Capítulo 13

Lilith vendió la casa en tiempo récord y decidimos irnos a París, los lujos en los que vivían las clases altas de allí le permitirían no echar en falta su forma de vida veneciana y yo me dedicaría a acompañarla, iba a estar un tiempo sin trabajar, así le pagaba el sacrificio que había hecho por mí. El primer año lo pasamos de adaptación, hasta que nos llegó una noticia grata: Giacomo venía a vivir con nosotros a la ciudad.

Al principio nos extrañó que dejara Venecia, ya que cuando le sugerimos que viniera a París se había negado en redondo, pero al parecer y después de leer su extensa carta nos dimos cuenta de sus motivos reales: huyó de la prisión de Piombi. Había estado un año preso por el tribunal eclesiástico acusado de varios delitos de conducta inapropiada, eso era una forma suave de decirlo, pero nunca supimos la causa real. Lo que sí nos pareció un milagro fue que hubiera sido capaz de escapar de la prisión y atravesar sin problemas el palacio ducal que conectaba con ella. Por supuesto, le ofrecimos alojamiento y, en varias jornadas, se personó en París, contándonos de primera mano cómo huyó junto con un monje amigo suyo de la prisión, hecho que relató años después en sus memorias. A partir de su llegada, nuestro ritmo de vida se vio afectado, iniciamos un amplio cambio en hábitos sociales y no tardamos mucho en ser invitados a la Corte a expensas del Chevalier de Seignalt, un alter ego creado por nuestro amigo. Su cordialidad y su desparpajo lo hicieron merecedor de los favores de muchos aristócratas y, cómo no, de la llave de la habitación de no menos damas, y los eventos y fiestas no eran nada sin su presencia, pero para mí supuso demasiado ajetreo y permití que Lilith fuera con Giacomo dejándome descansar, leyendo o paseando por la ciudad. Aun así, me involucraba cada vez que la velada era convocada por Madame Pompadour, la antigua amante de Luis XV y ahora amiga personal del monarca, que adoraba la cultura y favorecía a los eruditos y artistas. Era normal disfrutar de tertulias, conciertos y óperas deliciosas, visitas a monumentos o museos e incluso a la biblioteca. Esos acontecimientos me interesaban, pero los bailes me preocupaban más, debido, sobre todo, al interés que, gracias a Giacomo, desperté entre las damas de la Corte; no era raro que me consideraran de sus mismos gustos, ya que estábamos juntos y éramos amigos. Recibí varias invitaciones íntimas y me veía asediado en los pasillos o rincones más oscuros; me empezaba a cansar de que, sin que me diese cuenta, me aferraran del brazo y tiraran de mí buscando un contacto o un beso, no conseguía hacerles ver que yo estaba comprometido y no buscaba esa clase de divertimento, que yo no era Casanova; supongo que al final se aburrieron de mis rechazos o entre Lilith y Giacomo consiguieron que ellas desistieran, porque después de varios meses dejaron de atosigarme, aunque no podía evitar las miradas y los guiños.

Durante los casi dos años que Giacomo estuvo con nosotros, realizó toda clase de negocios. A veces nos decía que estaba de asuntos secretos, otras que venía de tratar con Voltaire, pero otros descubrimos que se había involucrado, junto con varios aristócratas, en la creación de lo que hoy es la lotería estatal y en varios negocios textiles. Y fue un presunto fraude en uno de esos negocios el que lo obligó a abandonar París; era un espíritu inquieto y lo fue toda su vida, un incansable y un luchador ante cualquier contratiempo que se le presentase y fue un buen amigo y, como nos prometió en Venecia, nunca habló de nosotros y nunca nos traicionó, ni siquiera cuando escribió de anciano sus memorias. Sabía que nosotros seguíamos igual la última vez que nos vimos, allá por el año 1785, cuando ya contaba con sus sesenta años, además, me atrevería a decir que, a su manera, Lilith fue la única mujer a la que amó, a pesar de su amistad y su mutuo cariño, sus sentimientos permanecieron imperturbables toda su vida y, para él, ninguna mujer fue como ella, quiso a muchas, pero no se enamoró, sabía que Lilith era única y disfrutó sus momentos con ella atesorándolos siempre.

Estuvo viajando varios años por Europa, hasta que, a su paso hacia España, nos convenció para acompañarlo; me hizo ilusión volver a ese país donde había vivido momentos felices con Maddie. Nos habló durante el trayecto de su estancia en Roma, donde el papa Clemente XIII lo condecoró; de sus viajes por Prusia, Rusia y Polonia, siempre tenía anécdotas que contar. En Madrid, donde residimos durante un breve periodo, tuvo tiempo de concebir un plan para una colonia en Sierra Morena de suizos y alemanes e incluso se quejaba de que las puertas tuvieran los cerrojos por fuera, permitiendo entrar, sin aviso, a cualquier habitación y sorprender lo que allí se hacía; era normal que le preocupasen esas cosas, ya que, mientras viajaba, aumentaba su número de amantes. Pero fue en Barcelona donde tuvimos un altercado mucho más complicado. Ante nuestra insistencia de que no buscase problemas con las mujeres en ese país mucho más recatado y, ante su deseo de hacerlo por ese mismo motivo, acabó teniendo un idilio con la esposa del capitán general de la guardia real. El conflicto fue peor de lo que imaginábamos porque el marido, ofendido y debido a su rango, se dispuso a arrestarlo, con la mala fortuna de que fue a mí a quien acorraló en un callejón y a quién acusó de adúltero y fornicador. No preguntó, directamente me golpeó y, ayudado por varios de sus hombres, acabé recibiendo una tremenda paliza, que no cesó hasta que Giacomo y Lilith aclararon las cosas con el hombre; este se disculpó conmigo, aguantando mis recriminaciones con aplomo. Casanova, como buen amigo, confirmó su identidad y ocupó mi lugar, sin más represalias que un encarcelamiento que se dilató más de un mes, gracias a que ya se habían desahogado conmigo. Mientras tanto, Lilith y yo disfrutamos de la ciudad condal.

Después de la estancia por España, Giacomo sintió nostalgia de Venecia y creyó que era momento de volver. Consiguió que le dejaran entrar en la república a cambio de varios favores políticos que, por seguridad, no nos confesó; por supuesto, yo me negué a volver a la ciudad de los canales y regresamos a París, manteniéndonos allí hasta que Casanova volvió, de nuevo, desterrado de la ciudad. Era increíble cómo no se quedaba tranquilo en ningún sitio y nos arrastró a un recorrido por el continente. Esa vez visitamos Aquisgrán, donde enseñé a Lilith los sitios en los que viví durante mi estancia allí en época de Carlo Magno, y por Praga, donde tuvimos el grandísimo honor de conocer al que, para mí, sería el mejor compositor del mundo: Wolfang Mozart, que componía, en esos momentos, la ópera de Don Giovanni y que, cuando la vimos representada, supimos en quién se había inspirado. Allí disfrutamos de varios de sus conciertos, fue una pena que muriese tan joven.

Pero en 1785 nuestros caminos y los de Giacomo se separaron definitivamente. Él acabó haciéndose cargo, a través de un amigo masón, de la biblioteca del castillo de Dux, en Bohemia, y nosotros nos establecimos en París, donde decidí volver a mis labores de librero después de la vida de esparcimiento que viví esos años.