Dime sí o no

Persistentemente te imagino muerto.

Me dijiste que hace años me amabas. Hace años. Y yo te dije que también estaba enamorada de ti entonces. Una exageración.

 

 

En aquella época era muy joven, pero no lo sabía porque entonces corrían otros tiempos. A la edad en que hoy en día las chicas se dejan el pelo hasta la cintura, viajan por Afganistán, se mueven —esa es la impresión que me da— como anguilas entre diversos amores, inocentes y pasajeros, yo estaba lavando pañales medio dormida, envuelta en una bata roja de pana, con una franja mojada en la cintura; estaba empujando a un bebé en cochecito o en una sillita de paseo (tan habitualmente que sin ese accesorio sentía una ligereza inquietante en los brazos, tenía que redistribuir el peso del cuerpo, inclinado hacia atrás), estaba leyendo y quedándome dormida en el sofá por la tarde. Nos compadecen por esa brega obsoleta, a las mujeres de mi edad, nosotras mismas nos compadecemos, pero a decir verdad no siempre estaba mal, a veces era reconfortante: las labores rituales, pequeñas recompensas de café y cigarrillos, las conversaciones desquiciadas y divertidas de rigor con otras mujeres, soñar con dormir de lujo.

Vivíamos entonces en una comunidad que se llamaba Las Casetas, en el límite del campus. De hecho, eran viejas casetas del ejército, donde se alojaban estudiantes casados. Leí La montaña mágica, durante todo un invierno, me quedaba dormida con el libro abierto sobre la tripa. A veces se lo leía a Douglas en voz alta, cuando estaba demasiado cansado para seguir trabajando. Cuando terminara La montaña mágica pensaba lanzarme con En busca del tiempo perdido. Íbamos a trompicones hasta la cama, unidos por las ganas de dormir. Pero de vez en cuando me tocaba levantarme, más tarde, y meterme en el cuarto de baño para ponerme el diafragma. Si me asomaba a mirar por la mitad superior de la ventanita del lavabo, a través del hueco en las cortinas de plástico, veía luz en alguno de los otros cuartos de baño de la colonia, e imaginaba a otras mujeres casadas, en pie en plena noche con un recado parecido. Criaturas de uso diario, inseparables de los bebés, de la cocina y los barreños, entregadas ahora a nuestra función nocturna, con sus connotaciones de pecado y esplendor desvaneciéndose a toda prisa. Recordaba de tiempos pasados —cuatro o cinco años, en realidad, que me parecían tiempos muy lejanos— una visión apocalíptica del sexo (leíamos a Lawrence, muchas éramos vírgenes a los veinte años). Ahora se había reducido a ese intercambio brioso, monótono, satisfactorio y acotado, contenido apropiadamente en esas dependencias domésticas. No sentía nada tan definido como la insatisfacción. Tan solo registraba un cambio, igual que seguía registrando el esplendor menguante de la Navidad. Creía que esos cambios se daban porque me había hecho mayor y me había habituado al mundo. Era tan joven como para pensar así, todos lo éramos. Una palabra que usábamos a menudo era «madurez». Nos encontrábamos con alguien que conocíamos desde hacía años y comentábamos que esa persona había madurado mucho. Ya se sabe, todo el mundo sabe, el catálogo de falsedades que defendíamos en los años cincuenta; es demasiado fácil burlarse ahora, proclamar que la madurez se medía por la posesión de lavadoras automáticas y un descontento político en sordina, por la adicción a la maternidad y los coches familiares. Demasiado fácil y no del todo cierto, porque olvida algo que resultaba atractivo, creo, de nuestra lasitud y nuestra docilidad, nuestro apego por los límites.

No había infidelidades en Las Casetas, o al menos no teníamos noticia de ninguna. Vivíamos tan juntos, éramos pobres y estábamos demasiado ocupados. Pocos destellos de lujuria en las fiestas; quizá no podíamos permitirnos beber lo suficiente. Tú dices que estabas enamorado de mí y yo te contesto que estaba enamorada de ti, pero seguramente la verdad iba por otros derroteros. Más bien creo que entrevimos algo, algo en lo que no habíamos pensado; que había quedado de lado, en tu caso, o no se había descubierto aún, en el mío.

Recordaba el mismo día que recordabas tú, cuando nos encontramos hace dos años de pura casualidad en una ciudad donde no vivíamos ninguno de los dos. Hablamos de eso después de tomar mucho vino, cuando por un impulso decidimos ir a almorzar juntos.

—Un día fuimos a dar un paseo. Tuve que levantar aquel trasto...

—El cochecito. Llevaba a Jocelyn dentro.

—Por las rocas y el barro. Me acuerdo.

Un día soleado, un día precioso de calor, en primavera, abril o puede que incluso marzo. Yo había ido a la farmacia del centro comercial del campus con mi trenca de invierno, porque no creía que fuera a ser un día tan cálido como parecía. En cuanto te vi, deseé ir a casa y empezar de nuevo, peinarme con más esmero y ponerme un jersey gris oscuro de lana cardada que tenía. No podía quitarme la trenca porque llevaba puesta una camiseta que Jocelyn me había manchado de zumo de naranja.

No te conocía bien, vivías en la otra punta de Las Casetas. Eras mayor que la mayoría de nosotros, habías vuelto a la universidad después de licenciarte, del mundo real del trabajo y la guerra (un error, no te quedaste, te marchaste y conseguiste un empleo en una revista poco después de aquel día en que dimos el paseo). Tu mujer se iba en coche cada mañana a dar clases en una escuela de danza. Era menuda, morena, agitanada, derrochaba seguridad en comparación con las amas de casa indistintas y adormiladas de por allí.

Pasamos por delante de la farmacia y dijiste que hacía un día demasiado bonito para seguir trabajando, debíamos ir a dar un paseo. No nos dirigimos hacia el campus, con sus senderos anchos y fácilmente transitables, sino hacia aquella franja silvestre y boscosa sobre el río, donde los estudiantes —los que no estaban casados, por supuesto— iban a hacer el amor a medias durante el día y a hacerlo hasta el final de noche. Aquel día no había nadie. A esas alturas del año el buen tiempo había tomado a todo el mundo por sorpresa. Era un lugar difícil para caminar con el cochecito. Como dijiste, te tocó levantarlo para salvar las rocas o los tramos embarrados del sendero. Nuestra conversación debió de salvar escollos similares. No nos dijimos nada importante. No nos tocamos en ningún momento. Nos sentimos cada vez más incómodos a medida que se hizo evidente que nuestro paseo no iba a colmar las presuntas expectativas —una hora de grata compañía disfrutando del día— ni las que realmente deseábamos. Esa clase de tensión era nueva para mí entonces. No la podía medir y manipular, como más adelante con otros hombres. Ni siquiera sabía con certeza si iba más allá de mí misma. Te dije adiós con la sensación de haberme comportado con torpeza, sin gracia en una cita. Al día siguiente, o al otro, mientras leía en el sofá como de costumbre, me dejé llevar pensando en ti, y ese fue el principio, supongo, la revelación de qué más podía aguardar todavía. Así que te dije: «Estaba enamorada».

¿Te gustaría saber cómo me llega la noticia de tu muerte? Entro en la cocina de la facultad, para prepararme una taza de café antes de mi clase de las diez. Dodie Charles, que siempre está haciendo postres, ha traído un bizcocho de cuatro cuartos con cerezas. (Si algo sabemos los viejos profesionales, en estas fantasías, es la importancia del detalle, la solidez; sí, un bizcocho de cuatro cuartos con cerezas.) Estaba envuelto en papel de hornear, y luego en papel de periódico. El Globe and Mail, no el periódico local, porque ya lo habría visto. Mirando abstraídamente ese periódico de la semana anterior mientras espero a que hierva el agua, veo la reseña, el discreto titular MUERE PERIODISTA VETERANO. Pienso en la palabra veterano, si se refiere a un veterano, a alguien que luchó en la guerra, o es un simple adjetivo, aunque en este caso creo que podría ser cualquiera de las dos, porque dice que el hombre era corresponsal de guerra... Solo entonces me doy cuenta. Veo tu nombre. La ciudad donde viviste y moriste. De un ataque al corazón, mismamente.

Acostumbro a ir a todas partes con tu última carta guardada en el bolso. Cuando llega la siguiente, la sustituyo, la pongo con todas las cartas anteriores en una caja dentro de mi armario. Los primeros días me gusta sacar la carta del bolso y leerla a ratos perdidos, por ejemplo mientras tomo un café en una pequeña cafetería, o espero en el dentista. Después dejo de sacarla, me empieza a disgustar verla, manoseada y con las esquinas dobladas, recordándome las semanas, los meses que llevo esperando una nueva carta. Pero la dejo ahí, no la guardo en la caja, no me atrevo.

Ahora, sin embargo, después de haber dado la clase, de almorzar con mis colegas, de atender a mis alumnos, de hacer cualquier otra cosa que me requiera, me voy a casa y saco esa carta, esa última carta del bolso, la pongo con las demás y guardo la caja fuera de mi vista. Actúo deliberadamente, casi sin dolor, tras tomar la decisión de antemano. Me preparo una copa. Sigo con mi vida.

Cada día cuando vuelvo de dar clases veo el buzón y la verdad es que experimento una sensación agradable, una falta de expectativas. Durante dos años esa caja de hojalata ha sido el centro de mi vida, y ahora ver que se ha convertido de nuevo en un objeto neutro, que no promete ni contiene gran cosa, es como sentir que un dolor desaparece. Nadie sabe que he perdido algo, nadie conocía esa parte de mi vida, salvo por encima, por rumores; cuando venías aquí no nos veíamos con otra gente. Así que soy capaz de seguir adelante, como si nunca hubiera ocurrido, como si nunca hubieses existido para mí. Sin embargo, al cabo de un tiempo se lo cuento a alguien, a un hombre con quien trabajo, Gus Marks. Se ha separado hace poco de su mujer. Me lleva a cenar y bebemos y nos contamos nuestras historias, y después, sobre todo por iniciativa mía, nos acostamos. Es un hombre peludo y triste, yo estoy desaforada. Me sorprendo a mí misma. Unos días después me invita a tomar un café y dice:

—Me tienes preocupado, he estado pensando que tal vez deberías... ver a alguien.

—¿A un psiquiatra, quieres decir?

—Bueno. Para hablar.

—Lo pensaré.

Por dentro me río de él, de todos modos, porque estoy enfrascada en otro plan. En cuanto termine el trimestre, a finales de abril, me propongo ir a visitarte, a visitar la ciudad donde has muerto. No he estado nunca allí. Nunca se planteó la idea. La perspectiva de hacer este viaje me anima muchísimo. Me compro unas gafas de sol a la moda, ropa nueva ligera.

El amor no es inevitable, ni mucho menos, hay que tomar una decisión. El problema es que cuesta saber cuándo se tomó esa decisión, o cuándo, aunque pareciera una frivolidad, pasó a ser irreversible. No hay una señal clara de advertencia. Recuerdo aquel día que comimos juntos, y cuando dijiste «Te amaba. Te amo ahora», me vi en el espejo que había detrás de ti en el restaurante y sentí vergüenza ajena. Pensé, sabe Dios por qué, que era un cumplido; no me lo tomé en serio, y pensé que al cabo de un momento me mirarías y verías que le habías dicho esas palabras a la persona equivocada, a una mujer que había abandonado por completo la postura, el vocabulario, para encajar esa clase de tributos. Había renunciado un tiempo antes a las intrigas, a las tramas anhelantes. Había dejado de oscurecerme el pelo con baños de color, y tampoco me ponía ya clara de huevo, ni avena con miel, ni cremas de hormonas, ni colorete o prácticamente nada en la cara.

Entonces me di cuenta de que hablabas en serio y me dio todavía más la impresión de que te equivocabas.

—¿Estás seguro de que no me confundes con otra persona?

—Mi memoria no se ha deteriorado tanto.

Antes de eso habíamos tenido una charla distendida. Te pregunté por tu mujer.

—Ahora ya no baila. La operaron de la rodilla.

—Debe de ser duro para ella no estar en movimiento.

—Está ocupada. Tiene una tienda. Una librería.

Me preguntaste por Douglas y te dije que nos habíamos divorciado. Te conté que los niños vivían fuera, sería el primer año que estarían los dos fuera de casa. Había bebido un poco y te conté incluso que en el último par de años Douglas hablaba solo a todas horas. Solía esconderme detrás de las cortinas para observarlo hablando solo, y riéndose por lo bajo, poniendo caras de admiración o desagrado, mientras cortaba el césped. Y con qué furioso interés se embarcaba en esas conversaciones privadas mientras se afeitaba, creyendo que el ruido de la maquinilla eléctrica ahogaba su voz. Te confesé que me había dado cuenta, al final, de que no quería saber lo que decía.

Mi avión salía a las cuatro y media. Me llevaste al aeropuerto, en las afueras de la ciudad. No me entristecía la idea de despedirme de ti y no volver a verte, aunque me sentí feliz yendo contigo en el coche. Era noviembre, empezó a oscurecer poco después de las tres, los faros del coche estaban encendidos.

—Sabes que podrías irte en otro avión, más tarde.

—No lo sé.

—Podrías venir a un hotel conmigo y llamar por teléfono y cancelarlo, y pedir que te reserven asiento en un vuelo más tarde.

—No lo sé. No, no creo que pueda. Estoy demasiado cansada.

—No soy tan agotador.

—No.

Fuimos de la mano todo el camino, en el coche. Me solté e hice un gesto para dar a entender que estaba cansada de otra cosa, ¿de la experiencia?, y la volví a enlazar con la tuya con naturalidad. No estaba segura de qué quería decir, pero esperaba que lo entendieras, y no me equivoqué.

Nos desviamos por una autopista al norte de la ciudad. Al incorporarnos a la carretera encaramos hacia el oeste. Las franjas del cielo entre las nubes eran de un rosa rabioso. Las luces de los coches parecían unirse en un torrente incesante, un kilómetro tras otro. Todo era como la visión del mundo —una visión fluida, apacible, absolutamente tranquilizadora— que solía tener cuando estaba borracha. Me decía: «¿Por qué no?». Me impulsaba a tener fe, a flotar en el presente, que tal vez se prolongaría para siempre. Y no estaba borracha. Había bebido en el almuerzo, pero ya no estaba ebria.

—¿Por qué no?

—Por qué no ¿qué?

—¿Por qué no ir a un hotel y llamar y reservar un vuelo más tarde?

—No se hable más —dijiste.

¿Crees que fue entonces cuando elegí, cuando vi el cielo y las luces de los coches? Pareció una decisión despreocupada, nada trascendental. El hotel/motel estaba hecho de sillares blancos. Las paredes eran iguales por dentro que por fuera, así que las cortinas y alfombras suntuosas, los muebles macizos de imitación colonial, parecían elementos incongruentes en una especie de refugio provisional, árido. Desde la cama veíamos un cuadro de barcas anaranjadas, edificios sombríos y anaranjados, que se reflejaban en un agua azul oscura. Me hablaste de un conocido tuyo que pintaba exclusivamente para moteles. Pintaba barcas, flamencos y cuerpos desnudos y morenos, nada más; dijiste que ganaba mucho dinero con eso.

Los aullidos de los aviones eran ensordecedores. A veces no podía oír lo que me decías, con la cara pegada contra mí. No podía pedirte que lo repitieras, te hubieses sentido ridículo, y de todos modos esas cosas suelen ser irrepetibles. Pero ¿y si me hiciste una pregunta, y al no oír una respuesta no me la volviste a hacer? Esa posibilidad me atormentó más adelante, cuando quise dar todas las respuestas deseadas.

Acabamos temblando. Acabamos de milagro, sobrecogidos —los dos, los dos— de gratitud, y de asombro. Una avalancha de suerte, de felicidad inmerecida, incondicional, casi increíble. Se nos llenaron los ojos de lágrimas. Innegablemente. Sí.

Si hubieras sido un hombre al que hubiese conocido ese día, o en ese momento de mi vida, ¿podría haberte amado? No tanto. Creo que no. No tanto. Te amaba porque me unías a mi pasado, a mí misma de joven empujando el cochecito por los senderos del campus, inocente de toda falta. Si podía prender el amor de entonces y mantenerlo encendido hasta ahora, no todo habría sido en vano. Mucho menos en vano de lo que creía. Mi vida no estaría completamente hecha trizas, no se habría echado a perder.

 

 

Así pues, decidí marcharme el primero de mayo. Tengo casi dos meses libres antes de que mis hijos vuelvan a casa, antes de que empiecen las clases de verano. Voy en avión a la ciudad donde llevo todo este tiempo mandando mis cartas. Mis cartas alegres, mis cartas locuaces y cómplices, mis cartas aprensivas y por último suplicantes. Adonde aún las estaría mandando, si no hubiera tenido la lucidez necesaria para tomar nota de tu muerte.

La ciudad donde vivías, que en tus cartas me describías irónicamente, pero por lo general con satisfacción. Llena de vejestorios y turistas despistados, decías. No. Llena de vejestorios «como yo», decías, queriendo pasar por ser mayor de lo que eras, como de costumbre. Eso te encantaba, fingir que estabas cansado y eras perezoso, para recalcar tu indiferencia. A mí me parecía una pose, si te digo la verdad. Lo que no me creía, lo que no tenía la imaginación para creerme, es que pudiera ser cierto. Una vez me contaste que te daba igual morirte pronto o seguir viviendo veinticinco años más. Qué blasfemia, viniendo de un amante. Me contaste que no pensabas en la felicidad, era una palabra que no se te ocurría. Qué pedantería, pensé, como si esas cosas las dijera un hombre joven, sin esforzarme por entender a un hombre para quien esas afirmaciones eran la pura verdad, en quien se agotaba o se había olvidado por completo la energía que yo esperara encontrar. A pesar de que había dejado de teñirme el pelo y aprendido a vivir, como pensaba, dentro de unas expectativas decentes, proyectaba esperanzas en ti, unas esperanzas inmensas. Me negaba, me niego, a verte como parecías verte a ti mismo.

«Pienso en ti, supongo, como una tromba de agua cálida y consciente —me escribiste una vez—, y siento las inquietudes propias de un ser humano ante la perspectiva de que me arrolle, que es lo que hacen las trombas.»

Te escribí diciendo que no era más que un arroyo manso que podías vadear sin temor. No eras tan ingenuo.

¡Cómo intentaba cautivarte y confundirte, en esa época, con mis cartas y cuando estábamos juntos! La mitad de mis preocupaciones en el amor se centraban en enmascarar el amor, para hacerlo inofensivo y alegre. Qué farsas tan humillantes. Y tú, tú sonreías de una manera peculiar, con ternura; creo que te daba bastante vergüenza.

Encuentro un bloque de apartamentos cerca del mar, un edificio que diría que data de los años veinte, con un estuco amarillo crema y los alféizares de las ventanas desconchados, un medallón liso y un pergamino indescifrable encima de la puerta. Muchos ancianos, como me contabas, paseando bajo la luz del mar resplandeciente. Me pierdo por las calles y voy andando a todas partes. No me molesto en visitar el cementerio. Tampoco sé qué cementerio sería, de todos modos. Paseo por las aceras por las que tú habrás paseado y miro cosas que casi con certeza habrás mirado. Escaparates que alojaron tu reflejo me devuelven el mío. Es un juego. Me parece una ciudad distinta de las ciudades a las que estoy acostumbrada. Las calles empinadas, las casas claras de estuco, muchas con el tejado plano y construidas en ese extraño estilo de las gasolineras al que llamaban «moderno» antes de la Segunda Guerra Mundial. Ventanas rectangulares ornamentales de gruesos ladrillos de vidrio. A veces un tejado colonial, u ojos de buey y cubiertas fuera de lugar. Los famosos jardines. Rododendros, azaleas, hortensias de tonos rojos, naranjas y morados que hieren la vista. Tulipanes grandes como cálices, un alarde constante. Y las tiendas, tan curiosas para alguien procedente de una ciudad industrial/universitaria, alguien acostumbrada, a pesar de los modelitos de los grandes almacenes, a cierta discreción y funcionalidad comercial. Heladerías de principios de siglo. ARTÍCULOS DEPORTIVOS SALVAJE OESTE. ROPA HAWAIANA, con palmeras y canoas. Teterías rústicas con hastiales endebles. Sandalias de esparto en una especie de cueva, de donde surgían sonidos selváticos grabados. Tiendas de caramelos con fachadas de cartón piedra imitando castillos en miniatura. Decorados demasiado incongruentes, demasiado cansinos. Un día voy a un supermercado a comprar pan y naranjas y la chica de la caja va vestida con un saco de arpillera, tiene la cara manchada de barro y pintura roja, lleva un hueso de plástico ensartado en el pelo. Están promocionando las uvas pasas y la ternera australiana. Pero me sonríe con humanidad, con cansancio, a través del barro y la pintura, me tranquiliza; en casi todas partes hay alguien capaz de sonreír así.

Me veo escrutando estas calles en busca de algún recuerdo de ti, igual que una vez buscaba pistas en los artículos que escribías para periódicos y revistas, en los libros que con tanta solvencia escribías para satisfacer a los demás, nunca a ti mismo. Qué entretenido e instructivo eres, tan hábil que rayas en la elegancia, pero te contienes, incluso para eso. ¿Es esto todo lo que hay?, me oigo preguntar, y tú te ríes, indulgente; ¿qué más podría haber? Y aun así no estoy convencida, te persigo, en busca de revelaciones.

Si tuviera que describirte, como en el fondo te veo, diría que eres inflexible. Y tú replicarías con impaciencia que has cedido la vida entera. Pero no me refiero a eso. Lo diré: eres inflexible, rígido en un sentido absoluto (en cuerpo y mente), sobrio, cariñoso pero no compasivo. Subrayaría que hay algo caballeresco en ti. Y espero que, como un caballero, seas capaz de llevar a cabo actos de sacrificio anticuados y también de prodigiosa brutalidad, y en ambos casos ejecutarlos con ese estilo que indica obediencia a órdenes secretas.

Tú, en cambio, te describirías como una persona jovial, depravada, medianamente egoísta y amante del placer. Me mirarías por encima de las gafas con un aire de profesor un poco intransigente, molesto ante mi radicalidad. Habríamos de considerar el hecho de que esté enamorada, tal como estoy enamorada, un capricho curable, una suposición arbitraria en un ensayo.

Desde el principio, por supuesto, supe que sería peligroso vivir así. En cualquier momento los lazos se pueden cortar, se han cortado, y no hay manera de saber dónde se originó el fracaso, si fue por tu propia voluntad o escapó a tu control; no hay nadie a quien pueda ir a quejarme. Siempre antes, en el último instante, llegaba el rescate. Una breve carta mía desquiciada, de desesperación final, y entonces tu carta de disculpa, divertida, incluso tierna, diciendo que nunca hubo ningún peligro. Pisaba suelo firme en todo momento, nunca me abandonaste. Como si este agujero en el que caigo, que es tu ausencia permanente, no fuese nada más que un sueño en el que me asusto sola, o, en el peor de los casos, un lugar desde donde basta con gritar fuerte y convencida pidiendo ayuda, y la ayuda vendrá.

Me descubro leyendo artículos en las revistas de mujeres. Casos personales. Cuando recupero la fe y estoy pletórica, huyo de esos testimonios supersticiosamente; cuando decae, y decae en picado, y desaparece, los leo para consolarme, porque es un consuelo descubrir que tu caso no entraña una agonía particular, solo un dolor reconocible y manido. Otras mujeres lo han superado y dan ánimos. Martha T., amante durante cinco años de un hombre que la engañaba, se burlaba de ella y la fascinaba. Me enamoré de él porque parecía tan sensible, dice. Emily R., cuyo amante en realidad no estaba casado como aseguraba. Y cuántas veces al hablar con hombres o con mujeres me oigo sacando el tema con frases ocurrentes y patéticas: cómo las mujeres levantan castillos sobre cimientos que apenas sirven para sostener un refugio de una noche; cómo las mujeres se engañan a sí mismas y sufren en vano, víctimas por culpa del vacío de sus vidas y una carencia profunda —aunque indefinible, ¡y no definitiva!— en su interior. Y sigo dale que dale, en esa línea que todo el mundo está aprendiendo hoy en día como una canción pegadiza. Mientras tanto tengo roto el corazón, igual que en esas canciones, roto y cuarteado como un paisaje yermo plagado de surcos. Lloro con Martha T. y Emily R. y me pregunto qué cura encontraron. ¿Aprender macramé? ¿Respirar hondo? En una ocasión, una amiga mía —mujer, no falla— me dijo que, puesto que el dolor solo era posible si mirabas hacia el pasado o hacia el futuro, había eliminado el problema de raíz viviendo cada momento plenamente; cada momento, decía, estaba lleno de un silencio absoluto. Lo he probado, probaría cualquier cosa, pero no entiendo cómo funciona.

Me he comprado un mapa. He encontrado tu calle, el bloque donde está tu casa. No queda muy lejos de mi apartamento. Un paseo de unas diez manzanas. Todavía no quiero ir. Camino hasta llegar a una o dos calles antes y doy la vuelta. Es una casa que nunca quisiste que viera. (En los sitios donde yo vivo pasa justo al revés; los decoro y espero a que cobren vida, cuando me visitas.) Ahora la puedo ver, si quiero. Puedo cruzar al otro lado de la calle, con el corazón a cien, mirándola solo de reojo una o dos veces, y al armarme de valor, pasar despacio por delante. Elegiría el anochecer, para merodear no muy lejos de las ventanas abiertas, tratar de escuchar música o voces. Imaginar que es real, una casa de verdad, donde la gente lava los platos y se queda dormida. Por la noche, si no corre las cortinas, puedo ver el interior de vuestras habitaciones. ¿Elegiste tú los cuadros, o ella? Ninguno de los dos. Ambos. Esos descubrimientos me causan un dolor vulgar.

Una vez leí una historia, una historia verídica, en una revista —quizá fuese una de las revistas para las que trabajabas— acerca de una mujer que había perdido a sus dos hijas en un accidente de coche, y cada día, cuando los demás niños volvían a casa de la escuela, salía y caminaba por las calles como si esperase encontrarse con sus hijas. Nunca llegaba a la escuela, de todos modos, nunca miraba en las aulas vacías, no podía correr ese riesgo.

Voy a la tienda de tu mujer, eso es lo que puedo hacer. No sé el nombre. Busco librerías en las páginas amarillas del listín telefónico. EL BAZAR DE LOS LIBROS DE BARBARA, tiene que ser esa.

Por el nombre esperaba algo afectado y pintoresco; me sorprende que sea tan amplio, luminoso, concurrido y corriente. Nada de adornos medievales o rústicos; nada de adornos de ninguna clase. Es un negocio sólido, que funciona todo el año, no decorado para los turistas.

La reconozco al instante, aunque ha cambiado. Tiene el pelo canoso, más canoso que el mío, recogido en un moño. Los rasgos menos perfilados de lo que eran, sin maquillaje, la piel cetrina, y aún destellos vívidos de atractivo; su estilo enérgico, chispeante, irritable. Lleva un blusón morado descolorido con tiras de bordado indio. Camina envarada, por haber tenido que aprender a andar de nuevo después de que le quitaran el cartílago de una rodilla. Y está más corpulenta, como dijiste; es una mujer recia y de mediana edad.

Ha venido desde el fondo de la tienda cargando un par de libros de arte de gran formato. Va detrás del mostrador, los deja en una estantería, habla con la dependienta como retomando una conversación iniciada antes.

—Bueno, no sé cómo... Pasa la factura... Llámalos por teléfono y diles que así no es como hacemos las cosas aquí, hay que devolver el lote entero.

Recuerdo su voz, la misma voz que oí hace tanto tiempo en una o dos fiestas; una voz clara y desafiante que parece llegar por sí sola a cierto nivel de exasperación, una voz que se luce al decir «¡Dios mío, en qué están pensando esos idiotas!». ¿Y si reconoce mi voz, o mi cara? No creo que lo haga. No es de esas personas que recuerdan a la gente de los márgenes, ella siempre está en el centro, y no sabe nada sobre mí, ¿a que no? No espera verme aquí.

Aun así, me siento observada, culpable, extraña. A pesar de todo me quedo mucho rato deambulando por toda la tienda. Es impresionante, qué cantidad de libros hay. Parece que siempre me detengo delante de libros que ofrecen a la gente diversas maneras de ser feliz, o en todo caso de estar en paz. No tienes ni idea —bueno, quizá sí la tengas— de cuántos libros de ese tipo hay. No lo digo en plan despectivo. Creo que me convendría leerlos. O por lo menos algunos. Pero solo puedo mirarlos estupefacta. Otros son libros que tratan de la magia, realmente hay cientos de libros sobre brujas, conjuros, clarividencia, rituales, toda clase de trucos y maravillas. A mí esos libros me parecen iguales, los de la felicidad y la paz interior y los de artes mágicas; no me parecen libros distintos, por eso no puedo tocarlos. Todos se agolpan en el local como un prodigioso torrente multicolor, o un ancho río, y me resulta tan imposible entender lo que hay en su interior como respirar debajo del agua.

Vuelvo a ir día tras día. Me compro algunos libros de bolsillo. Curioseo, como allí deben suponer, durante horas. En una ocasión ella me mira y sonríe, aunque no es más que la sonrisa automática que dedica a un cliente, la escucho cuando habla a las dependientas, cuando ríe, cuando discute en broma, y también en serio, con alguien por teléfono, cuando exige su té con miel o rechaza un trozo de pastel haciéndose la ofendida. Oigo cómo acosa a los clientes para salirse con la suya, a veces encantadora. Me puedo imaginar haciéndome su amiga, escuchando sus confidencias. Me avergüenzo de fantasear con esa idea. Siento envidia en su presencia, y un triunfo precario, y esta curiosidad frívola y desesperada; cuando me acuerdo, me da vergüenza.

Voy de noche —la librería abre hasta las nueve—, pero normalmente ella no está. Una noche entro y veo que está sola. No hay nadie más en el local. Va hasta la trastienda y vuelve con un paquete, viene directa hacia mí.

—Creo que sé quién eres.

Me mira de frente. Tiene que levantar la barbilla, es mucho más baja que yo.

—Ya nos hemos dado cuenta de que merodeabas por aquí. Al principio pensé que robabas libros. Avisé para que no te quitaran ojo. Pero no vienes a robar, ¿a que no?

—No.

Me da lo que sostiene en la mano, una bolsa de estraza llena de papeles.

—Está muerto. —Me sonríe como una profesora que te encuentra en una situación tremendamente comprometida en la escuela—. Por eso no has sabido nada de él. Murió en marzo. Tuvo un ataque al corazón en casa, en su escritorio. Lo encontré cuando volví a la hora de la cena.

No puedo, no debo hablar con ella.

—¿Debería decir que lamento contártelo? No lo lamento. No me importa cómo te sientes. En absoluto. No quiero verte por aquí. Adiós.

Salgo de la tienda sin decirle ni una palabra.

Una vez en mi apartamento abro la bolsa y saco las cartas. Son cartas, sin el sobre. Sabía qué me encontraría, sabía que iba a encontrar mis cartas. No quiero leerlas, temo leerlas, creo que las guardaré. De pronto veo que no es mi letra. Empiezo a leer. Esas cartas no son mías, no las he escrito yo. Voy pasándolas una por una, presa del pánico, y leo la firma. Patricia, Pat, P. Vuelvo atrás y las leo con cuidado, de la primera a la última.

 

Amor mío:

Me dejas tan feliz. Fui al parque con Samantha y fue precioso. La columpié y la vi tirarse por el tobogán y pensé que siempre voy a adorar ese parque, porque fui cuando era tan feliz después de haber estado contigo.

 

Cariño:

¿Te acuerdas del viejo loco que vive al lado? Vino y se comió esas bolas que da ese árbol rosa del jardín. Me refiero al ciruelo ornamental, deben de ser ciruelas ornamentales, son duras como piedras y se supone que no son para que nadie las vaya comiendo, estoy segura, pero vi que las arrancaba y las engullía a puñados. Estaba sentada en el suelo en la galería sobre los cojines violetas, donde estuvimos tú y yo...

 

Cariño mío:

Anoche soñé contigo. Fue un sueño bello y extraño. Me estabas sujetando el pelo entre las manos y decías: todo esto te pesa demasiado, tendrás que cortarlo o consumirá tus fuerzas. Y lo dijiste de una forma tan amorosa, tan comprensiva, como si te refirieses a algo más, no solo a mi pelo. ¿Cómo voy a saber, amor, qué me estás diciendo en sueños si nunca me escribes? Así que, por favor, escribe y cuéntame, cuéntame qué me estás diciendo en sueños...

 

Amor:

Intento por todos los medios no escribirte porque creo que debo darte la opción, no quiero perseguirte y atormentarte, pero es tan duro cuando te borras así de la faz de la tierra, me siento terriblemente sola. Si pudieras decirme que no quieres verme o tener más noticias, podría aceptarlo, de verdad creo que podría, pero el suplicio es no saber. Podría lidiar con mis sentimientos si tuviera que hacerlo y recuperarme del amor que te he dado, pero debo saber si todavía me amas y aún me quieres, así que, por favor, por favor, dime sí o no.

 

Y la última carta, que ni siquiera es una carta, sino un mensaje garabateado con letras grandes en la hoja, sin saludo ni firma:

 

Por favor, escríbeme o llámame, me estoy volviendo loca. Odio ponerme así, pero esto es más de lo que puedo soportar, así que te lo suplico.

 

 

—Yo no escribí estas cartas.

—¿No eres tú?

—No. No sé quién es esa mujer. No lo sé.

—¿Por qué las cogiste?

—No me di cuenta. No sabía de qué me estabas hablando. He sufrido una pérdida hace poco y a veces no... presto atención.

—Debiste de tomarme por loca.

—No. No sabía qué pensar.

—Mira, lo que pasó es que... mi marido murió. Murió en marzo. Bueno, ya te lo dije. Y estas cartas seguían llegando. No consta remitente. No consta ningún apellido. El matasellos es de Vancouver, pero ¿qué hago con eso? Estaba esperando a que se presentara aquí. Empieza a sonar muy desesperada.

—Sí.

—¿Las has leído todas?

—Sí.

—¿Tanto tardaste en entender que había sido una equivocación?

—No. Tenía curiosidad.

—Tu cara me resulta familiar. Me pasa con mucha gente, por la tienda. Veo a tanta gente.

Le digo mi nombre, mi verdadero nombre, ¿por qué no? No significa nada para ella.

—Veo a tanta gente. —Sostiene la bolsa de las cartas encima de la papelera, la deja caer—. No quiero seguir guardándolas aquí.

—No.

—Tendré que dejar que sufra y punto.

—Con el tiempo lo deducirá.

—Y si no, ¿qué más da? No es mi problema.

—No.

Ya no tengo ganas de hablar con ella, ya no quiero oír sus historias. El aire a su alrededor parece enrarecido, como si irradiara una luz corrosiva.

Me mira.

—No sé por qué se me ocurrió que podías ser tú. No pareces mucho más joven que yo. Siempre di por hecho que eran más jóvenes.

Al cabo de un momento sigue hablando.

—Sabes más de mi vida que las chicas que trabajan para mí o mis amigos o que cualquiera, salvo ella, supongo. Lo siento. La verdad es que me gustaría no volver a verte.

—No vivo aquí. Me marcho. De hecho, puede que me marche mañana.

—Cosas que pasan, ya sabes. La historia de siempre. No es que no hayamos disfrutado de la vida juntos. No tuvimos hijos, pero hicimos lo que queríamos. Era un hombre muy bueno, de trato fácil. Y de éxito. Siempre creí que podría haber tenido más éxito, si le hubiera puesto ganas. Si te dijera su nombre, tal vez lo reconocerías.

—No hace falta.

—No. Oh, no. No te lo diría.

Hace una mueca de resentimiento, arrepentida, y acaba con una sombra de burla en la boca que te mataría. Me doy la vuelta casi a tiempo de no verla.

Salgo a la calle y aún quedan restos de luz del largo atardecer. Camino, camino sin descanso. En esta ciudad de mi imaginación camino subiendo junto a muros de piedra y bajando cuestas empinadas, y veo mentalmente a esa chica, Patricia. Chica, mujer, la clase de mujer que llamaría a su hija Samantha; muy delgada, morena, vestida a la moda, un poco nerviosa, un poco artificial. Su pelo largo y negro. Su pelo largo y negro despeinado y su cara llena de rojeces. Está sentada a oscuras. Camina por las habitaciones. Intenta sonreír al mirarse en el espejo. Intenta maquillarse. Se confía a una mujer, se acuesta con un hombre. Lleva a su hija al parque, pero no al mismo parque. Evita ciertas calles, nunca abre ciertas revistas. Sufre según reglas que todos conocemos, que son absurdas y absolutas. Cuando pienso en ella veo ese tipo de amor como lo habrás visto tú, o lo ves, como algo que sucede a cierta distancia; una entrega extraña, ni siquiera digna de lástima; una ceremonia ininteligible de una fe desconocida. ¿Acierto, empiezo a acercarme, de verdad?

Pero fuiste tú, sigo olvidando, fuiste tú quien lo dijo primero.

¿Cómo vamos a entenderte?

No importa. La inventé. Te inventé a ti, a mi conveniencia. Inventé que te amaba e inventé tu muerte. Tengo mis estrategias y mis puertas falsas, también. No entiendo cómo funcionan en este momento, pero debo ser cauta, no pienso censurarlas.