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Estoy muerta, nadando en un charco de sangre. Ramón, despierta.

Aquello en su pecho era simplemente desazón. Más le valía. Pasó por alto el escozor y trató de conciliarse con el paisaje. Era su tercer día en el sitio, y ésa había sido una noche de agonía. Sosiego y silencio; es decir, el rumor de los insectos arrullando la oscuridad por millones. ¿O era el oleaje? Percibió un cierto temblor en su meñique izquierdo. Es natural, se dijo, un divorcio equivale a una vidriera quebrándose.

Lo había soñado cuando comenzaron los problemas con Ramón. Aquella vez despertó sudando en mitad de la pesadilla y quiso compartir con él su tribulación, pero algo la detuvo. Su marido roncaba con tal suavidad... ¿Debía despertarlo? ¿Qué ganaba con participarle aquella fantasía angustiosa?, además que el cristal roto, en efecto, había ocasionado una muerte por degollamiento. Y ella, María Montes, había podido evitarlo. Ramón, despierta, los fragmentos del cristal me cercenaron la yugular. Estoy muerta, exangüe, nadando en una ciénaga de sangre. Despierta.

Alzó la vista. Un hombre avanzaba en el muelle hacia la inmensidad. Sonrió. La mañana era espléndida y las nubes resbalaban como sábanas arrebatadas. Había imaginado que al culminar el pontón aquel hombre moreno continuaría andando sobre la superficie del mar. Lo había hecho el Nazareno cuando el mar de Galilea, ¿por qué no lo podría materializar ese renegrido pescador en el mar Caribe? Abandonó la visión y atendió su magro desayuno. Una pieza de carambolo rebanado, un jarro de yogur con miel y la taza de café. Dio un sorbo a la infusión; de seguro que esa era la causa del ardor en el esófago. Tenía treinta y nueve años, ningún hijo, un permiso de tres semanas para rehacer su vida. Probó una porción mínima del yogur. Debía comer.

En esos tres días había perdido peso. Simple inapetencia que nadie podría calificar como anorexia, además que no tenía edad para eso. Luego recordó al maestro Vidal aquella tarde en que se le reventaron las úlceras provocadas por el excesivo tequila. ¿Habría alguna clínica cerca? Aún no había dispuesto su testamento, aunque la verdad era que no poseía demasiados bienes que heredar: su Renault 12, sus dos gatos, sus cuatrocientos veintidós libros, su cuenta de ahorros con la que se podría comprar (ya lo había calculado), veinticinco champañas Don Pernigón. Lo del sedán era la herencia involuntaria de su hermano Héctor...

—Una abeja en tus labios.

Escuchó la frase, impersonal, y ya se volvía hacia la mesa posterior cuando sintió la punzada. La abeja revoloteó alrededor de su cara mientras el aguijonazo la hacía cimbrarse. Gritó, manoteó, tiró el tarro del yogur.

No acudiría a la clínica impelida por el esófago irritado aunque sí por la picadura de aquel inoportuno insecto.

— ¡Maldito! —gritó cuando el hormigueo ya se apoderaba de su boca.

¿Por qué había increpado en masculino? Es un hecho que las abejas son todas hermafroditas, la única hembra es la abeja reina y machos los zánganos holgazanes, valga la redundancia: lo había aprendido en la secundaria, cuando imaginó que estudiaría Biología. los salmones que remontan el río, las coníferas boreales, los dromedarios del Sahara, las orquídeas epífitas y los búfalos en estampida; pero el capricho le duró apenas dos semanas. Ahora manoteaba, se apretaba el labio inferior, quería retornar a su cama para mirar la serie de Los locos Adams.

—No se mueva, no se mueva señorita —la prevenía ya la cocinera. Había acudido con unas pincitas de cejas que esgrimía en lo alto.

—Aguántese, hay que sacar el aguijón —sentenció la empleada mientras juntaba los fragmentos del tarro.

María Montes odió el momento. Cuando muriera no permitiría el concilio trémulo de hijos y nietos alrededor de su lecho. Ya no era más la turista anónima de la cabaña 22; ahora sería la mártir del piquete y observó, al fondo del restaurante, al grupo de turistas que sonreían con morbosa satisfacción. Entonces buscó al parroquiano de la mesa posterior, el que la había prevenido, pero en eso sufrió el pellizco de la pinza en sus labios porque la cocinera atinaba y desatinaba.

—Ya está —dijo por fin su salvadora, y alzó el instrumento como si mostrara un trofeo. La cabeza de un león.

¿De qué iba a tratar la novela? María Montes, Montes Soto, retiró el estuche de su entrañable Olivetti. Se la había obsequiado su padre al ingresar a la secundaria y en ella había tecleado infinidad de trabajos escolares, resúmenes, su tesis de licenciatura. ¿Se puede querer a una máquina? ¿Quiso Charles Lindberg al Spirit of St. Louis con el que sobrevoló el Atlántico en 33 horas de insomnio y soledad? ¿Quiso, si es el verbo, Rodolfo Fierro a su Colt 45 con la que cazó materialmente a los 300 prisioneros que fulminó con su buen pulso, uno por uno, tras la batalla de Ojinaga en 1914? ¿Quería Ramón, su ex, a su furgoneta Renault 4L con la que presumía haber recorrido medio país a vertiginosos 110 kilómetros por hora? Amar un aeroplano, un revólver, un auto. María Soto amaba su máquina de escribir, aquella cinta bicolor, la palanca de retroceso y la campanita que anunciaba, ¡dong!, el final de cada línea. Era como una extensión de sus tersas manos que tanto alababa el maestro Humberto Vidal; como una prolongación de la inquietud que manaba de su corazón. Sí, pero, ¿de qué iba a tratar?

María Montes colocó una hoja en el rodillo. Recordó a su padre la tarde cuando le enseñó el uso de la mecanográfica y escribió (reescribió) las diecinueve palabras de entonces. “Jamás temas la página en blanco; es una simple cortina que hay que descorrer para asomar por la ventana”. Su padre, ahora ausente, que de seguro la habría consolado en la ruptura con el estúpido sonidista. No iba a iniciar la novela con un recuerdo tan palmario. Ésa había sido la primera lección en el taller de narrativa: escribir aspectos autobiográficos es lo más fácil del oficio ...mi abuela era extraordinaria .me enamoré del profesor de Historia. La verdadera literatura inicia cuando abandonamos al infame yo.

Las diecinueve palabras y la hoja se fueron al cesto de la basura. María suspiró largamente. Estaba en el Caribe, lejos de casa, con un permiso de tres semanas. Dejó la estrecha mesa y se dirigió al baño. Luego de encender la mortecina luz de neón se revisó el labio. Aún le punzaba, estaba tumefacto, no iba a poder besar a nadie en una semana. “Ni en siete años”, se dijo luego de refrescarse la cara con un manotazo de agua. Se dirigió al ventanal y asomó hacia el horizonte marino. Era el jueves 25 de agosto y la modorra se apoderaba del entorno. Ahora luciría aquella bemba por las instalaciones del hotel. Para su consuelo, según recordaba, la abeja que pica muere minutos después de perder el aguijón. “Son una suerte de kamikazes”, había asegurado el profesor en la secundaria, pero eso a ella qué.

La mañana permanecía luminosa y el termómetro rebasaba ya la cota de los treinta grados. Desde su habitación era posible atisbar una fracción de la piscina, también la vereda que conducía a la playa y, durante las noches, el faro de Puerto Balam a trescientos metros. Era como el ojo de un cíclope insomne, latente, machacón. Observó que varias parejas retozaban con el oleaje. La más arrojada intentaba dominar el arte del deslizador, pero en cada intento la tabla rodaba y él, o ella, caían disfrutando el chapuzón. María Montes supo en ese momento que nunca jamás discurriría sobre uno de esos artefactos, toda vez que Ramón presumía que “en su juventud” había surfeado largamente en las playas de Oaxaca. ¿Era otra de sus mentiras?

Entonces descubrió a la iguana. Estaba recostada sobre el pasamano de la barandilla. El lagarto era verde y dormía al amparo de un flamboyán. Cuando la sombra se movía el reptil, en un reflejo imperceptible, también se desplazaba. ¿Qué es lo que soñaría?, se preguntó al tocarse impensadamente el labio, que le dolió, aunque más le dolió su descuido. La abeja libaba el yogur con miel, era lo más natural del mundo, y en la cuchara viajó hasta dar con su boca. De eso mismo, por cierto, había muerto el primer marido de la tía Evelia. Pobre tío Bartolomé. “Un ataque de abejas africanizadas”, era la leyenda familiar. Nunca se supo más.

En la playa la pareja del deslizador finalmente desistía. Abandonaban la tabla sobre una duna y se lanzaban a nado contra las olas. Era como el paraíso bíblico; Adán, Eva y la vida regalada. Así las otras parejas, tomadas de la mano y con el agua en la cintura, desafiaban los sutiles rulos del oleaje. A eso se reducía el ritual: sexo, papaya, sol, mar, ceviche, cerveza, siesta, disco, ron, sexo, papaya, sol, mar... Por cierto que de ese modo había conocido a Ramón.

Fue durante el verano de 1967, cuando se anunciaba el triunfo de Israel en la “Guerra de los seis días” y María Montes cumplía con su estancia de servicio comunitario en San Mateo del Mar. Ahí coincidió con Ramón Kuri. El muchacho cursaba el primer año en la escuela de cine y filmaba, con varios compañeros, un cortometraje que revelaría la vida de aquel villorio de pescadores. Hablaron toda una tarde y quizás se rozaron la manos, pero al anochecer los bachilleres fueron reunidos alrededor de la

Fogata del Adiós donde cada cual debía leer sus “determinaciones personales”, así las llamaban, para concluir felizmente aquella experiencia de altruismo y conciencia social. No volvieron a encontrarse sino muchos años después, en una despedida de soltero, cuando ambos estaban por cumplir los treinta y tenían ya escaldada el alma.

— ¿Eres tú María Soto, la que perseguía cangrejos?

Y sí, era ella porque al atardecer escarbaba los hoyuelos donde se guarecían los crustáceos. Al emprender la fuga María los correteaba a través de la playa como loca de remate. “¡Juu, ju, ju, ju, jú...!

Ahora Ramón Kuri estaba en crisis. Fue lo que adujo en vísperas de la Navidad, al cumplirse el funesto noveno año de todo matrimonio. Quería estar solo, aunque también estaba el asunto de aquellos retratos que halló de una muchacha desnuda, aquella muchacha cuyo nombre María no podía pronunciar. El sobresalto retornaba.

María Montes se había prometido no recaer en esa vorágine. Además que la separación terminaría, apenas coincidieran los abogados, en divorcio. Buscó al lagarto verde pero en la barandilla sólo quedaba el rastro salino contagiado por la brisa. Le pareció normal. Se dirigió al minibar y empuñó una cerveza. Se tumbó en las sábanas revueltas. Era el momento de retornar con Eco y su imponderable novela, cuando fray Guillermo de Baskerville reflexiona sobre el momento cuando Dios trajo ante el hombre todos los animales para ver cómo los llamaría, y el perro sería perro, el jilguero, jilguero, la vaca y el cerdo y la merluza. ¿La merluza?, aunque el lagarto fugitivo permaneciera por siempre anónimo.

Despertó cuando la mucama llegó con los avisos. El primero, que si en ese momento no arreglaba el cuarto así lo dejaría; el segundo que la señora Evelyn acababa de regresar y quería verla.