La mano de Santiago en su rodilla. Se lo había dicho en varias ocasiones, tienes las rodillas más lindas del mundo. Lisonjas y favores.
— ¿Muy seria? ¿Eso crees?
—Mírate al espejo, parece que viste un fantasma.
—No precisamente. Estuve pensando en la Puga.
— ¿La Puga?
—María Luisa Puga, la escritora. Me parece que ya te lo había contado. Asisto al taller de narrativa que imparte en la librería Gandhi. Se supone que mi novela va a ser revisada en esas sesiones. No le puedo fallar.
—Un taller de escritura, ¿cómo los talleres de costura? ¿Algo así?
—Precisamente. Talleres para remendar coderas y presillas. Zurcir roturas y arreglar botonaduras. “Todo, en principio, tiene arreglo”; es una frase de ella.
—Me gustaría conocerla.
—No es tu tipo, aunque es una mujer excepcional. Nunca la verás sin sus pantalones de mezclilla y un suéter azul que le tejen sus tías. Escribe muy temprano en la mañana, desde las cinco hasta las nueve; momento en que sale como bólido hacia la editorial donde trabaja. Un día me enseñó el tesoro de su closet.
— ¿Y cuál es ese tesoro? —Santiago seguía acariciando el fuste de la espinilla.
—Sus cuadernos.
—Qué tienen sus cuadernos.
—Son más de cien, de esos grandes y de tapas jaspeadas. Los escribe desde los catorce años, cuando decidió ser escritora. Entonces vivía en Acapulco.
— ¿Y qué hay en esos cuadernos tan misteriosos?
—Es lo que nos explicaba aquella vez. En esas páginas están los bocetos de sus novelas, conversaciones escuchadas en el autobús, apuntes de personajes, cuentos inacabados, frases, títulos, reseñas de películas, anotaciones de la lectura del momento, canciones recordadas. Todo.
—Y por eso te pusiste hoy tan seria.
María Soto sujetó esa mano que tanteaba descender por sus muslos.
—Santi; quiero dormir sola esta noche. ¿No te ofendes?
—No, desde luego que no —Santiago Abril se enderezó en el sofá. Habían bebido una cerveza mirando el atardecer—. Te conocí picada por una abeja, y ahora quién sabe qué otro bicho te picó. El bicho Puga.
Era verdad. Había sido picada por un bicho, pero no eran las circunstancias para tratar el asunto. Quería llorar a solas. Toda la noche. Cada cual tiene su mundo secreto.
—Hay mucha tensión en el ambiente. Anda, te llevo a tu casa.
—No, gracias Ramón... perdón, Santiago —otra vez ese lapsus involuntario—. Me iré en un taxi. Hoy no ha sido mi mejor día.
—Supongo que no —arqueó las cejas—. Pensé que escribir novelas era más sencillo. Sentarte ante una resma de papel y con el tintero a la mano. Y claro, escribir lo que se te vaya ocurriendo.
—No es de ese modo —suspiró—. Perdóname; necesito irme.
—Está bien —Santiago le asestó una leve nalgada—. Tú lo has dicho. Con voluntad, todo tiene arreglo.
—No lo creo...
— ¿Eres tú la actriz dominicana? —insistió—. Te lo habrán comentado cientos de veces.
—Pero. pero, ¿qué haces aquí? —fue casi un grito.
—Vine a celebrar contigo tu cumpleaños, ¿es mañana?
—No, idiota. El catorce, nunca te acordaste.
Ramón Kuri intentó la sonrisa. Estaba demudado, pálido, enflaquecido. “¿Tendrá sida?”, fue el pensamiento que cruzó por la mente de María Montes. Jamás habría imaginado la visita, tan intempestiva, de su marido.
—Ernestina me dio tus datos.
—Sí, me imagino —María terminaba de almorzar en la terraza de su búngalo. Pan tostado y queso cotagge—. ¿Te tomas un café?
Ramón tomó asiento en el murete del porche. Sudaba a pesar de la sombra; llevaba camisa completa, a cuadros, y zapatos de calle.
—Dejé mis cosas con el conserje. Me dijo dónde encontrarte.
—Espera, infeliz; ¿no estarás intentando una reconciliación, verdad? —María lo fulminó con la mirada.
—No, de ningún modo. Ahora no estoy para honey-moons. Necesito hablar contigo; para eso vine.
Aún no daban las once de la mañana y el termómetro ya alcanzaba los treinta grados. El estertor de la canícula. María sirvió el café en una de las tazas de servicio. Lanzó un vistazo a su mesita de trabajo donde la Olivetti permanecía empañada por el salitre ambiental. Luego observó a su marido, legalmente su marido, sorbiendo con recato la infusión. Le temblaban los labios.
— ¿Fumas? —María sacó del bolso la cajita de los Viceroy.
—No. Ya no fumo. Desde que troné dejé el cigarro. Ahora lo entenderás —y se dispuso a contar esa historia guardada como tizón en sus entrañas. Le sobraba tiempo.
La situación había terminado por ser insostenible. Ningún ardid perdura para siempre. Kuri vivió esos meses de simulación hasta que su hermano mayor se hizo presente. Beto había llegado con la orden de desalojo y ya tramitaba una indagatoria por presunción de homicidio. Aquello le complicó tremendamente las cosas, y Ramón no tuvo más remedio que evaporarse. Fue lo que ocurrió en la víspera, el jueves 8 de septiembre.
Pero vayamos al inicio de todo, cuando el veranillo obsequiado por la Semana Mayor. El viernes último de marzo, que fue de Dolores.
Kuri había ido a visitar a su madre para hablar de naderías. Una cortesía de improviso, como acostumbraba, y averiguar a propósito si le podría prestar algún dinero. Que era un decir. Esa mañana había discutido acremente con su mujer. Kuri no había renovado el permiso de circulación del auto y un policía de tránsito acababa de multar a María rumbo a su trabajo. “¿No te di el dinero en febrero?”. Y sí, se lo había proporcionado, pero Kuri lo empleó en otros menesteres de su profesión. ¿Una cena con la gerente de Zafra, la productora cinematográfica del momento? ¿Un viaje relámpago a San Miguel de Allende? No lo recordaba ya, pero ahí estuvo la cara descompuesta de María exigiéndole una explicación. Que no hubo.
Kuri tenía un juego de llaves del pent-house de su madre. Una vista envidiable hacia el bosque de Chapultepec. En días claros era posible contemplar la serranía del sur, el volcán Ajusco y el Monte San Miguel, que asomaban como baluartes de esa cuenca amenazada por el desbordamiento urbano. Entró y se extrañó por el ruido del televisor. El susurro de un programa matutino de concursos en el que dos locutoras se arrebataban la palabra. Nadie.
Hermenegilda no estaba. A esa hora, normalmente, la cocinera ya trajinaba con la licuadora y el aroma de la cebolla sofrita flotaba en el ambiente. Pero nada. Kuri se desplazó hacia la cocina y le sorprendió el abandono del lugar. Abrió el refrigerador y sacó una cerveza; iban a dar las doce y el calorcillo de la primavera ya volaba con la brisa. “¿Herme?”, preguntó alzando la voz. La sirvienta estaba contratada de entrar y salir, de modo que era la hora de hallarla ahí. Fue cuando observó una seña en el calendario del muro. Había reconocido los trazos de su madre, con plumón rojo, abarcando dos hileras del almanaque: “vacaciones de Herme, en su Pueblo”, con mayúscula. Y el polvo sobre la mesa, y la bolsa del pan Bimbo juntando moho. Era visible a través del plástico transparente. Qué descuido.
Avanzó hacia la estancia donde reconoció un florero de cristal coronado por dos racimos de astromelias marchitas. El vaso de Sebres había sido un obsequio del secretario de Hacienda a su padre ya muerto, y por ahí debía estar la fotografía de don Antonio Ortiz Mena abrazando a Humberto Kuri cuando su nombramiento como funcionario del Banco de México y al fondo, una vez más, las risas forzadas de las locutoras celebrando a la radiante triunfadora del concurso matutino.
Kuri avanzó hacia el cuarto de la tele. Su madre desaburriéndose luego de leer la edición completa de El Universal, que compraba todas las mañanas en el kiosco de la esquina. ¿Ya se habrá bañado? Esa habitación había sido la suya propia, cuando soltero, antes de aventurarse en aquel matrimonio a trompicones. “Esa María Montes será tres años menor que tú”, se lo había advertido doña Mina, “pero es dos veces más inteligente”. Más astuta. Entró a la habitación y se deslumbró por las cortinas descorridas, las ventanas igualmente empujadas y el viento agitando la bata de su madre que descansaba en el mullido Reposet. El televisor encendido (“señora, díganos ¿cómo se llama el compositor de la famosísima Sinfonía número Nueve también conocida como Coral?”), una docena de moscas gordas revoloteando y el control remoto tirado bajo la mesilla donde permanecía el sándwich podrido, a medio morder. Y junto su madre muerta.
Kuri estuvo a punto de desfallecer. ¿Cómo? La gran pregunta que no tendría respuesta.
El cuerpo se había enjutado y por un inaudito milagro no había entrado en proceso descomposición. Semejaba ya una de aquellas momias exhibidas en el legendario museo de Guanajuato. Kuri contuvo el impulso de tocarla. “Mamá”, bisbiseó con un tono que sonó a reproche, reproche y risotada (¡morir mirando la tele!). No era posible. Fue cuando descubrió que su madre lucía una cruz en la frente. De seguro que el Miércoles de Ceniza había acudido a la parroquia a cumplir el ritual, habría rezado para conciliarse con el Creador, habría sentido un leve mareo, habría retornado a casa para empuñar dos aspirinas que solucionarían aquello, se habría preparado un emparedado para apaciguar su revuelto estómago, habría encendido el televisor buscando el canal Discovery y las gacelas retozando en las praderas del Serengheti. Entonces habría experimentado esa tremenda punzada y su último pensamiento fueron las astromelias. ¿Y entonces, quién les cambiará el agua? Habría.
Dejó el magro cadáver y se dirigió al interfón de la cocina. Pulsó el botón para llamar a don Nemorio, el conserje, pero no le salió la voz. Dejó aquello y se trasladó al teléfono de la estancia. Llamó al Museo de Antropología, la extensión 111 donde respondió María Montes. “Museografía, diga usted”, pero no tuvo ánimo de contestar nada. Colgó. Luego llamó a su hermana Viviana, en San Luis Potosí, pero no pronunció más que “equivocado”. Colgó nuevamente. A Beto, el primogénito, ni el intento hizo. Cursaba una maestría en administración pública y finanzas en la Universidad de Boston, pero qué le diría: “Mamá tiene ocho días de muerta, quedó como charamusca”. No, claro que no. Después de todo ese transcurso, ¿cuál era la prisa? Una o dos horas más no harían la diferencia. Terminó la cerveza y fue a la cocina a prepararse un café. Pensar un poco. Revisó el calendario para confirmar el retorno de Hermenegilda. Faltaban cuatro días. ¿Y si se ausentaba ese lapso y permitía que fuera ella, la cocinera retornando de Chazumba, quien hiciese el macabro descubrimiento? No le pareció mala idea. ¿Cuánto era el sueldo que le pagaba semanalmente? Ahora él sería quien se encargase del cubrir el estipendio.
Entonces recordó que su madre tenía la pensión, ahorros, una cuenta de inversiones, joyas, el testamento. Era verdad, debía existir un testamento. Se trasladó con la taza de café al cuarto de televisión donde su madre permanecía ante el programa de concursos y que era patrocinado por los almacenes Elektra. Apagó el televisor y encimó una toalla sobre el rostro del cadáver. “Fue el clima”, se dijo, recordando esos días de calor seco, excepcional, con que inició el mes. Y las ventanas abiertas, como un taller de disecación. Recordó entonces la película de Hitchcock, Psicosis, y se percató de que él mismo era ya el personaje aquel, Norman Bates, resguardando el cadáver de su madre, es decir, esa pieza de taxidermia y compasión. ¿Cómo se llamaba el actor que interpretó al desquiciado protagonista? Lo había olvidado.
Hurgó en el compartimento del pequeño secreter. Ahí estaba el contrato de Cablevisión, la fotografía secreta de Humberto Kuri en traje de baño, la chequera, la agenda telefónica, la llavecita del cajón inferior. Lo abrió y halló diversos documentos, entre otros la escritura del penthouse, la factura del Nissan que ya casi no usaba, y el testamento con el sello de la notaría. Procedió a leerlo y un minuto después se fue de espaldas. Explícitamente decía, “a mi hijo Ramón lego los enseres del apartamento, no su propiedad, que será vendido para repartir el producto de la venta entre mis otros dos hijos —Humberto Kuri y Viviana Kuri— en dos partes iguales”. También halló una caja de bombones y dentro siete centenarios de oro. Los echó en su bolsillo.
“Anthony Perkins”, recordó entonces, como un relámpago al mediodía.
Se volvió hacia su madre y le alegró verla cubierta con esa toalla color jade. Un sudario improvisado que no retornaría nunca al cuarto de baño. Dejó todo y recorrió el piso, sus ciento ochenta metros de superficie, intentando un inventario a vuela pluma. El piano Steinway que su madre tocaba algunas tardes, un óleo español de firma desconocida que representaba una dársena al atardecer, los varios floreros de Sebres, los muebles de la sala y el comedor.
¿Por qué había sido tan injusta? Guillermina Sandoval, viuda de Kuri, ¿tan mezquina? Ya lo había sugerido alguna vez, “ay, Ramón, Ramoncito, ¿cuándo aprenderás? Ve a tus hermanos, tan productivos y encaminados. Tú eres puro gitano, me saliste destartalado. ¿Quién sabe qué andaría pensando cuando te concebí? Ahh, ya te enterarás”. Y ahora se enteraba. ¿Se trataba de una venganza? ¿Un desquite? ¿Una represalia por los días de perro que le hizo padecer?
Entonces Ramón Kuri observó una sombra en la terraza y se asustó. La taza resbaló de sus manos y se quebró en mitad de la estancia. El gorrión, espantado por el estrépito, alzó el vuelo en fuga. Entonces había sido un pájaro, pero ¿qué hacía un gorrión a cuarenta metros del suelo? Fue cuando el sonidista lo decidió todo. Debía darse resarcimiento. ¿Una venganza de qué? Volvió al secreter y en la chequera descubrió, para su alegría, dos documentos firmados en blanco. Cuando era necesario Herme los llenaba para pagar el servicio del súper a domicilio. En la agenda estaba el teléfono del banco y la frase con tinta roja, “claves para consulta telefónica”. Llamó al servicio, obedeciendo las combinaciones numéricas anotadas, y se enteró del saldo. Medio millón de pesos, poco menos, con una tasa de interés al 12% anual. No lo dudó más, al fin que le alcanzaba el tiempo. Colocó los cheques en la máquina de escribir y tecleó en mayúsculas su propio nombre, Ramón Alberto Kuri Sandoval, para luego cifrar dos cantidades idénticas, 240 mil pesos cada uno, que endosó a su cuenta y enseguida se guardó en el bolsillo.
Eran las doce cuarenta de la tarde. Tenía tiempo justo para bajar a la calle, acudir a su banco, hacer el depósito y después, quizá, beberse una cerveza en el Samuel’s. Era un sitio que celebraba su mujer; le recordaba quién sabe qué recóndito pub neoyorquino. Los intempestivos viajes de María Montes. Ah, claro, eso iba a terminar.
Al retornar se encontró con el conserje del edificio. “Qué bueno de verlo, don Nemorio. Y aprovecho para avisarle que por lo pronto voy a mudarme aquí durante unas semanas... luego del problema”. ¿Tuvo un problema doña Mina? “Ella no; su hermana en Monterrey. Anoche la llevé al aeropuerto. Se puso mal Carmela, su hermana, y va a estar acompañándola mientras se resuelve... de la casa al hospital, y del hospital a la casa”, y le ofreció una mueca resignada. Sorpresas de la vida.
Esa noche fue la discusión con María Montes. La incomprensión, la crisis personal, el abandono definitivo de casa. Necesito un tiempo para reflexionar sobre mi vida. “¿Un tiempo para reflexionar sobre tu vida!”, gritó María Montes. “¿Sabes qué? De una vez. ¡vete al carajo!” Adiós.
Así que esa noche, serían las tres de la madrugada, Ramón Kuri se armó de valor para transportar a su madre, envuelta en dos cobertores, a la bodega del condominio ubicada en la azotea. En nueve metros cuadrados cabe medio circo. Se preparó un whisky doble y al cargarla se sorprendió por su ligereza. Doña Mina pesaba no más de veinte kilos. La acomodó sobre una mesa ahí abandonada, abrió las ventilas del reducto y al cerrar colocó doble candado. Ya habría tiempo, después, de darle cristiana sepultura. Intuyó, además, que estaba entrando en una compleja sicosis. Algo como eso. Anthony Perkins administraba un hotel patético en medio de la nada; él simplemente se mudaba al pent-house de su madre en el corazón de Polanco. Iba a necesitar dos pastillas de Diazepina a diario.
Al día siguiente retornó Herme. La sirvienta desconoció los cambios en el piso. Kuri se encargó de informarle que Guillermina Sandoval había emprendido un largo viaje por Europa. Varios meses. Que se había inscrito en una escuela de idiomas. Alemán, francés, y que no volvería hasta fin de año. Ahí estaban esos veinte mil pesos de indemnización y aguinaldo, le dijo, que ella le había dejado. Y Hermenegilda tomó el fajo de billetes sin chistar. “Ay, la señora y sus ideas; nomás espero que Diosito me la cuide”. Sí, claro, no se preocupe, y la ayudó a guardar sus pocas pertenencias en una caja de Fab.
Ahora lo que seguía eran sus hermanos. Beto y Viviana, pero lo mismo. “Ya te digo, un viaje a Francia y Suiza, la muy loca. No tiene domicilio fijo, pero ayer telefoneó. Te manda saludar”.
Subió la dosis de Diazepina (10 miligramos) a cuatro por día. Y claro, perdió el trabajo en la Productora Beklis & Asociados. Sonidistas es lo que sobra en el medio.
María Montes suspiró. Le tocó un hombro. Iba a ser ya hora del almuerzo. ¿Y si se aparecía Santi de sorpresa? A veces la sorprendía con dos botellas de Rioja.
—Entonces, ¿qué piensas hacer?
Era la pregunta adecuada.
—Estuve investigando —Ramón Kuri desabotonó las mangas de su camisa—. Me voy a instalar en la isla Blanca. Hay unas cabañitas.
— ¿Isla Blanca? —bufó—. Te sentirás Robinson Crusoe, claro, con latas de atún.
Su marido suspiró largamente; comenzó a remangarse la camisa.
—Varios meses. Necesito pensar. Allá no me encontrará Beto que, para estas horas, ya debe haber encontrado el cuerpo en la bodega. Estoy pensando en cambiar de identidad.
—Entonces... —se permitió una sonrisa burlona—. ¿Nunca conversamos? ¿No te he visto?
—Por el amor de Dios, María. No —comenzó a roerse una uña—. No. De ningún modo me has visto.
—Todo ese asunto; lo que me has contado, podría ser el inicio de una novela —dijo sin alzar la mirada—. Una buena novela.
—La avaricia, María; la avaricia. Eso fue lo que mató el amor que te tuve —y probando la taza de café, refrescado luego de aquel monólogo, añadió—. ¿Todavía me amas?
—No sé —abrió la cajita de los Viceroy, sacó un cigarro—. ¿Para qué la pregunta, Ramón?
El visitante arqueó las cejas, suspiró sin responder.
—Pensé que habías enloquecido, sí, pero por culpa de los caballos.
—Ah, claro, el hipódromo. Voy a extrañarlo.
— ¿Seguías yendo?
—Sí, claro, ahora que tengo más. —le hizo un guiño socarrón—. No me puedo quejar.
— ¿Tienes mujer nueva?
—No precisamente. Ahora sólo quiero pensar en mi vida, lo que me resta, pues. Las mujeres quitan concentración.
—Así, al menos, suena con cierta elegancia.
— ¿Y tú?
—Conocí a un pescador. Bucea y caza con un arpón todas las mañanas. Tiene una vergota.
— ¿Ah, sí?
María procedió a encender el cigarro. Aprovechó para lanzar un vistazo a su reloj pulsera.
—Aunque claro, no posee tu cuenta bancaria —soltó el humo, que arrebató un golpe de viento—. No se puede todo en la vida.