La caja de cristal

He sabido toda la vida que yo también era uno de los escogidos. Tuve siempre confianza en los sueños, porque sé que tras ellos se esconde la puerta de la inmortalidad. Tuve siempre confianza en mis manos, porque adivinaba que tenían el poder de crear puentes mágicos hechos de ramas de hielo, de telas de araña, de barras de iremita, de hebras de nitroglicerina, de todo aquello que hace posible la comunicación universal. Por ello las autoridades me buscan, aunque hasta ahora no han logrado identificarme. Sé que el día que lo logren no tendrán compasión de mí. Me apuntarán con sus armas y ni siquiera se molestarán en registarme para hallar la debida identificación: la licencia de conducir, las huellas digitales, cualquiera de esas pruebas que en mi caso resultarían gratuitas.

Mi bisabuelo había venido a Cuba vestido de levita, tuxedo y claqué, y resoplando “¡qué calor!”, como si en Panamá hubiese hecho más fresco que en La Habana. A pesar de su apariencia de mago caído en desgracia, el haber cruzado el Atlántico en compañia de Ferdinand de Lesséps lo rodeaba de un aureola de prestigio. Habían sido dos amigos unidos por un mismo sueño: escindir en dos mitades el continente del Nuevo Mundo abriendo la arteria de comunicación buscada por el hombre occidental durante siglos; zarpar en línea recta desde Francia hasta la India, alcanzar los remolinos de seda, los bosques de canela y cinamono, los cántaros de almizcle y aloé. Pero si Ferdinand soñaba cavar en el continente virgen el surco que habría de ser la hazaña geográfica del siglo, Albert soñaba construir el puente más hermoso del mundo, que abriera y cerrara sus mandíbulas como los fabulosos caimanes de América cuando están haciendo el amor.

Al fracasar la compañía de su mentor en 1896 por haberse empeñado en hacer un canal sin esclusas que amenazaba desbordar un océano dentral del otro, Albert no había querido abandonar América. Su sueño de un puente que hiciera posible la comunicación universal había fracasado, pero había llegado a Cuba con los bigotes rubios aún rizados por los sueños. Al poco tiempo de su llegada se dedicó a diseñar hermosos puentes de metal que elevaban frágiles telas de araña sobre las copas de mangó y los torrentes de cañabrava. Aquellos puentes ofrecían a los habitantes un cambio refrescante de los retacos puentes de mampostería construidos por los españoles con los sobrantes de mojones de camino. Su fama llegó hasta el punto en que se le conocía por toda la isla como “el francés de los puentes”, pero él jamás le dio importancia al distintivo, ya que los puentes no eran otra cosa que la cristalización inevitable de sus sueños.

Fue para aquellos tiempos que conoció a la criolla con la cual se casó. Ileana no hablaba francés y Albert manejaba escasamente el vocabulario de la vida cotidiana, pero ella no olvidó jamás la inocencia de los arabescos geométricos que vio reflejados en sus ojos cuando lo conoció, ni la delicadeza con que levantaba extrañas construcciones de hilos entre sus dedos para ilustrar su manera de crear. Por las noches ella le preparaba su potage St. Germain y por las mañanas le cepillaba su lustroso sombrero de copa antes de que montara a la berlina de flecos azules. El resto del día mientras Alberto estudiaba los declives topográficos de los ríos, Ileana, sus primas y sus tías limpiaban fusiles y preparaban vendajes que escondían bajo la tapa del piano de cola; Albert había ingresado a una familia de mambises y nunca se enteró.

Cuando el abogado francés a quien le había estado enviando sus ahorros durante años desapareció de París misteriosamente, comenzaron a decaer sus ánimos. Debido a la creciente intranquilidad del país, no pudo seguir edificando puentes y desde entonces, quizás a causa de la nostalgia de saber que ahora jamás podría regresar a su patria, había inventado una caja nevadora que además del placer que le produciría recordar el roce liviano de los copos de nieve sobre su piel atosigada por tantos años de calor, tuviese también la utilidad de conservar fresca la carne de los mataderos de la ciudad. Una mañana Ileana lo anduvo buscando por toda la casa para servirle su café con leche y lo encontró sentado en el suelo del primer frigorífico de La Habana, vestido de tuxedo, levita y claqué y en los ojos abiertos la misma mirada de ensueño con que debió contemplar las ramas congeladas de los pinares de Alsacia el día en que se le ocurrió por primera vez que podría utilizar sus diseños para construir puentes.

Habiéndose quedado sin techo y sin sustento, mi abuelo y mi bisabuela se fueron a vivir a Mantanzas, a casa de la tatarabuela mambí. Cacarajícara, Lomas del Tabí, El Rubí, Ceja del Negro, la revolución cubana hinchaba un brazo de mar que amenazaba barrer con todo el Caribe. Jacobito tendría siete años cuando un balazo le destrozó la cara al mejor amigo de la familia. “¡Se detuvo un momento en los estribos, soltó el machete y se desplomó el Titán de Bronce en Punta Brava! Esa es la ceiba, ésos son mis primos, ése es Maceo muerto entre sus brazos, coroneles del estado mayor y no tenían más que machetes.” Su madre apuntaba a sus ojos de niño la reproducción de la escena en el manoseado volumen de la historia de Cuba. “Muerto entre sus brazos el negro de corazón más noble, el verdadero revolucionario. Desafiaron una lluvia de balas para rescatar el cadáver, cabalgaron tres días y tres noches para darle sepultura lejos de las líneas españolas.”

Las hazañas de la familia no hicieron mella en el ánimo de Jacobito. Se quedaba extasiado mirando las picas voladoras que giraban banderitas de colores sobre las latas de los vendedores de barquilla o escuchando embelesado el silbido de la rueda del amolador mientras el aire se llenaba de chispas azules despedidas por el filo derretido del cuchillo contra la piedra de esmeril. A los doce años lo embarcó en un balandro rumbo a Puerto Rico, donde estaría a salvo de las feroces represalias de los españoles contra los últimos miembros de una familia que casi se había extinguido en la lucha por la independencia.

Jacobito desembarcó en la Playa de Ponce machete en mano, pantalones enrollados hasta las rodillas, sombrero de paja encajado hasta las cejas y sin camisa. “Me hice aprendiz de mecánica en el Fénix porque me gustó aquello del pájaro inmortal que renace de las cenizas. Pronto aprendí a fundir las vertiginosas catalinas de los ingenios de azúcar que me daba tanto gusto ver girar como las picas de los vendedores de barquilla de mi pueblo.” Giran las volantas, giran catalinas, giran los molinos, el cilindro de vapor que mueve el cigüeñal que da vuelta al eje que gira la volanta que exprime el guarapo que los americanos desembarcaron por Guánica.

Vestido con su reluciente uniforme de oficial de bomberos, Jacobito metió a Yumurí hasta el pecho en las aguas transparentes del Caribe para recibir mejor al comandante Davis. El Dixie, El Annapolis y El Wasp dibujaban siluetas plomizas frente al villorrio soñoliento de La Playa. Las tropas españolas se retiraron del pueblo sin disparar un solo cañonazo puesto que no tenían cañón y el cuartel de la ciudad fue entregado a los americanos por el general de los bomberos, pariente de Jacobito, en una ceremonia musical. Sapos aplastados en las calles polvorientas, el Aquí Me Quedo, el Polo Norte, El Cañabón, la Logia Aurora con el ojo inmenso que siempretevé, el Parque de Bombas cubierto de inmensas franjas negras y rojas del tablero de damas que se derritió, los senos plateados y espléndidos de los campanarios de la catedral; los flamantes y juveniles voluntarios de la nueva nación civilizadora izaron tiendas a las afueras del pueblo en el barranco pedregoso del río Portugués, no porque estuviesen azorados, sino estrictamente por razones estratégicas.

Allí fue Jacobito a saludar al comandante Davis por medio de un intérprete, y a prevenirlo contra las súbitas crecientes del río violento y traicionero. “¿Cómo ha conseguido usted un descendiente tan hermoso del Tennessee Walker?” Jacobito no comprendía de lo que le estaban hablando hasta que el intérprete le señaló a Yumurí. “No, señor, no es de Tennessee, éste es un caballo de los mejores, caballo de paso fino puertorriqueño, hijo de Batallita en Mejorana y descendiente de Nochebuena pero si a usted le agrada se lo regalo para que sepa de veras lo que es un caballo.” El comandante no entendió muy bien aquello de la descendencia, pero aceptó gustoso el obsequio. “Se llama Yumurí por un cacique indio rebelde que mató a mil invasores en mi tierra no, aquí no, en Cuba, a los españoles señor por supuesto sólo a los invasores retrógrados.” “¿No le importa que le cambie el nombre?” “No hombre no, cómo va a ser póngale el que a usted le guste qué le parece Tonto ése es un nombre simpático es muy popular en Nuevo México lo usan mucho en los rodeos para caballos de show.” Montura, jipijapa, jinete giraron simultáneamente como veleta blanca que súbitamente el viento azotó. Jacobito ni siquiera volvió la cabeza, “ojalá el golpe de río se los lleve, Yumurí, tan noble, Yumurí, que respondes a la presión más leve de mi índice y de mi pulgar”.

La verdad fue que con la llegada de los americanos a Puerto Rico se hicieron realidad todos los sueños heredados de Jacobito. Logró a su vez elevar hermosos puentes de metal sobre los barrancos de cañabrava, en su fundición se derretía en grandes cantidades el hierro azulosorrojoblanco que vertía en las inmensas catalinas de las grandes centrales de capital extranjero, su casa fue la primera que se electrificó en el pueblo, estrenó el primer Model T que espantó a los caballos por las calles polvorientas, inauguró el primer cine que bautizó “Teatro Habana” en un edificio todo cubierto de lirios y refrescado por amplios surtidores que iban salpicando lentamente los largos cabellos de las estatuas reclinadas al borde de las fuentes. Su felicidad llegó a tal extremo que un día en que presenció un acto acrobático que ejecutaron unos aviadores americanos a las afueras del pueblo, se convenció de que él podría hacer lo mismo y subiéndose a la azotea de su casa, se lanzó al espacio abrazado a un paraguas abierto.

El pueblo entero lo acompañó al cementerio. Caminando detrás de la banda de los bomberos que resonaba sin tregua platillos y trompetas, sus amigos fueron cantando, con voces quebradas por los destellos de bronce:

No volverán jamás
felices días de amor
En nuestro corazón
a disfrutar, a disfrutar.

No hubiese querido un entierro triste, le tenía pavor a la gente seria. Por eso lo enterraron con su uniforme bomberil, capacete empenachado bajo el brazo y borceguíes brillantes de charol. Como era francmasón no pusieron una cruz sobre su tumba sino que, en cumplimiento de sus últimos deseos, colocaron sobre la lápida el cuerpo de su perra Gretchen, orejas alerta y erguida para siempre la cola espumosa, según él mismo la había conservado después de su muerte, sumergida en un baño de cemento.

En todo esto pensaba yo de niño, mientras me quedaba extasiado mirando la caja de cristal que mi abuelo se había mandado hacer a Cuba cuando había logrado reunir su primer dinerito, para contrarrestar la nostalgia del destierro. Y recorría con curiosidad los senderos que bajaban por las lomas de pajita verde, los bohíos de techo de yagua y balcones de palitos puestos en equis, las nubes de algodón adheridas al techo de tabloncillo pintado de azul del barrio de Matanzas donde Jacobito se crió; los hombrecitos de alpaca y de miga de pan que atendían sus hortalizas, que bajaban las lomas con racimos de plátanos verdes colgados de los homros, que ordeñaban sus vacas y daban de comer maíz a sus gallinas jabás, que atendían, día a día, aquella tierra que sólo les pertenecía a ellos, recién rescatada a los españoles durante la revolución: aquel mundo me recordaba inevitablemente un paraíso perdido.

Luego de quedarme mirándola durante horas, balanceándome precariamente al borde de una de las muchas sillas tapizadas en bejuco de maguey que poblaban la sala formal (la caja se encontraba siempre colocada en una repisa alta, fuera del alcance de los niños, y para lograr admirala era necesario permanecer por lo menos diez minutos inmóvil frente a ella, hasta que los ojos se acostumbraran a la penumbra de la habitación) yo salía de la casa dando un portazo de trueno a mis espaldas, y me sumergía de golpe en la claridad de gritos y empujones de mis primos como si me sumergiese en el agua escandalosamente fría de un estanque.

En adelante mi abuela se ocupó del sostenimiento de la familia. De los seis hijos varones que había tenido, mi padre, Juan Jacobo, se pasaba las horas quitándole las cuerdas al piano de cola para volvérselas a poner de manera que las notas sonaran diferentes. Fue así como el piano llegó a tener, sin que él lo supiera, un pentagrama japonés. Mi abuela comenzó a preocuparse cuando vio las mismas extravagancias de su esposo comenzar a aflorar en las inclinaciones del hijo. A Jacobito le apasionaba sembrar agapantos, pero no se conformaba con sembrar una reata o dos reatas de agapantos. Sembrar agapantos significaba sembrar un mar de agapantos que se derramara de un pueblo a otro, sembrar valles enteros de espigas violáceas sobre los cuales él edificaba sus puentes.

Recordando los sueños de comunicación de su abuelo, Jacobito se dedicó a la política como único camino para llevar a cabo su antigua visión del puente universal. “Anoche soñé que construía el puente más hermoso del mundo, un puente de hilos de plata que yo tendía de Norte a Sur América, y los hilos iban saliendo de mi propio vientre como si yo fuese una araña gigante y no un ingeniero como lo que soy, qué extraño, verdad. Mi puente era un puente maravilloso que unía el oriente con el occidente y el norte con el sur en una sola nación donde no existirían ni la guerra ni el hambre ni la pobreza y el puntal de apoyo del puente era nuestra isla. Verás, hijo mío, venir a anidar a nuestros bosques todas las garzas del mundo y los que nos divisen desde lejos refulgiendo sobre el mar exclamarán: Has venido a ser a nuestros ojos como quien halla la paz.”

Luego vinieron los años de la Danza de los Millones. Sus tíos y su padre construyeron innumerables y hermosas fundiciones, en sociedad y en comandita, con los grandes empresarios norteamericanos. Pusieron entonces a los habitantes de los arrabales a fabricar motores, turbinas, computadoras, detonadores, piezas de automóviles, grandes y pequeñas máquinas de todo tipo, que fuesen apetecibles al mercado norteamericano. Los habitantes, sin embargo, no podían comprender por qué aquellos objetos que ellos habían fundido, atornillado, vulcanizado, montado con sus propias manos y que luego empaquetaban y embarcaban para el norte tan amorosamente en los buquealmacenes de la Sea Train y de la Sea Land, cada objeto marcado nítidamente con su precio modesto y razonable para los amigos y compañeros norteamericanos que les hacían el favor de comprárselos para ayudar así a sus desvalidos hermanos del sur, se parecían tanto a las computadoras, turbinas, detonadores y motores que los norteamericanos les embarcaban de vuelta para que ellos se los compraran a su vez, desgraciadamente marcados por tres veces el precio en que ellos habían vendido los suyos.

La abuela no se había equivocado. Entre todos los miembros de la familia, sólo Juan Jacobo conservó intacto el corazón. Como el rey Midas, todo lo que tocaba se convertía en oro y hasta llegó a sentir nostalgia por la pobreza pero no tenía por qué preocuparse porque el oro pasaba a través de él como a través de un colador. Tenía los dedos endurecidos de polvo de oro pero la ropa que usaba estaba siempre un poco raída y le quedaba un poco grande, y llevaba siempre los puños deshilachados y empolvados los ruedos de los pantalones. Cuando sacaba el pañuelo para secarse el sudor la habitación se llenaba del perfume de aguamameli y el gesto de su mano detenida en el aire recordaba la gentileza con que seguramente comenzó el discurso de la edad de oro. Cuando conoció a Marina, el mar de los agapantos agitaba olas apasionadas en sus ojos.

En la antigua casa de mis abuelos se celebraron entonces cenas espléndidas para los empresarios norteamericanos. Los “superitos”, como los había bautizado mi madre, ahogando lágrimas de risa a espaldas de Juan Jacobo luego de las frecuentes y clandestinas declaraciones de amor. Diminuta y alegre como un pájaro tropical era todo un dechado de cortesía con sus “guests”, se sabía de memoria el How to Win Friends and Influence People, el Boston Cook Book y el Emily Post. Sin embargo, cuando en las noches se sentaba a tocar danzas en el piano, vestida de azul jacinto de la cabeza a los pies, mis primos, mis hermanos y mis tíos nos sentíamos invadidos por un placer extraño, al escuchar el lento gotereo de la leche venenosa de los ramos de crótones que ella había colocado primorosamente frente a cada uno de los platos de sus invitados de honor.

En la Pascua Florida era ella quien todos los años ponía la casa de gala. Los niños sacábamos las vajillas de cumplido y los cubiertos de plata, poníamos la mesa para doce personas y salíamos a las calles de los arrabales del pueblo en busca de nuestros comensales. Los habitantes de la Caja de Cristal desfilan nuevamente ante mis ojos, de pronto se han desperezado, se estiran mugrientos y cabizbajos, arrastran sus pies descalzos sobre las losas que ayudé esta mañana a restregar. Dejan en el suelo los sacos de henequén, las bateas de dulces, los racimos de plátano y se van sentando poco a poco como si no supieran cómo voltearse, cómo sentarse sobre las sillas talladas sin quebrar las rosas de caoba, cómo poner las manos agrietadas encima del mantel albo. Mi madre bendice los alimentos desde la cabecera. Mis tíos comienzan a pasar las fuentes de porcelana entre los comensales que con infinito cuidado se van sirviendo los guineítos niños, el bistec encebollado, el arroz con habichuelas, sin que caiga ni un granito de arroz, ni una gotita de salsa sobre la blancura inmaculada del mantel. Poco a poco las cabezas se van levantando de los pechos hundidos, las miradas se cruzan con más confianza, alguna que otra boca desdentada ensaya una sonrisa. Mi madre leía entonces el Eclesiastés: “Tornéme y vi las opresiones que se hacen debajo del sol, y las lágrimas de los oprimidos sin tener quién los consuele”, pasaron el bienmesabe que las mandíbulas gomosas sorbieron con delicia, unos rostros reflejaban desconfianza, otros amargura, otros, la mayoría, indiferencia. “Y dije en mi corazón: ea, probemos la alegría, a gozar de los placeres; pero también esto es vanidad. Emprendí grandes obras, me construí palacios, me planté viñas, me hice huertos y jardines, y planté en ellos toda suerte de árboles frutales … amontoné plata y oro, tesoros de reyes y provincias; fui grande, más que cuantos antes de mí fueron en Jerusalén, conservando mi sabiduría … entonces miré todo cuanto habían hecho mis manos y todos los afanes que al hacerlo tuve y vi que todo era vanidad y apacentar de viento …”

Todos los días de Reyes se repetía aquel ritual, impuesto durante tantos años por mi madre; sólo que se repetía a la inversa. Los niños nos adentrábamos entonces por los arrabales del pueblo como si nos adentráramos por los senderos de la caja de cristal, saltando de puentecito de tablas en puentecito de tablas, de charco en charco, de balcón en palitos a balcón en palitos, espantando los cerdos, las gallinas, las guineas, hasta comenzar solemnemente a repartir entre los hijos de los empleados de las fábricas los regalos envueltos en papel plateado y decorados con grandes pascuas rojas.

La ceremonia de los obsequios duraba toda la mañana, pero de mediodía abajo nos sentábamos bajo un tinglado de zinc perforado de sol mientras los padres, los tíos, los abuelos de los niños tendían frente a nosotros un banquete de manjares espléndidos. Con infinita ternura iban colocando, sobre aquellos tablones astillados, cubiertos por la mugre de siglos, los platones quebrados rebosantes de arroz con dulce perfumado de canela y jengibre, las cazuelas desconchadas humeantes de arroz con pollo, los pasteles y el lechón asado colocados sobre hojas de plátano decoradas con amapolas, el majarete, el mundo nuevo, las hayacas, la sucesión de platos era interminable, nunca nos iba a caber todo aquello, ya teníamos el majarete atascado en el gaznate, “hemos comido opíparamenta muchas gracias”, “pero no seas así mijito, prueba esta última morcillita picante, este último rabito de lechón”. Sabíamos que teníamos que comérnoslo todo, quedarnos allí sentados hasta dejar aquellos tablones vacíos mientras los perros satos nos lamían las piernas por debajo de la mesa y los niños desnudos y barrigudos hincaban en nosotros el anillo de sus ojos brillantes, observándonos sin parpadear. Sólo después de terminarlo todo veríamos resplandecer en sus rostros la felicidad, sólo entonces podríamos jugar a la peregrina, a la bolita y hoyo, al esconder, al yapaqué yapaqué yapaqué de las guineas, ir a la letrina y cagar de pie, refrescándonos el culo con la brisa que entraba por las hendijas milenarias, brincar la cuica, bailar el trompo, celebremos todos juntos matarilerilerón, celebremos todos juntos con los hijos del patrón.

Justificada la posesión de bienes sin tasa escondidas las furias tras de las máscaras de vejigante, nos cogíamos de la mano y hacíamos una rueda alrededor de nuestros anfitriones, agitando inmensos mamelucos de raso brillante que inflábamos y desinflábamos a nuestro antojo, dando corneadas al aire con el cuerno azul, con el cuerno verde, con el cuerno rojo, con el cuerno amarillo salpicado de gotitas rojas, cuatro cuernos de toro en la frente y diez colmillos de tiburón. Bailábamos al son aterrador de aquella misma antiquísima canción que los habitantes de los arrabales solían cantarnos: “jínguili jínguili está colgando, jóngolo jóngolo lo está velando, si jínguili jínguili se cayera, jóngolo jóngolo se lo comiera”.

Al regreso de mis estudios de ingeniería en Norteamérica, hacia ya muchos años que habían muerto mi padre y mi madre. Los testigos de aquellas cenas bíblicas, mis tíos y mis primos, habían expandido la corporación y montado nuevas fundiciones por toda la isla. Acarapachados bajo sedas de Saks Fifth Avenue y foulards de Hermés, almacenaban cantidades cada vez más exorbitantes de vajillas de Limoges y de plata de ley. La cristalería adriática doblaba tallos azules sobre el mantel, las lámparas derramaban lágrimas por las paredes, los tigres y unicornios luchaban por entre el follaje de los tapices que aleteaban con la brisa sobre los muros de la antigua casa, amarillentos ya por el tiempo.

Les pedí entonces que me dieran empleo y hasta ahora he vivido una vida tranquila: en la mañana me visto mi traje de gabardina azul y me dirijo a la oficina de mis tíos, que también es la mía, claro, y estoy muy enterado del ritmo de producción y depreciación de las fábricas.

Recibo en mi despacho a los inversionistas y socios norteamericanos, les enseño nuestros hermosos paisajes desde la altura del vigésimo piso de nuestro edificio de bronce, forrado de arribaba jo de cristales opacos; les hago creer a veces que tanta hermosura es también de ellos en parte, por la cortesía y la cordialidad de sus habitantes; que algún día bienaventurado quizá llegue a serlo por completo.

Por las noches, sin embargo, es otra mi historia: me transformo en lo que soy en verdad. Vestido íntegramente de negro me introduzco sigilosamente por los pasillos de los edificios de los cuales yo siempre, claro, poseo copia de las llaves. Hasta ahora sólo he llevado a cabo pequeños actos de vandalismo, actos que son como pequeños puentes de amor que tiendo cada día entre los habitantes de la caja de cristal y yo, y que nadie en la corporación ha logrado explicarse hasta hoy: una mañana apareció devastado un compresor en la fundición: otra mañana una soldadora de la fábrica de computadoras apareció saboteada sin remedio: en otra ocasión alteré el delicado instrumento de tiempo de los detonadores que, ya examinados por los agentes de seguridad, estaban a punto de ser embarcados para una base naval en Norteamérica.

Temiendo las consecuencias que mis actos puedan tener próximamente en mi vida, he decidido introducirme por última vez en la antigua casa y rescatar la caja de cristal.

Ante la crisis por la cual atraviesan desde hace ya algún tiempo los negocios de la familia, mis primos y mis tíos se han entregado inesperadamente al pesimismo y a la desesperación. Anunciaron hace ya varios días el remate del mobiliario y demás objetos de lujo que hasta hace muy poco decoraban la casa solariega. A los gritos de “ofrezco doscientos dólares por los candelabros de plata, que valen mucho más pero en eso se tasaron porque estamos, después de todo, en familia, y no vamos a explotarnos unos a otros”; o a las maldiciones de “el reloj de péndulo le tocó a otro y yo lo quería, y a mí me tocó el piano de cola que está comido por la polilla y ya nadie dará nada por él”, atravieso la antesala y el comedor sin que nadie se fije en mí penetro en la penumbra de la sala.

El vocerío del remate me llega aquí de muy lejos; aún no le toca el turno a los sillones de copete tallado y asiento de bejuco, diseñados para la elegancia de otros tiempos y desprovistos del confort de hoy. La caja de cristal está aún sobre su repisa, recubierta por una capa fina de polvo, olvidada aparentemente por todos. La levanto entre mis manos con infinita ternura y me apodero de ella, alcanzándola con una facilidad que, aún ahora, a pesar de mis años, me sorprende. Me la coloco debajo del brazo y cruzo una vez más las habitaciones abarrotadas de tapices y de alfombras orientales, de soperas, de porcelanas, de grabados, de óleos, todo regado por el suelo como un tesoro a punto de convertirse en piedra.

Nadie se fija en mí al apoyar silenciosamente la mano sobre la manija de la puerta y salir a la calle; nadie escucha el suspiro de alivio que me sale del fondo del alma al respirar de nuevo los perfumes que matizan, como una trenza rica y olorosa, las cunetas y los callejones de la ciudad: olor a guanábana, a pajuil, a piña, a naranja, a innumerables frutas ya un poco rancias por el calor; a mabí, a ron, a bacalao, a sudor y a semen de putas. Siento que ya no podré demorarme más; ya es tiempo de edificar mi puente: el puente más hermoso pero también el más terrible, el puente último.

Ya sobre el malecón, junto a la goleta que me espera y en la que viajaré por todo el Caribe transportando frutas y vegetales de puerto en puerto, me vuelvo en dirección de la ciudad y miro hacia donde se encuentra la casa. Aguardo pacientemente la detonación del aparato que dejé oculto en la repisa oscura de la sala, en el mismo lugar que ocupó durante tantos años la caja de cristal. Sé que mi espíritu no ha de hallar descanso hasta ver los hermosos arcos de fuego de mi puente elevarse hacia el Norte y hacia el Sur.