Capítulo 22

Londres. Diciembre de 1788

Desde su compromiso con Jimmy, Mary sentía que había vivido sumida en un torbellino.

Los marqueses habían sido informados del accidente causado por lady Kleywood; y aunque el rostro de lord Blackbourne se había oscurecido con una ira que lo transformó, a sus ojos, en un ángel vengador, nada pudo hacer. La mujer había muerto. La imprevista sacudida del faetón, cuando ella provocó el accidente, había hecho que su propia montura se encabritase, sobresaltada, y la arrojase al suelo.

Quienes presenciaron todo solo vieron a unos amigos conversando antes de que sucediese el desafortunado incidente. Ese fue el rumor que circuló entre la alta sociedad y que el tiempo, y el poco aprecio hacia la persona de lady Kleywood, se encargó de diluir.

También había asistido a la boda de Margaret con el señor Thompson, celebrada en una pequeña capilla de los suburbios de Londres. Se alegraba por ella, la sonrisa que le había visto al salir de la iglesia del brazo de su elegante esposo daba testimonio de su felicidad. A la sencilla ceremonia habían asistido todos los miembros de la familia Marston, que profesaban un sincero cariño por el mayordomo, algunas enfermeras del hospital de St James, y el doctor Hunter y su esposa Anne.

Mary se apoyó contra el marco de la ventana y contempló el anillo que lucía en el dedo. El precioso rubí, en forma de corazón, brillaba como un fuego encendido entre las alas de los pájaros. Sonrió y se llevó la mano al estómago, en el que un millar de mariposas parecía aletear sin descanso. Faltaban dos días para su propia boda.

Echó un vistazo a través de los cristales hacia los conocidos tejados y fachadas que se vislumbraban desde su dormitorio. Estaba instalada de nuevo en Blackbourne House, aunque en una habitación diferente. Lady Victoria había considerado poco oportuno que ocupase la estancia contigua a la de Jimmy, y Mary se había ruborizado ante sus palabras. A pesar de todo, lo cierto era que los dos no se habían visto demasiado desde que había vuelto a la mansión, excepto por los momentos transcurridos en casa de lady Arabella para que esta pudiera finalizar el cuadro que regalarían a los duques por su aniversario.

Su mirada se clavó en el cielo blanquecino que cubría Londres. Pronto nevaría. Desvió la mirada hacia la puerta cuando unos suaves golpes anunciaron la llegada de alguien. Pensó que se trataría de Victoria, pero se sorprendió cuando vio entrar al marqués.

Se enderezó, nerviosa, y lo miró.

—Lord Blackbourne.

Él le sonrió de una manera que le recordó mucho a Jimmy.

—Llámame James, al fin y al cabo, pronto vamos a ser familia.

Mary asintió. Se sentía cohibida. Jimmy había hablado con sus padres acerca de su deseo de casarse con ella, y aunque lady Victoria había sonreído, en apariencia encantada con la noticia, no estaba segura de que la aceptaran plenamente. Al fin y al cabo, serían ellos quienes se enfrentarían a los maliciosos cotilleos de la alta sociedad.

—Muchas gracias, James.

—Mañana partiremos hacia Chelmsford, espero que la señora Becher tenga alojamiento suficiente para todos los invitados —comentó, esbozando una mueca. Angels House tenía un ala destinada a la familia Marston, pero el número de asistentes a la boda iba a ser superior, al contar con la presencia de los numerosos amigos de Jimmy, entre ellos lord Norbury y su esposa, Caroline, así como los de la propia Mary, menos numerosos—. De cualquier forma, estoy seguro de que el señor Comyns estaría encantado de que algunos de los invitados se quedaran con él en Hylands Park.

—Espero que no causemos molestias innecesarias —comentó, nerviosa.

Jimmy y ella habían decidido casarse en la iglesia de Chelmsford, a donde él había escapado siendo un niño para pedirle a la enorme estatua del arcángel san Miguel una familia que lo amase. Querían comenzar allí su propia familia. El almuerzo de bodas se celebraría en Angels House, con la participación de todos los huérfanos, porque ambos también habían sido uno de ellos, y no deseaban olvidarlo. A Mary le había parecido muy hermoso iniciar su nueva vida de esa manera. La voz de James Marston interrumpió sus pensamientos.

—Por supuesto que no es ninguna molestia, al contrario —le aseguró—. Victoria está encantada con la idea.

Mary asintió y no supo qué más decir. Lo cierto era que no comprendía muy bien la presencia de lord Blackbourne en su dormitorio. ¿Había ido para hablarle de la boda?

—Yo quiero agradecerle a lady Victoria y a usted por…

James se adelantó y tomó las manos de la joven entre las suyas, apretándoselas con cariño. El gesto la sorprendió.

—Mary, somos nosotros quienes te estamos agradecidos por todo lo que has hecho por Jimmy, pero no te queremos solo por eso, sino también por la mujer en la que te has convertido —le dijo, con un tono tan cargado de ternura que tuvo que tragar saliva para no echarse a llorar—. Ignora lo que diga la alta sociedad sobre vosotros y vive tu vida llena de amor, los duques nos enseñaron que eso es lo único que importa, y es lo que Victoria y yo queremos enseñaros a vosotros. Nos sentiremos muy honrados de poder llamarte «hija».

—Muchas gracias. —La sonrisa que le dedicó a James le tembló tanto como lo había hecho la voz. Sentía cerca la presencia de la Navidad y de la magia que siempre la acompañaba. ¿De verdad iba a tener una familia que la quisiera?

Alguien llamó a la puerta, y el marqués se apresuró a abrir. Mary se avergonzó de que fuese él quien realizase esa tarea, pero ella estaba empleando toda su energía en evitar llorar. Lo escuchó intercambiar unas palabras con una voz femenina, antes de entrar de nuevo en la estancia, aunque en esta ocasión portando algo en las manos.

—Bien. Bueno, pues aquí está la razón principal por la que he venido a verte. Yo… —A Mary le sorprendió el nerviosismo del marqués y acrecentó el suyo propio—. En fin, será mejor que te lo entregue —le dijo, tendiéndole el paquete. Ella lo tomó y vio que pesaba poco—. Ábrelo.

Se dirigió hacia la mesa que había en un rincón de la habitación y depositó el presente. Después, retiró con cuidado el papel. Sus ojos se abrieron asombrados cuando contempló lo que había en el interior. Se trataba de un precioso vestido de seda plateada. El cuerpo triangular del corpiño era un entramado de encaje bordado que se entretejía con diminutas perlas para formar un ramo de flores, derramadas en cascada sobre los bordes de la sobrefalda. La falda estaba compuesta por capas de tul de un suave gris perla.

—Es… precioso —susurró, admirada.

James mostró una sonrisa amplia y satisfecha.

—Es tu vestido de novia—. Mary parpadeó para intentar contener las lágrimas. Victoria, Arabella y ella habían recorrido innumerables negocios y casas de modistas preparando todo el ajuar para su matrimonio y un vestuario completo para su nueva vida como señora Marston. Entre los vestidos había uno de color azul celeste que había pensado usar como vestido de novia—. Le pedí a Victoria que me dejase elegirlo para ti. Recuerdo que, cuando tenías cinco años, un vestido fue el deseo que pediste al ángel para tu muñeca Sally.

—Sí. —Mary sonrió al rememorar aquel lejano encuentro con el marqués, en Angels House, cuando lo confundió con un ángel—. Usted me regaló un vestido para la muñeca y trajo otro para mí. Fue mi primer vestido bonito.

—Cuando lleves este el día de tu boda con Jimmy, quiero que recuerdes que siempre tendrás un ángel que cuidará de ti. —La besó en la frente con ternura y abandonó la estancia.

Ella se quedó mirando la puerta por la que había salido el marqués, mientras las lágrimas calientes se deslizaban por sus mejillas. Por fin, después de tantos años, tenía un verdadero hogar.

Era el día de su boda, y un sol tímido asomaba entre las nubes, derritiendo la nieve que el cielo había derramado el día anterior sobre Chelmsford.

Angels House se había convertido en un hervidero de personas que pululaban de un lado a otro. Los invitados se preparaban para salir hacia la iglesia, y en el exterior se escuchaban los gritos de los niños y los relinchos nerviosos de los caballos.

Mary se hallaba sola en esos momentos. Una doncella acababa de terminar de recogerle el cabello en un elaborado peinado en el que había entrelazado una sarta de perlas. Se miró en el espejo una vez más, intentando reconocer a la joven huérfana que hacía unos años había abandonado aquel lugar para viajar a Londres en busca de un futuro mejor. Nunca hubiera podido imaginar que la magia con la que siempre había soñado la alcanzaría y le ofrecería un regalo tan hermoso.

Escuchó la puerta abrirse y supuso que había estado demasiado distraída como para oír que llamaban.

—Has tardado po… —Se detuvo sorprendida al ver que no se trataba de la doncella, como había pensado—. ¿Qué haces aquí, Jimmy?

Se ruborizó al ver la calidez y el deseo con los que su mirada la recorrió. Mary era consciente de su falta de ropa. Apretó con nerviosismo el lazo de su negligé, pues, a pesar de que pronto se convertiría en la esposa de Jimmy y tendrían su noche de bodas, se sentía pudorosa y tímida.

Él se acercó unos pasos. Lucía tan atractivo y elegante que a ella se le cortó la respiración. La casaca azul se ajustaba a la perfección a sus anchos hombros y los pantalones, hasta la rodilla, delineaban los poderosos músculos de sus piernas. Calzaba zapatos de seda azul con hebilla plateada sobre las medias blancas. Llevaba el cabello rubio recogido en una coleta, atada con un lazo del mismo color de la casaca.

—He venido a traerte esto —respondió él, tendiéndole un estuche negro de terciopelo.

—¿Qué es?

—Ábrelo.

Ella así lo hizo.

—¡Oh, Jimmy! —Sobre el suave fondo de seda brillaba un collar de plata con el mismo diseño del anillo. El brillante rubí que sostenían las alas de los pájaros lanzaba destellos rojizos bajo la luz del sol—. Es precioso.

—Como tú —susurró él—. Deja que te ayude a ponértelo.

Mary se dio la vuelta y notó las manos firmes de Jimmy mientras cerraba el broche. Sus dedos le rozaron la piel del cuello, provocándole pequeños estremecimientos. Cuando terminó de abrochar el collar, depositó un beso en su nuca y deslizó sus labios hacia el hueco debajo de su oreja. Un suspiro trémulo escapó de la boca de Mary. Jimmy apoyó las manos en sus hombros y la giró hacia él.

—Gracias —le dijo ella por el regalo.

—Esto se me está haciendo eterno —se lamentó Jimmy, besando sus labios con delicadeza—. Necesito tenerte y que seas mía.

—Siempre fui tuya, Jimmy, solo que tú no te diste cuenta.

Él sonrió con tristeza.

—Fui un necio. —Cubrió con la palma de su mano el rubí, en forma de corazón, que descansaba sobre el pecho femenino—. Pero ahora mi corazón te pertenece, Mary Marston.

Ella acarició su mejilla.

—Cuidaré de él, porque es mi mayor tesoro. Tú has traído la magia a mi vida, Jimmy, siempre te amaré. Podrá separarnos la muerte y transcurrir el tiempo mil años, pero mi alma te buscará hasta encontrarte.

Él la abrazó por la cintura y se demoró en un beso que era promesa y entrega, el inicio de un camino que recorrerían juntos.

—¡Haz el favor de comportarte, Jimmy Marston!

El tono disgustado de la duquesa los sobresaltó a ambos, que se volvieron de inmediato hacia la puerta. La dama, ataviada con la elegancia de una reina, los miraba con el ceño fruncido.

—Abuela…

—Ahórrame el despliegue de encanto con el que siempre me convences —repuso lady Eloise, que se esforzaba por contener una sonrisa—, y haz el favor de bajar a la entrada. Tus padres te esperan en el carruaje para trasladarse a la iglesia, y la novia todavía debe vestirse.

Jimmy le dirigió una mirada cargada de disculpas y anhelo, y abandonó la habitación.

La duquesa sacudió la cabeza y se permitió, por fin, sonreír.

—Es igual que su padre y que su abuelo —le confesó—. Les basta con esbozar una sonrisa para que el mundo entero se rinda a sus pies. Pero tú eres justo lo que mi nieto necesita, una mujer fuerte y decidida, que haga del amor una escalera hacia la felicidad y no un yugo de esclavitud. —Mary notó que lady Eloise tenía los ojos húmedos, y se conmovió, sobre todo, cuando la mujer se acercó a ella y la abrazó con afecto—. Sed felices. Es todo lo que os pido.

—Lo seremos, milady —le prometió. Una promesa que se hizo también a sí misma.

La duquesa se retiró y se enjugó los ojos con el pañuelo.

—Tienes que vestirte ya o llegarás tarde a tu boda. ¿Dónde se habrá metido esa muchacha?

Justo en ese momento se abrió la puerta y entraron Arabella y Sara, seguidas de la doncella.

—Disculpe el retraso, milady —dijo la joven, nerviosa.

—No te preocupes —la tranquilizó Arabella con una sonrisa afable—, nosotras ayudaremos a la señorita Reed a vestirse. Madre, será mejor que baje ya, el duque está algo inquieto.

Lady Eloise puso los ojos en blanco.

—¿Inquieto? Está tan nervioso que parece que fuese su propia boda —señaló. Se despidió de Mary con un beso en la mejilla—. Suerte, querida.

La novia llegó a la iglesia de Santa María en un carruaje blanco tirado por cuatro caballos del mismo color, mientras todo el mundo aguardaba en su interior, excepto el doctor Hunter, que la acompañaría al altar, Margaret y las pequeñas damas de honor que encabezarían la procesión. Apenas se apeó del coche, su amiga corrió a abrazarla.

—Estás preciosa, Mary —le dijo, mirándola con lágrimas en los ojos y apretando sus manos con cariño—. Te deseo que seáis muy felices.

—Señoras —las interrumpió el doctor—, sugiero que dejemos los parabienes para después, a menos que deseen que tenga que atender al señor Marston a causa de una crisis nerviosa aguda. —Les guiñó un ojo, y Margaret soltó una carcajada. Le dio un beso en la mejilla y se colocó en su lugar. Mary tomó el brazo que el hombre le ofreció—. Querida, es usted la novia más radiante que he visto en mucho tiempo. Estoy seguro de que serán ustedes muy felices.

Ella le sonrió, nerviosa, y tomó aire. La pequeña Victoria, a la cabeza de la procesión, comenzó a avanzar por la alfombra que habían desplegado para la ocasión, mientras arrojaba pétalos de flores a su paso. Detrás la seguían los mellizos Julie y David, de ocho años, hijos de Robert y Judith Marston, y, un poco más atrás, lady Margaret, la hija menor de los condes de Thornway, junto a Henry, hijo de Edward y Sara, ambos de catorce años.

Cuando entró en la iglesia, sus ojos volaron hacia el altar y toda preocupación se desvaneció cuando vio allí a Jimmy. Sus ojos azules la acariciaron en la distancia y su boca se curvó en una sonrisa que le calentó el corazón. Lo amaba demasiado. Como si un hilo invisible tirase de ella, avanzó hacia el altar. El doctor Hunter ofreció la mano de la novia a Jimmy, y él la tomó para depositar un galante beso, antes de tirar de ella con suavidad y colocarla a su lado.

—Mary. —Había una mezcla de anhelo y alivio en el suave susurro de su voz que le dijo todo lo que ella necesitaba escuchar; la luz de sus ojos iluminó su corazón. Vio en ellos tanto amor que las lágrimas se acumularon, impidiéndole ver con claridad.

El presbítero comenzó con la celebración del servicio, y Mary se sumergió en una especie de sueño. Oía las palabras del clérigo como un murmullo de fondo, interrumpido, de vez en cuando, por las angelicales voces del coro de niños —entre los que se incluían algunos de los huérfanos de Angels House—, y sentía la calidez de la mano de Jimmy, que sostenía la suya.

—Pueden intercambiar sus votos, señor Marston.

—Mary Reed —la voz profunda de Jimmy la trajo de vuelta a la realidad—, eres mi vida y mi respiro, el aliento de mi alma. Me entrego a ti con todo lo que soy y lo que tengo, y te prometo fidelidad hasta la muerte. —La miraba con tal intensidad que su cuerpo se estremeció de placer—. Mi corazón es tuyo por siempre. Te amo, y no permitiré que nada nos separe, nunca.

Levantó sus manos y se las besó con calor, deteniendo sus labios sobre ellas más de lo debido. El mundo pareció dejar de existir a su alrededor. Solo ellos dos. Solo sus corazones latiendo al unísono en ese espacio mágico creado por el amor.

Mary carraspeó y tragó saliva, consciente de las importantes palabras que iba a pronunciar. Respiró hondo y dejó que el amor que sentía por él asomase a su mirada.

—Jimmy Marston, te entrego mi corazón, mi cuerpo y mi alma. Eres la esencia de mis sueños, y cada segundo de mi vida será para ti, porque eres el hombre al que amo.

Con sus miradas entrelazadas, aquel instante se convirtió en eternidad. Sus rostros se acercaron con lentitud, hasta mezclar sus alientos. El fuerte carraspeo del clérigo disolvió la magia.

—Entonces, por la potestad que me ha sido otorgada de lo alto, yo los declaro marido y mujer. Mi más cordial enhorabuena, señor y señora Marston.

Jimmy esbozó una amplia sonrisa y estrechó la mano que el hombre le tendía para agradecerle sus felicitaciones, aunque ardía en deseos de agarrar a su esposa —«su esposa, ¡Dios, qué bien sonaba!»— y llevársela de allí a algún lugar donde pudiesen estar solos. Necesitaba besarla y hacerla suya para siempre.

Por fin pudo ofrecerle su brazo a la flamante novia, cuya mano tembló al posarse sobre la suya, y recorrer el pasillo hacia el exterior. Su familia sonreía a su paso. Se detuvo junto a su madre y la besó en la mejilla.

—Que seáis muy felices, hijo —le dijo Victoria, que los miraba emocionada.

—Gracias, madre.

Todo el mundo les expresó sus buenos deseos mientras continuaban su camino hacia el carruaje que los aguardaba fuera para conducirlos a Angels House.

—¡Oh, mira, Jimmy!

Él miró hacia el cielo. Nevaba. Gruesos copos blancos se deslizaban silenciosos desde lo alto, aterrizando con un murmullo suave sobre la fina capa blanca que ya cubría el suelo. Una dulce magia parecía envolverlo todo.

Los invitados se agolparon a sus espaldas, contemplando el espectáculo. Jimmy enlazó su cintura y la atrajo junto a su costado.

—Que nieve el día de tu boda es una señal de felicidad y fecundidad para el matrimonio —susurró junto a su oído con voz ronca—. Considero que podríamos empezar a cooperar con la naturaleza para que nuestra vida sea muy muy fecunda, ¿no le parece, señora Marston?

Mary sonrió cuando él tomó su mano y tiró de ella para correr hasta el carruaje cubierto, entre los aplausos, vítores y silbidos de todos los presentes. Apenas entraron, ambos asomaron la cabeza por la ventanilla y se despidieron agitando su mano mientras el carruaje arrancaba con una ligera sacudida.

—¡Jimmy Marston! —gritó, sorprendida, cuando él la cogió en sus brazos y la sentó sobre su regazo. Se aferró a sus amplios hombros para mantener el equilibrio.

Él era sólido y fuerte, y entre los brazos que la rodeaban se sentía segura. Acarició con los dedos su frente, y los deslizó por los pómulos elevados, la mandíbula firme y los labios cálidos y sensuales. Amaba cada uno de sus rasgos. Bajó la mano a su cuello y se aferró a su nuca. Se sorprendió cuando notó la prueba de su deseo contra su muslo y se removió inquieta.

—¿Qué ocurre, querida esposa? —preguntó él con un tono de inocencia fingida.

Ella sacudió la cabeza, con una sonrisa en los labios, y se inclinó hacia él.

—Bésame, esposo. Creemos nuestra propia magia.

Y él lo hizo.