No se pierde la virginidad y se sigue la vida así como así, ¿no? Giuseppina sentía la necesidad de contarles a las chicas lo que había pasado, pero claro, no, no, la iban a matar. ¿Se había convertido en prostituta, en amante?, ¿y entonces qué pasaría?
Muchas veces había imaginado cómo sería el sexo, pero nunca llegó a imaginar lo que vivió con Vittorio. Sintió ese trozo de carne invadirla y luego su cuerpo revolucionó por su cuenta, sin avisar, se parecía a un ataque al corazón. “¿Será así? ¿Siempre?”, pensaba, pensaba… Y cada vez que recordaba lo vivido en el piso de la despensa, esa cosquilla en la entrepierna la obligaba a cruzarlas, a contenerlas. Y eso se sentía placentero.
No fue casualidad, o tal vez sí, el encuentro de Dominga y Giuseppina en la esquina del restaurante.
—¡Giuseppina! —gritó Dominga.
—¡Hola! ¡Qué casualidad! ¿Qué haces por aquí?
—Estoy yendo a una reunión —aclaró.
—A una reunión de “esas”.
—Sí. ¿Querés venir?
Giuseppina pensó un momento. Tiempo tenía. Tal vez…
—¡Vamos! —dijo y se colgó del brazo de Dominga.
Conversar con Dominga era gratificante. No había tabúes. Había libertad para manejar las palabras.
—Estás rara vos —imputó Dominga—. ¿Qué te pasa?
—Cuestiones del corazón…
—Podés confiar en mí. Es el viejo, ¿no?
—No es tan viejo.
—Sí, es viejo, pero bueno…
—Creo que metí la pata. Pero no podés contarle a nadie, ¡nadie!, ¿eh? —imploró. Vislumbró una oportunidad de poder compartir ese bollo de emoción que palpitaba por salir…
—Será nuestro secreto como esta reunión que vamos a compartir.
—Hice la cochinada con Vittorio —dijo, soltó sin preámbulos.
—…
—Decime algo.
Dominga suspiró, aferró el brazo de Giuseppina.
—Qué sé yo. Está bien. Si vos lo quisiste, está bien. Creo. No puedo creer lo que me decís, parece un chiste. Con ese viejo…
—No tuve mucho tiempo para pensarlo, pero no lo frené. Lo amo, Dominga. Lo amo tanto...
—…
—Decime algo, por favor.
—Es que es un viejo, casado, mafioso, y vos son tan dulce, buena, joven… No sé. Pero si lo amás tanto…
—Sí, lo amo tanto, tanto… Sueño con formar una familia con él.
—Pero él ya tiene familia.
—Y viajar…
—Él viaja con sus matones.
—Y tener hijos…
—Ya tiene hijos.
—Bueno, ¡basta! Ya sé, pero no pierdo las esperanzas.
—¿Cómo fue? —preguntó Dominga.
—Raro. Él me llevó a la despensa y… me metió su… cosa, eso, ahí, ya sabés. Bueno. Fue rápido…
—¿Te dolió? —preguntó Dominga fruncida de ceño.
—Es raro el dolor, porque luego me pasó algo que nunca me había pasado… y fue lindo, muy lindo. Como un ataque, ¿viste?
—¿Qué? ¿Qué?
—Un escalofrío raro, muy muy fuerte, que me recorrió el cuerpo. Y el dolor se transformó en lindo. Qué sé yo.
—Ay, mi cuerpo se empezó a sentir raro mientras me contás eso. ¿Seremos putas de alma?
—¡Qué decís! Eso es algo que todos hacen, algunos en forma correcta en el matrimonio y otros escondidos y no dicen nada. Creo.
—Sí, creo que es así. ¿Y ahora te duele algo? ¿Y cómo es la parte del hombre? ¿La viste? ¿La tocaste?
—No, no la vi. No la toqué, ¡qué chancha!
—¡Chancha vos que dejaste que te lo hiciera! Y ahora, ¿te duele?, ¿te lo habrá agrandado?
—¿Se me habrá agrandado? ¿Qué hago…?
—¿Cómo era la cosa esa?
—Era como un palo de amasar, el ancho, pero corto.
—Ay, eso debe doler… —comentó Dominga, asqueada.
—Bueno, después lo sentí más blando, como la tripa rellena, con arroz, ¿viste que es dura? Pero también es blanda.
—¿Todo eso te metió ahí? Y encima, ¿te gustó?
—Bueno, dolió, al principio, como una picadura de avispa. Pero después me pasó eso del ataque. Y eso sí que fue… raro.
—Y no te duele, ahora.
—Tengo como una sensación cuando hago pis. ¿Estaré embarazada?
—No digas eso, madre santísima. Si estás embarazada, sí que es un problema, un gran problema.
—¿Por qué? Tal vez, si estoy embarazada, él quiera tener ese hijo conmigo o… —dijo y en el acto recordó la historia de la pobre Rose—. Bueno, qué sé yo.
—Tenés que hacer algo de curandería para no quedar embarazada… Creo. ¿Sabés algo de eso?
—Es contra Dios.
—¡Ma bah! Si toda tu familia hizo curanderías, ahora venís que es contra Dios. Vos sos la que querés estar embarazada para agarrar a don Vitto. ¿O no?
Claro que tenía razón, ella había soñado con estar embarazada para iniciar la familia con su amado, pero… Ay, Dios. Y si él hacia lo que había hecho José, el padre de Rose. Y la dejaba tirada por ahí…
—Sí, lo voy a hacer por las dudas, así que no te preocupes. Voy a preparar el té hoy mismo, por las dudas —mintió.
—¡Vamos! Se hace tarde —ordenó Dominga.
—¡Allá! —indicó Dominga.
Cruzaron la puerta y el bullicio las detuvo. Mujeres, muchas mujeres, de todas las edades. Cabellos cortos a la nuca o recogidos, algún que otro tocado o sombrero con muchas usadas encima. Vestidos largos, grises, agrietados. Rostros cansados, algunos lisos por la edad, otros cuarteados por el sacrificio, la mala vida, la escasa alimentación.
—Ey, caminá —pidió Dominga tomando del brazo a Giuseppina que se había quedado petrificada en la entrada.
Juntas, amontonadas. Las valientes. Las que se animaron a dejar a sus familias, hijos, novios, padres, y fueron, sí, fueron a ver qué podían hacer para mejorar las leyes laborales…
—Estoy impresionada. Nunca imaginé que las reuniones serían así —dijo Giuseppina.
—¿Así cómo? No entiendo.
—No sé. Pero todas, acá, me dan ganas de llorar. Qué sé yo.
Dominga sonrió. A ella le había pasado lo mismo la primera vez. Es la emoción que las posee, a todas, la energía que las une en ese sentir agudo que necesita expresarse con el llanto, con la risa, con algo… Que quiere salir, contar su sentir…
Sentadas en algún lugar, ¿silla, banco? No se podía distinguir. Lo que sí era visible era la mujer parada, arriba de algo, ¿una mesa? Su cuerpo sobresalía.
—Vení, acá tenemos un espacio —dijo Dominga.
Caminaron apretadas, enlatadas, tratando de no pisar a nadie, y se sentaron. Quedaron cerca de la mujer que oraba para todas y cuyos brazos se bamboleaban para todos lados al compás de sus palabras, eufóricas, enojadas, esperanzadas. Llevaba un vestido gris oscuro, un lazo en la cintura. Un ribete terminaba las mangas con un tímido volado. El cabello recogido, bajo, casi en la nuca, apresado en las garras de las pinzas invisibles. Y su boca abierta a las palabras.
—Tenemos que seguir luchando, invitar a otras mujeres, que se animen, que dejen de tener miedo. No podemos si no somos todas, siempre nos aplastan. No tenemos derechos, no tenemos voz, pero sí, somos nosotras las que nos partimos las espaldas trabajando sin descanso, ¿para qué? Para enriquecer a unos pocos —decía la mujer a viva voz.
—Tiene razón, cuánta razón, tendríamos que venir las cinco acá, no solo nosotras —dijo Giuseppina borracha de energía. Quería levantarse, hablar, tal vez gritar…
—No le digas a Nélida, te lo pedí.
—No, no, es que me emociona todo esto. Todas nosotras, acá.
—Mirá, aquella, ¿la ves? La del vestido azul. Ella, esa, ¡me vio! ¡Mirá, me está saludando! Ella, ella es Clara. Mi amiga.