Londres. Julio de 1788
—¿Te casarás conmigo, Mary?
—Por supuesto, señor Burton —respondió la joven con una sonrisa—, en cuanto usted recupere su salud y la señora Burton me dé permiso para ello.
Su sonrisa se amplió, mostrando una ordenada fila de dientes blancos, cuando oyó el gemido apesadumbrado del hombre ante la mención de su esposa.
No recordaba ya cuántas proposiciones de matrimonio tenía en su haber. Parecía que la recuperación de la salud llevaba aparejado un enamoramiento súbito por parte del paciente. De hecho, no era la única enfermera que había recibido ese tipo de proposiciones, aunque, por supuesto, no era ajena al hecho de que en ello tenía mucho que ver la juventud de las muchachas y, en cierto modo, la belleza que les otorgaba el uniforme y la cofia blanca.
Sacudió la cabeza mientras se acercaba a su siguiente paciente, un hombre que trabajaba en el puerto de Londres y que había quedado aplastado bajo la carga cuando esta se había soltado de las cuerdas que la elevaban para depositarla en el barco. El médico le había dicho que no perdiera tiempo con él, ya que no pasaría de aquella noche. La pesada carga había golpeado con fuerza su torso, provocando que algunas costillas se rompieran y perforaran sus pulmones.
La respiración sibilante del joven —no debía llegar a los treinta años— despertaba en ella una angustia dolorosa que trataba de aplacar escondiéndola tras una suave sonrisa.
—¿Cómo te encuentras, Tom?
Las comisuras de sus labios, agrietados y resecos, se estiraron hacia arriba en un intento por sonreír y parpadeó una vez, indicando una respuesta afirmativa. Hablar resultaba un suplicio para el joven, por lo que habían convenido una serie de gestos con los que le haría saber a Mary si necesitaba algo.
—Me alegro —le contestó, al tiempo que acariciaba su frente. Tuvo que contenerse para no gritar cuando la notó ardiente, y se mordió el interior de la boca para no ponerse a llorar, que era lo único que deseaba en ese momento. Tomó el paño que había sobre la desconchada mesilla, al lado de la cama, y lo remojó, escurriéndolo antes de colocarlo sobre la frente de Tom—. Así estarás todavía mejor.
En esta ocasión, la sonrisa fue poco más que una línea temblorosa en los labios femeninos cuando Mary se alejó del lecho del enfermo.
A sus veintitrés años, había visto demasiadas veces a la muerte rondando los cuerpos mortales de los pacientes, y sabía cuándo se acercaba el final. No importaba si eran hombres, mujeres, ancianos o niños, la muerte los trataba a todos por igual, sin distinciones, arrastrándolos consigo al otro lado del borde que delimitaba sus vidas colmadas de penurias de aquella otra desconocida que comenzaba cuando el corazón dejaba de latir.
Aunque algunos luchaban contra su suerte, la mayoría aceptaban resignados la llegada de un final que los libraría de los dolores y sufrimientos que padecían. Al fin y al cabo, todos ellos tenían pocas expectativas de vida desde su nacimiento.
Los pacientes que llegaban al hospital de St George, donde ella trabajaba, provenían de los extractos más bajos de la sociedad. Fundado en 1733 por un grupo de médicos que habían dejado su puesto en el hospital de Westminster a causa de desavenencias con la junta de su gobierno, nació como un hospital para la caridad. El St George se instaló en Lanesborough House, en Hyde Park Corner, y en ese momento contaba con más de quince salas y cerca de trescientos enfermos.
Mary llevaba trabajando allí un par de años. En la casa de acogida en la que se había criado, Angels House, había aprendido el oficio de costurera, como el resto de las niñas que vivían allí. Trabajó como aprendiz de la señora Hobston en el negocio que esta poseía en Chelmsford, cosiendo prendas, hasta que cumplió los catorce años; después, la misma dueña de la tienda le dio una recomendación para que trabajase en Londres con una antigua amiga que poseía un negocio de confección de moda femenina.
La gran urbe la sobrecogió al inicio, hasta que se acostumbró al polvo de hollín que acompañaba cada bocanada de aire, a los edificios apretados y ennegrecidos que se arracimaban en los estrechos callejones del laberinto que formaba Londres y al pulular de multitud de personas que poblaban la city. Trabajaba casi doce horas al día por una ínfima paga, pero al menos tenía alojamiento y comida, y una vida gris y monótona. Sin embargo, todo cambió recién cumplidos los dieciséis años. Mientras se dirigía al trabajo, se encontró con un accidente. Unos barriles se habían soltado de la parte trasera de un carro, arrollando en su trayecto a unos pequeños que jugaban en la calle.
Aún recordaba los gritos angustiados de las madres y los sollozos de los niños que yacían por el suelo, algunos de ellos inmóviles.
—¡Mi niño! ¡Mi niño! ¡Mi pequeño John! —sollozó una mujer, aferrándose a su brazo con tanta fuerza que Mary pensó que se lo rompería—. ¡Ayúdelo, por favor!
Mary no sabía qué podía hacer por el niño, pero, acuciada por la angustia de la madre y por el vigor con que tiraba de ella, se acercó hasta el pequeño que yacía en el suelo. Una mancha de sangre cubría el costado izquierdo de la rubia cabecita.
—Yo no sé…
—Haga algo, por favor —le suplicó la mujer.
Aunque había ayudado en ocasiones a la señora Becher, la gobernanta de Angels House, cuando algún niño se accidentaba, no tenía ni idea de lo que debía hacer. Tomó la mano del niño y notó su frialdad, y las lágrimas brotaron de sus ojos, empañando su visión.
—Déjame a mí. —La voz suave y las manos que apartaron las suyas con delicadeza la sacaron de su aturdimiento. Sus ojos se encontraron con el rostro de una muchacha, algo mayor que ella, que vestía un uniforme blanco—. Soy enfermera —le dijo, como si respondiese a una pregunta muda que ella le hubiese hecho.
En los minutos siguientes la vio examinar al niño, insuflarle aire a través de su boca y vendar su cabeza cuando el pequeño comenzó a gemir. Cuando la joven se lo entregó a su madre, instándola a que lo llevase al hospital de St George para que lo examinase un doctor, Mary ya había decidido que quería ser como ella.
No fue un camino fácil. La mayoría de las enfermeras que trabajaban en los hospitales pertenecían a alguna orden religiosa, y Mary tenía claro que ese no era su camino —anhelaba formar una familia, algo que ella nunca había poseído. Deseaba un hombre a quien amar y que la amase, y muchos hijos a quienes dar todo el cariño que había acumulado durante años por no tener a nadie a quien confiárselo—. En los últimos años, no obstante, había proliferado el número de enfermeras que como Margaret, la joven a la que conoció en el accidente, no eran religiosas. Sin embargo, no recibían ninguna preparación para realizar su trabajo y solo podían hacerlo en los hospitales que el gobierno dedicaba a la caridad, con una exigua paga de entre seis y nueve chelines, más la comida y el alojamiento. No lo dudó, dejó el negocio de confección y se fue con Margaret, que la acogió bajo su tutela.
Solo en momentos como aquel, viendo cómo al joven Tom se le escapaba la vida, se arrepentía de haber elegido ese camino.
—¿Te encuentras bien? —La voz de Margaret la sacó de sus recuerdos. Mary asintió—. Creo que necesitas descansar un poco —le dijo, mirándola con preocupación. El cabello negro enmarcaba un rostro cada vez más pálido, lucía unas marcadas ojeras bajo sus ojos oscuros y tenía los pómulos afilados—. Ha venido alguien a verte. Aprovecha y tómate un descanso.
Mary se volvió y echó un último vistazo a Tom, después, asintió. Sus pasos se dirigieron a la entrada de la sala de enfermos mientras se preguntaba quién podía haber ido a buscarla. Apenas vislumbró un retazo del vestido de seda verde de la mujer que aguardaba en el vestíbulo, su rostro se iluminó con una sonrisa que disipó los nubarrones de tristeza que se cernían sobre su espíritu.
—Lady Blackbourne, es un placer volver a verla.
Victoria se volvió y sonrió a la joven antes de darle un cariñoso abrazo. Mary aspiró la sutil fragancia de rosas que siempre asociaría con su niñez y con Angels House. Una nostalgia profunda la invadió de repente y sintió unas ganas tremendas de llorar.
—Yo también me alegro de verte, Mary. ¿Cómo estás? —La pregunta se respondió por sí sola cuando contempló el rostro de la joven. En sus ojos brillaba esa chispa de inteligencia y voluntariedad que la caracterizaban, pero había también en ellos una pátina de tristeza que no había encontrado en otras ocasiones—. Te ves cansada.
—Un poco —reconoció ella—, pero se me pasará. ¿Le gustaría tomar un té?
La tomó del brazo, con la familiaridad que le permitía el tiempo que hacía que se conocían y la amistad que la marquesa le había brindado algunos años atrás, y la condujo de nuevo a la sala de enfermos, donde había una pequeña habitación en la que podrían sentarse y charlar un rato.
—Ya sabes que me encanta el té. ¿Cómo has estado?
Mary se encogió de hombros, mientras ponía agua a calentar y sacaba unas tazas que depositó sobre la mesa.
—Con mucho trabajo, cada vez son más los pacientes que tenemos, y las manos que hay no son suficientes, pero no me quejo. Me gusta lo que hago. —«Excepto cuando tengo casos como el de Tom», se recordó. Entonces, la impotencia que sentía por no poder ayudarlos hacía que se preguntase si de verdad valía la pena todo el esfuerzo que hacía.
Sin embargo, eso no se lo iba a decir a la dama. Su ayuda y las influencias de su esposo habían sido esenciales para lograr alcanzar su sueño de trabajar en un hospital como el St George. El dinero del marqués, en forma de sustanciosas donaciones, le había abierto las puertas de ese lugar, y no podía estarles más agradecida. Siempre la habían tratado con un cariño inmenso, y aún conservaba a su muñeca, Sally, y los vestidos que lord Blackbourne le había regalado cuando no era más que una niña.
Victoria ocultó su preocupación tras una sonrisa. Conocía bien a Mary y podía notar que no se encontraba bien.
Cuando la señora Becher le informó de que la niña trabajaría en Londres, enseguida fue a buscarla para asegurarse de que se encontraba bien y tenía todo lo que necesitaba. Después había seguido visitándola con asiduidad, compartiendo el té y charlando, mientras velaba por ella. A pesar de la diferencia de edad y del estatus social, había surgido entre ellas la amistad.
—Me alegro de que estés haciendo lo que te gusta —respondió a su comentario, aunque sabía que no le estaba diciendo la verdad. Sin embargo, ya hablaría con ella de eso en otro momento, porque iba decidida a sacarla de ese hospital, costara lo que costase—. Pero ¿tiene que ser aquí? ¿No podrías hacer lo mismo en otro lado?
Mary permaneció en silencio mientras servía el té en las tazas. El aroma no era tan delicado ni el sabor tan exquisito como el que había compartido con Victoria en otras ocasiones, pero no podía ofrecerle nada mejor. Los recursos que había en el hospital eran escasos, y el té no constituía una prioridad.
Contempló el líquido oscuro mientras pensaba en una contestación adecuada. No quería defraudar a la dama contándole los sentimientos que la agobiaban en esos momentos, así que optó por evadir la respuesta.
—¿Qué necesita, lady Blackbourne?
Victoria suspiró. Siempre había sido franca y directa, pero, en esa ocasión, tenía miedo. Miedo de lo que pasaría si la joven se negaba a ayudarla, porque estaba convencida de que solo Mary podría ayudar a Jimmy a salir del oscuro y profundo abismo en el que se había precipitado.
—Jimmy tuvo un accidente —le dijo, finalmente.
El corazón de Mary sufrió un sobresalto. Recordaba muy bien a Jimmy. Durante su estancia en Angels House, había cuidado de ella y la había protegido; sus delgados brazos la habían acunado cuando las lágrimas bañaban su rostro y la tristeza por la pérdida de sus padres hacía presa en su corazón. Recordaba incluso que, en un arrebato infantil, había decidido casarse con él. Luego, a la edad de doce años, él se había marchado a Eton, y ella se había enfadado porque la dejaba sola en aquel lugar y no volvería a verlo en mucho tiempo. De hecho no había vuelto a encontrarse con él desde entonces.
—¿Qué sucedió?
A Victoria todavía le costaba hablar sobre ello, aunque habían pasado dos meses. Nunca olvidaría la llegada del joven Frodsham a la mansión, pálido como la luz de la luna, ni sus palabras mientras les contaba lo que había sucedido. En aquellos instantes, a Victoria y a James solo les había importado saber si vivía. Cuando lo vieron en el hospital y el médico les advirtió que lo más seguro era que no volviese a caminar, ella se derrumbó en los brazos de su esposo.
—Hace dos años, sucedió algo en la vida de Jimmy. No estamos seguros de lo que fue, pero hizo que su carácter cambiase. —Se reprochaba a sí misma no haber permanecido más atenta a lo que sucedía, pero fue la época en la que su hijo Matthew se marchaba a Eton, y la pequeña Victoria, con ocho años, requería su atención—. Se convirtió en un joven irresponsable, al que parecía darle todo igual. Bebía, jugaba y se metía en líos. Hace unos meses, hizo una apuesta, algo que ver con una carrera de carruajes. Su faetón volcó.
El corazón de Mary latía con rapidez y tuvo que respirar hondo para serenarse. La imagen que lady Victoria había dibujado del pequeño Jimmy le resultaba ajena por completo si pensaba en el niño que había conocido.
—¿Se encuentra bien? —Quiso saber. La tristeza que vio en sus ojos la conmovió, pero fueron las lágrimas que se deslizaron por su bello rostro las que la sacudieron por dentro. Jimmy Marston había sido muy afortunado al conseguir una familia que lo amase tanto.
—Los médicos dicen que quizá no podrá volver a caminar —le explicó, con la voz rota por la congoja.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo al imaginar al joven postrado en el lecho. No debía de haberle resultado fácil aceptar su situación, si es que lo había hecho. Mary había conocido a hombres a los que les habían amputado algún miembro y sabía lo duro que resultaba que se adaptasen a su pérdida, algunos incluso insistían en que les seguía doliendo.
—No sé qué puedo hacer yo…
Victoria estiró su brazo por encima de la mesa y tomó la mano de la joven.
—Jimmy es voluntarioso y testarudo, aunque ahora mismo prefiera ahogarse en la desesperanza y el malhumor. Puede que haya una mínima posibilidad de que logre volver a andar, pero necesita que alguien lo estimule a intentarlo. —La miró con la esperanza brillando en sus ojos verdes—. Yo sé que tú puedes lograrlo, que puedes hacer que te escuche.
Mary lo dudaba. Hacía mucho que Jimmy y ella no se relacionaban, y la amistad infantil de la que habían gozado la había diluido el tiempo. Si se encontraban, no serían más que dos extraños. Además, él se había criado como un caballero, y a sus ojos ella no sería más que alguien inferior, nunca aceptaría sus órdenes ni sus recomendaciones.
—Lo siento, no creo que sea la persona más adecuada. Ha pasado demasiado tiempo…
—Pero Jimmy te recuerda con cariño —la interrumpió Victoria.
—Margaret es una enfermera muy competente. Estoy segura de que lo haría mucho mejor que yo.
—Por favor, no me digas que no todavía —le suplicó—. Piénsatelo. Sé que eres tú lo que Jimmy necesita. Una madre lo sabe aquí —le dijo, al tiempo que colocaba una mano sobre su corazón.
—Yo…
Se interrumpió al escuchar un alboroto en la sala. Su corazón se aceleró mientras la embargaba un mal presentimiento. Se levantó deprisa y entró corriendo.
—Es Tom —le dijo Margaret, mientras se aproximaba hacia ella. Su mirada, llena de compasión, le hizo comprender lo que tanto temía.
Un par de enfermeras trataban de calmar al joven, que se removía inquieto. Mary las apartó y tomó la mano de Tom, que apretó la suya con tanta fuerza que pensó que le quebraría los huesos. Al muchacho le costaba respirar y sus ojos se clavaron en ella con una angustia desoladora mientras su rostro mostraba los signos de asfixia. La impotencia que sentía la impulsaba a gritar, pero se mordió la lengua hasta que sintió el sabor metálico de la sangre en su boca. No eran gritos lo que Tom necesitaba.
—Tranquilo, Tom. Estoy aquí. —Su tono dulce y sereno pareció calmar algo al joven, y Mary pudo ver en sus ojos azules una dolorosa resignación ante lo inevitable.
«Azules como los de Jimmy», pensó cuando los de Tom la miraban ya sin una chispa de vida. Su alma había abandonado su cuerpo, y Mary rogó porque se encontrase en un lugar mejor, lejos de todo dolor, mientras lágrimas calientes resbalaban por su rostro. No fue consciente de que seguía aferrada a la mano del joven hasta que Margaret no la obligó a soltarla.
—No podíamos hacer nada por él —la consoló la mujer.
Aunque sabía que sus palabras eran ciertas, no por eso resultaban menos dolorosas. ¿De qué servía el trabajo que hacían allí si no podían salvar vidas? Sin embargo, sabía que si hubiera podido hacer algo, lo habría hecho.
Depositó un beso sobre la frente de Tom, aún cálida, y se apartó del lecho cuando una enfermera cubrió su rostro. Al fondo de la sala, Victoria permanecía de pie. «Si hubiera podido hacer algo, lo habría hecho». Eso era lo que había pensado unos instantes atrás. Por Tom no había podido hacer nada, pero todavía podía ayudar a Jimmy. Además, necesitaba dejar todo aquello atrás por un tiempo, la pérdida de tantas vidas humanas estaba haciendo mella en su espíritu.
—Lo haré —le dijo a Victoria cuando se acercó a ella—. Cuidaré de Jimmy.
Victoria no dijo nada, tan solo unió sus propias lágrimas a las de ella y la abrazó con fuerza.
Todavía le quedaba una esperanza.