al huevo con, eh, pintitas de tomillo. Mi salsa especial, que no voy a poder compartirles la receta, y una carne abrazada por los condimentos especiales, dorados y gustosos rellena de sorpresas. Ah, y de postre, los bollos fritos rellenos con crema al licor —dijo casi sin respirar, hizo un reverencia ridícula y se fue.
—¡Cocinera! —gritó Vittorio.
—¿Sí, don Vitto? —dijo y otra vez regresó sobre sus pasos.
—Que traigan pan.
Giuseppina ingresó a la cocina casi sin aire. Se apoyó en la pared y suspiró. Definitivamente, Vittorio le quitaba el aire. Ay, ay, ay. ¿Qué acababa de hacer?, ¿carne abrazada? ¡Por Dios!, qué le había pasado, de dónde había sacado toda esa cursilería inadecuada. Suspiró, sus mejillas aún ardían. “¡Qué pava!, ¡qué pava!, ¡qué pavota!”, repetía. Tonta, tonta, tonta.
“Vittorio me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere, me tiene que querer, me tiene que querer, me tiene que querer. Tres veces, listo. Una vez más, con los dedos, me quiere, me quiere mucho, me quiere poquito, quiere a su esposa. ¡No! Su esposa no. Me quiere, me quiere, me quiere. Me quiere a mí”, rezaba en sus pensamientos.