Holbox no era, de ningún modo, el paraíso. María Montes viajaba en completo ensimismamiento. Soltaba monosílabos, aguantaba la hostilidad. Esa mañana, poco después de despertar, le habían anunciado que su amiga “la gordita” había dejado a primera hora el hotel. Por eso, y por la sospecha de que se equivocaba en todo, es que iba malhumorada en el asiento del copiloto.
—No te preocupes, yo entiendo —la había disculpado Santiago al ayudarla a montar en la combi—. Hay una palapa con hamacas. No habrá necesidad de meterse a nadar.
—Te equivocas —masculló ella—. Te estás equivocando. No es que me haya bajado.
¿Qué necesidad tenía de explicarlo?
—Por Dios, muñeca. No es para tanto.
Su amiga, que posiblemente ya no era su amiga, estaría aterrizando en ese momento en la ciudad de México. ¿Lo suyo había sido adulterio? Sí y no; el trámite del divorcio, después de todo, ya iba en curso. ¿Era infidelidad? Rigurosamente no. Las cosas, como tantas veces en la vida, no eran lo que aparentaban. Qué incómodo resultaría ponerse a explicar las circunstancias de la ruptura —Monte vs. Ernest— detalle por detalle.
—No es mi mejor día —optó por justificarse.
El grupo de turistas había sido organizado por la agencia Bar celó. Seis mujeres y cinco hombres, la mayoría procedentes de
Roma, que viajaban por primera vez a América. Había una, de nombre Chiara, que a gritos opinaba de todo. Parejas y amigos con medio siglo a cuestas cumpliendo por fin ese capricho de años. “Il Messico, cosí rico e cosí povero; non capisco in che modo, dopo aver vissuto una rivoluzione, possa esistere un abismo sociale di questo tipo.
Los italianos eran ruidosos pero sistemáticos. Esperaban cumplir el programa del folleto y a cada rato se lo recordaban a Santiago Abril. Paseo por la localidad, una hora; visita a la playa, dos horas; comida en el mercado a las 14 horas. Había uno, de nombre Bruno, que no quitaba de encima la mirada a María.
¿Enfermo de sida, su ex marido? Eso sí que estaría bueno. ¿Cuánto tiempo sobrevivían los enfermos una vez detectado el contagio? ¿Dos, tres años?
El caserío de la isla era exiguo. Medio centenar de “hatos” donde habitaban las familias de los pescadores. Salían de madrugada en sus barcas y luego, con largas cañas fondeadas en la rada, capturaban a los huidizos octópodos. El muelle era estrecho, de madera curtida por la brisa, se extendía frente a dos altas palapas. Los chamizos tenían dispuestas mesas, tumbonas y hamacas con acceso a la playa, además del servicio de regaderas “con agua de lluvia”.
— ¿Qué sucede contigo? Perdona, pero no puedo más que preguntarlo.
María Montes soltó un suspiro. Cómo responder con la verdad. ¿Es necesaria, siempre necesaria la verdad?
—Problemas de mujeres —se limitó a contestar—. Creo que he perdido a una amiga.
Santiago Abril no quiso indagar más. Bastante atareado estaba con el grupo de i romaní. Ese día llevaba una playera negra, ceñida, y así los acompañó en la zambullida con visor y snorkel. Semejaba un acuanauta de serie televisiva. Neptuno y Santiago Abril despachando en la gran concha del reino submarino.
—Mi sembra di ricordarmi di te. Ci siamo conosciuti in qual che posto?
Era Bruno, el italiano que no le quitaba los ojos de encima. “Sí, querido; seguramente en Perisur”.
—No lo creo —le respondió en su lengua—, aunque debo mencionar que ciertamente viví en Roma un par de años: 1977 y 78. Cursaba un posgrado en La Sapienza.
—Años difíciles —Bruno Scolari era grueso, pálido, de ojos azules. Semejaba un panadero bonachón—. La estocada mortal a la Democracia Cristiana.
—Sí; tiempos duros. Estudié la obra de Michelangelo Merisi y de qué manera fue dispersada a los largo de cuatro siglos. Visité todas las iglesias, galerías y museos de la ciudad; sus cuadros desperdigados como una bestia descuartizada...
—Perdona, ¿Merisi?
—Que todo el mundo conoce como Caravaggio. Fue el equivalente a lo que entre nosotros representó Diego Rivera; un desacralizador del arte sacro. No sé si me dé a entender.
— ¿“Desacralizzadore”?
—Pintó a la Virgen María utilizando como modelo a una cortesana, por así decirlo. Un escándalo en su época. Igual que nuestro Diego, que cimbró a la sociedad cuando en el mural del hotel Del Prado puso la frase: “Dios no existe”.
—Pero sí existe.
—.y luego en el Teatro Insurgentes pintó a Cantinflas con la Virgen de Guadalupe retratada en su gabán. Como Caravaggio en su tiempo, Rivera se encargó de subir a los murales a campesinos y obreros que santificó como mártires proletarios. No sé si habrá visto sus frescos en la ciudad de México.
—No ciertamente. Mañana iremos a Chichén-Itzá. El jueves volamos de retorno, vía Miami.
Más allá del rompiente los turistas se divertían agarrados a gruesas llantas de flotación. Hasta ellos dos llegaron los gritos exaltados de Chiara, “¡Era tremendo, enorme, giallo e blu! ¡Tremendo! ”
— ¿Dónde vive usted...?
—Bruno Scolari —se presentó con un gesto caballeroso. Llevaba una playera de franjas blancas y negras, seguramente devoto del Juventus—. En Vía Veneto, frente al hotel Excélsior.
—Yo vivía por ese rumbo.
—Un piso modesto de dos habitaciones —continuó ofreciéndole su mejor sonrisa—. Soy pensionado del ejército; capitán segundo de artillería. aunque nunca disparé más de tres obuses. A los italianos se nos ha olvidado cómo ganar la guerra.
María Montes sospechó por dónde iba la cosa. Había que frenar a tiempo.
—Santiago Abril es mi novio —dijo con una mueca dolorida—. Nos casaremos el mes entrante.
—Magnífico —y el pensionista llevó la mirada a la rompiente donde los bañistas se embelesaban con aquellos peces multicolores.
María calculó la edad del oficial de ojos celestes. Cincuenta y muchos, sesenta y pocos. Viejo verde pasivo.
—Yo vivía cerca de ahí. En la vía Serdegna, sobre la Tavola Galda donde regularmente merendaba. Su menú me echó encima varios kilos de peso, en aquel tiempo.
—Ah, sí. Alguna vez cenamos ahí. Un bonito barrio.
—Sí. Roma es mi segunda ciudad. De hecho... — ¿pero qué sentido tenía contarle de la novela que estaba pergeñando y que iniciaba en la ribera del Tíber?— Me encantaba pasear por Vía Veneto, aunque mi presupuesto no alcanzaba para pagar esas tiendas deliciosas. Bvlgari, Gucci. Mi lujo eran los claveles, que adquiría en el camellón del bulevar. Una docena todos los jueves.
—Es la avenida donde se filmó La dolce Vita, no sé si usted recordará.
—Marcello Rubini y el tartamudo Paparazzo —comentó María, sabedora que en realidad la secuencia había sido rodada en Cine Cittá, donde se reconstruyó el café de París y la escenografía de aquella avenida de vitelloni y diletantes.
— ¿Garofani? —Insistió el artillero Scolari—. Yo también adquiría ahí nuestras flores. El pobre Fabrizzio.
— ¿Perdón? —reclamó en español.
—El vendedor de... El florista Baglioni. No sé si lo recordará. Su muerte tan súbita.
—Fabrizzio Baglioni —no sonó a pregunta.
— ¿Lo conoció? Fuimos casi amigos.
—Sí. Lo recuerdo. Moreno de ojos gitanos. ¿Qué ocurrió con Fabrizzio?
—Fue por aquel tiempo, ya lo decía usted. Sufrió una rara enfermedad. Anemia, pensaron al principio, pero resultó una leucemia muy severa. Comenzó en el verano de 1978 y para el invierno estaba consumido. Murió en la víspera de las navidades. Una tristeza.
O sea. O sea que Fabrizzio. Fabrizzio Baglioni le había dado plantón por la sencilla razón de que estaba a punto de entregarse en agonía.
—No me lo hubiera imaginado —y María Montes dejó la mesa para dirigirse al baño del lugar.
Dos retretes con dos baldes de agua de mar. Un solo lavabo aparte y un espejo opacado por el salitre. Ahí, en ese reflejo velado, María Montes lloró en silencio. Leucemia severa. Se recordó en la mesa de Il Convivio, con la copa de frascati sobre el mantel y soltando las mismas lágrimas.
Y habían pasado diez años.
Media hora después, siguiendo el programa del paseo, cuando Santiago retornaba a la palapa guiando a los felices bañistas luego de cazar estrellas de mar y pequeños caracoles, se reencontró con su cortejada. María Montes fumaba en silencio, taciturna, mirando aquel mar bullendo en espuma. Sobre su mesa había una botella de ron y una cubeta de lámina donde nadaban los cubitos de hielo.
—Regresemos aprisa, amor mío —dijo ella luego de alzar la vista— Necesito dormir entre tus brazos.