Capítulo 3

Aprovechaba los últimos rayos de sol en la biblioteca, cuando alguien entró. Hasta ese momento no había coincidido con él allí y me extrañaba que, después del control que tuvo sobre mí cuando era un monje viajero, ahora fuera como si no existiera. Como hizo la última vez, se paseó por los armarios y las estanterías, pero en ese momento abrió las puertecillas de las mesas y registró sus estantes y repisas. Los libros conflictivos seguían ocultos en mi celda, no había tenido tiempo de sacarlos de allí, sin embargo, teniendo en cuenta sus prejuicios, en el scriptorium había muchos que despertarían suspicacia. Extrajo uno de los volúmenes de la Biblia y repasó sus páginas, se detuvo en una y leyó en voz alta, dirigiéndose a mí.

—«Cuando uno diga que es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni Él tienta a nadie; si no que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido...». ¿Conoces esta cita? —negué—. Santiago, capítulo uno, versículos trece y catorce. Es curioso que no conozcas la sagrada escritura que tú mismo copias.

—Hay más escribanos aquí. —«Si él supiera que yo copie los textos en Alejandría...».

—Creo que sé por qué no la conoces. ¿Quieres saber mi opinión? —Puse los ojos en blanco con gesto de resignación y lo dejé hablar—. No tengo clara tu estancia en este convento, no asistes a más de la mitad de las horas de oración ni participas en muchos cultos sagrados. Es normal que no conozcas la Biblia y dudo mucho que sea una de tus lecturas favoritas. Estás expuesto a tu propia concupiscencia, como dice Santiago, y no voy a permitir que arrastres a los demás al pecado. Es mi deber como prior evitarlo.

—Mi labor aquí es copiar e intentar estar en paz y creo que con vuestra llegada la armonía de este recinto se va a ver perturbada. —Llevaba siglos sin dejarme avasallar por otro hombre y ya estaba harto de Emile.

—¿He venido a perturbar al diablo? —Me volví hacia él con el ceño fruncido, enfadado. Sonrió maliciosamente—. Usa el hábito siempre, acude a todas las horas litúrgicas y limítate a copiar texto sagrado. En dos días revisaré los volúmenes de la biblioteca y eliminaré los subversivos.

Me incorporé de la silla y me enfrenté a él.

—¡No tienes criterio para cribar así! Parte de estos libros me pertenecen.

—«Desde que entré en la orden mi procedencia no importa», ¿no fueron esas tus palabras? ¿Debo añadir que todas las pertenecías son comunitarias también? Este verano no irás a la villa bajo ningún concepto, conozco tus intercambios.

—¿Prefieres que los ancianos mueran de frío?

—¡Si es la voluntad de Dios! Él proveerá.

—Soy yo quien proveo, no la voluntad de Dios —dije gritando, apretando los puños para evitar zarandearlo.

—Cuidado, hermano Adam, eso casi es una blasfemia.

Y se marchó, dejándome allí, expectante y con ganas de haberle hecho tragarse su arrogancia. En dos días acabaría con las obras de la biblioteca, «¡no podía hablar en serio!». Por suerte, una parte estaba oculta en mi celda y, si me daba tiempo, pensaba ocultar más, pero me di cuenta de que me resultaría imposible. El monje mudo vigilaba mis movimientos y se convirtió en mi sombra los dos siguientes días; me vi obligado a asistir a todas las horas, ya que me esperaba o iba a buscarme donde estuviera, y a cumplir a rajatabla los preceptos del fundador, siempre bajo su supervisión, incluso mis paseos y charlas con Ambrose se limitaron.

Y llegó el día, nos encontrábamos en la sala central de la biblioteca el prior Emile, el monje silencioso, uno de los hermanos escribanos y yo. Las mesas de trabajo, los atriles y algunos arcones habían sido apilados en un rincón, dejando libre el suelo de piedra; los tinteros, las pieles y todo el material, guardado en uno de los armarios. Irónicamente presencié cómo colocaron arena haciendo un círculo en el centro para evitar la propagación de las llamas, en una sala en la que hasta las velas estaban prohibidas por el peligro de destrucción, pero eso era lo que se buscaba en esos momentos y el humo de una hoguera controlada iba a oscurecer el lugar. Los tres iban apilando, a los alrededores del fuego, gran variedad de libros, yo me negué en redondo a cooperar, alegué que podíamos alejarlos del monasterio de muchas maneras, que podíamos enviarlos a otros scriptoriums, a algún hombre instruido que los utilizase, que era un gran pecado destruir los volúmenes. Pero a nadie le importaba mi opinión y tuve que ver arder los códices de filosofía, de medicina, de poesía... El prior opinaba que no se necesitaban poemas de amor o historias ficticias para entretener, solo alabó los códices de Agustín, de Gregorio Magno, de Clemente y otros padres de la Iglesia; se oponía a cualquier cosa que hiciera pensar, era más cómoda la oscuridad cultural, el analfabetismo, y yo fui testigo de eso sin poder hacer nada. Lo único que conseguí salvar fue un tratado de botánica que había servido a Ambrose en varias ocasiones y que resultaba inofensivo. En poco tiempo, la hoguera ardía con fuerza y las estanterías de la sala solo conservaban libros sacros, gramáticas, libros jurídicos y de leyes. Emile sonreía mientras los veía arder y era feliz al ver mi cara de frustración. Le dijo algo al mudo y este se marchó junto con el otro hermano, dejándonos solos.

—Pronto entenderás que hago lo correcto.

—No tienes ni idea de las horas que se ocuparon para culminar esos libros. —Mi mirada se concentraba en el repicar de las lenguas de fuego sobre los pergaminos, el olor a cuero quemado y el sonido crujiente de las llamas. La cultura volvía a sucumbir ante la hoguera de la intolerancia y el fanatismo.

—Es por vuestro bien. —Apoyó su mano en mi hombro y rozó mi cuello.

—¡No me toques! Ves pecado donde no lo hay. El único lugar en el que yo lo veo es en ti. —Se giró con los ojos llenos de furia y me abofeteó.

—No, es en tus ojos.

En ese momento entró el monje mudo sujetando a Ambrose; si no hubieran llegado en ese momento, no sé qué hubiera sido capaz de hacer. Arrojó a nuestros pies varios códices, los reconocí enseguida, eran los que ocultaba en mi celda, me habían descubierto. Algunos eran encargos que escondí para conseguir enseres y otros eran más antiguos, de los que había conseguido en mis viajes.

—Veo que jugaste a mis espaldas, eso no es bueno. Y arrastrar así al hermano Ambrose...

Acto seguido los arrojó al fuego sin preguntar y sin remordimientos, como quien quema las ramas secas del árbol muerto. Yo no pude evitarlo y cuando vi caer mi copia carolingia del teatro de Aristófanes, me lancé a por ella y la saqué de entre las llamas. Ambrose gritó cuando me vio meter las manos en el fuego, pero no me importaba, fue rápido y conseguí salvar el libro ante la mirada atenta de los otros dos.

—Este es mío. —Le mostré el libro con la cubierta y uno de los laterales quemado y también mis manos enrojecidas y me marché.

No me importaba, la biblioteca había dejado de ser mi refugio y las copias mi vida. Ambrose venía detrás de mí, siguiéndome hasta mi celda a paso ligero, intentando acompasarse a mis zancadas. Cogió unos aceites que tenía y me los puso en las manos, yo sabía que no era necesario, que por la mañana ya no tendría nada, pero le dejé hacer. Por suerte, el Libro de Thot estaba oculto en otra parte, conociendo cómo se pondrían las cosas, lo protegí de las inclemencias y lo escondí detrás de una piedra suelta de la capilla.

—¿Qué va a pasar ahora? Ese hombre está loco y obsesionado contigo.

—No lo sé, pero no voy a quedarme para averiguarlo. Tengo algo de dinero, cogeré mis pertenencias y me iré.

—Yo me voy contigo.

—No, Ambrose, tu vida está aquí.

—Ya no, no me gusta cómo están las cosas. ¿Cuándo nos vamos? —me dijo con una leve sonrisa y, de forma egoísta, pensé en que estaría mejor acompañado por él que solo.

—Necesitaré un tiempo para organizarlo todo, pero antes de que termine el verano nos iremos.

El ambiente del refectorio durante la comida había cambiado, el voto de silencio parecía general y, desde lo de la biblioteca, mi sitio se desplazó al otro extremo de la mesa. Me sentía observado, ya no me involucraba igual en las conversaciones, mi mente estaba pendiente de mi marcha; cuando llegara el momento me despediría de mis queridos hermanos y dejaría ese infierno atrás. Después de la comida me fui a dar una vuelta por los alrededores, necesitaba relajarme y respirar. En eso estaba cuando vi aparecer por el camino principal a Gastón. Al verme alzó la mano en señal de saludo y aceleró el paso hasta mi altura.

—He oído que nuestros negocios han concluido.

—Parece que sí, estoy atado de manos. Ya que estás aquí, necesito que me consigas unas cosas.

—Tú dirás.

—Ropas y calzado de viaje para dos, comida para varias jornadas y pergamino de un tamaño más pequeño. Por cierto, ¿qué haces aquí? —Era raro que subiera hasta la colina.

—Ha llegado esto a mis manos. —Me entregó un libro con cubierta de piel—. Lo trajo desde muy lejos un mercader en la feria de este año, no tenían ni idea de qué era, le dije que yo podía averiguarlo y me lo vendió, bastante barato, por cierto, al parecer no le agradaba mucho...

Hojeé el libro mientras hablaba. Para mi sorpresa algunas hojas eran de papiro y estaban escritas en cuneiforme, se me hizo extraño ver esa forma de escritura en soporte vegetal y no en tablillas, alguien la había copiado de la arcilla original. Me trajo gratos recuerdos, pude observar que era un conjunto de leyes e himnos, nada en particular, pero ver de nuevo ese tipo de escritura me alegró.

—¿Qué pasa con él? —le pregunté.

—Nadie lo entiende. Pensé que tú lo sabrías.

—Sí, es escritura antigua, de más allá del Mediterráneo.

—¿De Tierra Santa?

—Es más antigua, hubo muchas civilizaciones anteriores por aquella zona.

—¿Qué ocurre aquí?

Emile nos descubrió en el exterior y se acercó. Por variar, esa vez era él el que me siguió.

—Necesitaba consultar algo al hermano Adam.

—Y, ¿se puede saber quién es usted?

—Soy Gastón, de la villa.

—¿El usurero?

—Bueno, yo no diría eso, me gusta considerarme más bien un mercader.

—Se encarga de conseguirnos las mantas y los enseres que necesitamos —le dije al prior.

—Entonces, Adam, ¿ya le habrás avisado de que no trataremos con él de nuevo?

—En eso estábamos.

—Solo vine a traerle un obsequio para que sepa que le agradezco el que haya contado conmigo hasta hoy. Gracias a él he hecho clientes fijos y puedo vivir con comodidad y...

—¿Puedo verlo? —Emile cortó su monólogo, ya que no le prestaba la más mínima atención.

Gastón se dio cuenta de que quizás ese pequeño libro podría ponerme en riesgo.

—Disculpe, prior, pero es un regalo personal —comentó Gastón.

—Sabrás que en la orden no hay propiedades —le dijo y acto seguido me miró a mí—, ¿verdad, Adam?

—Aun así, me gustaría ver yo primero mi presente con tranquilidad, por respeto a Gastón —le dije.

—Entrégame eso, Adam. Es lo mejor y también sería apropiado que el señor Gastón continuase su camino. —El hombre le estorbaba, en esos momentos él deseaba arrebatarme el códice a la fuerza, pero no quería testigos.

—Con vuestro permiso, yo me voy.

Gastón se hizo cargo de la situación, me dedicó un gesto de despedida antes de darse la vuelta y perderse por el bosque que daba a la villa, yo sabía que en unos días tendría lo que le encargué.

—Buenos días, buen hombre y vaya con Dios —le dijo Emile y rápidamente volvió hacia mí sus ojos llenos de maldad—. Vamos dentro.

—Es solo un códice antiguo...

—He dicho: dentro. —No me dejó concluir la explicación.

Nos dirigimos al calefactorio, varios hermanos descansaban allí y otros, incluido Ambrose, entraron detrás. El prior repasó el libro, comprobando la textura de las hojas y notando la diferencia.

—Es papiro, un soporte utilizado desde el antiguo Egipto —le dije ante su duda, él me miró inquisitivo.

—No tiene letras —observó, le señalé la escritura.

—Es cuneiforme, la primera escritura del mundo.

—Es un lenguaje pagano, el lenguaje del diablo.

—Son leyes y oraciones a los antiguos dioses. —Cogí el libro y leí un trozo, para tranquilizarle, después traduje.

—¿Lo entiendes?

—Sí, me lo enseñaron en mis viajes antes de venir aquí. Es sumerio. Si no hubiera quemado los libros de historia, podría comprobarlo.

—Los quemé, igual que haré con este. —Y volvió a tirarlo a la chimenea, contempló pensativo las llamas—. Es curioso como todo arde, menos tus manos. Te vimos meterlas en el fuego y no tienes quemaduras.

—Yo le curé, el contacto con las llamas fue leve y apenas se le enrojecieron, sanaron con el aceite de aloe —Ambrose me defendió.

—Por supuesto, y todos nos alegramos, joven hermano.

—¿Puedo irme? O ¿me acusa de algo directamente? Vaya al grano, estoy harto de sus divagaciones y falsedades.

—Podría hacerlo y tengo testigos. Los hermanos te han oído hablar en una lengua extraña, poner las manos en el fuego y no quemarte. No conoces la Biblia y no participas en las oraciones. Trabajas desnudo e intentas tentar a los monjes con libros ilícitos. Sé quién eres, por eso estoy aquí. ¡He venido a eliminar al maligno de los muros de este monasterio! —esto último lo dijo alzando las manos cual predicador.

«¿Ese era su plan? ¿Derrotar al diablo y ganar fama?». La verdad era que nunca hubiera creído que pensara realmente que yo era el demonio. No pude evitar reírme y él me miró con los ojos llenos de odio. Hubiera entendido que se sintiera incómodo ante mí o atraído, y eso le condujera a odiarme. Hubiera entendido cierto grado de malsana envidia; que me creyera liberal, lascivo e incluso ateo, pero el diablo... Era un demente y, por primera vez, sentí el peligro que me rodeaba.

—¿Estás diciendo que es el diablo?

Mis hermanos se levantaron y salieron en mi defensa, la sala se convirtió en un hervidero de opiniones y gritos, la acusación era grave y se sintieron ofendidos, los acusaba de tratar con el demonio.

—¡Silencio! ¿No lo veis? Miradlo bien. No es como el resto de los hombres, ¿queréis más pruebas? Ved el color de sus ojos, los ojos verdes del diablo.

—Eso es una leyenda, un cuento, una superstición popular —dijo Celio.

Nadie iba a ceder, el asunto se complicaba y Emile se dio cuenta de que estaba solo en eso. No quería testigos y, a una orden suya, el monje silencioso me agarró y me condujo a su celda. Se iba a producir un interrogatorio en privado, necesitaba mi confesión. Cerró la puerta con llave y empezó a pasearse nervioso por la habitación.

—¡Dime la verdad, confiesa! —Desvié la mirada y negué, no iba a conseguir nada—. Quizás debería preguntarle a Ambrose.

—Si yo fuera el diablo, ¿por qué te ha resultado tan fácil capturarme? No tienes poder para eso. No eres nadie, solo un monje más, buscando notoriedad y crees que con mi caída la vas a tener. Engáñate lo que quieras, soy solo un escriba. —Empecé a tutearlo de forma inconsciente, quizás por imponer un cierto poder sobre él.

—Tengo el poder que me da Dios. Estás en suelo sagrado, eres débil.

Su táctica era utilizar a mi hermano para obligarme a algo. Debía desviar su atención de alguna manera y llevarme a Ambrose de allí. Llevaba un tiempo organizando mi marcha y era hora de adelantarla, ya había conseguido ropa y lo necesario para el viaje. Allí todo se había acabado, solo tendría una oportunidad. Le pedí que el otro monje saliera, que solo se lo confesaría él y, tras comprobar que no había peligro, Emile le ordenó que se fuera.

Estábamos solos y yo tenía que acabar con todo allí mismo para poder huir sin represalias. Me acerqué a Emile despacio, haciéndole retroceder bajo mi mirada, acabé apoyándole contra la pared hasta imponerle mi presencia y amedrentarlo. Utilicé mi conocimiento de lenguas antiguas para imponerme. Le hablé en sumerio, en egipcio, en persa. A voz en grito, le recité las frases más triviales que supe: los días de la siembra según el calendario sumerio, y vi el miedo reflejarse en sus ojos, el miedo de la ignorancia, el pánico lo paralizaba, ¡qué fácil era utilizar sus propios prejuicios contra él!

—¿Quieres saber la verdad? Soy el diablo —le dije a continuación, mirándole profundamente a los ojos, sabía que el color de los míos le daba terror y ataqué—. No sabes con quién estás hablando. Tú eras una vaga imagen en el pensamiento de Dios cuando yo ya tenía milenios de experiencia. Puedo ver dentro de ti, veo tu mente sucia, veo tu corazón podrido y veo tu alma negra, que ya me pertenece. No tendrás perdón ni penitencia que te ayude, aunque creas que sí, nunca tendrás paz y a la hora de tu muerte vendré a recogerte.

Y lo solté. Estaba paralizado por el miedo y eso me permitió huir. Fui a recoger mis cosas, las guardé en la bolsa de viaje, me vestí con unos pantalones y una camisa que todavía guardaba de mis anteriores viajes y me dispuse a rescatar mi libro de la capilla. Cuando lo tuve en mi poder me dirigí a la biblioteca, iba a llevarme algún códice interesante para poder venderlo, un cobro por mi trabajo, y fui a avisar a Ambrose.

—¿Estás bien? Pensé que te habrían hecho algo.

Observó mi ropa y mi bolsa.

—Me voy antes de que sea tarde, si quieres venir conmigo te espero a la entrada de la villa mañana al salir el sol. Estarán ocupados en la oración y no te lo impedirán.

—¿Qué ha pasado?

—He tenido que contarle que soy el diablo para protegerte; es tan absurdo, no creo que se arriesgue a perseguirme, así tendrá una excusa con los hermanos, mi huida o mi desaparición marcarán mi culpabilidad o cobardía a sus ojos. Por si acaso, no te relaciones con nadie hasta mañana y ten cuidado.

Amaneció y Ambrose no llegaba, empecé a preocuparme. La noche anterior nos habíamos despedido, yo me marché del monasterio y él regresó a su celda hasta la cita del día siguiente. Lo vi convencido de seguirme, pero siempre podría cambiar de idea, esperaría hasta mediodía y si no, me iría sin él, no creía que Ambrose corriera peligro, allí dentro, la amenaza era yo y ya no me encontraba entre ellos. Pensé en mis hermanos, en el viejo prior, en Francis, en Celio, en lo que sería de ellos ese invierno. Sentado en una piedra del camino recordé mi estancia en esas verdes tierras y lo que aprendí. Al cabo de una hora, Ambrose bajaba corriendo la colina con su bolso de viaje al hombro. Aún vestía el hábito, yo llevaba su ropa de calle. Cuando llegó a mi altura, sonrojado por la carrera, me miró asustado.

—¿Todo bien? —le pregunté, observando cómo se inclinaba para recuperar el aliento.

—Ha ocurrido algo durante la noche —dijo entrecortado por la respiración agitada—. El abad Emile se ha quitado la vida, lo han encontrado ahorcado en su celda. No acudía a laudes y han ido a buscarle. Lo han encontrado muerto. Todos supieron que te marchaste después de la discusión y lo entienden, pero el suicidio ha despertado suspicacias. Ya no es seguro permanecer aquí.

—¿Creen que fui yo?

—No, el último en verlo con vida fue el hermano Francis, que le llevó la cena a su celda, era noche avanzada y tú ya no estabas. Nadie sabe nada más. Incluso el monje mudo ha desaparecido después de lo ocurrido, ni siquiera quiso descolgarle. ¿Qué sucedió anoche, Adam?

—Solo escapé de su yugo. Aproveché su debilidad contra él: el miedo. No iba a permitir que me condenara por sus obsesiones o que te condenara a ti. Te juro que solo hablamos, lo asusté para poder huir, no se me ocurrió otra forma. Ya no es nuestro problema.

—¿Y si en el obispado piensan que eres culpable?

—¿De la muerte? ¿Crees que buscarán al diablo? ¿Crees que harán caso de los desvaríos de un loco? No creo que les preocupen las ideas fanáticas del prior de un convento menor que se suicidó, no es bueno para la reputación de la Iglesia que sus integrantes se quiten la vida; siendo un pecado tan grande ni siquiera lo enterrarán en terreno consagrado, posiblemente lo dejen pasar. El viaje ya está preparado y es mejor partir.

Ambrose me observó, en el fondo él también quería irse cuanto antes, pero temía las represalias. Yo, por mi parte, estaba bastante tranquilo, no esperaba que nadie indagase y, si lo hacían, se encontrarían con una versión amable de la situación, al fin y al cabo, era un escriba que trabajaba de forma decente en un scriptorium. Emile, sin embargo, era un prior impuesto y sin muchos amigos entre nosotros, que había llenado el monasterio de intranquilidad y falsas acusaciones, basadas únicamente en el color de mis ojos. Así, iniciamos nuestro viaje, sin tener claro a dónde ir. Disponía de algo de ropa, de los pergaminos y los códices, pero el pan y el queso lo compramos en la villa. El verano nos permitía buscar un lugar para establecernos y la mejor solución era ir a la ciudad más próxima, sería fácil pasar desapercibidos. Lo que sí tenía claro era que abandonaríamos los hábitos, ya no seríamos hombres de Dios. Nunca le hablé a Ambrose de mi encrucijada de sentimientos hacia lo ocurrido con el prior Emile. Yo sabía que parte de la culpa era mía, que había sido el causante indirecto de su muerte, el terror al que lo sometí, utilizando sus propios miedos, fue más de lo que pudo soportar, no tenía tanta fuerza como él creía para enfrentarse al diablo. No voy a decir que lo lamenté y, si me preguntase alguien, utilizaría las palabras del prior: es la voluntad de Dios. Pero desde ese momento me juré no volver a interferir de esa manera tan cruda en la vida de nadie.