Cómo conocí a mi marido

Oímos el rugido del avión a mediodía, irrumpiendo en mitad de las noticias de la radio, y como creímos que iba a estrellarse contra la casa salimos todos corriendo al patio. Apareció por encima de las copas de los árboles, rojo y plateado, el primer avión que yo veía de cerca. La señora Peebles chilló.

—Aterrizaje forzoso —dijo su hijo. Joey, se llamaba.

—No pasa nada —dijo el doctor Peebles—. Seguro que sabe lo que se hace. —El doctor Peebles solo era veterinario, pero tenía una manera tranquilizadora de hablar, como cualquier médico.

Era mi primer empleo: trabajaba para el doctor y la señora Peebles, que se habían comprado una casa vieja en la Quinta Demarcación, a unos ocho kilómetros a las afueras del pueblo. Justo entonces empezaba la tendencia de que la gente de ciudad comprara granjas viejas, no para explotarlas sino para irse a vivir al campo.

Vimos aterrizar el avión al otro lado de la carretera, donde solía estar el recinto ferial. Era un buen sitio para tomar tierra, amplio y raso con la antigua pista de carreras, y los graneros y los pabellones ahora reducidos a astillas para el fuego, con lo que no había obstáculos. Los chicos habían quemado incluso la vieja tribuna.

—De acuerdo —dijo la señora Peebles, cortante como siempre que se le crispaban los nervios—. Volvamos adentro. No nos quedemos aquí boquiabiertos como un hatajo de campesinos.

No lo dijo para herir mis sentimientos. Ni se le pasó por la cabeza.

Acababa de servir el postre cuando Loretta Bird llegó, sin aliento, a la puerta.

—¡Pensé que iba a estrellarse contra la casa y mataros a todos! —dijo a través de la mosquitera.

Vivía en la casa más cercana y los Peebles pensaban que era una mujer de campo, no veían la diferencia. Ni ella ni su marido eran granjeros, el marido trabajaba de peón caminero y tenía mala fama por beber. Tenían siete hijos y en el colmado Hi-Way no les fiaban. Los Peebles la recibieron cordialmente, porque no se daban cuenta, ya digo, y le ofrecieron postre.

El postre nunca era nada del otro mundo en aquella casa. Un plato de gelatina, o plátano en rodajas, o fruta en almíbar. «En una casa sin tarta, mal rayo te parta», solía decir mi madre, pero la señora Peebles era de otro parecer.

Loretta Bird me vio cogiendo la lata de melocotón en almíbar.

—Ah, no se molesten —dijo—. No tengo el estómago como para fiarme de lo que sale de esas latas, solo puedo comer conservas caseras.

Me dieron ganas de abofetearla. Apuesto a que jamás rechazaba una fruta.

—Sé por qué ha aterrizado aquí —dijo—. Tiene permiso para usar el recinto ferial y dar una vuelta a la gente en ese aparato. Cuesta un dólar. Es el mismo tipo que estuvo en Palmerston la semana pasada y antes más arriba, en el lago. Yo no me subiría ni aunque me pagaran.

—Pues yo no me lo perdería —dijo el doctor Peebles—. Me gustaría ver los alrededores desde el aire.

La señora Peebles dijo que antes preferiría verlos desde el suelo. Joey dijo que quería ir, y Heather también. Joey tenía nueve años y Heather tenía siete.

—¿Y tú, Edie? —me preguntó Heather.

Dije que no lo sabía. Me daba miedo, pero nunca lo confesé, y menos delante de los niños a los que cuidaba.

—La gente va a venir hasta aquí en coche levantando polvo y pisoteando su propiedad, yo de ustedes me quejaría —dijo Loretta.

Enganchó las piernas en el travesaño de la silla y supe que nos aguardaba una larga visita. Después de que el doctor Peebles volviera a su despacho o saliera a su próxima consulta y de que la señora Peebles se echara la siesta, se quedaba rondándome mientras yo intentaba lavar los platos. Criticaba a los Peebles en su propia casa.

—No le daría tiempo de tumbarse en pleno día con siete críos, como tengo yo.

Me preguntó si se peleaban y si en el cajón de la cómoda guardaban cosas para no tener bebés. Dijo que eso era pecado. Hice como si no supiera de qué me estaba hablando.

Yo tenía quince años y estaba fuera de casa por primera vez. Mis padres me habían mandado al instituto durante un año con mucho sacrificio, pero no me gustó. Era tímida con la gente desconocida y había que esforzarse, nadie te lo ponía fácil ni te explicaba nada como se hace ahora. Al final del curso se publicaba la nota media en el periódico, y la mía quedó en la cola, un treinta y siete sobre cien. Mi padre dijo que hasta ahí habíamos llegado, y no le culpé. Lo último que quería, de todos modos, era seguir estudiando y acabar de maestra de escuela. Dio la casualidad de que justo el día en que se publicó el periódico con mi vergonzosa nota, el doctor Peebles se quedó a cenar en nuestra casa, porque acababa de ayudar a parir terneros mellizos a una de nuestras vacas, y dijo que le parecía una chica lista, y que su mujer estaba buscando una muchacha que la ayudara con las tareas domésticas. Nos contó que se sentía atada, con los dos críos, en medio del campo. Me lo imagino, dijo mi madre, por ser educada, aunque le vi en la cara que se preguntaba cómo diantre sería tener solo dos hijos y nada de faena en el establo, y encima quejarte.

Cuando me iba a casa, les describía las tareas que tenía que hacer allí y se tronchaban de la risa. La señora Peebles tenía una lavadora y una secadora automáticas, las primeras que vi en mi vida. Ahora hace mucho que tengo esos aparatos en casa y cuesta recordar el milagro que me pareció entonces, no dejarte la piel escurriendo, tendiendo y recogiendo ropa. Por no hablar de no tener que calentar el agua. Además, prácticamente no se horneaba nada. La señora Peebles decía que no sabía preparar la masa de las tartas, la cosa más increíble que le había oído confesar a una mujer. Por supuesto yo sí que sabía, y podía preparar hojaldres y un bizcocho blanco y un bizcocho moreno, pero no querían; según ella, preferían cuidar la línea. A decir verdad, lo único que no me gustaba de trabajar allí era que me sentía medio hambrienta casi a todas horas. Solía llevarme una caja de rosquillas preparadas en casa y la escondía debajo de la cama. Los niños se enteraron, y no me importaba compartir, pero pensé que era mejor que me prometiesen mantenerlo en secreto.

El día después de que aterrizara el avión, la señora Peebles metió a los dos niños en el coche y los llevó a Chesley, a que les cortaran el pelo. Entonces había una mujer en Chesley que tenía muy buena mano. Ella, la señora Peebles, se arreglaba el pelo en el mismo sitio, y eso significaba que estarían fuera un buen rato. Tuvo que elegir un día en que el doctor Peebles no fuese a salir al campo, porque ella no tenía coche propio. Los coches todavía escaseaban en esa época, después de la guerra.

Me encantaba quedarme sola en la casa, para trabajar a mis anchas. La cocina era toda blanca y de un amarillo vivo, con luces fluorescentes. Eso fue antes de que se les ocurriera fabricar todos los electrodomésticos de distintos colores y hacer armarios oscuros que imitaban la madera antigua y empotrar las luces. A mí me encantaba la luz. Me encantaba el fregadero doble. Igual que le habría encantado a cualquiera que estuviese acostumbrada a lavar los platos en un barreño con un agujero en el fondo tapado con un trapo, encima de una mesa cubierta por un hule a la luz de una lámpara de aceite. Mantenía todo como una patena.

El cuarto de aseo también. Me daba un baño una vez a la semana. No les habría importado que me lo diera más a menudo, pero a mí me parecía un abuso, o quizá temía que entonces perdiera encanto. El lavabo y la bañera y el inodoro eran todos rosas, y había una mampara de vidrio con flamencos pintados, para cerrar la bañera. La luz adquiría un resplandor rosado, y la alfombrilla se hundía bajo tus pies como la nieve, salvo que estaba tibia. Había un espejo de triple hoja. Con el espejo todo empañado y el aire convertido en una nube de perfume, exhalada por los cosméticos que me permitían usar, me ponía de pie sobre el borde de la bañera y me admiraba desnuda, desde las tres direcciones. A veces pensaba en cómo se vivía en mi casa y cómo se vivía allí, y en lo difícil que era imaginar una manera de vivir cuando vivías de la otra. Aun así, creía que era mucho más fácil, viviendo como vivíamos en casa, imaginar esas cosas, los flamencos pintados y la tibieza y la suavidad de la alfombrilla, de lo que era para alguien que solo conocía eso imaginar cómo era vivir del otro modo. ¿Y por qué sería?

Acabé mis tareas en un santiamén, y además pelé la verdura para la cena y la dejé en remojo. Entonces fui al dormitorio de la señora Peebles. Había estado allí muchas veces, limpiando, y siempre echaba una buena mirada en su armario, a la ropa que había colgada. No me habría atrevido a mirar en los cajones, pero un armario está expuesto a cualquiera. Miento. Habría mirado en los cajones, pero me habría sentido más culpable y habría estado más asustada de que pudiera darse cuenta.

Alguna ropa del armario la llevaba muy a menudo, y yo estaba acostumbrada a verla. Otra no se la ponía nunca, la guardaba hacia el fondo. Me desilusionó no ver ningún vestido de boda. Pero había un vestido largo, del que nada más asomaba la falda, y me moría de ganas por ver el resto. Así que me fijé dónde estaba colgado y lo saqué. Era de satén, un peso encantador sobre mi brazo, de un color claro entre verde y azul, casi plateado. Tenía una cintura ceñida, con canesú en punta, y un pliegue en el hombro descubierto que ocultaba las pequeñas mangas.

El siguiente paso fue fácil. Me quité la ropa y me lo puse. A los quince años era más delgada de lo que ahora creería cualquiera que me conozca y me quedaba de maravilla. Naturalmente no llevaba un sujetador sin tirantes, que era lo que pedía el vestido, así que tuve que remeter los tirantes bajo la tela. Intenté recogerme el pelo, para ver el efecto. Una cosa llevó a la otra. Me puse colorete y pintalabios y lápiz de ojos del tocador. El calor del día y el peso del satén y toda la emoción me dio sed, y bajé a la cocina, emperifollada como estaba, a servirme un vaso de refresco de jengibre con cubitos de hielo del frigorífico. Los Peebles tomaban refresco de jengibre o zumos de fruta todo el día, como si fuera agua, y yo me estaba acostumbrando también. Además, no había límite con los cubitos de hielo, que me gustaban tanto que los ponía incluso en un vaso de leche.

Me di la vuelta para dejar la bandeja del hielo en su sitio y vi a un hombre mirándome a través de la mosquitera. Fue una suerte increíble que no me echara encima el refresco de jengibre allí mismo.

—No quería asustarte. He llamado, pero estabas sacando el hielo y no me has oído.

No pude distinguir cómo era, se veía oscuro, como cualquiera que se pegue a una mosquitera a contraluz en pleno día. Solo supe que no era de por aquí.

—Vengo del avión de ahí enfrente. Me llamo Chris Watters, y me preguntaba si podía usar esa bomba.

Había una bomba en el patio. Así era como la gente solía disponer de agua. Solo entonces reparé en que llevaba un balde.

—Adelante —dije—. Puedo dársela del grifo y evitarle la tarea.

Supongo que quería que supiera que teníamos agua corriente, que no la bombeábamos a mano.

—No me vendrá mal el ejercicio. —No se movió, sin embargo, y al final dijo—: ¿Vas a ir a un baile?

Ver a un extraño allí me había hecho olvidar por completo cómo iba vestida.

—¿O es que las damas de por aquí se ponen tan elegantes por la tarde?

No sabía cómo devolver una broma, en aquella época. Y estaba demasiado avergonzada.

—¿Vives aquí? ¿Eres la señora de la casa?

—Soy la empleada.

Hay gente que cuando se entera cambia de actitud, te mira y te habla de una manera completamente distinta, pero la suya no cambió.

—Bueno, solo quería decirte que me pareces encantadora. Me he sorprendido mucho al asomarme desde fuera. Eres encantadora y preciosa.

Entonces no tenía edad para comprender hasta qué punto es insólito que un hombre diga algo así a una mujer, o a alguien a quien está tratando como a una mujer. Que un hombre te llame «preciosa». No tenía edad para comprenderlo ni para contestar, ni para nada más, de hecho, que desear que se fuese. Y no porque me desagradara, sino solo porque me turbó que me mirara, mientras me esforzaba en pensar algo que decir.

Debió de darse cuenta. Dijo adiós, y me dio las gracias, y salió y empezó a llenar de agua el cubo en la bomba. Me quedé detrás de las cortinas del comedor, observándolo. Cuando se marchó, fui al dormitorio a quitarme el vestido y a dejarlo en el mismo sitio. Volví a ponerme mi ropa, me solté el pelo y me lavé la cara, secándola con pañuelos de papel, que tiré al cubo de la basura.

 

 

Los Peebles me preguntaron qué clase de hombre era. ¿Joven, de mediana edad, bajo, alto? No pude contestar.

—¿Guapo? —bromeó el doctor Peebles.

Yo solo podía pensar en que aquel hombre volvería a buscar agua, hablaría con el doctor o la señora Peebles, entablaría amistad con ellos y mencionaría que me había visto aquella primera tarde, emperifollada. ¿Por qué no iba a mencionarlo? Le parecería gracioso. Y no tendría ni idea del lío en que me metería.

Después de cenar, los Peebles fueron al pueblo en coche a ver una película. Ella quería salir un poco, acababa de arreglarse el pelo. Me senté en mi reluciente cocina preguntándome qué hacer, sabiendo que no me podría dormir. La señora Peebles no me despediría cuando se enterara, pero me miraría con otros ojos. Aquel era mi primer empleo, pero ya había captado la actitud de la gente cuando trabajas para ellos. Prefieren pensar que no eres curiosa. No solo que no eres deshonesta, eso no basta. Les gusta sentir que no te enteras de nada, que no opinas ni te planteas nada más allá de lo que les gusta comer, cómo quieren que les planches la ropa y esa clase de cosas. No digo que no fuesen amables conmigo, porque lo eran. Me dejaban comer con ellos (a decir verdad, yo no esperaba algo distinto, no sabía que había familias que te mandan a comer aparte) y a veces me llevaban con ellos en coche. Pero aun así.

Subí a comprobar que los niños estaban dormidos y después salí de la casa. Tenía que hacerlo. Crucé la carretera y entré por la verja del viejo recinto ferial. El avión parecía antinatural posado allí, resplandeciente a la luz de la luna. Al fondo del recinto, entre la maleza invasora, vi su tienda de campaña.

Estaba sentado fuera fumando un cigarrillo. Me vio acercarme.

—Hola, ¿viene para dar una vuelta en avión? No empiezo a llevar pasajeros hasta mañana. —Entonces me miró de nuevo y dijo—: Ah, eres tú. No te reconocía sin ese vestido largo que llevabas.

Sentí el corazón desbocado, la lengua seca. Tenía que decir algo. Pero no podía. Se me cerró la garganta y parecía sordomuda.

—¿Venías para dar una vuelta? Siéntate. Toma, un cigarrillo.

Ni siquiera pude mover la cabeza para decir que no, así que me lo dio.

—Póntelo en la boca, o no podré darte fuego. Menos mal que estoy acostumbrado a las señoritas tímidas.

Lo hice. No era la primera vez que fumaba un cigarrillo, en realidad. Mi amiga de siempre, Muriel Lowe, solía robárselos a su hermano.

—Mira cómo te tiembla la mano. ¿Buscabas solo algo de charla, o qué?

Solté todo en un borbotón.

—Le ruego que no diga nada de ese vestido.

—¿Qué vestido? Ah, el vestido largo.

—Es de la señora Peebles.

—¿De quién? Ah, ¿la señora para quien trabajas? ¿Es eso? No estaba en casa y te disfrazaste con su vestido, ¿eh? Te disfrazaste e hiciste de reina. No te culpo. Oye, así no se fuma. No es solo cuestión de echar humo. Hay que aspirarlo. ¿Nadie te ha enseñado a inhalar? Qué pasa, ¿tienes miedo de que te delate? ¿Es eso?

Me daba tanta vergüenza pedirle que se confabulara que no pude asentir. Simplemente lo miré y entendió que sí.

—Bueno, pues no te voy a delatar. No mencionaré ni haré nada que pueda avergonzarte en el menor sentido. Tienes mi palabra de honor.

Cambió de tema, para ayudarme a salir del atolladero, al ver que ni siquiera podía darle las gracias.

—¿Qué te parece este cartel?

Era un cartel de madera que estaba prácticamente a mis pies.

VEAN EL MUNDO DESDE EL CIELO. ADULTOS 1 $, NIÑOS 50 C. PILOTO CUALIFICADO.

—Mi cartel viejo estaba bastante hecho polvo, así que decidí hacer uno nuevo. A eso me he dedicado hoy.

Las letras no eran muy bonitas, pensé. Podría haberle hecho uno mejor en media hora.

—No soy un experto en rótulos.

—Está muy bien —dije.

—No lo necesito para promocionarme, con que se corra la voz normalmente basta. Hoy he rechazado dos coches llenos. Me apetecía tomármelo con calma. No les conté que iban a venir damas a visitarme.

De pronto me acordé de los niños y me entró el miedo otra vez, por si alguno se despertaba y me llamaba y yo no estaba allí.

—¿Has de irte ya?

Procuré ser educada.

—Gracias por el cigarrillo.

—No lo olvides. Tienes mi palabra de honor.

Eché a correr, temiendo que apareciera el coche de regreso a casa desde el pueblo. Había perdido la noción del tiempo, no sabía cuánto rato había estado fuera. Pero no pasó nada, no era tarde, los niños seguían dormidos. Me metí también en la cama y me quedé pensando en lo bien que había acabado el día, a fin de cuentas, y entre otras cosas por las que estar agradecida, podía dar gracias de que Loretta Bird no hubiese sido quien me descubriera.

 

 

El jardín y los arriates no quedaron pisoteados, no fue para tanto. Aun así, parecía haber mucha concurrencia alrededor de la casa. El cartel estaba en la verja del recinto ferial. La gente llegaba sobre todo después de la cena, pero también por la tarde. Los chicos de los Bird acudían en tropel, a pesar de que no reunían cincuenta centavos entre todos, y se colgaban de la verja. Nos acostumbramos a la agitación cuando el avión aterrizaba y despegaba, dejó de ser emocionante. No volví por allí después de aquella primera vez, pero veía al hombre cuando venía a por agua. Cuando podía, salía a los escalones y me sentaba allí a hacer alguna tarea, como preparar la verdura.

—¿Por qué no vienes por allá? Te subiré a dar una vuelta en mi avión.

—Estoy ahorrando el dinero —dije, porque no se me ocurría nada más.

—¿Para qué? ¿Para casarte?

Negué con la cabeza.

—Te subiré gratis, si vienes cuando la cosa esté tranquila. Pensaba que te pasarías otra vez a fumar un cigarrillo.

Hice un gesto para que se callara, porque nunca sabía si los niños estaban husmeando por el porche o la señora Peebles estaría dentro escuchando. A veces salía a charlar con él. A ella le contó cosas que no se había molestado en decirme a mí. Tampoco es que se me hubiera ocurrido preguntar. Le contó que había estado en la guerra, allí fue donde aprendió a pilotar un avión, y ahora no podría adaptarse a una vida al uso, le gustaba vivir así. Ella le dijo que no podía imaginar que a alguien le gustara tal cosa. Aunque en ocasiones, dijo, ella se aburría tanto que casi se habría atrevido a probar cualquier cosa, no se había criado para vivir en el campo. Todo es idea de mi marido, dijo. Para mí fue una novedad.

—Quizá debería usted dar clases de vuelo —sugirió la señora Peebles.

—¿Usted querría aprender?

Ella se rio y no dijo nada.

 

 

El domingo era un día con muchos vuelos a pesar de que se predicara en contra desde dos púlpitos. Todos nos sentábamos fuera a mirar. Joey y Heather estaban en la valla con los chicos de los Bird. Su padre les había dado permiso para ir, después de que su madre se pasara toda la semana diciendo que no podían.

Se acercó un coche por la carretera hasta dejar atrás los vehículos aparcados y se detuvo justo en medio del camino de la casa. Loretta Bird se bajó, con aires de importancia, y por la otra puerta se bajó la mujer que iba al volante, más reposadamente. Llevaba gafas de sol.

—Esta señora busca al hombre que pilota el avión —dijo Loretta Bird—. La oí preguntar en la cafetería del hotel mientras me tomaba una Coca-Cola y la he traído hasta aquí.

—Siento molestarles —dijo la señora—. Soy Alice Kelling, la prometida del señor Watters.

La tal Alice Kelling iba vestida con unos pantalones a cuadros marrones y blancos y una blusa amarilla. Me pareció que tenía el busto un poco caído y con relleno. Se le veía la preocupación en la cara. Llevaba una permanente, pero el pelo le había crecido y se lo sujetaba con una cinta amarilla. No tenía nada bonito, ni siquiera lozano. Pero se notaba por cómo hablaba que era de ciudad, o culta, o ambas cosas.

El doctor Peebles se levantó a saludarla, nos presentó a su esposa y a mí, y la invitó a sentarse.

—Ahora mismo está volando, pero puede sentarse a esperarlo. Viene aquí a buscar agua y hoy aún no ha pasado. Seguramente hará un descanso alrededor de las cinco.

—¿Así que ese es él? —preguntó Alice Kelling, arrugando la cara al escudriñar el cielo.

—No tendrá por costumbre huir de usted adoptando otro nombre, ¿verdad? —dijo el doctor Peebles, riendo.

Fue él, no su mujer, quien ofreció té helado. Entonces ella me mandó a la cocina a prepararlo. Sonrió. También llevaba gafas de sol.

—No nos había mencionado a su prometida —dijo.

Me encantaba preparar el té con mucho hielo y rodajas de limón en vasos largos. Debería haberlo comentado antes: el doctor Peebles era abstemio, por lo menos en casa; de lo contrario, a mí no me habrían dado permiso para ocupar el puesto. Tuve que prepararle también un vaso a Loretta Bird, aunque me daba rabia, y cuando salí se había apoltronado en mi silla plegable, dejándome a mí los escalones.

—Supe que era usted enfermera apenas la oí hablar en esa cafetería.

—¿Cómo se puede saber algo así?

—Tengo intuición con la gente. ¿Así fue como lo conoció, cuidándolo?

—¿A Chris? Pues sí, así fue.

—Ah, ¿estuvo usted en el extranjero? —dijo la señora Peebles.

—No, fue antes de que él se marchara. Lo atendí cuando estuvo en la base de Centralia y le reventó el apéndice. Nos comprometimos y luego partió al extranjero. Vaya, qué refrescante es esto, después del largo viaje.

—Se alegrará de verla —dijo el doctor Peebles—. Qué trajín de vida, ¿no?, eso de no quedarte en un mismo lugar el tiempo necesario para hacer amistades de verdad.

—Han tenido un noviazgo largo —dijo Loretta Bird.

Alice Kelling dejó pasar el comentario.

—Iba a reservar una habitación en el hotel, pero cuando me han ofrecido indicaciones, he venido directamente. ¿Creen que podría llamar por teléfono?

—No hace falta —dijo el doctor Peebles—. Estará a ocho kilómetros de su prometido, si se queda en el hotel. Aquí, basta con cruzar la carretera. Quédese con nosotros. Tenemos habitaciones de sobra, mire qué caserón.

Invitar a alguien a quedarse en casa, de buenas a primeras, es sin duda una costumbre del campo, y quizá a él ahora le pareciera natural, pero no a la señora Peebles, por el modo en que dijo: «Ah, sí, tenemos mucho sitio». O a Alice Kelling, que seguía protestando, pero se dejó convencer. Me dio la impresión de que la tentaba estar tan cerca. Traté de echar un vistazo a su anillo. Llevaba las uñas pintadas de rojo, tenía los dedos pecosos y arrugados. Era una piedra diminuta. La prima de Muriel Lowe tenía una el doble de grande.

Chris vino a buscar agua, al caer la tarde, tal como el doctor Peebles había predicho. Debió de reconocer el coche desde lejos. Llegó sonriendo.

—Aquí estoy, persiguiéndote a ver qué andas tramando —le dijo Alice Kelling. Se levantó y salió a su encuentro y se besaron, sin apenas tocarse, delante de nosotros.

—Pues así vas a gastar mucha gasolina —dijo Chris.

El doctor Peebles invitó a Chris a que se quedara a cenar, puesto que ya había colgado el cartel que decía: NO MÁS VIAJES HASTA LAS 19.00. La señora Peebles quiso que la cena se sirviera en el patio, a pesar de los bichos. Una cosa que extraña a cualquiera que sea de campo es eso de comer fuera. Yo antes había preparado una ensaladilla de patata y ella hizo un suflé de verduras, que era uno de los platos que sabía hacer, y unas lonchas de carne con pepino y hojas de lechuga fresca. Loretta Bird se quedó rondando un rato diciendo: «Ah, bueno, creo que será mejor volver a casa con la jauría», y «Qué a gusto se está aquí, tengo unas pocas ganas de levantarme...», pero nadie la invitó, por suerte, y al final no le quedó más remedio que irse.

Esa noche, después de que acabaran los viajes, Alice Kelling y Chris se fueron a algún sitio en el coche. Me quedé despierta hasta que volvieron. Cuando vi las luces del coche barriendo el techo, me levanté para mirarlos a través de las láminas de la persiana. No sé qué imaginaba que vería. Cuando iba a casa de Muriel Lowe, solíamos dormir en el porche delantero y observábamos a su hermana y al novio despidiéndose por la noche. Después no conseguíamos conciliar el sueño, suspirando por que alguien nos besara y se frotara contra nosotras, y fantaseábamos hablando de que si estuvieras en una barca con un chico y no te llevara a la orilla a menos que lo hicieras, o si alguien te acorralara en un granero, tendrías que hacerlo, ¿verdad?, no sería culpa tuya. Muriel decía que sus dos primas intentaban simular con un rollo de papel higiénico que una era el chico. Nosotras no hacíamos nada parecido; solo nos tumbábamos y fantaseábamos.

Lo único que pasó fue que Chris se bajó del coche por una puerta y ella se bajó por la otra y echaron a andar cada uno por su lado, él hacia el recinto ferial y ella hacia la casa. Volví a la cama y me imaginé volviendo a casa con él, no de esa manera.

A la mañana siguiente, Alice Kelling se levantó tarde y le preparé un pomelo como me habían enseñado, y la señora Peebles se sentó con ella a charlar y tomó otra taza de café. Ahora la señora Peebles parecía bastante contenta de tener compañía. Alice Kelling dijo que suponía que lo mejor era acostumbrarse a pasarse el día entero viendo a Chris despegar y aterrizar, y la señora Peebles comentó que tal vez no debía sugerirlo porque Alice Kelling era quien tenía coche, pero el lago estaba apenas a cuarenta kilómetros y hacía un día estupendo para ir de pícnic.

Alice Kelling le tomó la palabra y a las once estaban en el coche, con Joey y Heather y unos emparedados para el almuerzo que les preparé. Lo único era que Chris no había aterrizado, y ella quería avisarlo de que se marchaban.

—Edie irá a avisarle —dijo la señora Peebles—. No hay problema.

Alice Kelling arrugó la cara y accedió.

—¡Asegúrate de decirle que a las cinco estaremos de vuelta!

No me pareció que se fuese a preocupar por saber eso enseguida, y me lo imaginé allí comiendo cualquier cosa, solo, cocinando en el hornillo de acampada, así que me puse manos a la obra y preparé una tarta crujiente al horno mientras hacía las demás tareas; luego, cuando se enfrió un poco, la envolví en un paño. Salí sin arreglarme, solo me quité el delantal y me peiné. Me habría gustado maquillarme un poco, pero me daba demasiado miedo que le recordara la primera vez que me vio y sentirme humillada otra vez.

Había puesto otro cartel en la verja: NO HAY PASEOS ESTA TARDE. DISCULPEN LAS MOLESTIAS. Temí que no se encontrara bien. No había señal de que estuviese fuera y la solapa de la tienda estaba bajada. Di unos golpecitos en el poste.

—Adelante —dijo con un tono que para el caso podría haber dicho: «Largo de aquí».

Levanté el toldo.

—Ah, eres tú. Perdona. No sabía que eras tú.

Había estado sentado junto a la cama, fumando. ¿Por qué no salía a fumar al aire libre, por lo menos?

—Le he traído una tarta, espero que no esté enfermo —le dije.

—¿Por qué iba a estar enfermo? Ah..., ese cartel. No pasa nada. Solo estoy cansado de hablar con gente. No me refiero a ti. Siéntate. —Retiró el toldo de la entrada—. Que entre un poco de aire fresco.

Me senté en el borde de la cama, no había otro sitio. Era una de esas camas plegables, en realidad; me acordé y le di el mensaje de su prometida.

Comió un poco de la tarta.

—Qué buena.

—Guarde el resto para más tarde, cuando tenga hambre.

—Te contaré un secreto. No me quedaré mucho más tiempo por aquí.

—¿Va a casarse?

—Ja, ja. ¿A qué hora has dicho que volverán?

—A las cinco.

—Bueno, a esa hora me habré ido para siempre de aquí. Un avión puede llegar más lejos que un coche.

Desenvolvió la tarta y se comió otro trozo, con aire distraído.

—Ahora tendrá sed.

—Queda algo de agua en el balde.

—No estará muy fría. Podría ir a por agua fresca. Podría traer un poco de hielo del frigorífico.

—No —dijo—. No quiero que te vayas. Quiero despedirme de ti sin prisas.

Apartó la tarta con cuidado y se sentó a mi lado y empezó a darme unos besos delicados, suaves, procuro no dejarme llevar al recordarlos, la dulzura de su cara y de aquellos besos recorriéndome los párpados y el cuello y las orejas, todo, y entonces yo besándolo también lo mejor que podía (antes de eso solo había besado a un chico en una cita, y para practicar a solas me besaba los brazos) y nos tumbamos en la cama y nos apretamos uno contra el otro, con suavidad, y él hizo otras cosas, nada malo, o nada que me hiciera sentir mal. Fue precioso en la tienda, ese olor a hierba y a lona caliente bajo el sol, y me dijo: «No te haría daño por nada del mundo». Una vez, cuando se había puesto encima de mí y estábamos como meciéndonos juntos en la cama, musitó en voz baja: «Oh, no», y se liberó y se levantó de un salto y fue a por el balde de agua. Se remojó el cuello y la cara, y la poca que quedaba me la echó a mí, allí tumbada.

—A ver si se nos pasan estos calores, señorita.

Cuando nos dijimos adiós no fue triste, ni mucho menos, porque me sostuvo la cara entre las manos y me dijo:

—Voy a escribirte una carta. Te diré dónde estoy y a lo mejor puedes venir a verme. ¿Te gustaría? De acuerdo, entonces. Espera a que te escriba.

Creo que me alegré mucho de alejarme de él, fue como si me estuviera colmando de regalos que no podría disfrutar hasta contemplarlos a solas.

 

 

Nadie se inquietó al principio por no ver el avión. Pensaron que había despegado con algún pasajero, y yo no di explicaciones. El doctor Peebles había telefoneado para decir que tenía que ir al campo, así que nada más estábamos nosotras cenando, hasta que Loretta Bird asomó la cabeza por la puerta.

—Veo que se ha marchado —anunció.

—¿Qué? —dijo Alice Kelling, y echó hacia atrás la silla.

—Han venido los chicos y me han dicho que esta tarde lo vieron desmontando su tienda. ¿Pensaría que se había acabado todo el negocio que hay por aquí? No se habrá marchado sin avisarla, ¿no?

—Me mandará el recado —dijo Alice Kelling—. Probablemente telefoneará esta noche. Está de lo más inquieto, desde la guerra.

—Edie, ¿a ti no te comentó nada —preguntó la señora Peebles— cuando le llevaste el mensaje?

—Sí —contesté. Hasta ahí era verdad.

—Vaya, ¿y por qué no lo has dicho? —Las tres me estaban mirando—. ¿Te comentó adónde iba?

—Me comentó que quizá probaría en Bayfield —dije. ¿Qué me hizo contar semejante mentira? No era mi intención.

—Bayfield, ¿a qué distancia está? —dijo Alice Kelling.

—Cincuenta, sesenta kilómetros —contestó la señora Peebles.

—Ah, tampoco es tan lejos. No es tan lejos, ni mucho menos. Está junto al lago, ¿verdad?

Debería haberme avergonzado, por ponerla sobre una pista falsa. Quería ganar tiempo, tanto tiempo como le hiciera falta. Mentí por él, y también, debo admitirlo, mentí por mí. Las mujeres deberían hacer piña en vez de actuar así. Ahora me doy cuenta, pero entonces no lo veía. En ningún momento sentí que me pareciera a ella en nada, o que pudiera toparme con los mismos problemas, jamás.

No me había quitado el ojo de encima. Pensé que sospechaba de mi mentira.

—¿Y cuándo te lo mencionó?

—Antes.

—¿Al ir a avisarlo al avión?

—Sí.

—Te debiste de quedar a charlar. —Me sonrió, con una sonrisa nada agradable—. Te quedaste y le hiciste una visita.

—Le llevé una tarta —confesé, pensando que decir alguna verdad me ahorraría contar el resto.

—No teníamos tarta —replicó la señora Peebles, un poco cortante.

—Preparé una.

—Vaya —dijo Alice Kelling—. Un detalle por tu parte.

—Sin pedir permiso —terció Loretta Bird—. Nunca sabes con qué van a salir estas chicas... —dijo—. No es que actúen con mala intención, pero son ignorantes.

—La tarta es lo de menos —la atajó la señora Peebles—. Edie, no sabía que tuvieras tanta confianza con Chris.

No supe qué decir.

—A mí no me sorprende —dijo Alice Kelling con una voz aguda—. Se lo noté en la cara nada más verla. Acuden al hospital sin cesar. —Me miró duramente con su sonrisa tirante—. A dar a luz. Hay que ponerlas en una sala aparte, por las enfermedades que traen. Golfas del campo. Con catorce o quince años. Y deberíais ver cómo nacen los bebés.

—Hubo una mujer de mala vida aquí en el pueblo que tuvo un bebé al que le salía pus por los ojos —comentó Loretta Bird.

—Un momento —dijo la señora Peebles—. ¿De qué estamos hablando? Edie. ¿Qué trato tuviste con el señor Watters? ¿Intimaste con él?

—Sí —dije. Estaba pensando en los dos echados en la cama besándonos, ¿eso no era intimar? Y no pensaba negarlo.

Todas se quedaron calladas un instante, hasta Loretta Bird enmudeció.

—Caramba —dijo la señora Peebles—. Estoy sorprendida. Creo que necesito un cigarrillo. Es la primera vez que veo en ella esta clase de tendencias —dijo, hablándole a Alice Kelling, pero Alice Kelling seguía escrutándome con la mirada.

—Zorrilla facilona. —Le caían lágrimas por la cara—. Eres una zorrilla facilona, ¿eh? Lo supe nada más verte. Los hombres desprecian a las chicas como tú. Te utilizó y se largó, lo sabes, ¿verdad? ¡Las chicas como tú no sois nada, sois servicios públicos, sucia escoria!

—Eh, ya basta —dijo la señora Peebles.

—Sucia —sollozó Alice Kelling—, ¡sucia escoria!

—No se ponga así —dijo Loretta Bird. Estaba oronda de satisfacción por asistir a la escena—. Todos los hombres son iguales.

—Edie, estoy muy sorprendida —repitió la señora Peebles—. Pensaba que tus padres eran muy estrictos. No quieres acabar con un bebé a cuestas, ¿verdad?

Aún me avergüenzo de lo que ocurrió a continuación. Perdí el control, como una cría de seis años, me puse a chillar.

—¡No tienes un bebé solo por hacer eso!

—Ya ven. Algunas son así de ignorantes —dijo Loretta Bird.

Pero la señora Peebles se levantó de un salto y me agarró de los brazos y me zarandeó.

—Cálmate. No te pongas histérica. Cálmate. Deja de llorar. Escúchame. Escucha. Empiezo a dudar que sepas lo que significa intimar. Ahora dime. ¿Qué crees que significa?

—Besarse —aullé.

Me soltó.

—Oh, Edie. Basta ya. No seas boba. No pasa nada. Todo es un malentendido. Intimar significa mucho más que eso. Oh, ya me extrañaba.

—Está intentando disimular, ahora —dijo Alice Kelling—. Sí. No es tan estúpida. Se da cuenta de que se ha metido en un lío.

—Yo la creo —dijo la señora Peebles—. Qué escena tan espantosa.

—Bueno, hay una manera de averiguarlo —dijo Alice Kelling, conforme se ponía de pie—. Al fin y al cabo soy enfermera.

La señora Peebles respiró hondo y dijo:

—No. No. Ve a tu cuarto, Edie. Y deja de berrear. Es horrible.

Oí que el coche arrancaba al cabo de poco. Intenté dejar de llorar, conteniendo el llanto cada vez que volvía. Finalmente lo conseguí, y me quedé tumbada en la cama entre hipidos.

La señora Peebles vino y permaneció en la puerta.

—Ya se ha ido —dijo—. Y esa mujer, la tal Bird, también. Sabes muy bien que nunca deberías haberte acercado a ese hombre y que esa es la causa de todo este trastorno. Tengo jaqueca. En cuanto puedas, ve y lávate la cara con agua fría y ponte con los platos, y no volveremos a mencionar este asunto.

 

 

Nunca más lo mencionamos. No me di cuenta hasta años más tarde de la que me había librado. La señora Peebles no me trató con tanto cariño a partir de entonces, pero fue justa. Que no me trató con cariño es una manera torpe de describirlo. Nunca había sido muy cariñosa conmigo. Solo que ahora tenía que verme a todas horas y le crispaba los nervios, un poco.

Por mi parte, desterré el episodio de mi mente como una pesadilla y me concentré en esperar la carta. El correo llegaba todos los días salvo el domingo, entre la una y media y las dos de la tarde, una buena hora para mí porque era cuando la señora Peebles estaba durmiendo la siesta. Limpiaba toda la cocina y luego me acercaba al buzón y me sentaba en la hierba, a esperar. Era feliz de la vida, esperando, me olvidé por completo de Alice Kelling y su tragedia y de las cosas horribles que me dijo, y de la señora Peebles y su frialdad y la vergüenza que me daba pensar si se lo habría contado al doctor Peebles, y de la cara de Loretta Bird, llenándose la boca con los problemas de los demás. Siempre sonreía cuando llegaba el cartero, y continuaba sonriendo después de que me entregara la correspondencia y de ver que ese día no había suerte. El cartero era un Carmichael. Se lo noté en la cara, porque hay un montón de Carmichael viviendo cerca de nosotros y muchos tienen el labio superior un poco prominente. Así que le pregunté cómo se llamaba (era un muchacho joven, tímido, pero de buen carácter, podías preguntarle lo que quisieras), y le dije: «¡Te lo noté en la cara!». Eso le gustó, y siempre se alegraba de verme y perdió un poco la timidez. «¡Tienes la sonrisa que llevo esperando todo el día!», solía gritarme desde la ventanilla del coche.

Durante mucho tiempo nunca se me pasó por la cabeza que la carta no llegara. Creía que iba a llegar, con la misma convicción que creía que el sol iba a salir por la mañana. Simplemente aplacé mis esperanzas día tras día, y brotó la vara de oro alrededor del buzón y los niños regresaron a la escuela, y las hojas cambiaron de color, y salía a esperar el correo con un jersey. Un día, volviendo con la factura de la luz y el agua en la mano, mientras miraba hacia el recinto ferial en medio del algodoncillo y la cardencha en su apogeo, tan propio del otoño, tuve una revelación: «Nunca iba a llegar ninguna carta». Era imposible hacerse a la idea de algo así. No, imposible no. Si pensaba en la cara de Chris cuando me dijo que iba a escribirme, era imposible, pero si me olvidaba de eso y pensaba en el buzón de hojalata vacío, era la verdad pura y dura. Seguí yendo a recoger el correo, aunque sentía un peso enorme en el corazón, como si fuera de plomo. Solo sonreía porque pensaba en el pobre cartero, que esperaba verme sonreír y no tenía una vida fácil, con el invierno por delante en las carreteras.

Hasta que un día se me ocurrió que había mujeres desperdiciando así su vida, por todas partes. Había mujeres que no hacían nada más que esperar junto al buzón a que llegara tal o cual carta. Me imaginé haciendo ese recorrido día tras día y año tras año, mientras mi pelo empezaba a volverse gris, y pensé que no tenía por qué seguir así. Así que dejé de ir a buscar el correo. Si había mujeres que se pasaban la vida entera esperando, y mujeres ocupadas que no esperaban, sabía de cuáles quería ser. A pesar de que tal vez haya cosas a las que las mujeres del segundo tipo deban renunciar o jamás conozcan, sigue siendo mejor.

Me sorprendió cuando el cartero llamó por teléfono a la casa de los Peebles por la tarde y preguntó por mí. Dijo que me echaba de menos. Me preguntó si me apetecía ir a Goderich, donde daban una película muy conocida, que ahora no consigo recordar. Así que le dije que sí, y salí con él durante dos años y me pidió que nos casáramos, y estuvimos comprometidos un año más mientras ponía en orden mis asuntos, y después nos casamos. Mi marido siempre les cuenta a los niños cómo le iba detrás sentándome junto al buzón todos los días, y naturalmente me río y dejo que siga, porque me gusta que la gente piense lo que le apetezca y le haga feliz.