Capítulo 10

Margaret contempló su habitación y suspiró satisfecha antes de salir y cerrar la puerta tras ella.

Llevaba poco más dos semanas viviendo en la casa de los duques de Westmount, desde que Mary y lady Victoria habían acudido al hospital para pedirle su ayuda. Al principio se había negado. Le gustaba su trabajo, se había acostumbrado al ritmo del St George y, además, tenía libertad para ir y venir. Después, Mary le había hecho ver que sería solo por poco tiempo, hasta que el duque se recuperase, luego podría volver al hospital; y lady Victoria le aseguró que tendría la libertad necesaria, además de un buen sueldo.

Dirigió una mirada melancólica a la puerta y se dijo que había recibido más de lo esperado. La habían instalado cerca de los aposentos de los duques, por si lord Westmount se sentía mal o necesitaba algo, en una habitación sencilla y cómoda, y mucho más elegante de la que ella tenía alquilada en el Soho. Cuando recibió su primer sueldo, al final de la primera semana, había comenzado a boquear con incredulidad mientras pensaba que la dama no estaba en sus cabales si era capaz de desprenderse de esa cantidad de chelines tan alegremente. Por supuesto, no le había hecho ascos a esas ganancias, y de inmediato había adquirido un par de guantes de encaje por los que llevaba suspirando mucho tiempo.

Los contempló con deleite mientras se los colocaba y bajaba las escaleras hacia el vestíbulo principal. No se sorprendió cuando Thompson, el mayordomo que llevaba años con la familia, le salió al encuentro. Debía reconocer que, desde que se lo habían presentado, cada vez se lo encontraba con mayor frecuencia cuando deambulaba por la mansión, y si no se equivocaba —y Margaret conocía bien a los hombres—, diría que estaba interesado en ella como mujer.

—¿Va a salir, señorita O’Brien?

La voz grave y aterciopelada le produjo un delicioso estremecimiento. Cuando lo conoció, le había parecido un hombre demasiado serio, rígido y circunspecto, a pesar de su apostura. Sin embargo, con el paso de los días había llegado a comprender que aquello no era sino una fachada que mantenía en bien del decoro y la respetabilidad de la familia. No sabía qué diablillo se había apoderado de su alma, pero Margaret estaba decidida a arrancarle una sonrisa a cualquier precio.

—Voy a tomar el té con Mary —contestó. Se trataba de una costumbre que habían adquirido desde que dejó el hospital.

—Por lo general, suelen verse los jueves, y hoy es martes —le comentó el mayordomo, con el ceño fruncido.

Margaret alzó sus perfiladas cejas cobrizas y esbozó una sonrisa seductora.

—Vaya, señor Thompson, veo que no se le escapa ninguno de mis movimientos. —Sonrió al ver que su tono burlón provocaba el ligero temblor de un músculo en la afeitada mandíbula masculina. Se alejó unos pasos de él, avanzando con un suave contoneo de caderas que, estaba convencida, el hombre no perdió de vista. Sonrió para sus adentros.

El mayordomo era un hombre bastante alto, de porte regio; tenía unos brillantes ojos negros y se le formaba un hoyuelo en la mejilla cuando sonreía, aunque ella no había sido agraciada con ninguna de aquellas sonrisas… todavía. Su cabello entrecano y las suaves arrugas de su rostro le hacían pensar que pasaba ya de los sesenta años, aunque seguía siendo apuesto. Margaret reconoció que se sentía atraída por él.

—Es mi deber saber dónde se encuentra usted por si Su Excelencia la necesita —replicó el hombre con grave dignidad.

Ella se volvió hacia él con un delicioso mohín en los labios.

—Y yo que pensaba que se preocupaba por mí, señor Thompson. —Le pareció que él mascullaba algo, aunque no alcanzó a comprender lo que decía. Lo miró con atención y le gustó la admiración que vio en sus ojos, aunque él se apresuró a ocultarla.

—Me preocupo por todos los miembros de esta casa, señorita O’Brien.

—Es usted un cielo, señor Thompson. Por cierto, ¿no cree que ya es tiempo de que me llame por mi nombre? Margaret. —Lo vio apretar los labios y sonrió para sus adentros—. ¿Y el suyo? ¿Cuál es su nombre?

Él se quedó allí, rígido, mirando al frente por encima de su cabeza, y Margaret sintió una punzada de decepción al pensar que no le respondería. Soltó un profundo suspiro. Bien, lo había intentado, se dijo, pero en ese momento llegaba tarde a su cita con Mary. Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. El mayordomo se adelantó con unas zancadas de sus largas piernas y la abrió para ella. Margaret le dedicó una leve inclinación de cabeza a modo de agradecimiento cuando pasó a su lado y salió a la calle. Recibió con agrado la suave brisa que acarició sus mejillas.

—Señorita O’Brien. —Ella se volvió hacia él y lo miró con curiosidad—. Mi nombre de pila es Lawrence.

Una sonrisa lenta, ancha y espléndida se extendió por su rostro pecoso, y le guiñó un ojo. Soltó una carcajada cuando la puerta de entrada se cerró tras él. Había visto cómo el señor Thompson, Lawrence, contenía una sonrisa.

Con una alegría que hacía tiempo que no sentía rebosando en su pecho, se encaminó con paso decidido hacia Blackbourne House. No quiso tomar un carruaje, prefería caminar. Era una actividad refrescante para alguien que, como ella, sufría de un exceso de vitalidad.

Mientras avanzaba por las elegantes calles, Margaret recordó las palabras del mayordomo. La nota de Mary, que le había llegado aquella misma mañana, solo le indicaba que deseaba verla, y ella había supuesto que se trataba de una invitación a tomar una taza de té. Pero en ese momento se preguntaba para qué la había convocado. Pronto lo averiguaría, se dijo, cuando vio la blanca escalinata y la elegante fachada de la mansión.

Apenas llamó, un lacayo le abrió la puerta, y enseguida apareció el señor White en el vestíbulo.

—Buenos días, señorita O’Brien —la saludó—. La señorita Reed y el señor Marston bajarán de inmediato.

Margaret abrió la boca, sorprendida, pero no fue capaz de decir nada. No comprendía nada, pero esperaba enterarse pronto.

—¡Margaret! —Se volvió hacia las escaleras y contempló a su amiga que descendía a toda prisa las escaleras—. Qué bien que hayas venido.

—¿Puedes explicarme de qué se trata esto? —le preguntó, alzando una ceja al ver el bonito traje que lucía, los guantes que cubrían sus manos y el elegante sombrerito que colgaba de una de ellas.

—Siento mucho no haberte dado ninguna explicación en mi nota, pero temía que te negaras a acompañarme.

—¿Por qué habría de hacerlo? —Entornó los ojos con suspicacia—. ¿Dónde demonios quieres llevarme?

—A ver al doctor Hunter.

—¿Qué?

No le dio tiempo a añadir nada más antes de que se escucharan unos gruñidos profundos y palabras ininteligibles, y apareciese por la escalera un criado de aspecto corpulento que cargaba en brazos a un joven apuesto de aspecto malhumorado.

El señor White se adelantó con un gesto impasible en su rostro, y Margaret se preguntó si todos los mayordomos se comportaban de la misma manera.

—El carruaje se encuentra preparado, señor.

Otro gruñido indefinido sirvió como respuesta, y el criado se dirigió hacia un pasillo lateral.

—Gracias, señor White. Vamos, Margaret.

Ella los siguió por el corredor y se dio cuenta, justo al doblar hacia otro pasillo, que se dirigían hacia una puerta de servicio. Un elegante y amplio carruaje, lacado en negro y sin blasón, aguardaba en el callejón. El cochero controló con firmeza a los caballos, que piafaban inquietos, y el lacayo que permanecía de pie junto a la portezuela la abrió para ellos.

Mary se retorcía las manos, nerviosa, mientras observaba el complicado proceso de introducir a Jimmy en el coche. Podía ver las líneas tensas de su rostro. Sabía que se sentía avergonzado por no poder valerse por sí mismo, pero, a pesar de todo, se había tragado el orgullo y había accedido a visitar al galeno. Le había pedido al doctor Hunter que acudiese a la mansión, pero este se había negado, alegando que no efectuaba visitas a domicilio. Además, había dicho, se hallaba ya demasiado viejo y cansado para eso. A Mary no le había quedado más remedio que intentar convencer a Jimmy de que la acompañara. Quería que el doctor lo revisara y le diese su parecer.

Cuando todos ocuparon sus lugares, el carruaje echó a andar con un suave bamboleo. El silencio se extendió denso en el interior del coche, y Mary se removió inquieta. Sentada junto a Margaret, se volvió hacia ella con una sonrisa de disculpa.

—Señor Marston, creo que no hemos sido debidamente presentados —comentó con tono vivaz y alegre. Su sonrisa amplia y sincera parecía un rayo de sol capaz de atravesar cualquier nube sombría—. Me llamo Margaret O’Brien—. Jimmy la miró con gesto serio y le dedicó una respetuosa inclinación de cabeza a modo de reconocimiento. Sin embargo, no habló. Margaret no se desanimó por ello, llevaba demasiados años trabajando en un hospital como para no saber cómo lidiar con una situación así. Como había supuesto, sus siguientes palabras atrajeron la atención del hombre—. Mary me ha hablado mucho de usted, y considero un intercambio justo que ahora yo le hable a usted de ella.

Cuando el carruaje se detuvo frente a la casa museo del doctor Hunter, Mary se sentía aliviada y abochornada a partes iguales, pero Jimmy había abandonado su actitud malhumorada y reía a carcajadas con las narraciones de Margaret sobre los primeros días de trabajo de Mary en el St George.

La mansión del doctor constaba de dos fachadas. La principal daba a Leicester Square, mientras que la secundaria, en la que ellos se encontraban, daba a un callejón mal iluminado que solían utilizar los resurreccionistas para la entrega de los cadáveres frescos —ya que robaban los cuerpos el mismo día en que eran sepultados— que el doctor usaba en su escuela de Anatomía. Mary no pudo evitar estremecerse ante ese pensamiento.

Por fortuna, no se demoraron demasiado allí, ya que el mismo doctor Hunter apareció en la puerta, casi como si los hubiese estado esperando, arrastrando una enorme y pesada silla de ruedas en la que fue depositado Jimmy.

—Señorita Reed, es un placer volver a verla —señaló. Se volvió hacia Margaret y entornó los ojos, como si quisiera atrapar un recuerdo elusivo—. Y usted, si no recuerdo mal, es la señorita O’Brien.

—Así es, doctor —le confirmó la mujer, halagada porque el hombre la recordase—. Nos conocimos en el St George.

John Hunter asintió varias veces.

—Es difícil olvidar ese cabello rojizo —le dijo con una sonrisa—, sobre todo cuando siempre se interponía por medio cuando trataba de administrar algún tratamiento. Era usted una joven llena de curiosidad. Y bien —añadió, finalmente, volviéndose hacia Jimmy—, usted debe ser el señor Marston. Hace algunos años conocí a su abuelo, el duque. Un gran hombre —declaró, al tiempo que tendía la mano hacia Jimmy. Este se la estrechó.

Los invitó a seguirlo hasta su despacho, y Mary agradeció no tener que volver a pasar por las salas de exhibición con todos aquellos frascos con órganos. Supuso que Margaret se sentiría algo decepcionada por no verlos, pero a ella no le importó en absoluto.

El despacho en el que entraron parecía más bien un consultorio. Aparte del amplio escritorio de madera, atestado de documentos y libros —algunos de ellos abiertos, como si el doctor hubiese estado revisándolos—, había también una especie de camilla, un armario con pequeños frascos que contenían medicinas, y una mesa, con objetos tales como un pequeño serrucho, que ella prefirió ignorar.

—Ha sido usted muy amable al recibirnos, doctor Hunter.

—Bueno, ha sido usted bastante persistente —replicó él a su vez, lo que provocó que Mary se sonrojase. Miró de reojo al joven y vio que este apretaba los puños con fuerza. Dejó escapar un suspiro. «Los muertos dan menos problemas que los vivos», pensó. «Al menos, no son tan susceptibles»—. Para poder formarme una opinión al respecto de su estado, señor Marston, tendré que revisarlo, si es que está usted de acuerdo.

Mary contuvo el aliento mientras aguardaba su respuesta. Esperaba que Jimmy no se arrepintiera en aquel momento. Soltó el aire cuando lo vio asentir.

—Quizá sea mejor que esperemos fuera —le dijo al doctor, aunque tenía la mirada fija en Jimmy. Sabía cuánto le disgustaba que ella viese sus heridas. A pesar de que no tenía más remedio que hacerlo, ya que debía aplicar los emplastos de eucalipto y jengibre que le había indicado el doctor y darle masajes en los músculos, siempre notaba la tensión que lo embargaba.

—No hay razón para ello —repuso el doctor, concentrado en la tarea de disponer la camilla para su paciente—. Ustedes dos son enfermeras y necesitaré su ayuda. Señorita O’Brien, ¿haría el favor de llamar al sirviente del señor Marston para que nos ayude a colocarlo sobre la camilla? Me temo, señor, que es usted demasiado grande y pesado para las fuerzas de un viejo como yo.

Cuando Jimmy estuvo sentado sobre la camilla, el sirviente abandonó la habitación.

—¿Hay algo más que podamos hacer, doctor? —le preguntó Margaret. El hombre trasteaba en ese momento en el interior del armario de medicinas y pareció no escucharla, pero al cabo de unos minutos contestó:

—Coja la lista de material que he dejado en una nota sobre mi escritorio y prepárelo. Mary, usted ayude a desvestirse al señor Marston.

—¿Qué? —preguntó, alarmada.

Las blancas cejas del doctor se fruncieron en un ceño de desconcierto.

—Bueno, no esperará que lo examine con toda esa ropa que lleva encima, ¿no?

—No, claro —respondió ella, sintiéndose una estúpida por su reacción.

Había visto otros hombres desnudos, se dijo, uno más no tendría importancia. Solo que sí la tenía, porque este era Jimmy, y aunque ya había visto sus piernas desnudas, un millar de mariposas revolotearon en su estómago y tomó una bocanada de aire para calmarse. Apretó los labios y se acercó a él con decisión.

—Esto ya se va poniendo más interesante —musitó Jimmy en su oído con tono de diversión.

Aquel susurro cálido en su oreja la desestabilizó y casi dio un brinco hacia atrás, lo que provocó una sonrisa en él. Mary frunció el ceño y lo fulminó con la mirada. Quiso darse prisa en cumplir su cometido, aunque no le resultó nada fácil la tarea. Desabrocharle la impoluta camisa blanca fue todo un suplicio, le sudaban las manos y le temblaban tanto que no atinaba a pasar los botones por los ojales. Jimmy se apiadó de ella y colocó sus manos sobre las suyas para detener su febril movimiento.

—Yo lo haré —le dijo. Si ella seguía rozando con los dedos la piel de su torso, él la besaría sin importarle dónde y con quién se encontraban—. Al menos esto todavía puedo hacerlo.

Mary solo asintió. No hubiera podido pronunciar palabra alguna ni aunque le fuera la vida en ello. Sentía la garganta reseca y la respiración acelerada, y tenía calor. Un cosquilleo le recorría el cuerpo, desde los senos hasta la punta de sus pies. ¡Por Dios!, aquel acto sencillo que acababa de realizar le había parecido la experiencia más íntima y sensual que había vivido nunca.

—Señorita Reed —la llamó el doctor—, tome esto.

Le ofreció una botella de color oscuro que contenía un líquido, y ella la cogió, agradecida de poder poner algo de distancia entre ella y Jimmy. El alivio apenas le duró, al escuchar las siguientes palabras del doctor.

—Necesito que le dé al paciente un masaje en la espalda con esto.

Mary se quedó rígida, con el frasco atrapado entre sus manos. Escuchó la risilla de Margaret, que disimuló enseguida con una tos, y miró al anciano doctor con una fría sospecha. Sin embargo, el hombre parecía ajeno a su agitación, mientras buscaba algo en un maletín. Enderezó la espalda, como si se preparase para la batalla, y se giró hacia Jimmy.

Este alcanzó a ver el guiño que el doctor Hunter le dedicó a Margaret, y agachó la cabeza para que Mary no se percatase de su sonrisa. Aquel hombre comenzaba a caerle bien. En realidad, meditó después, cuando sintió a Mary cerca, no debería reírse, puesto que se hallaba en un grave problema. Desde que ella había intentado desvestirlo, se sentía más excitado de lo que había estado en mucho tiempo, y el hecho de que Mary le masajease la espalda con sus manos suaves no iba a contribuir para nada a su serenidad, pensó. Se concentró en tumbarse bocabajo sobre la camilla y rezó para poder aguantar la incomodidad que le supondría aquella dulce tortura.

Contrario a lo que imaginaba, el suave roce de las manos de Mary, deslizándose en círculos sobre su espalda, y el aroma del aceite perfumado lo envolvieron en una sensación de paz y adormecimiento. En ocasiones, sus manos apretaban con firmeza, en otras, rozaban su piel con una caricia tan ligera como la de una pluma. Casi se había dormido, cuando escuchó la voz del doctor.

—Ahora que ya se ha relajado lo suficiente, me toca a mí —le comentó a Mary, y comenzó una atenta exploración de la espalda masculina.

Mientras había palpado los músculos fuertes y definidos, y se había solazado en la tibieza de su piel, ella se había olvidado por completo de todo lo que no fueran ellos dos y de la sensación tan maravillosa que estaba experimentando. Se obligó a salir de su ensimismamiento y observó a John Hunter, que hundía con precisión sus dedos en la carne de Jimmy. Le fue pidiendo a Margaret algunas de las cosas que le había mandado recopilar.

—Bien, creo que con esto es suficiente —señaló el doctor al cabo de un rato—. Ya puede vestirse.

Casi sin pensarlo, Mary se encontró cubriendo con la camisa ese fuerte torso y los poderosos brazos, cuyos músculos parecían haberse desarrollado más, con toda probabilidad, a causa de lo mucho que se valía de ellos para moverse. Al darse cuenta de lo que hacía, se sonrojó y se apartó de inmediato.

—¿Qué opina, doctor? —Se volvió hacia el hombre para evitar mirar los inquisitivos ojos azules de Jimmy y que él pudiese ver lo que los suyos escondían.

El doctor Hunter se mantuvo un momento en silencio, lo que acrecentó el nerviosismo de Jimmy al sentir que la esperanza que había anidado en su corazón durante los últimos días entraba en agonía. Clavó la mirada en la espalda tensa de Mary y lo recorrió una oleada de ternura y desesperación. Sabía que estaba preocupada por él, y la amó más por ello. Y seguiría amándola aunque fuera en silencio, si no podía ofrecerle nada más.

—Creo, señor Marston, que el accidente que sufrió debió desplazar los huesos de la columna, provocando un ligero aplastamiento de la médula y una hemorragia interna, que constituye el verdadero problema —le explicó. Al ver la incomprensión en su rostro, hizo un gesto con la mano para restar importancia a su comentario—. En resumen, señor Marston, mi opinión es que si desaparece la inflamación y se absorbe la hemorragia, usted podría volver a caminar, siempre y cuando ejercite sus músculos y se convenza a sí mismo de que puede lograrlo.

Jimmy tragó saliva para pasar el nudo que se le había formado en la garganta. Estiró el brazo y tomó la mano de Mary, que seguía de espaldas a él. Una corriente cálida lo atravesó cuando ella se la apretó con ligereza.

—Gracias —musitó.

Mary no supo si le agradecía al doctor, a ella o al cielo. No le importó. Nada podía empañar la felicidad que la embargaba en esos momentos.