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Carmelo Tzuc llevaba dos noches sin dormir. Jamás nadie lo hubiera creído. Un ciclón como ése, ni en la peor de las pesadillas. Preguntaba en las plazas y en los puestos del mercado. “¿No ha visto a mi niño, señora? El Joel, usted lo conoce, que tiene un ojo medio cucho”. Iba acompañado por Ermilo, su hijo mayor, por si acaso.

Carmelo vestía camisa blanca, pantalón largo y el bolsillo repleto de monedas. Las casetas telefónicas en servicio eran manifiestas. La gente hacía filas interminables para lograr una conferencia atacada por la estática, estamos bien, Má, no se preocupe. ¡Que no se preocupe...!

Había preguntado dos veces ya en la parroquia, donde el sacristán daba informes según le llegaban. En la presidencia municipal, en el mercado “Luis Echeverría” y el “Salvador Alvarado”; pero en ninguno. Salió Joel rumbo a casa de mi compadre, pero no llegó. Digo, carajo, no lo habrá chupado la ventolera, ¿verdá?, porque de los carritos ya luego veremos. Ahora qué.

No cargaba su fisga Carmelo Tzuc. Y claro, eso también le quitaba el sueño. El huracán había arrancado el techo de la bodega donde los guardaba; un techo de láminas de asbesto, y se llevó todo. Ninguno de los tres carritos aparecía por ninguna parte. Pero, ¿y Joel? 

Vayan al Deportivo. Ahí los tienen almacenados. Era el verbo y un camión de hielo llegaba cada hora para reponer. “Almacenados”.

Para qué. No tiene caso; por otra parte habrá de andar el Joel. Deje que lo encuentre, nomás deje que lo encuentre.

Había historias chuscas que comenzaban a circular. El profesor Macario que se amarró al tinaco de la escuela y así aguantó. La señora Zelina que se metió en su bolsvaguen y allá fue volando, cinco cuadras, la hallaron molida pero viva en el carrito. Y en el Hotel Calinda, con sus nueve pisos, que nada ocurrió. Ningún cristal, ningún muro, lo que es emplear materiales de primera.

El centro deportivo “Miguel Canto” nunca fue concluido. Tenía tres canchas de basquetbol, gimnasio de boxeo (de ahí el nombre), un campo ralo de beisbol y una alberca que nunca fue concluida. Ahora la utilizaban como depósito temporal de cadáveres. Los parientes y allegados miraban desde lo alto, señalaban uno u otro cuerpo, descendían por la escalerilla sufriendo el miasma y se aproximaban temblando al muerto. No es. Sí es. La mayoría habían sido rescatados en las ciénagas, ahogados, pero también había interfectos sacados de entre los escombros.

“Son ciento treinta y tres”, les informaron. “No es lo más divertido de la vida”. Carmelo se había animado, finalmente, porque sentía desfallecer de fatiga. Necesitaba dormir. Por eso había pedido a Ermilo que lo acompañara. “Estoy seguro que no está aquí, hijo. Te lo juro por Dios”. Se apuntaron en la lista de espera, porque los parientes ingresaban a la improvisada morgue en grupos de cinco y hacían la ronda acompañados por un camillero de la Cruz Roja. Por lo que se ofreciera. Antes debían anotar el nombre de la persona buscada, sus datos generales, el parentesco. Joel Tzuc Canché, estudiante de quinto, once años, mi hijo segundo.

“Te apuesto lo que quieras que no lo hallamos, Ermilo. En serio, lo que quieras”. Y entraron a las instalaciones de la piscina, techada e inconclusa. Lo primero, desde luego, fue el hedor. Muertos de dos y tres días apilados entre los bloques de hielo que generaban ya un extendido charco. Ermilo asió la mano de su padre. Había que hacer la ronda entera alrededor del depósito; mirar, señalar, derrumbarse en llanto.

—Mira ésa, Pá. ¿No es la señora Jacinta, de las nieves?

—Se parece, sí. Pero no es. Ella no tiene esa verruga en el cuello.

— ¿Ya viste ese huach? Lo cogió la tormenta en pijama.

—Calla hijo, y busca. Y busca.

— ¿Aquél no es el de la combi? ¿Del servicio de turismo donde el faro?

—Pobre... Qué cara. Dios lo guarde.

—Aquella del huipil colorado, es la señora Celsa, ¿no?

—Sí. Sí es. Habrá que avisarle a Merino, su marido. Tú te encargas luego.

—Míralo ahí. ¡Ahí! Ése, ¿no es?

—.sí. Pobre Pancho; no la debía. Habrá sido la venganza del jaguar, tantos luego que cazó.

— ¿Y ése? ¿Ya viste?

—Tan flaco y calvo. Parece chilango. ¿Qué no le dijeron que desalojara? ¿Qué dice la papeleta del pie?

—Kuri. Ramón Kuri.

—Será de los almacenes de Valladolid.

Abandonaron el deportivo “Miguel Canto” con cierto desconsuelo. Carmelo palmeó la espalda del primogénito.

—Te lo dije, Ermilo, que no lo íbamos a hallar. Igual fue a meterse a casa de algún amigo. Regrésate, yo sigo por el muelle. Sirve que le avisas a Merino; que venga. Pero se lo dices suave, ya ves su corazón.

El muchacho emprendió la carrera. Iba a ser una fecha inolvidable: los anuncios de Bacardí trabados en la fronda de los laureles, las motoski circulando por las avenidas donde antes sólo camiones, una lancha de pescadores clavada sobre un poste de luz igual que aceituna. Un día imborrable.

Fue una corazonada. Alguien, durante el recorrido por la improvisada morgue en la piscina, había contado que en el estero norte, junto a Playa Kankin, estaban saliendo más cuerpos. Esa voz empleó, “saliendo”.

Carmelo echaba de menos sus días de libertad. Zambulléndose en las pozas, hurgando entre los corales, lanceando con su fisga. Una langosta huidiza, el rastro espejeante de una barracuda. El agua salina, como de cristal, y un pargo sacudiéndose en la punta de su lanza.

Recorrió el muelle de Puerto Balam y se preguntó por los ferrys. ¿Dónde habrían recalado? Y qué sería de todas aquellas turistas de palidez nórdica que lo buscaban con la mirada. Había ocasiones en que... Se detuvo. Ahí, tirado entre dos troncos de palmera, lo reconoció. Era Joel. Un nudo en su garganta le impidió gritar nada. El muchacho llevaba una playera negra y estaba descalzo. Carmelo emprendió la carrera.

— ¡Joel! —gritó por fin, pero no tuvo respuesta.

Había sido una corazonada. En eso no fallaba casi nunca.

Al llegar ante él se percató de la situación; el muchacho simplemente dormía.

— ¡Hijo! —volvió a llamarlo, y el niño despertó sonriendo.

—Papá, qué gusto —logró musitar.

Pero Carmelo Tzuc lo alzó enfurecido. ¡Hijodelaputa! ¿Por qué no ibas a casa? Qué te has creído. Y lo abofeteó una, y dos, y tres veces. Lo arrojó contra la arena, le tundió varios puntapiés.

— ¡¿Por qué no regresabas a la casa?!

Joel Tzuc aguantaba el llanto, le había comenzado a sangrar la nariz.

¿Existiría alguien a quien contarle aquella experiencia inusitada? Él volando con el vendaval, desafiando el aire con los brazos en cruz, como un ave sin nombre bendecida por el turbión.

—Estuve cazando tesoros —alcanzó a balbucear.

El padre volvió a las bofetadas. Imbécil, pendejo, pensamos que estabas muerto.

Joel, ciertamente, había hallado algunas piezas de valor muy peculiar que había desenterrado el huracán. La estatuilla truncada de una diosa maya de la fertilidad. Una culebrina de cuatro siglos roída por la herrumbre. Ambos tesoros, el trabuco y la diosa demediada, estaban sepultados ahí mismo, bajo aquel par de troncos, que eran su señal.

El tercer tesoro viajaba en su bolsillo. Se lo había obsequiado la espuma rodando en la resaca. Era una pipa billiard de brezo. La escondería en su caja de tesoros y alguna noche, años más tarde, un ladrón se encargaría de hurtarla.

—Ven, idiota —le dijo por fin su padre—. Déjame darte un abrazo.