Capítulo 11

Mi vida se había convertido en un placer. Estar con Lilith me devolvió la paz, reconfortarme en su casa, en el patio interior porticado lleno de flores y lilares, como siempre tenía en sus jardines; todo era un deleite para los sentidos y los problemas con mi hijo eran una pequeña muesca en la vara de mi día a día. Esa mañana habíamos decidido alquilar una gran góndola y recorrer los canales como dos amantes enamorados. El gondolero permanecía a nuestra espalda y apenas veía lo que ocurría debajo del toldo que nos cubría, mientras, nosotros, acomodados en los cojines de raso y terciopelo, nos entreteníamos con suaves besos y caricias.

—Tengo que contarte una cosa que ha ocurrido.

—Dime.

Recorría su brazo con mis labios cuando me informó de algo que esperaba hacía tiempo.

—Tu hijo estuvo hace dos días en mi casa. Por supuesto, Guido no lo dejó entrar hasta que no le di mi consentimiento. Pidió que se lo anunciara con Filipo Menotti, hijo de Adamo Menotti.

—¿Pasó algo?

—No. Lo recibí y me preguntó por nuestra relación y, a pesar de querer aparentar preocupación por ti, no me engañó, capto enseguida a los de su calaña. No obstante, es tu hijo y, por ahora, no creo que suponga ningún problema. De todas formas, he pensado que es mejor organizar con él una merienda en mi casa.

—No puedo creer que haya ido sin decirme nada.

—Pensemos en otra cosa, disfrutemos del paseo.

Avanzábamos por los canales lentamente, recorriendo ríos más privados y oscuros y otros más concurridos, cruzándonos con otras góndolas que trasladaban tanto a otros enamorados como a gente que necesitaba llegar a la Academia, a San Marcos o a los palacios que se extendían a sus orillas. Cuando volvimos al cauce del gran canal, un hombre que viajaba en una góndola más pequeña nos saludó y se acercó a nosotros, yo no lo conocía, pero él si parecía saber a quién se dirigía y salí de dudas al colocarse a la par.

—¡Bella Montibello! ¡Bella Elia!

El hombre de unos treinta años besó la mano que Lilith le extendía y, pidiendo permiso, se cambió a nuestro vehículo y dejó el suyo esperando con una indicación al gondolero. La góndola se balanceó ante el abordaje del nuevo pasajero y yo me puse blanco ante la posibilidad de vuelco, no era un medio de transporte que me apasionara mucho, me sentí más tranquilo cuando Lilith me aferró la mano y el hombre se estuvo quieto, entonces me detuve a observarlo. Lucía impecable, desde la peluca a los mocasines y el bastón, sus modales seguían el ejemplo de su apariencia, pero lo que más me sorprendió fue su altura, era casi tan alto como yo.

—Giacomo, ¡cuánto bueno por aquí! No te hacía en Venecia. Lo último que supe de ti fue que viajabas por Europa —le dijo Ly con una amplia sonrisa.

—Tuve complicaciones y decidí conocer mundo. No me arrepiento de todo lo vivido, pero tenía ganas de volver y, sobre todo, de contemplar de nuevo tu belleza.

—No cambiarás nunca.

—Deberíamos quedar y ponernos al día.

—Vente un día de estos a mi casa a merendar, estaré encantada de escuchar tu historia.

Ya era suficiente, «¿no se daban cuenta de que no me había caído al canal?». Yo estaba allí y ellos me ignoraban, el tal Giacomo me parecía normal, pero ¿y Lilith?

—Eso haré, tengo ganas de que charlemos.

—Por supuesto y, si no te importa, se unirá a nosotros Adamo —se dirigió a mí, «no me ignoraba, menos mal»—. Querido, te presento a Giacomo Casanova, un amigo. Él es mi muy estimado Adamo Menotti.

No hizo falta más, el hombre entendió cuál era mi posición al lado de Lilith y sonrió, aunque su sonrisa me dijo que no se daría por vencido.

—Claro, será un placer pasar una tarde con ambos. Ahora debo marcharme, llego tarde a unos asuntos. Te avisaré del día que vaya a visitaros.

Se trasladó a su góndola, no sin antes inclinarse reverencialmente ante Lilith y saludarme a mí. Observamos cómo se alejaba a través del canal y, en cuanto se convirtió en una silueta lejana, regresamos a nuestro idílico paseo.

—¿De qué le conoces? —le pregunté a mi amada.

—Lo que me extraña es que no le conozcas tú.

—¿Yo?

—Sí, la fama le precede. Es curioso, vives en la ciudad de los placeres y los chismes y no te enteras de nada, tú tampoco vas a cambiar nunca. —Me pellizcó la mejilla y me besó—. Tenemos amigos comunes. Le conocí en unas reuniones que hacíamos un grupo de interesados en temas..., digamos, secretos, una logia; un amigo de mi marido se recuperó milagrosamente con los conocimientos de medicina que el joven Giacomo le prestó hace unos años y lo introdujo en nuestro grupo. Una cosa llevó a la otra y durante un tiempo compartimos lecho.

—¿Y por eso es famoso?

—Claro que no. Poco a poco su fama de gran amante, seductor y libertino se extendió y consiguió recrearse con sus numerosas conquistas, pero además es un hombre muy inteligente, liberal, defensor de las mujeres y con una creencia absoluta en los principios que nuestro grupo defiende y, sobre todo, en adquirir experiencia en todo lo relacionado con la vida; tus filósofos los llamarían epicureísta. No obstante, es demasiado pasional y se deja llevar por los deseos, no son cosas que hoy día se valoren mucho. Tuvo problemas con la Inquisición hace unos años, ya que lo acusaban de posesión de libros ilícitos; el caso es que decidió irse de la ciudad por temor a las represalias y ahora ha vuelto. Me hace mucha ilusión volver a verle, siempre ha sido de lo más divertido y es algo que es difícil de encontrar.

—Ya veo.

—No tienes de qué preocuparte, lo que pasó entre él y yo fue un idilio muy corto.

—Te refieres a él como un muy buen amante.

—El mejor, comparado con otros hombres. —La miré sorprendido y algo ofendido—. No me mires así, ¿tú me consideras una mujer como las otras?

—Nunca.

—Pues para mí es lo mismo, tú no entras en esa categoría de los hombres. Estás más allá, nada es comparable a lo que siento estando contigo. Nada, nunca. Todos a tu lado son simples y corrientes. Así que, no te ofendas y quita ese ceño fruncido.

Tenía razón, lo que sentíamos el uno por el otro estaba fuera de todo entendimiento humano y no había comparación. Ella podría tener buenos amantes y, entre su cuerpo, aprenderían a ser mejores todavía, pero nunca habría una compenetración completa, una unión como la que nos mantenía a nosotros, fuimos creados así y, para bien o para mal, estábamos sentenciados a sentirlo eternamente. Me relajé y disfruté del resto del paseo, hasta que la góndola se detuvo en los escalones de la entrada principal del palacete de Lilith, que se humedecían con los movimientos rítmicos del agua verdosa que oscurecía el mármol blanco de la fachada. Entrábamos en la casa cuando Berta vino corriendo a informarnos de que Filipo vendría por la tarde a merendar; «¡qué manía tenía la gente con la merienda!». Y lo peor era que se había autoinvitado sin consultarnos nada y solo porque tuvo la desfachatez de presentarse a Lilith unos días antes. Me puse furioso, me sentí tan decepcionado y frustrado. ¿Qué había hecho mal con él? Siempre intenté que fuera feliz.

—Berta, por favor, prepara un baño y algo para comer, no creo que el invitado llegue muy tarde. —La doncella se marchó a cumplir sus órdenes—. Adán, tranquilízate, esto debía pasar y cuanto antes mejor, ya lo has retrasado lo suficiente. Esta tarde charlaremos y nos conoceremos, nada más. —Había sentido la desesperación en mi rostro—. Ven, nos relajaremos en la bañera con aceites esenciales y aromáticos hasta que llegue tu hijo.

Su gran bañera de porcelana nos acogía a los dos y los olores tan familiares que se desprendían del agua me condujeron a otros momentos más placenteros de mi vida. No debía preocuparme, solo estábamos ella y yo y el agua y las lilas y nuestros cuerpos buscándose en una danza ancestral. Sus besos y sus caricias buscaban aliviarme de mis preocupaciones; yo sabía que si ella pudiera las harías suyas, librándome de su yugo, aunque fuera un segundo. Sentí cómo su mano rodeaba mi miembro y con movimientos acompasados despertaba suspiros y gemidos en mí; yo, por mi parte, me entretenía en su boca, mordisqueando sus labios carnosos entre gemido y gemido, pero ella no se rendía y me llevó por donde quiso hasta que no pude más y me liberé. Luego sin abandonar mi boca se colocó a horcajadas sobre mí, con las gotas de agua resbalando por su cuerpo y el brillo de los aceites adornándola, la sentí envolviéndome entero y acoplando su ritmo al mío mientras su mirada celeste se perdía en mis ojos y sus dientes mordían sensualmente su labio inferior un segundo antes de dejar escapar el suspiro final. No sé el tiempo que pasó, pero no me importaba nada, ni que mi hijo hubiera podido llegar ya, ni que el agua empezara a estar fría. Solo quería que todo se detuviese en ese instante de unión. De todas formas, me tranquilicé y entendí que ella sería capaz de controlar la situación que se nos venía encima.

Sonó el llamador de la puerta, justo a las cinco y media de la tarde, «nunca había sido puntual para nada y ahora...». Pero en su retorcida cabeza, Elia Montibello era un bocado demasiado sabroso para que lo dejáramos escapar. Guido condujo a Filipo a la sala de recepción y se marchó. Yo permanecía apoyado en la repisa de la chimenea labrada en mármol de espaldas a la puerta y Lilith se mantenía en el sillón principal, ataviada con un vestido lujoso de falda y sobrefalda de color azulón, adornado con estampados y rasos policromados, que afinaba su cintura y dejaba ver sus brazos desde el codo. El atuendo recalcaba su posición de anfitriona de clase superior a la nuestra. Mis calzones cortos con medias negras de seda y casaca a juego, que ella había adquirido para mí de uno de los sastres más cotizados de la ciudad, me otorgaban la distinción que me mantenía elegante a su lado. Habíamos decidido que, a mi hijo, era mejor marcarle las distancias desde el principio. En la mesita nos esperaban, intactos aún, tanto bocaditos salados como dulces y mi chocolate, tan valorado recientemente.

—Pasa, por favor, y siéntate. Ya tenía ganas de que nuestra presentación fuera formal.

«¡Qué tacto tenía mi dama! Un buen golpe bajo».

—Por supuesto, señora, es mi deber como hijo preocuparme por mi padre.

No puede evitar bufar y el sonido no pasó desapercibido ni a Filipo, que frunció el ceño, ni a Lilith.

—Estoy segura, por eso yo también tenía ganas de hablar contigo. Quiero decirte que tu padre y yo tenemos una relación de lo más seria y por ningún motivo le haría daño; por consiguiente, espero tener contigo una relación cordial. Yo pondré todo mi empeño en conseguirlo y espero lo mismo de ti.

—No veo ningún problema.

—Yo sí. —Era mi momento de intervenir—. Conozco tus arrebatos y tus costumbres y no voy a permitir que el nombre de Elia se vea perjudicado por ellos.

—No creo que sean mis costumbres las que la perjudiquen, sino su interés en un librero —dijo Filipo, ofendido.

—Eso es mi problema, señor Menotti. Yo libremente elijo a su padre, pero en cuanto a vos, me venís impuesto y espero respeto y responsabilidad.

—Por supuesto, madre. —Ya empezaba con sus sarcasmos—. Y, ¿qué ocurrirá si no es así? ¿Me vas a castigar? Eso no funciona conmigo.

—Tengo otros métodos —le contestó ella sin amedrentarse.

—¿En serio?

—Pero vamos, dejémonos de situaciones desagradables y disfrutemos de nuestra nueva amistad, caballero.

—Será un placer y, a pesar de lo que mi padre os diga, es un honor para mí estar aquí y comportarme como un hijo modelo, que es lo que soy. Lo que pasa es que es demasiado quisquilloso y estricto.

La velada iba pasando, para mi sorpresa, de forma tranquila. Filipo hablaba a Lilith de la tienda de máscaras y de su fabricación y consiguió un compromiso de la dama para adquirir las máscaras del carnaval de ese año y recomendarla a sus amistades. Ella le seguía el ritmo de la conversación y reía sus gracias, controlando así el ego de mi hijo sin que él se percatara de nada, lo conducía poco a poco a su terreno y lo sublevaba a su encanto. Una hora después volvió a sonar el llamador de la puerta y Guido anunció al que faltaba, Giacomo Casanova, que se había saltado el aviso para merendar dentro de unos días por un voy rápido, que no se me escape. «¡Vaya día llevaba, por favor, que acabara ya!».

—Buenas tardes a todos. Lamento la interrupción, pero es que me quedé sin planes para esta tarde y decidí venir a visitar a mi vieja amiga.

Lilith era la luz y todos los demás, polillas que oscilaban a su alrededor sin darse cuenta de que acabaría quemándolos si quería. Pero, aunque nos saludara a los demás, ciertamente él esperaba verla a solas.

—Nos has encontrado en medio de una recepción familiar.

—Si soy inoportuno me marcho.

—Por supuesto que no. Pasa, hay un hueco para ti. Voy un momento a la cocina a avisar que repongan la comida. ¿Vienes, Adamo? —Había notado mi inquietud y cuando salimos me lo explicó—. Giacomo es un gran conversador, distraerá a Filipo y aliviará posibles tensiones sin darse ni cuenta y, además, matamos dos pájaros de un tiro.

Volvimos dentro junto con Berta que traía más tentempiés y aperitivos, así como un excelente vino de la Toscana.

—... Y seguramente no tarde mucho en meterme en algún lío, pero mi vida es así, si no tengo emoción, prefiero no vivirla. —La verdad era que estaba entreteniendo a mi hijo que lo miraba sin creerse que hablaba con el mismísimo Casanova, él sí había oído hablar del hombre—. Quién sabe, puedo volver a París, estuve muy poco la vez que lo visité y me hubiera gustado involucrarme más en la vida cortesana, conocer a Madame Pompadour, de la que cuentan es una gran aficionada a todo lo relacionado con la cultura y la política.

—¿Ha estado fuera mucho tiempo? —le preguntaba mi hijo con renovado interés.

—Unos cuatro años, viajando por Milán, Parma, Lyon, Dresde y París. —Lilith y yo nos sentamos en los sillones. Giacomo la miró, cómplice—. Pero nada como nuestras veladas de amor entre sedas, velas y espejos.

«¡¿Qué?!». Ese hombre no se andaba con chiquitas e iba a por todas, sin importarle que yo estuviera allí poniendo cara de pocos amigos, «¿velas y espejos?». No me gustaba la imagen que acababa de llegar a mi mente. Pero hacía tiempo que aprendí a no meterme en los asuntos amorosos de Lilith cuando eran aventuras pasadas y sin mí. Ella me lo había dejado claro, si estaba yo allí, no le interesaba ningún otro, por muy Casanova que fuera.

—Eran otras circunstancias, Giacomo, teníamos más cosas en común y otros intereses.

—Y si te dijera que he vuelto por ti.

—Que no lo creería. Vamos, deja de bromear, mi relación con Adamo es sincera.

—Ya veo y, ¿vosotros sois hermanos? El joven dijo llamarse Filipo Menotti, igual que vos.

—Es mi padre.

—¡¿Padre?! Pero si parecéis de la misma edad.

—No es mi padre biológico, solo cuida de mí desde niño.

—Menos mal, por un momento creí que poseías algún tipo de poder mágico para no envejecer.

Y se rio a carcajadas, mientras mi hijo, simulando contagiarse de su risa, me miraba de reojo con interés renovado.

—Estás demasiado obsesionado con las ideas de la logia —le dijo Lilith.

—No sería la primera vez que alguien dice poseer o conocer los poderes de la magia. Últimamente se habla mucho entre nuestros círculos de todo esto, pero como tú ya no asistes, seguro que debido a tus nuevos intereses.

—Me gustaría que me contara más, siempre me han fascinado los temas secretos —explicó Filipo.

«¿A mi hijo? ¿Desde cuándo?».

—Son creencias infundadas, Filipo —le dije, quitando hierro al asunto, no quería que se iniciase un tema de conversación sobre esoterismo.

—No, señor Adamo, algunos de nuestros hermanos han tenido contacto con las magias adivinatorias de algunos libros mágicos —dijo Casanova.

—¿Libros mágicos? Créame, soy librero y nunca he tenido en mis manos nada que vaya más allá de historias, letras, imaginación y opinión de un autor.

—Aunque sea su oficio, puede que sus caminos no hayan coincidido con los libros de los que le hablo.

—Y los suyos tampoco —le afirmé, rotundo, sin importarme su enfado.

—Los míos no, pero hay quien ha tenido el libro entre las manos o fragmentos de él y ha llegado a la sabiduría que él contiene. Un libro mágico que el gran arquitecto del universo legó a la humanidad a través de un dios egipcio.

«No me lo podía creer, hablaban de nuevo de mi libro». Lilith me miró, entendiendo mi desconcierto.

—Bueno, vamos a cambiar de tema.

Ella desvió la conversación interesándose por la vuelta a Venecia de Giacomo y este, tan hablador como ella decía, nos relató con pelos y señales sus aventuras y escarceos amorosos. Al final, la tarde pasó más entretenida de lo que esperaba y, aparte de las primeras referencias a mi juventud, el tema ocultista quedó atrás. Descubrir que Lilith pertenecía a una logia me hizo gracia, supongo que se involucró por apoyo a su esposo y debido a las ideas de igualdad y fraternidad que tanto la atraían.

Al oscurecer, dimos por terminada la velada. Mi idea era pasar la noche en su casa, pero, después del tema de esa tarde, necesitaba volver a mi hogar y dormir sobre mi libro. Ante mi insistencia de marcharme, Ly decidió cambiar de planes y venir conmigo, iba a ser la primera noche que dormiría en mi humilde morada, ya que la presentación familiar se había llevado a cabo.

Esa noche estaba intranquilo y no podía dormir, le trasmití a Lilith mi inquietud. Siempre había estado al tanto de las habladurías sobre el Libro de Thot y los magos y charlatanes que decían poseerlo, pero no esperaba que ese mundo, de repente, me encontrara allí y en el peor momento posible, cuando los nervios de mi hijo estaban a flor de piel por su extrañeza ante mi apariencia. Con un poco de suerte todo quedaría en una conversación entre conocidos y suponía que no volvería a codearse, un simple tendero, con el distinguido Casanova.

Los siguientes días, todo transcurrió de forma sosegada. Alternaba mi trabajo con mis paseos y visitas a Lilith y con los eventos sociales que ella decidía, que incluyeron conciertos de cámara en casa de las distinguidas familias de la ciudad, en las que escuché la obra que el tal Francesco le dedicó a Elia Montibello y sesiones de ópera en La Fenice, con grandes puestas en escena que hacían las delicias de los espectadores. Una de las veladas resultó de lo más íntima, apenas unos cuantos amigos, pero lo que me encantó fue la música. Había asistido con Lilith a varios de esos actos y no me desagradaba los sonidos de fondo, aunque hasta ese momento nada había captado especialmente mi atención, pero de pronto la música de los violines se abrió paso en mi cabeza y la escuché, o más bien la sentí, de forma distinta, ya que todo mi cuerpo reaccionó a las notas, poniéndome los pelos de punta, fue casi excitación. Miré a Lilith, ella sintió mi desconcierto y mi pregunta en los ojos.

—Es el Canon en Re Mayor, de Pachelbel, lo compuso hace casi un siglo. Es precioso, ¿no crees?

No sabía qué contestarle y, como no lo hice, ella guardó silencio y aferró mi mano, mientras duró la melodía. En esos momentos me di cuenta de lo que después sabría, la música de cámara y la música clásica que se generaría en esa época iba a ser la más importante y bella del mundo, iba a ser la que elevaría a genios como Mozart, Bach o Beethoven, de simples asalariados musicales a maestros de la música, artistas de la talla que en ese entonces gozaba un pintor o un arquitecto, cosa impensable antes de ellos.

Pero mi historia con ese canon no quedó ahí. Recuerdo cómo una tarde, mientras dormía, Lilith entró en la habitación desnuda y se metió en la cama conmigo. Inició su ritual sensual y me arrastró placenteramente a él y, de repente, surgió la música de Pachelbel sonando desde la habitación contigua y envolviendo nuestra unión. Ella sabía el efecto que esa música había provocado en mí y me ofreció el regalo de unir ese sentimiento al del placer que me hacía sentir su cuerpo. No puedo describir lo que experimenté esa tarde, el acompasar el ritmo de nuestros avances íntimos con el de la música. Solo utilizaré una palabra: sublime.

La vida con ella era así, lujos, diversiones caras y trajes de precios insondables para alguien de mi categoría social, pero que me hacían lucir como el más noble de los hombres, paseando del brazo de la musa de Venecia, la Bella Montibello. Caminábamos por los alrededores del palacio del dux y nos recreábamos observando el Puente de los Suspiros que conectaba con la prisión Piombi y por el que trasladaban a los presos. Cuando nos movíamos por el gran canal, ella me explicaba de quién eran los palacios más importantes que aparecían ante nuestros ojos, el palazzo Dolfin construido para Juan Delfín por el mismo arquitecto que diseñó la biblioteca; el Contarini del Bovolo con su escalera helicoidal y arcada que se observaba desde el exterior y el Ca’d’Oro, cercano a su casa y con reminiscencias góticas en sus arcos ojivales. Era admirable ver todos los edificios meciéndose en el límite del agua del canal, como si flotaran en él, ingrávidos y al filo de lo imposible. Mis travesías en góndola se volvieron interesantes, ya que dejé de temer el movimiento del agua y disfruté de los vaivenes y la magia de los canales, aunque, de vez en cuando, me entraba la sensación de ahogo que apagaba mi ánimo en esa ciudad, desvaneciéndose ante las atenciones de mi amada, que me relataba toda clase de curiosidades sobre la urbe; así descubrí que allí vivió el hombre que trajo el remedio para la sífilis de tierras indias, una planta llamada madera de indias y que me hizo acordarme de mi hermano Ambrose y de lo fácil que habría sido curarle con ella. Me hablaba también de la poción theriaca que, según pensaban, rejuvenecía y curaba todo tipo de dolencias y que solo unos cuantos boticarios podían preparar públicamente y de cómo la gente acudía a ver las víboras y los componentes necesarios para crearla.

En cuanto a mi hijo, apenas nos veíamos y cuando así sucedía se comportaba de lo más cordial, fue aceptando tanto las entradas de Ly como mis salidas a su casa y dejó de importunarme sobre esa situación.