Capítulo uno

No debí detenerme. Ya estaba tarde. Pero si alguien se encuentra una billetera en la calle, ¿qué otra cosa puede hacer? Pues pararse.

La recogí. Miré para todos los lados y sólo vi a un viejo que había sacado a pasear a su perro. El señor Oxner me iba a matar. Ya me había castigado un par de veces por faltar, por malas notas, por decir groserías o por cualquier otra cosa.

El día anterior se había puesto furioso conmigo. Había dicho que era mi última oportunidad, que solamente masticar chicle en clase —eso fue lo que dijo— sería suficiente para echarme de una vez. Expulsarme.

Ni que me importara un comino.

No me faltaron ganas de decirle: “métase su clase por donde mejor le quepa”. No estaba dispuesto a que nadie, y especialmente Oxner, me dijera lo que podía o no podía hacer.

Per onecesitaba un lugar donde quedarme, un lugar donde comer. Si me expulsaban, mi padrastro se volvería loco. Me obligaría otra vez a trabajar de cajero en el supermercado por seis dólares la hora o trataría de echarme de la casa. Se aseguraría de que mi vida se convirtiera en un infierno (como si ya no lo fuera). Podía escucharlo repetir interminablemente que la había regado otra vez, que nunca llegaría a ser nadie, que era una basura, un lastre, un imbécil.

Dicen que es fácil identificar a tu igual. Lo pensé, pero no me atreví a decírselo. En boca cerrada no entran moscas.

No lo iba a aguantar más. De ninguna manera iba a quedarme de brazos cruzados mientras Ron escupía sus insultos, mi madre lloraba y Mandy observaba. La pobre chiquilla tenía solamente catorce años y ya no podía ni llorar. Había presenciado la misma escena un montón de veces.

Tenía que llegar a tiempo a la escuela. Tenía que mantener contento a Oxner por un mes más. Entonces me graduaría, conseguiría un trabajo, un trabajo de verdad, y me largaría de casa para siempre.

Miré el reloj. Miré al viejo. No parecía ser un hombre con dinero, y pensé que su pobre perro merecía no pasar hambre. Creí que me daría tiempo.

Corrí hasta él.

—¡Oiga! —le hablé tan alto que el hombre se asustó y levantó un puño para golpearme.

Me dio lástima. Parecía tener unos ochenta años.

—Señor, ¿perdió usted una billetera? —le pregunté.

Bajó las manos y se rió.

—¡Epa, muchacho! —dijo—. Pensé que tenía que darte una lección. Y hubiera podido. No dejes que mi pelo blanco te confunda. Yo fui boxeador, para que lo sepas.

—¿Es suya? —lo interrumpí enseñándole la billetera.

—Es posible —contestó—. ¿Cuánto dinero tiene?

La abrí y conté el dinero.

—Cerca de setenta y cinco dólares —le dije.

—No —dijo—. Por menos de cien no te la voy a quitar.

Se rió con ganas.

Quise darle un sopapo. No estaba para perder el tiempo con un vejete y sus chistes estúpidos.

Maldije, y el viejo se volvió a asustar. Me metí la billetera en el bolsillo de atrás del pantalón y salí corriendo.

Llegué a la clase justo a tiempo. Me deslicé en mi asiento en el mismo momento en que paró el timbre. Oxner no pudo decir ni pío.

Lo miré a la cara y sonreí.

—Me alegro de que hayas llegado a tiempo, Christopher.

Pude ver que le molestó mucho no poder hacerme nada esa vez. Comenzó a escribir en la pizarra frenéticamente. Se le partió la tiza y dijo algo entre dientes.

—¿Qué dijo? —le pregunté—. ¿Dijo usted algo?

Se puso pálido y comenzó a hacer muecas.

—Nada —dijo—. No dije nada.

No me venga con cuentos, pensé. Ni que no hubiéramos oído que había dicho una palabrota. Ay, se le había roto la tiza al pobrecito, al muy idiota.

Alexa Doucette dio media vuelta y me hizo un guiño. Me dijo bajito:

—¡Muy bien! Lo pillaste.

Me sorprendió y además me gustó. Nunca antes había notado que ella se fijara en mí.

Tenía lápiz y papel, y había llevado mi libro. Si Oxner me hacía una pregunta, hasta podía decirle en qué página estábamos. Todo iba a las mil maravillas. Estaba a prueba de fuego. Le devolví la sonrisa a Alexa.

Ahora causaría risa, pero recuerdo haber pensado: No puedo creer que la suerte me sonría.